Un promontorio en el Xolotlán es conocido como escenario de los amores clandestinos de Anastasio Somoza García. Sobre las aventuras del dictador y esa delgada línea que hay entre leyenda y verdad, hablan los historiadores
Por Amalia del Cid
A mitad de su recorrido diurno, el sol ya pasa sobre el Xolotlán y enciende en mil brillos las ondas del lago. Una pequeña embarcación se desliza con rumbo noroeste, hacia donde nace ese viento que los pescadores llaman “vulcaneño”. Van rompiendo los remos la superficie del agua hasta que en el horizonte aparece un promontorio verdusco. Es una islita de nadie. Un territorio diminuto con un nombre muy grande: Isla del Amor.
La historia que vamos a contarle tiene dos protagonistas capitales. El primero es Anastasio Somoza García, gran bailador de mambos y padre de la dinastía que a plata, palo y plomo gobernó Nicaragua durante 42 años. El segundo, y no menos importante, es esta pequeña Isla del Amor, que debe fama y nombre a su vínculo con el dictador: es conocida como antiguo nido de sus aventuras clandestinas. Amores de una noche.
Una bandada de zopilotes alza vuelo cuando la lancha toca orilla. Manuel Ríos suelta los remos y amarra la embarcación. Está viejo y algo tullido. Toma su bastón y arrastra el peso de sus 83 años hasta la cima de la isla que conoció cuando tenía 12 y recién se iniciaba en el oficio de pescador. “Aquí es”, dice. En una esquina del terreno, medio oculta por la maleza hay una plataforma de concreto. “Esta era la casa de Tacho Somoza”.

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Aún hoy, cuando solo quedan ruinas, es posible imaginar a Anastasio Somoza García, todavía joven y no tan gordo, en la casa de la Isla del Amor, escribiendo frente al lago el artículo que dos días más tarde, el domingo 14 de enero de 1940, apareció en la portada del diario La Prensa. “En busca de salud llegué ayer a esta pequeña isla, sufriendo de un tremendo ataque de paludismo pernicioso. Desde el primer momento sentí, al respirar este aire puro y delicioso, alivio reparador en mi cuerpo y en mi espíritu. Han transcurrido apenas veinticuatro horas y la pertinaz enfermedad, en completa derrota, huye de mi organismo”.
Sobre esa isla de paisajes idílicos, en un arranque de inspiración o bien por puro cálculo político, en su segundo día de convalecencia, Somoza inventó la versión indígena de la tragedia de Romeo y Julieta, y la remató con un mensaje de reconciliación dirigido a los conservadores, ofreciendo a cualquiera de sus hijos en calidad de liberal Romeo.
Resulta que una muchacha india y su amante murieron ahogados en el sitio donde hoy se alza la isla cuando la canoa en que escapaban fue abatida por una tempestad. Sus padres, caciques que se odiaban a muerte y por supuesto se oponían a ese romance, los encontraron “unidos por el último abrazo de amor” y en medio de su tristeza decidieron hacer las paces. Esta es la “romántica historia” que Somoza publicó en ese mismo artículo, el del 14 de enero. Según él, la leyenda inspiró el nombre de la isla, y ese día anunció lo siguiente: “La Isla de Pájaros es bautizada por el señor presidente Somoza con el nuevo nombre de Isla del Amor”.
Muchos, sin embargo, relacionan el nombre no a la leyenda de la joven pareja, sino a las andanzas del dictador. Incluso en los recorridos turísticos que parten del Puerto Salvador Allende, cuando la Novia del Xolotlán rodea la isla, los guías anuncian con tono picarón: “¡Aquí traía Somoza a sus compañeras especiales!”.
“¡Eso es pura farándula! ¡Mentira!”, afirma Manuel Ríos, el viejo lobo de lago. Ha estado recorriendo, a paso corto y cansado, la plataforma de concreto. “En esos hoyos —recuerda—, iban metidos los pilares de la baranda. Había una gran baranda de madera y todo esto era el corredor. La casa también era de madera, forrada por dentro y por fuera con tablas de pochote. Pequeña porque solo era para temporadas. La pintaban en azul, en azul con blanco, en azul con rojo. Tenía muebles y hamacas de pita, grandes lienzos en las paredes y un jardín de reseda”. Por entonces él era un niño y los hijos del primer vigilante de la Isla del Amor le permitían husmear en los dominios del presidente.
La casa no sobrevivió mucho a Tacho viejo, cuenta el pescador. “Ningún Somoza Debayle vino después por aquí. Cuando murió Somoza García, la propiedad cayó en el olvido y el guarda de seguridad de ese tiempo, lo llamaban Nayo Zapote, la desmanteló”. Solo dejó el cascarón. En mil y un viajes en lancha, asegura, aquel Nayo Zapote acarreó todo lo que pudo sacar.
Según Manuel Ríos, esa casa fue solo un sitio de descanso para Somoza y su familia. Es más, juraría que alguna vez vio en la isla a Salvadora Debayle de Somoza y a su hija Lillian. Pero los historiadores tienen una versión muy diferente.
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En la década de los cuarenta, antes de que una cirugía de colon lo sacara del juego, en la esfera política se comentaba que Anastasio Somoza García tenía una habitación para “invitadas especiales” en cada una de sus casas y haciendas. En El Morrito, en la isla de Ometepe, en Las Mercedes, en Montelimar y, cómo que no, también en la Isla del Amor, señala el historiador Roberto Sánchez. Pudo ser verdad, pudo ser exageración. Lo cierto, dice Sánchez, es que debido a su naturaleza de dictador, a Somoza le encantaban esos rumores sobre su virilidad.
Para el historiador, la personalidad de Tacho Somoza solo es comparable con la de Rafael Leónidas Trujillo, el tirano de República Dominicana, célebre por sus crímenes y por un insaciable apetito sexual que no toleraba resistencias.
Como todo dictador, “Somoza era ostentoso. Le encantaba bailar mambo y decir que seducía a través del baile. Los dictadores son tipos arrogantes, prepotentes, y eso no excluye lo sexual”, subraya Sánchez. Este historiador nació en una familia de “caciques políticos” que se codeaban con los Somoza, de modo que creció escuchando anécdotas y rumores sobre los “mataderos” del presidente y el “proxenetismo” de su corte de aduladores. “Las cosas de los dictadores nunca son privadas, porque a ellos les encanta que se hagan públicas. A Somoza le fascinaba que se dijera que se había acostado con tal muchacha de alta sociedad o bonita, pero tampoco discriminaba por clase social”.
Por aquel tiempo, cuenta Sánchez, era tanta la corrupción y tan grande el poder de Somoza, que había oficiales de la Guardia Nacional dedicados únicamente “a conseguirle mujeres”. El presidente ya no necesitaba dar órdenes, le bastaba expresar deseos. “Había proxenetas en todos los niveles, desde ministros hasta gente como la Nicolasa Sevilla, que no solo fue jefa de turbas sino también rufiana de Somoza. Había directoras de colegios internados que descaradamente le conseguían a las chavalas. Y se dio el caso de esposos, militares y civiles que le ponían en bandeja de plata a sus esposas y a sus hijas, porque sentían que así consolidaban el espacio de poder que tenían”. “Lo que estamos diciendo es bien vergonzoso”, suspira el historiador, “pero es cierto”.
Todo pasaba “a escondidas” de la severa doña Yoya, Salvadora Debayle. “Era una situación discreta entre comillas”, pues Somoza llegó a decir que “en la relación con una mujer hay dos placeres: ‘Acostarse con ella y que se sepa’”, relata Sánchez.
El historiador Nicolás López Maltez cree que Somoza utilizó la Isla del Amor para encuentros prohibidos porque le permitía esconderse de su esposa, a quien le tenía “terror”. Sin embargo, Bayardo Cuadra, también historiador, considera que muchas de esas anécdotas tienen más de romanticismo que de realidad. “Somoza podía haber ido a la isla porque le gustaba agasajar a embajadores y amigos que venían del extranjero. Nunca estaba ahí más de tres días. Además, le quedaba cerca, como para no tener problemas de comunicación”, dice. En cada viaje a la isla, el presidente “debía llevar su lancha y tres más con sus guardaespaldas, su cocinero, el que le hacía los tragos, todo un cuerpo de sirvientes”. De manera que ir a la isla no era algo tan furtivo, sostiene Cuadra. Y ríe de buena gana.
Además, Salvadora Debayle no era una mujer que se quedaba en casa mientras su esposo hacía de las suyas, afirma Cuadra. “Managua era muy chiquita y ella sabía muy bien quién era quién. Tenía amigos que le eran absolutamente leales y Somoza lo sabía”. Las infidelidades del dictador, pues, debieron limitarse a “encuentros furtivos en los cuarteles de la Guardia Nacional”.
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Ciertos o no, los romances de Tacho Somoza García en la Isla del Amor no pudieron ir más allá de 1952. En mayo de ese año, el presidente se sometió a una cirugía por divertículos, en Boston, Estados Unidos. Se trató de una colostomía, procedimiento que consiste en sacar un extremo del intestino grueso a través de una abertura practicada en la pared abdominal, para drenar el excremento hacia una bolsa externa, adherida a la piel.
Ese fue uno de los secretos mejor guardados por el Gobierno. El encargado de limpiar la bolsa era su fiel ayudante, el coronel Luis Ocón, y solo se supo de la colostomía hasta 1956, cuando el dictador sufrió el atentado que días más tarde lo condujo a la muerte. Pero la cirugía tuvo que haber sido motivo suficiente para que Somoza abandonara cualquier viejo hábito de seductor. Una bolsa con heces “no era algo elegante para llevar a la Isla del Amor”, comenta Nicolás López Maltez.
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En una noche abierta, de esas en que doña Melba Mendoza se sienta a contemplar las luces del cielo y las de la costa de Managua, creyó ver el espectro de Anastasio Somoza García. “Llevaba una cotona blanca y una especie de lámpara en las manos”. Dice que lo reconoció porque ella sabe que era un “señorón grande y gordo”. Hace muchos años que en la Isla del Amor no hay más población que la familia de Mendoza. Actualmente la habitan ella, su esposo Noel Landes, un niño, tres perros, dos gallinas y un gallo. También zopilotes, patos silvestres, y algún eventual fantasma.
En estas soledades, los pescadores han tejido historias de duendes y aparecidos, cuando encienden fogatas para pernoctar sobre las ruinas de la casa de Tacho. Antes de que Somoza llegara, la isla ya pertenecía a los hombres del lago, que solían levantar champas de cuatro horcones y arrojaban sus atarrayas en la costa. “Aquí se sardineaba cuando el agua del Xolotlán todavía era limpia”, cuenta Manuel Ríos. De vez en cuando visita a Noel Landes y a Melba Mendoza y, como hoy, hablan de los grandes proyectos turísticos que se han anunciado para la isla y del futuro incierto de la familia que la habita.
A mediodía ha empezado a soplar un viento noroeste que tiene preocupado a Ríos. Así que apura un adiós y baja renqueando de la loma. Este es un lago traicionero, que pasa rápidamente de la calma a la tempestad. Lo dijo hasta Tacho Somoza, en aquella su leyenda indígena. Vuelve entonces el pescador a los remos y allá atrás va quedando la isla, hasta que ya es solo una mancha bajo el cielo del Xolotlán.
Pasado y futuro
Hace miles y miles de años, cuando el mundo que conocemos aún era nuevo, se formó el territorio de la Isla del Amor. Se trata de una elevación de origen no volcánico sin importancia geológica alguna que fue rodeada por el Xolotlán y que sobresale más o menos a medida que sube o baja el nivel del lago, señala el científico Jaime Incer Barquero. Con sus 3.5 manzanas de extensión es tan pequeña que “ni siquiera aparece en los mapas”.
A finales de 2014 el presidente de la Empresa Portuaria Nacional, Virgilio Silva, informó que un grupo de palestinos invertirá 750,000 dólares en la construcción de un restaurante de comida árabe, una piscina y ocho cabañas en la Isla del Amor. De esta forma, la isla cobraría mayor importancia en el circuito turístico del Puerto Salvador Allende, en Managua.
De este proyecto se viene hablando desde 2013 y se suponía que arrancaría en enero de 2014, según medios de comunicación del Gobierno. No fue así.
La leyenda de Somoza
Este es un extracto del artículo publicado por Anastasio Somoza García, el 14 de enero de 1940, en el diario La Prensa, explicando sus razones para bautizar a la Isla de Pájaros con el nombre de Isla del Amor.
“Desde ayer quedó esta preciosa isla, que es como una esmeralda engarzada en el diamantino cristal de las aguas del Xolotlán, bautizada con el nombre de Isla del Amor y hoy podemos agregarle también, el de Isla de la Paz y de la Salud. La romántica historia por la cual la bauticé con este nombre sugestivo es la siguiente:
“Antes de que los españoles vinieran a estas benditas tierras, las tribus indígenas de los caciques Comos y Chorotega, hacía mucho tiempo estaban en una encarnizada y cruenta guerra por el dominio de las tierras y de las aguas de esta rica y preciosa sección del Xolotlán. La lucha continuaba con terrible saña; el indio buscaba al indio, y en la lucha sin igual en que se debatían ambas tribus, los separaban las profundas aguas del lago, y en tierra, otro lago de sangre hermana.
“Por fin, y para buscar una solución a la contienda, uno de los caciques envió a su contendiente un parlamento encabezado por su hijo, quien al llegar a la otra tribu, quedó prendado locamente de la hija del cacique; india joven, de perfectos contornos, que más bien parecía por su belleza y su color quemado por el sol tropical, que demostraba la pureza de su raza, una estatua de ébano modelada por el mejor escultor. Ella al ver al joven y bien formado indio también se enamoró de él, lo que hizo montar en ira al padre de la india, quien protestó diciendo que haciéndole el amor a su hija, le querían ganar la guerra, decidiendo inmediatamente echar al parlamentario de sus dominios. Pero a pesar de sus precauciones todo fue tarde, pues los dos enamorados habían convenido en huir, y así fue. Una noche de tantas, el indio llegó al lugar de la cita, donde ella lo esperaba con una pequeña canoa. Ya juntos, los dos empezaron a remar a la luz misteriosa de la luna, pero desgraciadamente, al llegar al sitio donde ahora está la Isla, que hasta ayer se conocía como la Isla de Pájaros, fueron sorprendidos por una de esas inesperadas tempestades del Xolotlán, volcándose la ligera embarcación y muriendo ambos, ahogados.
“Al siguiente día, sus cadáveres flotaron, pero flotaron abrazados y juntos, unidos por el último abrazo de amor, uno de esos abrazos nacidos del corazón, de esos grandes amores que unen a las almas, tanto en la vida como en la muerte. Ante semejante tragedia ambas tribus emprendieron la búsqueda de los desaparecidos, y al encontrarlos ahogados, unidos por un eterno abrazo, su muerte hizo el milagro del amor y de la paz.
“Los dos caciques, bajo la consternación que les produjo el común dolor, acordaron terminar la guerra y las tribus resolvieron sepultar sus despojos en el mismo lugar donde estaban, y empezaron, todos en lanchas, canoas y pipantes a acarrear piedras y depositarlas sobre sus cadáveres entrelazados hasta formar esta isla, levantando así un monumento indestructible.
“Esa es la triste historia de dos enamorados que en aras de un noble sentimiento dieron sus vidas juveniles, pero no en vano, porque trajeron la paz y la concordia a dos tribus que se odiaban a muerte y que por fin se conocieron, que si los hijos que se odiaban a muerte, pudieron amarse y morir abrazados, así también las tribus, hijas de una misma tierra podían olvidarse de sus odios y amarse colectivamente.
“Pensando en esta historia y si el milagro se repitiera, yo con gusto daría a uno de mis hijos, liberal, para que al unirse con verdadero amor a una joven nicaragüense, conservadora, abrazados se hundieran en el Cocibolca, donde las tribus modernas, liberales y conservadoras, les levantaríamos otro monumento que como resultado trajera para siempre la bendita paz y el amor entre los nicaragüenses; hijos todos de una misma patria y bajo nuestro cielo azul emblanquecido a veces por sus nubes, formando así los colores de nuestra sagrada bandera, que deberá ser siempre, símbolo de amor, de paz, de trabajo y de libertad.
Isla del Amor, 12 de enero de 1940.
A. Somoza.”