Según un informe estadounidense, 217 excombatientes de la Contrarrevolución fueron asesinados en los dos años siguientes a la entrega de sus armas. Sus camaradas de guerra afirman que “fueron dejados a merced de las fuerzas de seguridad y la justicia sandinistas”.
Por Redacción Magazine
Las “bestias” les llamaba el diario sandinista Barricada. También “mercenarios”. Durante más de 10 años, las noticias que les llegaban a los nicaragüenses era que exguardias somocistas, financiados por Estados Unidos, mataban a niños y ancianos y violaban mujeres en las montañas del país.
Los “contras”, a como se les conoció popularmente, sí estaban compuestos por exguardias de Somoza, pero en un porcentaje muy pequeño, explica un exjefe de ellos bajo anonimato a la Revista MAGAZINE.
En su mayoría, “más del 90 por ciento”, añade la fuente, eran campesinos que antes de 1980 labraban la tierra para comer, pero, a partir de ese año, tuvieron que tomar las armas para defenderse de una “revolución”, la sandinista, “que quería imponerles cómo iban a comercializar su cosecha y su ganado”, además de obligarlos a hacer rondas de vigilancia e implantar en ellos creencias contrarias a su fe religiosa.
La guerra entre sandinistas y contras terminó en 1990 y llegó la hora de la desmovilización para que iniciara un proceso de pacificación.
Los contras tenían miedo, pero en las negociaciones de paz, explican diversos documentos, entre ellos un informe del entonces senador estadounidense Jesse Helms, se les prometió a los que se les garantizaría la vida y se les iba a ayudar económicamente, especialmente con tierras.
Otro exjefe de la Contra, también bajo anonimato, comenta que la hora del desarme era una excelente oportunidad para que la gente de las ciudades, especialmente de Managua, conociera los rostros de las “bestias”, a como les llamaba Barricada, y se dieran cuenta que en realidad eran campesinos sencillos que se habían alzado en armas empujados por los desmanes que cometieron los sandinistas apenas llegaron al poder en 1979.

La idea era que el desarme se realizara en la plaza de la República, en la capital, sin embargo, el comandante Franklin, el último jefe del Estado Mayor que tuvo la Contra, junto a otros comandantes, decidió que los contras entregaran las armas en El Almendro, Río San Juan, en medio de un lodazal.
Más de 20 mil contras se desmovilizaron entre mayo y junio de 1990. Llegaban a una mesa, se quitaban el uniforme, entregaban el fusil, y a cambio recibían 20 dólares y ropa usada, de paca. Pastor Palacios, comandante El Indio, contaba que le dieron un pantalón al que tenía que darle varias vueltas y hacerle un nudo para que le quedara. Seguro era de un estadounidense de unas 400 libras de peso, mientras que El Indio era menudito.
Días después, el 28 de junio de 1990, los altos jefes de la Contra se desmovilizaron en San Pedro de Lóvago. El último en entregar su rifle fue el comandante Franklin. “Misión cumplida”, le dijo a la entonces presidenta Violeta Barrios de Chamorro.
A partir de que entregaron las armas, la seguridad y protección de los ahora excontras quedó en manos de las fuerzas sandinistas. El Ejército, la Policía, los aparatos de inteligencia, el poder judicial, todo estaba controlado por los sandinistas en ese momento.
A pesar de que el gobierno les prometió que les garantizaría la vida, esa supuesta protección iba a ser proporcionada “por las mismas personas que durante los últimos 12 años habían buscado la eliminación” de los contras, expone el informe de Jesse Helms.
Entre junio de 1990 y agosto de 1992, los organismos de derechos humanos y el Senado de los Estados Unidos tenían recopilada una lista de 217 excontras asesinados y en ninguno de los casos había habido justicia.
Entre esos se encontraba el asesinato del comandante 3-80, Enrique Bermúdez Varela. Los encargados de garantizar la vida de los contras no habían sido capaces ni de proteger al máximo líder de los contras.
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En 1988 la jefatura de la Contra sufrió un cisma. Algunos comandantes, como Toño, Fernando, Rigoberto, Dimas, entre otros acusaban a Bermúdez de no dirigir bien a las tropas y pedían su destitución.
La discordia se acentuó, cuenta un excomandante contra, luego de las negociaciones de Sapoá, porque se hablaba del desarme de la Contra, pero nadie explicaba cómo se les iba a garantizar la vida a los contras y a sus familiares, la mayoría de los cuales vivían en territorio hondureño, en campamentos.
Los Estados Unidos decidieron darle el apoyo a Bermúdez y mandaron al ejército hondureño a que capturaran a todos los comandantes que protestaban contra el 3-80 y los deportaron a Miami. Entre esos iba un civil, Orlando Montealegre, tesorero de la Contra en Honduras.
A Montealegre le habían ordenado que la caja chica, con más de un millón de dólares, algunos dicen que eran cinco millones, se la entregara al comandante Renato (Francisco Ruiz Castellón), quien pasó a ser el tesorero, y era muy cercano con otros dos comandantes, Aureliano (Manuel Rugama) y Dimas Negro (Marcos Navarro).
Al poco tiempo, a Bermúdez lo quitaron como jefe del Estado Mayor de la Contra y lo reemplazaron con el comandante Franklin.
El 9 de enero de 1989, cuando todavía se discutía el fin de la guerra en Nicaragua, el comandante Aureliano fue asesinado a balazos en una calle de Tegucigalpa. Inmediatamente, el directorio de la Contra acusó a los sandinistas de haberlo mandado a matar.
Un exjefe contra afirmó a la Revista MAGAZINE que a Aureliano lo mataron otros contras, porque ya andaba buscando cómo quedarse con parte del botín que le habían dado a manejar al comandante Renato. Sin embargo, el comandante Johnson (Luis Fley) asegura que los asesinos fueron guerrilleros izquierdistas de Honduras, los Cinchoneros, financiados y apertrechados por los sandinistas.

Cuando se acercaban las elecciones presidenciales del 25 de febrero de 1990, todavía había combates entre contras y sandinistas, a pesar de que había un cese al fuego. Dos semanas antes, en Pantasma se produjo una refriega en la que murió Julio César Sobalvarro García, comandante Danilo, jefe del comando Regional Salvador Pérez.
Cuando ya doña Violeta había ganado, pero aún no había asumido el poder, el 23 de marzo de 1990, los contras firmaron un acuerdo que se le llamó Toncontín, mediante el cual se comprometieron a desarmarse totalmente.
El 18 de abril se firmó otro acuerdo y en el punto 11 decía:
“El Gobierno de Nicaragua se compromete a respetar la libertad, seguridad e integridad física y moral de los miembros de la Resistencia Nicaragüense (RN, nombre oficial de la Contra) y de sus familiares”.
El 30 de mayo hubo un último acuerdo, ya con doña Violeta en el poder, siempre para el desarme, en el que el gobierno volvió a comprometerse a proteger la seguridad de la antigua Resistencia Nicaragüense.
Para esos días, cuenta un exjefe contra, bajo anonimato, los jefes que negociaron el desarme ya se habían “repartido” los bienes de la Contra, entre los que había hospitales, material y equipo quirúrgico de buena calidad, helicópteros, aviones, camiones, tractores de oruga y muchas otras cosas valiosas.
La fuente señala que varios jefes de la Contra se preocuparon más por las cosas materiales que por asegurar el futuro de los contras, de los soldados de bajo rango.
Un excontra cuenta que tras la desmovilización todos se fueron para sus lugares de origen. La guerra los tenía cansados. Sentían el cambio, porque ya no andaban arriesgando la vida y cargando una mochila, mal comiendo. Ahora dormían en sus casas.
La mayoría se puso a sembrar, a como lo hacían antes de haberse involucrado en la guerra. Pero, los más jóvenes se vieron en problemas porque ellos no habían aprendido a trabajar la tierra porque se metieron a la Contra a temprana edad. Para estos últimos la situación fue más difícil.
Eso pasó con los contras que eran más sencillos.
Sin embargo, el exjefe contra asevera que otros fueron “bandidos”, algunos de los jefes, porque se acercaron al entonces ministro de la Presidencia, Antonio Lacayo, a la CIAV-OEA y, algunos, también al jefe del ejército, Humberto Ortega, para “agarrar algo” y ocupar puestos en el gobierno.
Así, el escenario quedó preparado para que los excontras quedaran a merced de la seguridad sandinista.
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Si el desarme de la Contra se consumó el 28 de junio de 1990, menos de un mes después, para el 18 de julio siguiente, ya había varios excontras asesinados de manera impune.
Al comandante Carro Rojo, Jesús Hernández González, un oficial del ejército sandinista lo mató de un disparo en la nuca. En esos días también fueron asesinados otro excontras: Juan Ramón Ruiz Santos, alias Estelí; José Andrés Zamora Tórrez, Grano de Oro; Arturo Medina Stony y Dionisio Bent.
Al finalizar diciembre de 1990, ya se habían registrado 39 casos de excontras asesinados, sin que hubiese habido justicia.
En ese mes ocurrió una de las masacres más brutales de desmovilizados contras que se registraron inicialmente, según organismos como la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) y el informe de un comité del Senado de los Estados Unidos.
Fue en Jalapa, Nueva Segovia, donde, según testigos presenciales, el jefe policial de la zona, capitán Luis Enrique Talavera, y el teniente Eddie Peralta, entregaron armas y municiones a integrantes de las brigadas de la Juventud Sandinista.
Durante los siguientes dos días, Talavera, Peralta y los jóvenes fueron de casa en casa, capturando y asesinando a excontras y sus amigos. La masacre demoró dos días y provocó 12 muertos, 19 heridos y 45 detenciones.
Entre los muertos estaban los excontras Mariano Valle, Jacinto Pérez, Franklin Martínez, Emilio Ávila, Marvin Centeno Zeledón, Crescencio Soto y Anselmo Castellón.
Hubo un juicio militar, pero el capitán Talavera fue exonerado en su totalidad por el Tribunal Militar.
La ANPDH también documentó que, el 12 de abril de 1991, una patrulla sandinista, compuesta por diez soldados bajo el mando del teniente Luis Urbina, llegó a la casa del excontra Rosario Mairena, en Matagalpa.

Luego de ingresar a la vivienda, arrastraron a Mairena 150 metros de su casa y, frente a su esposa e hijos, le dispararon, luego lo castraron y lo decapitaron.
El teniente Urbina siguió laborando en la Policía hasta mucho tiempo después.
Y, el 23 de noviembre de 1991, el militar sandinista Héctor Moreno asesinó a Francisco Javier Herrera, alias Solín, a quien, después de torturarlo, le cortó la garganta.
La situación de violencia, más la falta de cumplimiento de acuerdos para que los excontras tuvieran oportunidades económicas, hizo que muchos de ellos volvieran a tomar las armas y, en octubre de 1990, se vio el primer caso, cuando 200 excontras se tomaron el poblado de Waslala. A mediados de 1991, ya se les conocía como “recontras”.
Ante el surgimiento de los recontras, comenzaron también a rearmarse los desmovilizados del ejército sandinista, a quienes se les conoció como “recompas”.
El 20 de diciembre de 1991, un grupo de recompas se tomó el poblado de Wamblán, en Wiwilí. El jefe policial de Wiwilí era el excontra Heliodoro Splinger Varela, quien se dirigió a Wamblán junto a un grupo de policías. Antes, pasaron por la base del Ejército pidiendo apoyo para ir a desalojar a los recompas, pero los militares le dijeron que no podían porque no tenían gasolina para el camión.
Al llegar a Wamblán, los recompas desarmaron a Splinger y lo asesinaron mientras mantenían como rehenes a los demás policías.
De esa forma, 217 excontras fueron asesinados entre junio de 1990 y agosto de 1992. Exjefes de la Contra explicaron a la Revista MAGAZINE que sus excompañeros fueron aniquilados por diversas razones, entre ellas que algunos tomaban licor y ya ebrios les daba por disparar al aire y el ejército los mataba.
Muchos también murieron a manos de simpatizantes sandinistas, como el caso de un excontra que en Pantasma comenzó a contar cómo hacía emboscadas y mataba a los sandinistas. Fue asesinado en el momento por un simpatizante sandinista que lo estaba escuchando.
Las cosas se complicaron cuando empezaron los recontras y los recompas a operar. El ejército, en vez de capturar a los recontras y enjuiciarlos, optaba por matarlos.
Ocurrió también que los excontras, ya convertidos en recontras, mataban a sus excompañeros cuando estos últimos no querían irse con ellos. Les decían que estaban vendidos a los sandinistas porque no se querían rearmar, explica un exjefe contra.
Los organismos de derechos humanos y el Senado de los Estados Unidos presionaban para que se frenaran los hechos de violencia contra los excontras. El senador Jesse Helms llegó a bloquear 104 millones de dólares de ayuda para Nicaragua, mientras el gobierno no aclarara los crímenes.
Solo cuando el gobierno mandó a retiro al jefe de la Policía, René Vivas, le desembolsó 54 millones de dólares de los fondos retenidos.
Se creó una comisión tripartita para resolver la matanza de excontras, compuesta por el gobierno, el cardenal Miguel Obando y la CIAV-OEA.
Esa comisión determinó después, en 1994, que, así como ocurrieron asesinatos de excontras, también hubo crímenes contras los sandinistas, pero, que “las muertes de excontras son (eran) procesadas con menos vigor que las de los sandinistas”.
“Hubo una cacería después de la desmovilización”, concluye el comandante Jonhson, Luis Fley, quien lamenta que en aquel momento los contras se hayan desmovilizados mientras el ejército sandinista y las demás autoridades de justicia del sandinismo hayan quedado intactas.
“No pasó nada”, agrega, refiriéndose a que no hubo justicia. “Todo quedó en el informe de la comisión tripartita”, se quejó.
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Si el jefe del ejército sandinista, Humberto Ortega, caminaban con una enorme escolta, en jeeps renegados, que hasta mataron a un joven que quiso aventajar la caravana del jefe militar, el exjefe máximo de la Contra, Enrique Bermúdez, comandante 3-80, estaba solo el día que lo mataron en el parqueo del hotel Internacontinental Managua.
Bermúdez había sido coronel de la Guardia Nacional de Somoza, pero nunca combatió contra los guerrilleros sandinistas, porque su carrera la hizo como agregado militar de la embajada de Nicaragua en Washington, indican excontras que lo conocieron bien en Honduras en los años ochenta.
Cuando se formó la Contra, que inicialmente se llamó Frente Democrático Nicaragüense (FDN), los Estados Unidos escogieron como su jefe a Bermúdez porque era un exguardia que no cargaba con fama de haber sido asesino y, además, tenía contactos con funcionarios estadounidenses por haber estado en Washington.
Al final de los años ochenta, Bermúdez fue separado de la jefatura de la Contra, señalado de manejar mal la guerra por otros comandantes. Sin embargo, las tropas de bajo rango le tenían mucha estima y también, como manejaba el dinero, hacía muchos favores.
Bermúdez, quien no estuvo durante el desarme de la Contra, regresó a Nicaragua poco después de la desmovilización.

Un exjefe contra afirma que poco antes de ser asesinado, anduvo recogiendo firmas entre los excontras para que el gobierno y la CIAV-OEA lo reconocieran como el representante de los excontras. En una semana había recogido 500 mil firmas. Tenía mucha popularidad.
Se desconoce cuáles eran las pretensiones de Bermúdez, porque lo mataron el 16 de febrero de 1991.
Una persona hasta ahora desconocida le disparó cuando el exjefe contra iba a subir a su camioneta en el parqueo del hotel Intercontinental.
Las investigaciones policiales fueron deficientes y se tuvo que recurrir a investigadores de Estados Unidos e Inglaterra.
Nunca se supo quién lo mató.
Los primeros sospechosos son los sandinistas, pero también hay quienes mencionan a excompañeros de armas de Bermúdez en la Contra.
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El comandante Franklin, Israel Galeano Cornejo, era un símbolo de la desmovilización. Como jefe de la Contra que relevó a Bermúdez, a él le correspondió entregar el último fusil a la presidenta Violeta Barrios de Chamorro el último día del desarme.
Sin embargo, para mayo de 1992, había rumores de que se iba a volver a armar. Según algunos de sus excompañeros de armas, se sentía mal porque veía como los excontras estaban siendo víctimas de la violencia y tampoco se cumplían cabalmente los acuerdos de desmovilización.
Otros explican que el gobierno y la CIAV-OEA ya no le estaba dando ayuda y Franklin estaba molesto.

Casi toda la familia del comandante Franklin había estado en la Contra. Su hermano, el comandante David, murió en combate. Y su hermana, Elida María Galeano, comandante Chaparra, es hoy aliada de Daniel Ortega y es diputada en el Parlacen.
En la madrugada del 4 de mayo de 1992, murió el comandante Franklin en un accidente de tránsito, en un camino rural a 28 kilómetros de Matagalpa.
Se dirigía de San Ramón hacia una finca de su propiedad, en una camioneta en la que también iban su compañera de vida, Sandra Mendoza Luquez y su chofer Ricardo Ordóñez.
Supuestamente, el exceso de velocidad hizo que la camioneta se volcara y cayera en un barranco.
“El vehículo quedó prensado entre dos árboles. El escolta había salido volando a través del vidrio delantero y cayó en el barranco. Yo estaba adolorida y cuando me repuse toqué a Franklin, quien no respondió, estaba muerto. Su cara estaba incrustada en el árbol”, contó Mendoza a los periodistas en ese momento.
Excompañeros de Franklin nunca creyeron en el accidente de tránsito. Piensan que hubo algo tramado detrás, porque si Franklin se rearmaba significaba que no se estaban cumpliendo los acuerdos de desmovilización y quedaba en entredicho la reputación de todos los actores en los compromisos.
“Lo de Franklin sí creo yo que fue el Frente (Sandinista). Y lo que paso ahí es que él se portó pendejo y complaciente con los sandinistas durante la desmovilización y el Frente le había entregado a él un montón de cosas y por eso estaba mal visto por todos nosotros. Creo que él se arrepintió e intentaba rearmarse y eso no se lo iban a permitir”, explicó someramente a la Revista MAGAZINE el Doctor Henry, Enrique Zelaya Cruz.
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Fernando y Renato fueron dos comandantes muy destacados en la Contra. El primero era pastor evangélico cuando se unió a la Contra y pertenecía a las tropas Jorge Salazar. El segundo había sido de la Guardia Nacional y fue jefe de la tropa San Jacinto.
Tras la desmovilización, Renato se sentía inseguro en Nicaragua y decidió afincarse en Tegucigalpa, Honduras.
El 27 de junio de 1991, a las 11:30 de la mañana, hombres desconocidos asesinaron a balazos a Renato, cuyo nombre real era Francisco Ruiz Castellón. Le dispararon por la espalda cuando la víctima recién había salido de su casa en Cerro Grande, Tegucigalpa.
Luis Fley cuenta que Renato había anunciado, en el periódico El Heraldo de Honduras, que en Nicaragua había que seguir la guerra, siempre debido a la violencia y a los acuerdos incumplidos, y por eso una célula de armados viajó desde Nicaragua al vecino país para quitarle la vida al exjefe contra.

La muerte de Fernando, Diógenes Membreño Hernández, el 8 de junio de 1992, tuvo otras circunstancias.
El exjefe contra enamoró a una joven de 14 años de edad y el padre de la adolescente, Aníbal Paiz, junto a su hijo, le fueron a reclamar el hecho mientras Fernando comía en un restaurante en Boaco.
Paiz era un señor que andaba en silla de ruedas, cuenta un excontra, y llegó en una camioneta al restaurante. Como se le dificultaba bajar, mandó a su hijo a que hablara con Fernando.
El exjefe contra no quiso discutir con el muchacho, después que este último le golpeó la mesa donde Fernando comía. El joven le hizo dos disparos a las botas de Fernando, pero este salió del restaurante.
Cuando Aníbal Paiz escuchó los disparos y vio que solo Fernando salió del local, pensó que habían matado a su hijo, por lo que, desde la camioneta, le descargó una pistola 9 milímetros a Fernando.
Sin embargo, los excontras dijeron en ese momento que el crimen también tenía ribetes políticos.
El caso “La Marañosa”
Aunque ocurrió hasta en 1995, el caso de La Marañosa evidenció que el ejército realizaba ejecuciones extrajudiciales en contra de los que una vez fueron contras.
El 6 de enero de 1995, 11 excontras y dos civiles que les acompañaban fueron muertos en un dudoso combate con miembros de ejército, en el que también murieron dos soldados.
La versión oficial fue que ese día, aproximadamente a las 10:00 de la noche, una caravana militar transportaba a un grupo de delincuentes armados, que iban a desmovilizarse a la base militar de Apanás, Jinotega, escoltados por 20 comandos, explica un informe del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh).
Al pasar por el empalme La Marañosa se escuchó una ráfaga en el camión que trasladaba a los delincuentes, los que también atacaron con granadas el camión escolta, generándose un combate que duró aproximadamente 30 minutos, dejando como resultado dos muertos y tres heridos del Ejército y entre los delincuentes 13 muertos y tres que se dieron a la fuga.
Las investigaciones de organismos de derechos humanos y de diputados de la Asamblea Nacional contradijeron la versión militar, aclarando que los excontras, que se habían rearmado, ya habían negociado su desmovilización y, a la hora del supuesto combate, ya estaban desarmados.
El ejército había dicho que los excontras dispararon contra el chofer del camión militar desde la parte trasera del mismo en que viajaban, pero las autopsias de los dos soldados fallecidos indicaron que les dispararon de frente.
Con esos elementos, se presumió que las muertes fueron producto de una emboscada del ejército, porque los vecinos de la zona testificaron que ese día, por la mañana, un camión militar había dejado a varios soldados, quienes se internaron entre el monte al lado de la carretera por donde después pasó el camión con los excontras.
Organismos de derechos humanos y otros actores concluyeron que la masacre pudo ser una venganza del ejército, porque las víctimas había matado, durante las pláticas para el desarme, al coronel José Antonio Estrada García.
Entre las víctimas están: César Meza Rivera, alias Hugo; Mario Rivera Meza; José Rivera Meza; Jesús Meza, padre de los rearmados; David Montenegro González; Marlon Duarte Olivas; Aníbal Duarte Olivas; Edwin Rugama Martínez; Bernardino Chavarría Matey; Tilo Quintero Castro y la profesora Egdomilia Peralta Beflorín.
Además, los soldados Henry Vallecillo y Fausto Amador Zelaya.
El 22 de mayo de 1995, cinco meses después de la masacre de La Marañosa, el juzgado de Jinotega, a cargo de la jueza María Elia Bárcena, falló a favor de los militares acusados de acabar con la vida de los excontras y los dos civiles.
A pesar de tener las pruebas todos los involucrados fueron absueltos de los cargos.
Entre los absueltos están los militares Norlan Alberto Baca, Marco Antonio Espinoza Pérez, Bayardo José Carballo Gutiérrez, Carlos de la Cruz Cerna Matus, Pedro Marlon Mejía Barrera, Juan Carlos Castellón Mairena.