Era bella. Darío le llamó Garza Morena. Fue la segunda esposa del poeta. Pasó más de 20 años queriendo divorciarse de ella hasta que, vencido, murió en sus brazos
Por Eduardo Cruz
Fumaba mucho y los últimos días de su vida los pasó sentada en una silla mecedora. Las piernas ya no la podían sostener. Aunque todavía dirigía con “mano de hierro” la finca de café Utila, que ella tenía en Las Sierras de Managua.
En los años cincuenta del siglo pasado, cuando ya rondaba los 80 años de edad, el tiempo ya había borrado y desfigurado los ángulos, líneas y perfiles de su belleza. Pero era fácil adivinar lo que había sido aquel rostro hermoso.
El rostro de la Chayo Murillo, a como le decían —no la que existe en Nicaragua actualmente, sino otra, cuyo nombre completo era Rosario Emelina Murillo Rivas, o simplemente la Garza Morena—, todavía reflejaba parte de la belleza que encandiló al gran poeta nicaragüense Rubén Darío, que lo enamoró locamente cuando a él todavía le decían el Poeta Niño y que llegó a ser su segunda esposa.
Murió en 1953, en Managua, a los 84 años de edad.
A esa edad era vehemente, apasionada, agresiva. De ella se ha dicho más de malo que de bueno o regular. Por su carácter temible, era de pocas amistades, pero sincera de corazón, franca, caritativa, amena conversadora e ingeniosa, la describe el académico y estudioso de Darío, Edgardo Buitrago, quien la entrevistó en noviembre de 1944.
Rosario vendía leche cruda y papel francés para tapizar paredes, que se medía por metros. Lo hacía para entretenerse, pues su familia tenía dinero.
A esa edad, Rosario fantaseaba con algunas cosas sobre Darío. Por ejemplo, cuando se le preguntaba por el cerebro del poeta, decía: “Pues aquí mismo (lo tengo), en mi aposento y debajo de mi cama”. En realidad, tiempo después de la muerte de Darío el cerebro fue enterrado secretamente en su tumba que está en la Catedral de León.
Entre ingenuidades, mentiras intrascendentes, invenciones y verdades, pero gozosa de haber sido la esposa del gran poeta, Murillo solía referir anécdotas sobre Darío.

No era mujer de letras pero por su relación con Darío conocía los nombres de grandes intelectuales. A pesar de ello, sí tenía una vivísima inteligencia, matizaba su hablar con ingeniosas salidas y ocurrencias, y con buena memoria deleitaba a los demás con sus relatos sobre el poeta.
Buitrago cuenta que Murillo tenía una estampa de gitana, alta y delgada. Desgarbada por el peso de los años, era de piel morena, cabellos trenzados, entrecanos, que según ella habían sido largos, sedosos y castaño claros. Ojos vivaces, víctimas de cataratas en la vejez, por lo que usaba constantemente gafas de gruesos cristales. Frente despejada y graciosa, nariz corta y sensual. Un negro lunar en la parte derecha del labio superior. El timbre de su voz era grave. Le salía gangosa y asmática, tal vez debido al abuso que hacía del tabaco. Fumaba minuto a minuto, reteniendo el humo.
Era católica creyente, sin caer en el fanatismo. Muy agradecida de los favores que se le hacían. Vestía sin ostentación y no hablaba necedades. Para ir a misa se tocaba con mantilla negra o blanca y se calzaba con zapatillas cerradas de cabritilla negra, con lazos de seda del mismo color.
Además de administrar con orden y energía su hacienda de café Utila y manejar con férrea disciplina militar su casa, a su madre Mercedes Rivas la mimó hasta su muerte y profesaba un gran amor por su hermano Andrés.
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Rosario Murillo había quedado huérfana de padre a los 7 años de edad. A su progenitor, Ramón Murillo, lo mató un aluvión durante un torrencial aguacero en una hacienda de café ubicada en Las Sierras de Managua.
Ella había nacido el 10 de agosto de 1869 y era dos años menor que el poeta. Su madre, Mercedes Rivas, logró sacar adelante a sus cuatro hijos: Rosario, Andrés, Javiera y Ángela.
La misma Murillo se describió en 1952, ante el periodista Hernán Rosales, como una “chavala terriblemente retozona”. “Y ya no digamos de niña, pues estando grandecita, como de 10 años, me encantaba jugar con Lola y Matilde Rivas, rayuela, cuepas, chibolas y barrilete. Recuerdo que un día un barrilete grande que me hicieron exclusivamente para que yo lo elevara, me arrastró por la calle como una cuadra. A los gritos que yo daba, pero sin soltar el palo que sujetaba el cordel de donde pendía el barrilete, unos transeúntes acudieron a recogerme, toda golpeada y con raspones en la cara”, recordó Murillo.

La Garza Morena, a como la llamó Darío, estudió sus primeras letras en una escuelita para niñas que dirigía la maestra Jacoba Saravia, en Managua, y cuando cumplió 13 años de edad, su madre la envió a Granada a estudiar en el colegio de señoritas que estaba a cargo de la maestra norteamericana Miss Oliver, donde conoció a Celia y Adela Elizondo, hijas del entonces ministro de Hacienda, Joaquín Elizondo. En la casa de estos Elizondo es donde Murillo conocería poco después a Rubén Darío.
“Estuve dos años en el colegio de Granada, época en que yo cumplí 15. Y ya de regreso a Managua, junto con las muchachas Elizondo, iniciamos nuestra vida social. La sociedad capitalina de entonces era demasiado pequeña, aunque compuesta por familias muy distinguidas. Con decirle que solo había un total de 28 señoritas... Para los grandes bailes había que invitar a muchachas de Granada y de Masaya, a fin de completar la concurrencia, aquellos tiempos eran encantadores”, le dijo Murillo en 1952 al periodista Hernán Rosales.
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Año 1881. Rubén Darío vive en Managua en casa del director de la Biblioteca Nacional, Modesto Barrios, quien con frecuencia lo sacaba a tertulias. Era Darío de muy tierna edad aún, tiene 14 años y se le conocía como el Poeta Niño.
En una ocasión, Barrios llevó a Darío a la casa de la familia de Joaquín Elizondo a una actividad para celebrar el onomástico de la esposa de este último, que se llamaba Mercedes Abaúnza, y allí escuchó “cantar a una niña”, describe el propio poeta en su autobiografía.
“Era una adolescente de ojos verdes, de cabello castaño, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de oriente y de los trópicos. Un cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora (muchacha que en la antigua Grecia llevaba sobre su cabeza las canastillas sagradas con ofrendas durante las ceremonias religiosas). Era alegre, risueña, llena de frescura y deliciosamente parlera, y cantaba con una voz encantadora. Me enamoré desde luego; fue el 'rayo' como dicen los franceses. Nos amamos. Jamás escribiera tantos versos de amor como entonces”, escribió Darío.
Murillo recuerda ese momento, cuando Celia Elizondo, un tanto celosa porque era una de las muchachas a quien Darío le hacía reojos, le dijo que el poeta quería conocerla y tocarle la mazurca Trinos de amor en el piano.
Sonriente, Murillo le dio la mano a Darío.
—Gusto de conocerlo.
—Chayito, para mí es un placer estrechar su mano y el honor de conocerla.
Murillo sintió que el rostro de ella se iluminó, el de Darío mostró satisfacción pero el de Celia Elizondo reflejó desagrado.

Es de sobra conocido que Darío vivió para dos cosas, además de la poesía: el alcohol y las mujeres. Cuando conoció a Murillo, el poeta ya se había enamorado varias veces. “¡Fidelina, Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, María, Victoria, Gertrudis! recuerdos, recuerdos suaves”, escribió Darío enumerando a las primeras jóvenes que le habían gustado.
La primera de ellas había sido una prima que vivía con él en la casa de su madre adoptiva, Bernarda Sarmiento. Esa prima, de nombre Isabel, era “rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella fue quien despertara en mí los primeros deseos sensuales”, estampó Darío en su autobiografía.
En Chile, adonde viajaría posteriormente tras conocer a Murillo, Darío publicó su libro Azul..., con el que se comenzó a hacer verdaderamente grande, con el que iniciaría el Modernismo y empezaría a embellecer el castellano. En ese libro apareció el cuento Palomas blancas y garzas morenas. La paloma blanca alude a su prima Isabel, a quien en el texto le cambia el nombre por el de Inés. Y la garza morena no es otra que Rosario Murillo.
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No era por casualidad que a la casa de Rosario Murillo llegaban a comer Modesto Barrios, el general Miguel Brioso, Jacinto Espinosa, un cubano de apellido Zambrano y Rubén Darío, entre otros intelectuales. La madre de Murillo cocinaba muy rico. A veces también se hacían fiestas en esa casa.
“A Rubén, que desde que había sido presentado a mí no desperdiciaba ocasión para tratar de verme, le vinieron de perlas esas reuniones recreativas en casa. No había baile que tuviéramos en donde él faltara... No le gustaba a mi madre para que fuese mi novio. Pues era feo. En realidad, peludo y un tanto pausado para hablar. Se distinguía por su talento y el relieve de sus versos que ya despuntaban con alguna originalidad. Las muchachas más bellas se deshacían porque Rubén les escribiera algo en sus abanicos y les tocara en el piano las polkas y mazurkas que preferían”, relató Murillo.
Darío escribió: “Iba a comer algunas veces en la casa de esta niña (Murillo), en compañía de escritores y hombres públicos. En la comida se hablaba de letras, de arte, de impresiones varias, pero, naturalmente, yo me pasaba las horas mirando los ojos de la exquisita muchacha, que era mi verdadera musa en esos días dichosos”.
La madre de Murillo no pudo evitar que la pareja se hicieran novios. Y el primer escenario de ese amor fueron las orillas del lago de Managua, adonde la juventud capitalina de esa época solía ir a pasear.

En Chile, Darío recrea esos momentos en su cuento Palomas blancas y garzas morenas. “¡Bendita sea aquella boca que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras! Era allá en la ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas con pájaros de colores”. Claro, para esa época el lago de Managua aún no había sido contaminado.
Aunque el enamoradizo Darío ya había puesto sus ojos en varias muchachas, fue a Rosario Murillo a quien le dio el primer beso de su vida. Y así lo dice en una carta a ella: “Pongo a Dios por testigo que el primer beso de amor que yo he dado en mi vida fue a ti”.
Totalmente enamorado. Perdido en los ojos de Murillo. Tal vez cegado por lo que sentía, Darío le dice a sus familiares y amigos: “Me caso”.
Según un escrito de Diego Manuel Sequeira, abogado y estudioso de Darío, la mamá Bernarda lo increpó:
—¡Casarte! ¿Con qué te vas a casar? ¿Con qué vas a mantener a tu mujer?...
—Me quiero casar...
—Esos mamotretos, esos versos, esos papeles inútiles son la causa de todo... Y lo cierto es que nuestra extrema bondad para contigo te ha hecho ir cada día de mal en peor. Al campo debías haber ido, a trabajar al campo. ¿No quieres seguir una carrera? Al campo. Tu padre pensaba muy bien cuando te quiso dedicar al comercio. Tú te encaprichaste y después de mucho rogarte yo, te decidiste al estudio y me ofreciste ser abogado. ¿Qué has hecho? No eres ni bachiller.
—¡Me quiero casar!
—¿Y qué van a comer en tu casa? Porque debes tener casa. El casado casa quiere. ¿Qué van a comer tú y tu mujer? ¿Versos? ¿Flores? ¿Estrellas? Y me vas a echar al fuego ahora mismo toda esa papelería... y entrégame las cartas que te haya escrito esa deschavetada.
Darío recordaría después que sus amigos se rieron de él. “La carcajada fue homérica. Tenía apenas 14 años cumplidos. Como mis buenos queredores viesen una resolución definitiva en mi voluntad, me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó enseguida a la República de El Salvador”, escribió.
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Cosa curiosa, en su autobiografía el poeta nunca menciona el nombre de Rosario Murillo. Lo único que dice es, al relatar su regreso desde El Salvador: “De nuevo en Nicaragua, reanudé mis amoríos con la que una vez llamé Garza Morena”.
En el año 1885, ella lo recuerda muy celoso.
“(Era) un noviazgo sencillo, sin aspavientos y con sus detalles interesantes de arte, por tratarse de un poeta. Lo único que detonaban de vez en vez eran los celos de Rubén. Ah, era celoso como él solo. No quería que yo bailara con nadie. Y cuando me reía por algo, se enojaba como si le hubiese hecho alguna gran inconsecuencia. Tenía preocupaciones de niño. Por lo demás, era magnífico”.
Aquí ocurre algo que los biógrafos de Darío, como Edelberto Torres, Ildo Sol (Ildefonso Solórzano, casado con una nieta de Darío, Elena) o Antonio Oliver Belmas, entre otros, abordan con mucho cuidado.
Darío escribe: “A causa de la mayor desilusión que pueda sentir un hombre enamorado, resolví salir de mi país. ¿Para dónde? Para cualquier parte”.
Aunque Darío no lo menciona específicamente, la mayoría de sus biógrafos concuerdan en que el poeta hace alusión a una probable traición de Rosario Murillo.
“Una de sus amigas, Celia o Margarita o Mercedes, ¿quién fue?, le hace un día una revelación que lo deja anonadado, le arranca las lágrimas más amargas que nunca derramó y le hace pensar en la sinrazón de su presencia en Nicaragua... Esta herida que sufre su corazón supera todas las aflicciones que a pesar de su juventud ha padecido y decide abandonar Nicaragua”, escribió Edelberto Torres.
Se va a Chile, donde triunfaría con Azul...
Murillo recuerda la ida de Darío así: “El doce de mayo de 1886 partió Rubén Darío a Chile. Alguien dijo por allá que yo estaba de novia con Pedro González, lo que exaltó sus celos, escribiéndome cartas tremendas de reproche, que yo contestaba haciéndole ver que eso era absolutamente falso”.
Una de las partes más contundentes de la carta, que Darío le escribió antes de irse a Chile, dice así: “Te conocí tal vez por desgracia mía”.
Edelberto Torres intenta resolver el enigma sobre cuál fue la causa de desilusión de Darío. “Fue seguramente durante su ausencia en El Salvador, cuando un personaje de la política local, de dinero e influencia, requirió de amores a la novia del poeta”.
El periodista Edgardo Prado, quien conoció a Murillo, trata de defenderla. “Mucho se ha dicho de Rosario, se ha murmurado, por mejor decir... Se ha dicho de Rosario más de malo que de bueno o regular, pero esas opiniones basadas en tal o cual hecho, no se han atrevido a escribirlas, quedando en la bibliografía del poeta una laguna, un pedazo de techo sin cubrir”, escribió.
La propia Rosario Murillo comentó en 1952 a Hernán Rosales, de La Prensa: “Si usted supiera quien quería casarse conmigo, por ese tiempo en que yo estaba jovencita, siendo él ya un hombre de bastante edad, viudo y con hijos, aunque sí con relevante personalidad, pues había sido presidente de la República... Pues nada menos que Pedro Joaquín Chamorro... era amigo de mi madre... le habló diciéndole que si yo me casaba con él me daría una dote de veinte mil pesos... yo le dije (a la madre): ¿Pero usted cree que yo soy una rosquilla que está en venta?”.
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En El Salvador, Darío se casó con Rafaela Contreras, costarricense. Para la mayoría de los biógrafos del poeta, ella era la esposa ideal para Darío. Él la había conocido cuando ambos eran niños, pues los padres de ella estuvieron exiliados en León.
Contreras escribía en los periódicos salvadoreños bajo el seudónimo de Stella y sus escritos impresionaron a Darío sin saber él la verdadera identidad de la autora. Cuando se dio cuenta de que se trataba de Contreras, terminó de enamorarse de ella. Los biógrafos dicen que esa afinidad de ambos por las letras la hacía a ella la esposa idónea. Pero Contreras falleció al poco tiempo, después de tenerle un hijo al poeta que se llamó Rubén Darío Contreras, nacido en Costa Rica. Este hijo quedó bajo el cuidado de una hermana de Contreras y su esposo millonario, quienes lo criaron como a su verdadero hijo.

El matrimonio de Darío fue como una puñalada para Rosario Murillo, porque para entonces Darío ya era el gran poeta, tras la publicación de Azul... Ella, de alguna manera, mencionan los biógrafos, no es que pensara que Darío era poeta gracias a ella, pero sí que había inspirado muchos de sus versos.
Cuando Contreras murió, en diciembre de 1892, Darío estaba en León. No podía llegar a El Salvador por la situación política. Recién había ocurrido un golpe de Estado y él había sido protegido del expresidente. Conocía al nuevo gobernante, Carlos Ezeta, pero no quiso ser desleal con su benefactor.
A como le ocurría en muchas ocasiones, Darío tenía problemas económicos y llegó a Managua para cobrar un dinero que le requirió al gobierno. Darío narra lo que ocurrió entonces:
“Se me ofreció que se me pagaría pronto mis sueldos, mas es el caso que tuve que esperar bastantes días, tantos, que en ellos ocurrió el caso más novelesco y fatal de mi vida, pero al cual no puedo referirme en estas memorias por muy poderosos motivos. Es una página dolorosa de violencia y engaño, que ha impedido la formación de un hogar por más de veinte años”, escribió el poeta.
Nuevamente Darío omite dar detalles de otro capítulo de su historia con su Garza Morena. Los biógrafos dejan entrever que la reputación de Rosario Murillo había quedado maltrecha por “rumores”, como cuando Darío dijo que se iba de Nicaragua “a causa de la mayor desilusión que pueda sentir un hombre enamorado”.
De esa forma, pensaría Andrés Murillo, político y militar, que su hermana Rosario tendría difícil casarse porque no habría hombre que quisiera por todo lo que se decía de ella, explican los biógrafos.
En Managua, Darío paseaba en coche con su amigo Manuel Maldonado cuando pasó por la casa de Rosario Murillo en el mismo instante en que ella se asomaba por la puerta principal. Unos dicen que el cochero se detuvo frente a ella por casualidad, y otros dicen que Darío ordenó que el coche volviera a pasar frente a la casa de su musa. El caso es que Darío se despidió de Maldonado, bajó del coche y se fue directo donde Murillo.
El reinicio de las relaciones habría sido aprovechado por Andrés Murillo para idear un plan que su hermana Rosario aceptó.
En una ocasión, en marzo de 1893, apenas tres meses después de la muerte de Rafaela Contreras, Darío se encontraba con Rosario Murillo en una casa cerca del lago de Managua, romanceando, cuando de repente, pistola en mano, llegó el militar Andrés Murillo y le dijo a Darío que había deshonrado a su hermana y ahora debía casarse con ella.
Lo tenían todo listo. Los biógrafos dicen que los hermanos Murillo conocían el carácter timorato del poeta, y más si estaba bajo los efectos del alcohol, por lo cual le dieron a tomar whisky. Ahí nomás hicieron llegar a un sacerdote, pues entonces en Nicaragua no existía el matrimonio civil, y Darío dio el sí tal vez inconsciente por estar ebrio.
Cuando volvió en sí, estaba en una cama junto a Rosario Murillo, casado.
Murillo afirmó sobre la boda: “El 8 de marzo de 1893, en casa de mi hermana doña Ángela Murillo de Solórzano, lugar que ocupa el almacén Wong. Fue el acto privado. Asistieron solamente el oficiante monseñor Rafael Ramírez, de Chinandega, capellán del presidente Sacasa. El padre Obregón, cura de Managua. El doctor José Navas, mi cuñado don Francisco Solórzano, mi hermana Ángela y el meritísimo maestro cubano Fajardo Ortiz, inválido de las piernas. También Manuel Maldonado”, según le dijo en 1943 al periodista Octavio Rivas Ortiz, de La Noticia.
Darío no pasa mucho tiempo con su esposa. En septiembre, parten juntos para Colombia pero en Panamá ella se siente enferma y Darío la regresa a Nicaragua. Viene embarazada. Algunos biógrafos explican que Darío aprovecha para deshacerse de ella y se enrumba a Nueva York, para después cumplir su sueño de conocer París.
Pasarían 14 años antes de que se vuelvan a ver.
Murillo da a luz a un varón el 26 de diciembre, se llamó Darío Darío. Pero muere recién nacido.
“Murió de tétanos porque mi mamá le cortó el cordón umbilical con unas tijeras que no estaban desinfectadas”, le contó Murillo a Edgardo Prado.
“El primogénito del insigne poeta Rubén Darío, gloria de las letras hispanoamericanas, ha muerto. Voló el ángel que hubiera sido el encanto de su hogar, sin que su padre, ese predilecto del genio, errante por el mundo, haya recibido el último suspiro de su tierno corazón”, apareció escrito en El Centinela, periódico que redactaba quien después llegó a ser presidente de Nicaragua, José María Moncada.
Se equivocaba Moncada en lo de primogénito, porque ya existía un hijo de Darío, el que tuvo con Rafaela Contreras. En lo que tal vez no erraba era en que ese hijo pudo haber sido la salvación del matrimonio.
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Ligera y tempestiva, en 1907 Rosario Murillo desplegó un operativo en Francia por el cual Darío la llamó “la perseguidora”.
Darío hace su vida en España en 1898. Ya ha publicado Los raros, una serie de artículos sobre escritores que le interesaban a él, y Prosas profanas y otros poemas, obra fundamental para el modernismo literario.
Conoce a una campesina de nombre Francisca Sánchez del Pozo, a quien llaman Paca. Rubén le enseña a leer. Llegan a tener tres hijos. Mueren los dos primeros, una niña y un varón, Carmen y Rubén Darío Sánchez, a quien Darío llama Phocas el campesino. El tercer hijo también se llama Rubén Darío Sánchez, pero a este apodan Güicho.

La relación de Darío con Paca se ve ensombrecida porque no pueden casarse. Darío la ama pero está casado en Nicaragua con Rosario Murillo y hace esfuerzos para divorciarse de ella pero sin éxito. Murillo no está dispuesta a soltar a su marido legalmente. Por eso Darío escribió en su autobiografía sobre su matrimonio forzado con Murillo, tras la trampa de su cuñado Andrés Murillo: “Es una página dolorosa de violencia y engaño, que ha impedido la formación de un hogar por más de veinte años...”
Darío está en París. La periodista española Carmen Conde, que logró obtener de Paca Sánchez un baúl de documentos del poeta, para donarlos al gobierno español, cuenta en un escrito que “Murillo, que parecía resignada a la separación, ha llegado a Francia. Probando ver si lo que no puede la esperanza lo puede la desesperación. Interfiere la vida de Rubén y Francisca”.
Crisanto Medina es el jefe en Europa de Darío, quien es diplomático nicaragüense. Pero Medina no quiere al poeta. Le tiene envidia. Y Murillo se confabula con él y con un secretario mexicano que tenía Darío, Julio Sedano, quien tampoco es un amigo para Darío.
En Francia, Murillo persigue a Darío por varios lugares. El poeta huye de ella, quien casi siempre se muestra airada.
Rosa Villacastín, nieta de Paca Sánchez, dice a la revista Magazine que en el baúl de su abuela estaba una carta que Rosario Murillo envió a Darío y que retrata quién era realmente Murillo.
Parte de la carta dice así: “En la América Latina hiciste publicar que ya estabas terminado tu divorcio. Eres el más audaz de los hombres... he pedido por el correo del viernes una certificación para publicarla en todos los periódicos y también en España, jamas havia yo aceptado que tus enemigos me ayudaran a ofenderte pero ahora si ya beras y ten precente que tú eres quien me lanzas y que tú eres el verdadero culpable, ya para mi no tienes ni la disculpa de que me tienes miedo pues has bisto que lo que te infundieron para alejarte de mí no ha tenido razón emos estado juntos me tratas de nuevo y tú con tu propia boca me dijiste q era una infamia decir tal cosa q á tu querida tu no se lo havias dicho q. era to incapaz de una mala acción eres ipocrita me besaste no se para que”. (sic)
Sigue diciendo: “El hijo de tu querida q, segun singo blanco no es tuyo porque dicen q. corresponde á la fecha en que ella estubo sola en paris no me da frio ni calor pues me haces el efecto de las gatas cuando les quitan los propios roban uno ajeno A ella no la envidio, tener un amante q. comete adulterio y q. espuesta está á q. á las 6 de la mañana me precente yo con un comisario para acostatar el adulterio y q. caminen a la carcel no es ser feliz- esto sin mirar la otra vida y el castigo que los dos tú y ellan deven tener, Dios es justo y deve enviar el castigo para ti y pa ella”. (sic)

Antonio Oliver Belmas cuenta que Rosario Murillo persigue a Darío a todos los lugares donde se entera ella que él está en Francia. Darío “va por la costa de la Bretaña francesa de lugar en lugar para despistar a la esposa legítima”.
Murillo logra verse en un hotel con Darío. Fatal para el poeta. Murillo usaría ese encuentro en contra de Darío después, en Nicaragua.
Los amigos de Darío en Nicaragua estaban promoviendo una ley, por la cual un matrimonio que tenía 10 años sin relación quedaba divorciado. En Nicaragua le llamaron la Ley Darío. Y fue un alboroto en el país. Se formaron dos bandos entre la sociedad. Los rubenistas, que estaban a favor de la ley. Y los rosaristas, en contra de la misma.
Darío regresó a Nicaragua en noviembre de 1907. Venía con la idea del divorcio. Pero sirvió también para que fuera recibido por sus compatriotas como príncipe.
Murillo llegó también al país poco después de él, procedente de Francia.
Se aprobó la Ley Darío. Por fin podía divorciarse el poeta. Pero Murillo se sacó el “as” bajo la manga.
Unos dicen que Murillo presentó un recibo de una cuenta que Darío pagó en un hotel de Londres donde se había visto con ella hacía menos de un año. Otros dicen que ella llevó un notario y a otra persona y entabló la siguiente conversación con el poeta:
—Niegas haber tenido trato conmigo y ¿no te acuerdas de los diez mil francos que me diste hace poco en París?
—Rosario, si no fueron diez mil sino dos mil.
—Eso quería que confesases. Sirvan ustedes de testigos, señores.
A pesar de que sus amigos le aprobaron una ley a su medida, Darío nunca pudo divorciarse de Murillo. Regresó a España, pero no logró casarse con Paca.
***
Y llegó el año 1915. En España, Darío tiene apenas 48 años de edad, pero el cuerpo lo tiene mucho más viejo. El alcohol le pasa factura a su hígado. Está gordo. Más lento en sus movimientos. Casi no habla con nadie. Se torna algo cascarrabias.
Lo cuida Paca Sánchez.
Un día, fatal para Paca, se aparece un hombre preguntando por Darío. Ildo Sol cuenta que ese hombre era el nicaragüense Alejandro Bermúdez, ingeniero y orador.
Paca le niega el acceso a Darío a Bermúdez, pero el hombre es insistente.
Días después, cuando está en Nueva York con Rubén Darío, Bermúdez le escribe a Rosario Murillo:
“Te vas a sorprender al recibir estas letras mías. Ya lo sé, pero tengo la convicción de que te llevarás muy gratas y favorables sorpresas. Por una casualidad me encontré con Rubén en Europa; vivía en Barcelona con Francisca, en una casita fuera de la ciudad, donde pocos amigos llegaban a verle. La pobre mujer esa y dos malos hombres que manejaban las teclas del interés y la perfidia, tenían al buen Rubén en las condiciones del más pobre supliciado...”
Bermúdez se reunió varias veces con Darío y se lo llevó a pasar con él 20 días en una pensión, pero una tarde ya no lo encontró. Lo halló en la casa de Paca.
“Lo encontré desesperado; me rogó que no lo abandonase... estuve preparando lentamente el plan que ahora he realizado, de sacarlo de aquel infierno”, le escribió Bermúdez a Murillo.
Paca, por su parte, dio su versión: “Este amigo traidor fue don Alejandro Bermúdez, a quien trajo Rubén a vivir a nuestra casa, donde estuvo más de dos meses... Bermúdez, muy inteligente, estudió y observó bien la debilidad de mi Tatay (Darío); lo hacía vivir en plena fiesta y alegría, rodeado de botellas de aguardiente de caña... Cuando el mal amigo comprendió el momento de poder dominar al gran hombre, le propuso hacer un viaje por todo Centro América, deteniéndose un tiempo en Nueva York... Así fue como con mil engaños nos engañó a todos”, según reproduce Ildo Sol.
Como en 1914 había estallado la Primera Guerra Mundial, Bermúdez convenció al poeta de que juntos se fueran a Nueva York, él a dar conferencias y Darío a declamar poemas sobre la paz.
Paca le rogó a Darío que no se fuese. Fue inútil. Darío la dejó junto a su hijo, que entonces tenía ocho años de edad. Nunca más los volvió a ver.
En Nueva York, solo dieron una conferencia. Pasó seis meses ahí Darío, ayudado por un banquero aficionado a las letras.
Luego, Darío y Bermúdez se separaron y el poeta fue a Guatemala.
“Rubén hoy es de nuevo el gran poeta consagrado y resonante; el hombre que te ama y que desea pasar entre tus brazos los días de gloria y de sus amores otoñales. No puedo reseñarte en esta carta todo cuanto he hecho para sacarlo de allá... Es la hora tuya, mi querida Rosario, y debes recuperar a tu marido, cuya gloria todavía no comprendemos lo bastante y cuya herencia te pertenece por justicia y por amor”, le dijo Bermúdez a Murillo en la misma carta desde Nueva York.
Alentada, Murillo viaja a Guatemala. Para ello, según Ildo Sol, obtuvo ayuda del obispo de León, monseñor Pereira y Castellón, quien a su vez se dirigió al arzobispo de Guatemala para que hable con Darío.
Murillo encuentra enfermo a Darío.
Ignorando la situación, Paca le escribe a Darío dándole recomendaciones de salud, le informa lo mal que está económicamente y en una de las cartas afirma que recibió 100 dólares que “generosamente” le mandó “doña Rosario”.
“Se lo envié (el dinero) porque le tenía un niño a Rubén, mas conminándola a que no volviera a molestar”, dijo después Murillo, revelando desprecio por la española.
En noviembre de 1915, Murillo traslada a Darío a Nicaragua. Pasa unos días en la casa de ella, en Managua, a una cuadra del parque central. Luego lo traslada a León. Según Francisco Huezo, Murillo había arreglado la habitación de Darío así: “Un cuarto contiguo al salón, bien aireado, casi con lujo. En medio, el catre pintado de negro, con molduras de bronce. A un lado la cama de su esposa, un guardarropas de lunas venecianas, butacas blancas de junto, cofres de viaje cerrados, un chaise long, y mesa de servicio, con frascos y drogas. Cerca del catre, una mesita con libros, pañuelos, su reloj de bolsillo, sus anteojos de oro”.
“El poeta de poetas de Hispanoamérica, que vigoroso y triunfante ingresara a Nicaragua libre en 1907, para cobrar la apoteosis de su pueblo y para promover su propio divorcio de Rosario Murillo, ahora vuelve, moribundo y abandonado a ella”, escribió Ildo Sol.
En un verso dedicado a su hermana materna Lola Soriano, Darío se describe:
“Este viajero que ves,
es tu hermano errante. Pues
aún suspira y aún existe,
no como le conociste,
sino como ahora es:
viejo, feo, gordo y triste”.
Murillo pasa al lado de Darío en los últimos días de este. Francisco Huezo relata que Darío lee, lee y lee. Así logra que Murillo se aleje de él, pues ella se aparta para no interrumpirle la lectura.
Darío muere el 6 de febrero de 1916. Lo hace en las manos de Rosario Murillo. Su Garza Morena.

Rosario, sin herencia
Moribundo, Rubén Darío piensa en Paca Sánchez y en Güicho, el hijo que tiene con ella, explica en su libro sobre Darío el periodista Ildo Sol.
¿Qué les va a dejar?, si Darío no atesoró lo de su labor poética.
Piensa dejarle los derechos literarios de sus obras y la casa en León que le heredó su madre adoptiva, Bernarda Sarmiento. Pero tiene dos hijos. El otro es el salvadoreño, el que tuvo con su primera esposa Rafaela Contreras. Y además está casado con Rosario Murillo.
Con Rubén Darío Contreras fue fácil. Obediente, sin necesidades económicas porque sus padres adoptivos son millonarios, el hijo de Rafaela Contreras acepta que a él no le quede nada del poeta.
Darío testa y pide al Gobierno de Nicaragua que haga respetar su última voluntad. Y Rosario Murillo también le promete someterse a lo que él determine.
Cuando dicta el testamento, hace que Murillo salga del aposento. Ella sale. Cuando terminan de hacer el testamento, se dan cuenta de que dentro de la habitación hay un muchacho que escuchó todo. Lo obligan a jurar que no dirá nada pero el muchacho se queda callado. Entonces Rubén le dice: “Jure, jodido”.
La casa de León y la propiedad de sus obras literarias se las dejó a su hijo español Rubén Darío Sánchez, Güicho.
Otras obras, las que escribió en Nicaragua, los derechos le quedaron a Rosario Murillo de Darío.
El cerebro de Darío
Luis Debayle le extrae el cerebro en la madrugada del 8 de febrero, pues en la autopsia no lo tocó.
En ese momento Rosario Murillo estaba dormida en un cuarto vecino, fatigada por tantas noches de desvelo. Pero su hermano Andrés Murillo sí estaba presente en la extracción del cerebro.
“(Era) un cerebro hermoso, de células amplias, muy desarrollados los signos temporales indicadores de la energía del pensamiento (circunvalación de Broca)”, escribió Francisco Huezo, amigo del poeta y quien estuvo pendiente de él en sus últimos días.
“Aquí está el depósito sagrado”, dijo Debayle. Lo contemplaron durante largo rato.
Después Debayle se lo dio a Andrés Murillo. “Es un sagrado recuerdo para mi hermana”, dijo el militar Murillo.
Comienza una batalla por el cerebro. Mientras Murillo sale de la sala, Debayle se lleva el órgano. Murillo despierta a la hermana y ambos se dirigen a los policías que estaban resguardando la casa.

Los policías alcanzan a Debayle, que caminaba de prisa por la acera y lo obligan a regresar a la casa.
Debayle se ve obligado a entregar el cerebro a Rosario Murillo, pero dice: “Este cerebro nos pertenece a nosotros, los leoneses..., es bueno que lo lleven a la Dirección de la Policía para que la autoridad resuelva”.
“El cerebro es de la viuda, mi hermana, es una reliquia de la familia”, dice Andrés Murillo.
“Lo veremos. Que la autoridad decida”, responde Debayle.
El director policial consultó el caso con el presidente de la República, quien ordenó que se le entregara a la viuda.
Debayle lo único que deseaba era estudiar el cerebro del poeta. Andrés Murillo quería venderlo. Rosario Murillo lo envió donde otro médico en Granada.
Según la versión que casi 50 años después daría uno de los médicos que estuvo junto al cadáver de Darío, Salvador Pérez Grijalba, Debayle le habría entregado el cerebro de otra persona a Rosario Murillo. El verdadero se lo quedó Debayle y tiempo después fue enterrado junto al poeta, en la tumba de la Catedral de León.