Las vidas de la Caimana

Reportaje - 12.02.2018
Caimana boda

Carmen Aguirre hizo todo a su manera. Vivió como hombre y se casó con una mujer. Admirada y temida. Sus funerales fueron apoteósicos, tal como ella lo pidió, y su nombre de guerra sobrevive hasta nuestros días: la Caimana

Por Amalia del Cid

Era diciembre cuando Carmen e Hilda se casaron con juez y abogado y sin pedirle permiso a nadie. Era jueves. Era la década de los 60 y en Nicaragua gobernaba Luis Somoza Debayle. Hilda usó un vestido de talle estrecho y falda ancha, típico de la época; Carmen se puso pantalón, camisa y saco, y a la hora de la foto se llevó un cigarro a los labios. Su nombre era Petronila del Carmen Aguirre Ocampo, pero todos la conocían como la Caimana y ella quiso casarse como Pedro.

No había en la vieja Managua quien no supiera de la mujer que vivía como hombre, casada con otra mujer. La Caimana, la misma a la que vieron surgir de los escombros, ahumada de pies a cabeza, una de las tantas veces que el fuego consumió su fábrica de productos pirotécnicos, ahí en el Gancho de Caminos, cuando el mercado Oriental era un puñado de tramos cercados por el monte.

Creía en el horóscopo tanto como en los salmos y, valiéndose de conocimientos adquiridos en libros de herbolaria, curaba a los niños que le llevaban del campo. Era buena con los puños y con los negocios y bailaba casi tan bien como bebía, por eso en su extraordinario funeral no paró de sonar la música ni escaseó el guaro. Tampoco faltó la pólvora y su viuda hizo quemar 21 “cuetones” y 21 morteros en cada esquina de las 26 cuadras que separaban la casa del cementerio. “Dos veces 13, porque la Aguirre era supersticiosa”, recalcó LA PRENSA.

Esa tarde de agosto la multitud avanzó bailando, entre el humo de la pólvora y la bulla de los chicheros, en un acontecimiento que los periodistas calificaron de “insólito”. Petronila del Carmen, Pedro, la Caimana, tuvo los funerales que había soñado.

“Ella dijo: ‘Yo no quiero que me lloren cuando me muera. Quiero que me traigan la marimba’. Y ahí hubo marimba. Ella dijo: ‘Quiero que me traigan mariachi’. Y llegaron los mariachis. Ella dijo: ‘Quiero que traigan chicheros’. Y ahí estuvieron los chicheros. Ella dijo: ‘Quiero que todo el mundo esté bolo’. ¡Y todo el mundo estaba bolo ahí!”, relata José Dolores, hoy de 59 años, uno de los seis niños que Carmen Aguirre adoptó legalmente.

Para él, la Caimana es simplemente Mama Carmen, la mujer que le dio su apellido y lo mandó a la escuela. “La recuerdo como mi mamá, la mejor mamá de todas”, dice. Era dura y era dulce. Era seria y era bromista. Era temida y era amada. Era parrandera y era noble. Era Carmen y era Carmelo. Era, según su hijo, “león y terciopelo”.

***

La historia de Petronila del Carmen comienza en El Infierno, Managua, el barrio donde nació allá en 1931. Su padre fue José Dolores Aguirre, quien en su juventud trabajó como cochero y más tarde fundó en la Carretera Norte su conocida cantina Tata Lolo. “La gente decía que era muy tapudo y le pusieron Lolo Caimán; cuando creció su hija Carmen, le comenzaron a decir la Caimana, por ser semejante a la boca a su padre”, escribió en 2006 el periodista Roberto Sánchez Ramírez en su artículo La Caimana, un popular personaje de Campo Bruce.

Su madre se llamaba Sebastiana Ocampo y era una mujer adusta con quien Carmen no tuvo una buena relación. Las cosas empezaron a ir mal cuando la señora percibió las inclinaciones sexuales de su hija y decidió casarla a la fuerza, a los 13 años de edad, ha relatado Hilda Scott, viuda y heredera de la Caimana, en varias entrevistas. Sin embargo, agrega ahora, aquella boda ocurrió después de que Carmen fue violada cuando “una amiga la traicionó y la dejó encerrada con un hombre”.

La más rebelde de las hijas de Lolo Caimán huyó de la casa y su madre siguió persiguiéndola. “Logró meterla presa en una cárcel de León”, asegura Hilda. Pero ahí Carmen recibió el cargo de cabo de celda y no podía estar más “en su charco”, rodeada de presidiarias, cuenta entre risas su viuda, posiblemente la persona que mejor la conoció.

Cuando meses más tarde salió de la cárcel, un señor le prestó tres córdobas y con ese pequeño capital empezó a hacer cohetes de pólvora, un arte que había aprendido de su abuelo. Como dijimos, era buena para los negocios, y antes de cumplir los 20 años ya había montado su propio taller, La Caimana, que llegaría a ser conocido en toda Nicaragua y que aún hoy es una referencia en la capital.

Seis veces sufrió incendios catastróficos y seis veces se levantó de las cenizas. Acababa de quemársele la fábrica y estaba en la ruina cuando encontró a Hilda Scott, seis años menor, de familia educada y descendiente de Chale Scott, el inglés que perforó el primer pozo artesiano que hubo en Diriamba.

Hilda Scott en su juventud. 

***

Se conocieron la mañana del viernes 2 de septiembre de 1960. Hilda Scott ya es una señora octogenaria y por más que busque en su memoria algunos recuerdos se le escapan, pero no ese. Sabe exactamente qué día se vieron por primera vez, porque hace muchos años Carmen le regaló un anillo con la fecha y las iniciales de ambas.

Para 1960, Hilda era una muchacha de 22 años, diminuta y grácil, de cintura breve y caderas anchas, con una hija pequeña que debía mantener. Laboraba como enfermera en el Hospital Bautista y todos los días iba al trabajo en bicicleta. Pero ese viernes no fue un día cualquiera: en el camino se encontró con Luisa. Una “amiga” de Carmen que había sido “amiga” mía, recuerda.

Luisa se le puso enfrente, no la dejó avanzar y, para que no se fuera, le arrebató su cadena de oro. “En esas estábamos cuando apareció ella, Carmen, llamándola: ‘Luiiiisa, Luiiiiisa’. ‘Andá’, le dije, ‘sé obediente’. Y me respondió: ‘No quiero hacerle caso, me cae mal esa mujer’”, relata Hilda, risueña y franca, sentada al borde de una de las calles más transitadas del Oriental, en la mueblería que hoy lleva el nombre de la antigua fábrica de pirotecnia: La Caimana.

—Ella es Hilda. Ella es Carmen —finalmente las presentó Luisa.
—Dale la cadena —dijo la Caimana.

“Cuando la conocí se vestía de falda hasta debajo de la rodilla”, señala Hilda. “Yo le puse el pantalón”. Hay otro motivo por el que recuerda ese encuentro con tanta precisión: ha contado la historia innumerables veces, cada vez que alguien ha llegado a la mueblería en busca de información sobre los orígenes de Carmen Aguirre, a quien consideran “la primera nica” en declarar públicamente su lesbianismo.

Sin embargo, Carmen fue más que eso. No solo aceptó quién era, hizo alarde de ello, convirtiéndose a sí misma en el estereotipo del macho alfa. Un escándalo. Pantalón y camisa de hombre, bigotito entre Pedro Infante y Cantinflas, pistolón al cinto y fama de mujeriega.

“Un par de veces la encontré en la calle cuando yo circulaba manejando y ella iba en bicicleta llevando a una jovencita en el tubo, como acostumbraban los varones llevar a sus novias, esposas o compañeras”, cuenta el historiador y periodista Nicolás López Maltez. Además, “siempre se vestía como hombre y procuraba engrosar su voz para sonar como macho”, subraya.

Él la entrevistó en 1970, un año antes de su repentina muerte. “La entrevisté en vivo en mi noticiero Teleprensa-Canal 2, con motivo de la invasión de cohetes y otros productos de pirotecnia procedentes de El Salvador, que afectaban los intereses comerciales de los productores de pirotecnia en Nicaragua. Y esa fue la primera vez que los televidentes apreciaron la imagen de Carmen Aguirre, la Caimana. Llegó a la entrevista en vivo totalmente vestida como hombre”, recuerda.

Dada la naturaleza del personaje, extendieron su participación a fin de acumular público. Como propietaria de la fábrica de pirotecnia más popular de Managua, Carmen reclamó al gobierno de Anastasio Somoza Debayle protección para la industria nacional; pero en los últimos minutos de la entrevista López Maltez se apartó del tema para entrar a un terreno más personal.

Entonces la Caimana habló del origen de su apodo y explicó que se lo debía a su padre José Dolores Aguirre, fundador y dueño de la famosa cantina Tata Lolo.

Y para concluir la entrevista, el periodista le preguntó:

—¿Cuál es su opinión de la mujer nicaragüense?
A lo que ella respondió sin preámbulos y sin pudor:
—¡Es lo más lindo que hay, no hay cosa más deliciosa!

Hilda conoce mejor que nadie la afición que Carmen sentía por las faldas. Después de aquel viernes 2 de septiembre quedó cortejándola, llamándola por teléfono al trabajo y acompañándola de regreso a casa, hasta que logró sacarla del hospital y llevársela a vivir a La Caimana. Pero no abandonó el hábito de las conquistas. Dejaba corazones rotos aquí y allá e incluso le presentaba sus amigas a Hilda, quien acabó acostumbrándose a tolerarlo todo.

Hilda Scott en la actualidad, a los 80 años de edad. 

Desde hace unos años Hilda Scott es testigo de Jehová y está soltera por decisión propia, pero no niega un solo instante su historia con Carmen Aguirre. “Fue el amor de mi vida”, reconoce. No es poca cosa que tras la muerte de la Caimana haya empapelado la casa con fotos del cadáver en el ataúd. “Cuando murió a mí se me hundió el piso”, afirma la viuda, ahora que de aquel romance solo quedan fotografías amarillentas guardadas en dos viejos álbumes.

***

La familia y los amigos le decían que aquello no podía ser, de ninguna manera, algo normal. Junto a la cama donde dormía, Hilda Scott colocó una foto ampliada de Carmen en la caja y ahí la dejó durante unos ocho meses. Era lo último que veía antes de acostarse y lo primero después de despertar, cuenta.

Sin embargo, su hijo José Dolores afirma que no fue solo una fotografía, sino decenas y en toda la casa. “Parecía un museo de muertos”, recuerda, y todavía le estremece recordar “el montón” de imágenes de la Mama Carmen “con el algodón en la nariz y el paño en la cabeza para que no abriera la boca”. “La familia de mi Mama Hilda la criticó, le dijo ‘eso no es bueno’, pero ella las quitó hasta que hubo un incendio que quemó toditas las fotos, como año y medio después”.

Cuando desaparecieron las filas de curiosos que llegaron a ver el cuerpo de la Caimana y se apagó el último eco de la pólvora quemada en el cementerio, solo quedó el vacío y cuentas por pagar en la Clínica Santa María, donde Carmen Aguirre murió 27 días después de una cirugía en la vesícula, el 16 de agosto de 1971.

Tres días antes de su cumpleaños número 40 empezó a tomarse una caja de botellas de whisky. Bebía de la mañana a la noche, mezclando alcohol con refrescos, hasta que de pronto sintió un dolor agudo en un costado. Entonces pidió hielo para colocárselo sobre la piel y le dijo a Hilda que se cambiara de ropa y la llevara de inmediato a la clínica de su amigo Rolando Martínez.

Salió bien de la operación, pero a los días todo se complicó. Los riñones empezaron a fallarle, tenía el azúcar a más de 400 y al final incluso le diagnosticaron leucemia, asegura Hilda. La robusta Caimana estuvo un tiempo orinando por sonda y pasó sus últimas horas en cápsula de oxígeno. La desconectaron a petición de su compañera y murió alrededor de la 1:00 de la tarde de ese lunes de agosto.

Todavía una semana antes solicitó que la sacaran a la calle para bailarle a Santo Domingo desde su silla de ruedas. Por esos días José Dolores la fue a ver a la clínica. Estaba desnuda, “toda entubada”, recuerda. Se abrazaron y ella le dijo:
—Hijo, meteme el pato.
—¿Cuál pato, mama?
—¡Que me metás el pato, desgraciado!
—¡Pero cuál paaaato!

“Era la bacinilla”, dice. “Y esa fue la última vez que la vi”.

***

“Como un recuerdo para mi hermano querido y mi estimada cuñada, Manuel y Leocita Martínez, que guarden esta sombra, vuestra como un recuerdo que es muestra del cariño sincero que les guardamos. Esta foto fue tomada cuando nos casamos el día 21 de diciembre de 1962”. La dedicatoria, firmada por Carmen Aguirre, está escrita detrás de una foto color sepia, rota y arrugada, que Hilda Scott recuperó hace poco tiempo. El acta de matrimonio se quemó en uno de los muchos incendios que consumieron la fábrica La Caimana, pero la foto persiste como una prueba de que la boda fue simbólica, pero real.

Carmen o Carmelo, a ella le daba lo mismo cómo la llamaran, tenía muchas amistades, entre las que se contaba a los hermanos Somoza. Así que no es de extrañar que haya logrado llevar a su casa al juez Salvador y al abogado Rafael para que la casaran como hombre y bajo el nombre de Pedro del Carmen Aguirre Ocampo.

Fue una ceremonia relámpago y, cuando acabó el papeleo, novio, juez y abogado se dispusieron a brindar. En casa de la Caimana nunca faltaban ni la pólvora ni el guaro.

La tarde en que murió la noticia fue anunciada con 21 morteros, como ella lo había pedido. Y algunas horas después en su casa ya no cabía la gente. “Más que una vela fue un inmenso desfile de curiosos que tuvieron que ser controlados por elementos de la Guardia Nacional. El barrio del Gancho de Caminos, donde la Caimana tenía su fábrica de cohetes y morteros, parecía estar de fiesta”, describió el Diario LA PRENSA.

Había luces de colores adornando el árbol del patio y los chicheros se las arreglaron para que la música fúnebre sonara a bailongo. De la bodega se sacaron 40 barriles de guaro lija y los tragos empezaron a repartirse en casi todo el barrio. A las 7:00 de la noche llegó el padre Miguel Chaverri para dar el responso y tuvo que usar micrófono para que todos le oyeran a través del sistema de altoparlantes. A las 7:30 “ya no se podía dar un paso en la vivienda” y la fila de amigos y curiosos era “interminable”.

La vela de la Caimana fue multitudinaria. Tuvo que presentarse la Guardia Nacional para poner orden en el tráfico y en las filas de amigos y curiosos que llegaron a ver el cadáver.

Carmen Aguirre estaba vestida con un traje azul marino y lucía el bigotito ordenado y la barba incipiente que Hilda le había hecho crecer a fuerza de lociones. Sobre el ataúd, entre las coronas de flores enviadas por una larga lista de funcionarios, destacaban la del presidente Anastasio Somoza Debayle y la de su hermano José R. Somoza, a quien la Caimana solía llevar serenata con pólvora cada Día de San José.

Pronto la Guardia tuvo que empezar a controlar el tráfico, debido a la aglomeración de gente que llegaba a ver el cadáver. Y a las 8:00 de la noche, cuando la luz se fue en todo el sector, alguien gritó: “¡Carmelo había dicho que iba a haber una oscurana cuando se muriera. ¡Dios mío!” Pronto se supo que el apagón se había debido a un cortocircuito, pero la multitud, incluidos los guardias, se puso nerviosa.

En la casa de la difunta reinaba Hilda Scott. “Yo era su compañera”, respondía firmemente cuando se lo preguntaban. Y mientras tanto, entre trago y trago, los amigos de la Caimana daban declaraciones a LA PRENSA:
—Ponga en el diario que Carmelo era una mujer caritativa, digamos filántropo.
—Diga que crió a más de 15 muchachos y muchachas huérfanas; que algunos le pagaron bien y que otros mal.
—Diga también que le ayudaba a los pobres, que colaboraba con las fiestas de Santo Domingo, en la Gritería y en algunas fiestas de pobres.
—Agregue ahí que cuando se le quemaba uno de sus trabajadores ella mantenía a la familia del quemado, les daba la comida y les pagaba la casa.
—Y también diga que era liberal... liberal hasta las cachas... y que Tachito le debe mucho. Ella ponía los morteros en las manifestaciones. Daba reales para mantener los cantones.

Entre los asistentes se murmuraba que Carmen había muerto después de una cirugía para extirparse los senos. “Le costó 35 mil córdobas”, decían. “A los ocho meses comenzó a sentirse muy mal”, insinuaban. Pero nada era cierto, afirma Hilda. O bueno, una parte sí. Es verdad que la Caimana se hizo operar los pechos en el Hospital El Retiro, porque le ocasionaban dolores de espalda y que después de eso amaba usar camisolas de hombre; pero no fue esa la causa de su prematura muerte.

***

“Cuando me dijeron que mi mama se había muerto no lo creí. ‘Se está haciendo mi mama’, me dije, porque mi mama era bromista. ‘Es capaz de comprar la caja y hacerse la muerta’, pensé. Llevaron el cuerpo como a las 3:00 de la tarde y a las 4:00 me dije: ‘Se está haciendo mi mama’. A las 5:00 volví a decirme ‘se está haciendo’. A las 6:00, a las 7:00… pensé ‘ya demasiado’. Pero ya cuando llegó una de sus amantes, doña Helena González, y se puso a llorar calladito, ella tragó duro y yo tragué duro también. Me fui al cuarto a pensar: ‘¿Será que de verdad está muerta?’”

José Dolores Aguirre aceptó la muerte de Mama Carmen cuando la madrugada ya había empezado e incluso la habitación de la difunta estaba llena de mirones que estudiaban los 14 retratos en los que ella aparecía vestida de vaquero, con saco o con huipil.

Semanas después, recuerda, tuvo una discusión con su hermano, el mayor de los muchachos adoptados por Carmen.

—Ojalá que la Carmen esté en lo más profundo del infierno —dijo Ramón.
Y José Dolores, que en 13 años de vida nunca había escuchado a nadie expresarse así de su madre, le respondió:
—Es tu mama.
—Noooo, yo odio a la Carmen.
—Tu mama no te quiso, tu papa no te quiso, nadie te quiso y ella te agarró. Lo mismo me pasó a mí. Mi mama no me quiso, mi papa no me quiso, nadie me volteó a ver. Pero esta, que era lesbiana, fue mejor que la que nos parió.

“Ramón la odió en vida y muerte porque mi mama le pegaba, aunque en realidad él era al que menos castigaba, nos pegaba más a los otros. Nos daba con la faja, nos daba con un palo, pero nos ayudó porque de chavalo uno es travieso”, relata José Dolores, Lolo, quien de los varones fue el más cercano a Carmen.

En la casa de la Caimana vivían niños y niñas de todas las edades y procedencias, adoptados como la ley manda. La mayoría eran hijos de mujeres que habían sido amantes de Carmen; otros fueron llevados por conocidos cuando sus madres no los quisieron criar. Y en el caso de José Dolores, su mamá biológica trabajaba para la Caimana e intentó abortarlo golpeándose la barriga contra la punta de una mesa, cuenta Hilda. Carmen se dio cuenta de lo que pasaba y le dijo que, si permitía que el bebé naciera, ella misma se encargaría de que nunca le faltara nada. “Si no lo querés, dámelo a mí”.

En la fotografía, Carmen Aguirre e Hilda Scott con los hijos adoptados por la pareja. De izquierda a derecha, María de la Concepción, Sayda Scott (hija biológica de Hilda Rosa), Juan Carlos, Manuel Salvador, José Dolores y Ramón. En la foto hace falta Jorge, quien en ese momento estaba dormido.

Cuando la Mama Carmen murió, Ramón tenía unos 23 años y el menor, Juan Carlos, todavía no cumplía los 10. En medio estaban José Dolores, María de la Concepción, Manuel Salvador y Jorge. Dos de los más pequeños llegaron con solo días de diferencia. Uno era hijo de una empleada del Cine México y al otro lo fueron a buscar a un burdel. Uno era blanco y el otro moreno, pero Carmen los presentaba como gemelos. “Le valía”, dice Hilda, sonriendo divertida.

En general, le importaba muy poco la opinión ajena. Y a su fábrica llegaban desde los más altos funcionarios del Estado hasta campesinos que le llevaban niños moribundos. “Se metía al cuarto y les daba no sé qué cosa, hierbas”, y cuando la gente no tenía dinero, ella respondía: “Ahí que Dios pague”, recuerda Lolo. “Le llevaban cabezas de guineo, gallinas, chompipes, chanchos, perros de raza. La casa siempre parecía un corral. Nosotros cuidábamos chanchos, cuidábamos perros, gallinas guineas, era como un zoológico. Así le pagaban”.

Carmen sabía adaptarse a cualquier situación. Si le tocaba ir a la playa a cortar varitas para los cohetes, se ponía short y chinelas y agarraba el machete. Si la invitaban a una fiesta, se portaba a la altura y asistía vestida de pantalón y saco, con zapatos de charol y la pistola niquelada con cacha de nácar que llevaba consigo solo en ocasiones especiales. El resto del tiempo usaba su pistolón calibre 45 y practicaba tiro al blanco en un árbol de su patio o disparaba al aire para amenizar sus borracheras, pero nadie recuerda que alguna vez haya jalado del gatillo para herir a otra persona.

Para su familia, esa capacidad de mimetizarse con la gente es lo que hizo que la convocatoria de sus funerales, el 17 de agosto de 1971, fuera extraordinaria. Además del despliegue masivo de juegos pirotécnicos, la comida repartida, la música de fiesta y una cantidad absurda de licor. “El entierro de la Caimana constituyó un evento único, que no se ha repetido en la historia de Managua, principalmente por las características singulares que tuvo”, subraya el historiador Bayardo Cuadra.

Aquello fue “tres veces Santo Domingo”, dice José Dolores. Y los cronistas que dieron cobertura al acontecimiento coincidieron en que la multitud debía oscilar “entre 25 mil y 30 mil personas”.

Vestida totalmente de negro, Hilda Scott encabezaba la procesión. Erguida y alerta, sabiéndose blanco de las miradas curiosas de la gente que se arremolinaba en las aceras. Adelante también iba José Dolores, ayudando a quemar pólvora en cada esquina: 21 morteros y 21 “cuetones”. Y al escuchar las explosiones, los managuas salían de las avenidas laterales, como hormigas de un hormiguero, para sumarse a la muchedumbre.

Llegaron borrachines y ladrones. Hippies peludos de a pie y la clase alta en sus automóviles (había unos 600 carros estacionados en las calles por donde pasó la procesión, dijeron los periodistas). Se fumó marihuana y se bebió guaro lija. Se rezaron oraciones y se tocaron esas piezas del folclor nacional que a la Caimana tanto le había gustado bailar. A las 7:30 de la noche el cuerpo de Carmen Aguirre finalmente bajó a la tierra, en medio del estruendo de la pólvora, porque Hilda mandó a quemar todo lo que quedaba en las bodegas de la fábrica. Desde la tumba la Caimana lo había vuelto a hacer. Qué escándalo.

Parte de la multitud que acompañó a Carmen Aguirre rumbo al cementerio.

Los niños Aguirre

De los hijos adoptados por Carmen Aguirre e Hilda Scott, dos ya no viven. Ramón se quitó la vida hace muchos años, luego de sufrir una decepción amorosa. Y Juan Carlos fue atropellado por un automóvil en Costa Rica, cuando se dirigía a cobrar su cheque por su trabajo como guarda de seguridad.

José Dolores, Jorge y Manuel Salvador todavía viven en Nicaragua y tienen empleos estables. María de la Concepción vive fuera del país, igual que Sayda Scott, la hija que Hilda tuvo antes de conocer a Carmen. José Dolores es pastor evangélico, pero asegura que no juzga a las personas por su orientación sexual.

Carmen Aguirre los mandó a la escuela a todos. Las primeras letras donde doña Panchita y la primaria en algunos de los mejores colegios de la Managua de entonces. Cuando al cabo de un año de clases José Dolores aprendió a leer y a escribir las letras de Marcelino, Pan y Vino, y doña Panchita mandó a llamar a su Mama Carmen para que llegara a presenciar la hazaña, el niño leyó y escribió y su madre lo tomó en brazos. Después lo lanzó cuatro veces al aire, exclamando: “¡Este es mi hijo! ¡Este es mi hijo! ¡Este es mi hijo! ¡Este es mi hijo!”

A los puños

A la izquierda, Carmen, en una ronda de tragos con sus amigos.

Carmen Aguirre podía fajarse a los golpes como cualquier hombre. Se sabe que en una ocasión, valiéndose de un pichel de vidrio, “le abrió la cabeza” a un sujeto que intentó tocarla para averiguar “si era hombre o mujer”. Y que una noche tumbó de un puñetazo a un individuo que se quiso pasar de listo. La anécdota fue recogida por el periodista Francisco Gurdián Guerrero, el 1 de agosto de 1987, en El Nuevo Amanecer Cultural:

“Estando una noche en los jardines de la Compañía Cervecera, encontré a la Caimana en una mesa con una linda mujercita con la cual bebía cerveza. Ella andaba como siempre, vestida de hombre, y usaba un sombrero que retenía sobre la mesa. Cuanto tocó la orquesta, un amigo de Carmelo le pidió permiso para bailar con su dama, a lo que ella accedió con todo gusto. Como la música que tocaban era un bolero romántico, el galán apretaba cada vez más a la linda damita. La Caimana, que los estaba observando, llegó a un momento en que ya no aguantó y se levantó en busca de la pareja, agarrando al infeliz bailarín del cuello y dejándole ir un tremendo golpe que lo hizo quedar fuera de combate. La Carmen, por todo comentario, dijo: ‘Es un abusivo’”.

Sobre la Caimana

Era bailarina. Es decir, le pagaban por bailar. Cada pieza costaba 20 córdobas, en una época en que un buen vigorón valía un chelín. Tenía un grupo de baile e involucró a algunos de sus hijos, que le aprendieron todos los pasos.

Leía la Biblia casi todas las noches y dormía con ella debajo de la almohada.

Idolatraba al mexicano Pedro Infante.

Comenzó su negocio con tres córdobas que le prestaron y logró amasar una pequeña fortuna. Heredó la fábrica a Hilda y sus hijos, dejó terrenos y un capital de varios miles de córdobas.

En sus mejores momentos, a su fábrica llegaban los más altos funcionarios y deportistas de Nicaragua. Y también comerciantes de toda Centroamérica.

Supersticiosa

La Caimana con el horóscopo de 1970.

Carmen Aguirre, la Caimana, consultaba el horóscopo religiosamente, para averiguar qué le deparaba el día a ella, Géminis, y también a los empleados de su fábrica de productos pirotécnicos. El 20 de diciembre de 1969, el periodista Filadelfo Alemán le preguntó qué sistema utilizaba para evitar accidentes.
—Es muy fácil —dijo la Caimana—, pero nos ha dado óptimos resultados. Se trata del horóscopo.
—Bueno, a ver, díganos, ¿y cómo es eso?
—Pues que cada quién tiene su horóscopo y cuando este nos señala algo malo, no trabajamos.
—¿Ah sí?
— Sí. Por ejemplo, mi signo es Géminis y cuando me señala mal agüero, doblo carpeta y no trabajo.
Y mostrando el horóscopo, prosiguió:
—El 13 de febrero del año pasado, mi horóscopo decía lo siguiente: “Es un día muy propenso para cometer errores, por lo tanto no trabaje en asuntos de importancia. Una conducta errada y sucesos inesperados perturban sus asuntos. Será difícil concentrarse en varias cosas a la vez”.
—Y no trabajaron, ¿verdad?
—Claro.
—Todos tenemos horóscopo, prosiguió. Hilda Rosa Scott lo tiene. Ella es del signo Tauro; Concepción Aguirre, el de Aries; Sayda Scott, el de Sagitario, y José Dolores Aguirre, el de Libra —finalizó.
Y esta precaución, por supuesto, no la libró de vivir seis incendios devastadores.

Carmen Aguirre en la década de los sesenta.

Sección
Reportaje