Jornadas de alerta roja

Reportaje - 27.06.2012
Magazine, jornada de alerta roja

Una llamada activa todo un sistema de ayuda. Tienen que lidiar con falsas alarmas, personas en shock y situaciones de riesgo extremo. Ellos viven de emergencia en emergencia y su principal enemigo es el tiempo

Por Tammy Zoad Mendoza M.

Diez de la noche. Una chispa se convierte en segundos en un pulpo de fuego que avanza abrazando en llamas los callejones y tragándose lo que encuentra a su paso.

El grito de una sirena rompe el silencio. Dos de los nueve bomberos de turno despiertan, saltan de las literas y salen. Se unen a los demás. Se ensartan las botas. Se enfundan el traje. Ajustan el casco.

En otro punto de Managua, un pito agudo activa la base de la Cruz Roja. Corren. Suben a las ambulancias. En menos de seis minutos están ahí.

Camiones, ambulancias y patrullas van rodeando el lugar. Oficiales sofocados abren paso entre un bulto de gente que crece como las llamas.

“¡Despejen la zona! ¡No pisen la manguera! ¡No se acerquen al fuego!”, dice el hombre que encabeza la fila de bomberos que avanza al corazón del incendio. El comandante Ramón Landeros, de la Dirección General de Bomberos, está ahí.

Es medianoche del 31 de julio del 2008. El Mercado Oriental arde y se consumía en llamas.

Esa noche, como muchas otras, la Policía Nacional, la Cruz Roja Nicaragüense y la Dirección General de Bomberos trabajaron contra reloj en situaciones extremas y jornadas sin fin en medio de gritos, miedo y sangre.

“Tuvimos un turno de 36 horas y seguíamos en labores de rescate”, recuerda Landeros. Así se trabajan las emergencias.

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La intermitencia de las luces rojas no para. La línea del 118 no deja de sonar y una oficial de turno atiende la llamada. Cuelga y sigue tomando café. Era una del centenar de llamadas falsas. Se enciende de nuevo la luz roja del teléfono, saluda y empieza a escribir. Reportan un J02. Un hombre está intentando subirse a un poste para cortar los cables telefónicos. Avisan a la patrulla de turno en la zona para que cubra el hecho. La patrulla 284 detiene e interroga al individuo, pero como no hubo acto consumado, tampoco detención.

En el Centro de Emergencia de la Policía Nacional el trabajo nunca para, es aquí donde reciben las llamadas de denuncia o auxilio de Managua. Aquí se da la orden y las patrullas salen para trabajar. Una noche de persecuciones policíacas de película, con enfrentamientos entre policías y delincuentes o personas que alteren el orden. Gritos. Disparos. Sangre.

Mujeres colgadas de los oficiales rogando que no se lleven a sus hijos, hermanos o novios señalados por algún delito. Redadas en barrios donde opera la delincuencia. Sirenas, gritos y disparos al aire. Pero hoy no hay “acción”.

Durante el día en el complejo Ajax Delgado entran y salen patrullas que hacen recorridos por la capital. Por las noches hay de una a dos unidades, con tres o cuatro efectivos de la policía que son los centinelas de cada uno de los siete distritos.

Las emergencias policiales tienen que ver en su mayoría con situaciones de violencia, accidentes de tránsito o eventos en los que se requiere de su resguardo. Pero también reciben llamados de los bomberos para acordonar zonas de incendio y evitar pillaje. O llaman por radio a la Cruz Roja cuando sus oficiales resultan heridos en algún percance.

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Los teléfonos están sonando. La voz de una mujer avisa que hay un accidente de tránsito en Carretera Sur. Llama de un celular, le toman los datos, pero no pueden realizar la llamada de confirmación. Genoveva Ruiz toma un intercomunicador y avisa a la unidad 31 que debe atender esta emergencia. Minutos más tarde la orden es cancelada. No había nadie en el lugar.

“Así son las cosas, a veces la gente llama a la central de la Policía para reportar una emergencia, ellos nos contactan para cubrirla y al final no hay nada”, comenta Genoveva, quien no pierde la paciencia ni el buen carácter a pesar de que solo unas 2 de 100 llamadas son emergencias reales. Niños jugando o adultos que hacen bromas de mal gusto o la acosan.

—Solicitamos ambulancia en los Juzgados. Tenemos un elemento convulsionando. Cambio —dice una voz desde la central de comunicaciones de la Policía.

—La unidad 29 va de salida a los juzgados. Confirmar ubicación. Cambio —nuevamente Genoveva sentada en su silla.

—Los esperan en los juzgados —alcanza a decir la mujer y la comunicación se interrumpe.

En unos cuatro minutos don Antonio Martínez y Juan Urbina están ahí. Conductor y paramédico. Un reo que había llegado para un juicio programado cae desmayado en un pasillo de los Juzgados. El paramédico pasa por una serie de controles de seguridad. El hombre está recuperándose de un ataque epiléptico. No ha tomado su medicamento en días. Toma el control de los signos vitales, le hace una rápida revisión. Hay que estabilizarlo, pero no tiene sus medicinas. No hay mucho que hacer si no lo dejan salir.

A los cruzrojistas les pasa de todo. Les toca servir de intermediarios en casos de enfrentamientos para poder atender heridos. Tienen que hacer entrar en razón a las familias que luchan por meterse completas en las ambulancias para acompañar a un paciente.

Les han robado en peligrosos barrios donde han entrado para brindar atención. Han esperado por horas hasta que se desocupe una camilla del hospital al que han llevado al paciente. Y hasta han resultado heridos o atacados en labores de rescate.

Rompiendo las nubes de humo una brigada de la Cruz Roja se abría paso para sacar a la gente que se ahoga por el llanto y el vapor que hace hervir el lugar. Todos los cruzrojistas asistieron a aquel incendio que consumió más de 700 tramos del Mercado Oriental.

“¡Aaaaay Dios miyito! ¡Saquen mis cosas de ahí por favor!”, grita desesperada una mujer. Se agarra la cabeza. Se jala el pelo. Se abalanza sobre los policías que no la dejan pasar el cordón de seguridad. Pelea con los paramédicos que le van a atender.

Ese es el pan de cada día para ellos que cargan a diario una cruz roja en sus espaldas.

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Hay enfermos y heridos por doquier. Entra una ambulancia con otro. Llega un carro particular y deja otro más. En el portón de Emergencias del Hospital Escuela Roberto Calderón, conocido también como Manolo Morales, hay un par de hombres panzones y mal encarados que resguardan la entrada. Solo el paciente y un acompañante entran por ese portón que bota la pintura y que lo cubre el sarro. Pero en la malla vieja a un costado, los perros callejeros se arrastran hasta escurrirse de un lado a otro. Entran como perros por su casa trayendo y llevando restos de comida en sus hocicos.

La idea del ajetreo que sugiere una sala de emergencias de un hospital se disipa un poco y en su lugar está la imagen de un lugar deprimente, con la atmósfera espesa por el hedor a sangre, orines y heces.

“Si aquí no te componés, o salís peor o te morís”, dice con ironía Jessenia López, de Bluefields. No se puede regresar hasta que su pareja no se recupere de una intervención de emergencia. Les espera un largo viaje.

Sobra quien cuente sus desgracias mientras ven entrar y salir batas blancas de médicos y estudiantes de Medicina. Sobre las bancas sucias de concreto y entre el revoloteo de moscas que saltan de la basura a los vómitos de los que se descompensan antes de entrar, la gente busca descanso mientras atienden a sus familiares.

“¡Ay! ¡Ay, ya no aguanto!”, se queja una ancianita morena tan arrugada como una pasa. La trajeron de Matagalpa con múltiples fracturas y golpes por un accidente. Su acompañante corre y casi que pelea por la única silla de ruedas que queda disponible.

“A ver mamita, póngase suave que si no no hacemos nada”, le dice una enfermera canosa, blanca y rolliza. Está por terminar su turno y las medias blancas además de sucias, están por romperse. Pero está bien peinadita y maquillada.

En el Hospital Lenín Fonseca los doctores hablan, pero no dan su nombre. Dicen que no quieren problemas, que aquí se trabaja con las uñas y con la voluntad. En la pequeña sala de espera para los acompañantes hay pocas sillas, en su mayoría plásticas y rotas. Tienen suerte los que logran tomar el par de bancas en los extremos y logran recostarse para retorcerse “tranquilamente” de dolor.

“¡Aaay! ¡Dejame pipito, dejame!”, se escucha una mujer que está en el cuarto de yeso. Se quejan. Lloran. Resoplan con fastidio. Ven pasar a enfermeras atareadas con expedientes en una mano y aliños de comida en la otra. Van y vienen de un cuarto a otro. Están acostumbradas a ver sangre, a trabajar con el dolor y a soportar el hedor. Se hacen cargo de los pacientes y corren en busca de un doctor que tome el caso. Se pelean por las sillas de ruedas y por las camillas. En el corre corre todo mundo quiere ser atendido primero.

Esta vez ganó una joven enfermera que logró apartar camilla para el hombre esquelético al que parecen haberle puesto una inmensa bomba de tiempo en el estómago que al hincharse la piel está tan estirada que parece a punto de estallar. Está en la etapa terminal de cirrosis hepática.

La sala sube de tono. Va del silencio sepulcral, a los quejidos en los cuartos, los llamados por los altoparlantes, el llanto de los niños, las crisis nerviosas o de histeria de unos cuantos. Las mujeres pierden la paciencia. Es un gritería de locos.

Cruz Roja, Además de atender a las víctimas de accidentes
Además de atender a las víctimas de accidentes, las ambulancias tienen que lidiar con la falta de camillas en los hospitales y esperar horas para poder entregar al paciente. Es una batalla de todos los días.

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Grita otra vez la sirena. La luz del semáforo en la pared está en rojo. En un minuto deben estar listos para salir. Unos con más dificultad que otros, por el peso o por la prisa, se ponen sus trajes aislantes. Ahumados, remendados y gruesos. Corren y se suben al camión. En seis minutos como máximo deben estar en su destino. Todo está cronometrado y dispuesto para que sea así. En la Dirección General de Bomberos deben estar siempre listos.

En un día tranquilo como hoy únicamente la ambulancia salió a atender a una persona de un barrio cercano, que requería de primeros auxilios. Para el comandante Ramón Landeros no basta con los conocimientos técnicos y la condición física, hay toda una mística en este trabajo. A él también le tocó cubrir el último gran incendio del coloso Mercado Oriental.

“En casos de emergencia tratamos con personas nerviosas o en estado de shock que pueden tener múltiples reacciones. Hay personas que se ponen a la defensiva, violentas, otras que no paran de llorar, ni hablan, y uno necesita información para poderles ayudar. Se aprende a tratar las crisis de los demás. Una persona que está prensada en un carro, consciente, gritando, no le podés gritar para calmarla, te toca hablar suave, darle seguridad, apoyo emocional para que se tranquilice y facilite la labor de rescate”, explica el comandante Landeros, un moreno de aspecto pétreo que reconoce que en ese trabajo nunca se deja de conmover. Es miembro fundador de la institución con 33 años de servicio, no en vano empieza a canear y los años le surcan la piel.

No solo atienden incendios. Ofrecen atención prehospitalaria, tienen buzos a disposición para tareas que se ponen “de moda” en invierno: rescate de personas o animales que se van en cauces o ríos. Puede no haber nada o haber de todo en sus turnos de 48 horas.

Se disponen a preparar el almuerzo cuando la sirena chilla de nuevo. Cualquiera brincaría del susto, pero ellos solo dejan a un lado lo que estuvieran haciendo, se levantan y corren a buscar sus trajes. Rompen la fila del cambio de ropa y se dispersan como ese grupo de hormigas al que le cae un chorro de agua. Cada uno tiene su puesto. Minutos después regresan. Era una falsa alarma.

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