Daniel Ortega Saavedra: el preso número 198

Reportaje - 10.02.2013
Presos de la cárcel Modelo

El asesinato de un torturador, un juicio por el asalto a un banco y siete años y 42 días preso son parte de la historia por contar de Daniel Ortega, que en esta ocasión Magazine reconstruye a través de compañeros, su testimonio y los periódicos de la época

Por Fabián Medina y Tammy Mendoza

A las nueve y media de la noche, el sargento Gonzalo Lacayo, famoso torturador de los años sesenta, se despidió de su madre, doña Petronila, y antes de salir a la calle encontró a su hermano Carlos:

—Portate bien, no bebás tanto guaro —le dijo en tono de regaño.

Tomó la acera para regresar caminando. Su casa quedaba a unos 50 metros de la casa de sus padres. A pesar de ser un hombre extremadamente desconfiado, no se percató que esa noche de lunes 23 de octubre de 1967, desde hace algunas horas, un carro Hillman gris, de los mismos que se usaban como taxi en la época, vigilaba desde la esquina occidental de esa cuadra del barrio Monseñor Lezcano, cercana al lugar que todavía hoy se conoce como El Arbolito.

—Ahí está. Arrancá —dijo uno de los cuatro hombres del carro al ver salir al rechoncho sargento en camiseta blanca y pantalón kaki. El taxi comenzó a moverse lento hasta alcanzarlo cuando pasaba por un poste de luz, donde una solitaria bujía de mercurio alumbraba con dificultad el frente de una casa abandonada.

Doña Petronila oyó la descarga de disparos, pero creyó que eran triquitraques que explotaban en la calle en honor a su yerno, Rafael Mendoza, quien al día siguiente celebraría su santo, San Rafael Arcángel, tal como contaría poco después al Diario La Prensa. Supo, sin embargo, que había una tragedia familiar cuando vio entrar por el portón a su hija Petronila gritando:

—¡Tiraron a Gonzalo!

Gonzalo Lacayo dio media vuelta, dijo ¡ay! e hizo un vano intento de sacar su pistola 45 mm de reglamento antes de caer de bruces sobre un charco de sangre, abatido por el fuego nutrido de metralla que salió desde el vehículo. Dieciocho balazos en el cuerpo le contaría el médico forense horas más tarde. El último de ellos se lo propinó en la frente uno de los hombres del carro, que se bajó para rematarlo en el suelo y gritar: ¡Viva el Frente Sandinista!

El hombre que se bajó del carro le dio el tiro de gracia y gritó vivas al Frente Sandinista fue Edmundo Pérez, conocido como el Chan. Y el hecho tendría apenas relevancia histórica de no ser porque otro de los asesinos de Lacayo es Daniel Ortega Saavedra, entonces un jovencito de 22 años, quien posteriormente se convertiría en presidente de Nicaragua en tres ocasiones distintas e influiría determinantemente en la historia del país en los últimos 30 años.

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“Yo participé en la ejecución”, confesaría Ortega el 2 de marzo de 2009, en una entrevista al periodista británico David Frost. “(Gonzalo Lacayo) Era el que me había torturado a mí, a otros compañeros, y a centenares de nicaragüenses nos había torturado durante muchos años. Era el especialista en torturas y el Frente tomó la decisión de ejecutarlo”.

La suerte de Lacayo se decidió poco después de agosto de 1967, con una ligera contradicción de opiniones entre Carlos Fonseca Amador y Oscar Turcios, líderes del Frente Sandinista. Turcios consideraba que se debía realizar una acción que golpeara al somocismo para demostrar que el movimiento guerrillero Frente Sandinista estaba vivo, y no exterminado como decía Anastasio Somoza Debayle, después del golpe que le dio la Guardia Nacional el 27 de agosto en las montañas de Pancasán, donde murieron los dos miembros de la Dirección Nacional, Silvio Mayorga y Rigoberto Cruz, así como los guerrilleros Pablo Úbeda, Francisco Moreno, Otto Casco, Fausto García, Oscar Danilo Rosales, Nicolás Sánchez, Carlos Reyna, Ernesto Fernández y Carlos Tinoco. Carlos Fonseca era de la opinión que el Frente Sandinista no estaba preparado para soportar la represión que se desataría tras la ejecución de alguno de los connotados miembros del aparato represivo del somocismo. Se impuso finalmente la propuesta de Turcios.

Así las cosas, Turcios se reunió con un pequeño grupo de colaboradores en la finca El Pescado, del doctor Constantino Pereira, para planificar el atentado. Se escogieron tres posibles candidatos a matar: el jefe de la Oficina Seguridad (OSN), coronel Samuel Genie; el exjefe de esa oficina, general Gustavo Montiel, y el sargento Gustavo Lacayo, el más famoso torturador de ese momento.

“Buscábamos a alguien por quien la gente no sintiera compasión de su muerte. Que no dijeran, ay pobrecito, lo mataron. Gonzalo Lacayo era odiado, porque había torturado a todo mundo, incluso lo señalan como su verdugo Pedro Joaquín Chamorro, en su libro Estirpe sangrienta, y Clemente Guido, en Noche de tortura”, dice el sociólogo Óscar René Vargas, uno de los que participó en la reunión de la finca El Pescado. Se decidió comprar un vehículo Hillman —de los mismos que se usaban como taxi en Managua—, chequear las rutinas de los candidatos a asesinar y se escogieron los miembros del grupo que estaría a cargo de la ejecución: Oscar Turcios, quien iba en el asiento delantero; Gustavo Adolfo Vargas, manejaba; Edmundo Pérez y Daniel Ortega iban en el asiento trasero.

“Fue un momento de mucha tensión. Cuando nosotros sacamos las subametralladoras para disparar sobre él, él hizo el intento de sacar también su arma, o sea, tuvo reflejo para sacar su arma, pero lógicamente el poder de fuego que teníamos nosotros era mucho mayor y logramos ejecutarlo”, explica Ortega en la entrevista a Frost.

Sin embargo, hay una versión recogida por Kenneth E. Morris, en el libro Unfinished Revolucion (La Revolución Inconclusa) que asegura que Daniel Ortega no llegó a disparar porque se le trabó su arma. En medio del nerviosismo, a Edmundo Pérez se le salió accidentalmente un disparo y pegó en el techo del vehículo. Es por este orificio que la Seguridad somocista logra ubicar el carro días más tarde en un taller mecánico.

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La feroz represión que se desató posteriormente terminó dándole la razón a Carlos Fonseca. Cateos, patrullaje intenso y prisioneros. El Frente Sandinista había sacado a muchos de sus cuadros hacia Cuba, y a los que quedaban en Managua les habían ordenado mantenerse “congelados”.

“Gran ola de capturas en todo el país”, titula La Prensa, el miércoles 25 de octubre, su nota de portada donde informa sobre “decenas de capturas” en “represión por el atentado” contra Lacayo.

El 4 de noviembre la Guardia capturó vivos en una casa del barrio Monseñor Lezcano a Casimiro Sotelo, Roberto Amaya, Edmundo Pérez y Hugo Medina, a quienes identificaron como los asesinos de Lacayo, a pesar que solo los últimos dos participaron en la ejecución. Los cuatro fueron ejecutados a la orilla del lago de Managua, de una forma similar a la que murió el torturador de la Oficina de Seguridad: múltiples balazos y cada uno con un tiro de gracia en la frente. El diario oficialista Novedades, sin embargo, los reporta como “muertos durante el encuentro que sostuvieron en el barrio Monseñor Lezcano con una patrulla de la Guardia Nacional”.

Daniel Ortega se encontraba escondido en una casa de Monseñor Lezcano cercana a la casa donde capturaron a Sotelo y compañía, pero logra escapar y lo cambian a la casa de una señora llamada Olga Maradiaga, y poco después a una cerca del mercado Bóer, de Harold Solano, donde, gracias a la delación de alguien, lo capturan el 18 de noviembre.

A las seis de la mañana del sábado 18 de noviembre de 1967, un nutrido grupo de guardias irrumpe violentamente en la casa de Harold Solano, cerca del mercado Bóer (hoy Israel Lewites), donde se había refugiado Ortega la noche anterior. En medio de los gritos, patadas y empujones sacan a los dos hombres esposados. Uno de ellos, antes de que lo monten en el vehículo grita:

—¡Soy Daniel Ortega, miembro del Frente Sandinista!

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Daniel Ortega. Foto del expediente cuando ingresó a la cárcel
Daniel Ortega. Foto del expediente cuando ingresó a la cárcel Modelo.
Foto cortesía de Nicolás López Maltez

Flaco, mechas desaliñadas, bigote de brocha y unos anteojos culo de botella. Uniforme a rayas de preso y un letrero que lo identifica como “Ortega Saavedra, Daniel, 198, Centro Penal de Rehabilitación Social, Tipitapa, Nic.”. La foto oficial de su ingreso a La Modelo. Siete años y 42 días permanecería preso Daniel Ortega. La cárcel —aseguran los que lo conocen— marcaría a Ortega más que a cualquier otro prisionero. Desde sus manías hasta sus compulsiones sexuales. De hecho, él ostenta el tercer mayor periodo de cárcel entre los sandinistas que cayeron presos durante el régimen de Somoza. “Daniel padece el síndrome del prisionero. Siempre está aislado, come de pie y en sus oficinas siempre construye una especie de celda, un cuarto muy pequeño con una cama y unos libros donde se refugia cuando está atribulado”, relata alguien cercano a Ortega, que pidió no dar su nombre.

Jacinto Suárez, que fue compañero de prisión de Ortega durante todos esos años, no cree eso. “Puede que la cárcel haya influido en su carácter, como en todo el mundo, pero su carácter así es. Si la cárcel lo hiciera a uno así, de pocas relaciones, todos seríamos así”.

Harold Solano y Ortega fueron llevados directamente a la Oficina de Seguridad Nacional (OSN) donde, según el relato del primero, fueron sometidos a interrogatorios y torturas brutales. En una ocasión, dice, los obligaron a comerse uno el vómito del otro y fue en esos primeros días que el teniente Agustín Torres López, el Coto, en un arranque de furia le pegó una patada a Ortega en la sien derecha, que le dejaría una marca que hasta el día de hoy se aprecia en su rostro.

“Los guardias estaban enardecidos por la muerte de Lacayo. Sobre todo el Coto, que estaba dolido y se desquitó de la manera más bárbara con nosotros. ¿Le has visto esa cicatriz?”, comenta Solano, quien tiene una cicatriz muy parecida a la de Ortega, pero a él se la hizo Bandón Hilario Bayer al estrellarle la cacha de una pistola en la frente.

“Fue una semana de tortura física extrema, en un punto nos pusieron capucha para que no pudiéramos ver quién nos torturaba, luego era el hostigamiento psicológico. Volvía a ver a Daniel cinco días después. Estaba desfigurado, era un monstruo”, relata Solano.

“Por nada pierdo la vista porque me reventaron a golpes los ojos y la ceja y la sien. También tengo cicatrices en las rodillas”. “Luego, cuando uno se recuperaba, venían con la picana eléctrica a darte choques en las partes donde tenías heridas. (...) Te metían a una de esas celdas que tantas hay en la Seguridad, llamadas ‘chiquitas’, donde uno no puede estar de pie, nada más acostado. Estabas esposado, sin comida, solo te pasaban agua, para que no te murieras. Cuando a dos, tres días te sacaban al interrogatorio, te escapabas de desmayar de mareo. Y otra vez, la misma sesión de torturas: los golpes, las patadas, el chuzo eléctrico...”, relata Ortega en un trabajo de Helena Ramos, publicado en el semanario Siete Días.

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Después de diez días en la OSN los llevaron a El Hormiguero, donde les tomaron sus datos y presentaron los cargos para trasladarlos a La Aviación. Se les acusaba de atentado al Estado de Nicaragua, portación ilegal de armas, robos, vandalismo, comunismo y por el encubrimiento del asesinato de Gonzalo Lacayo.

En La Aviación a Ortega lo meten en la celda 16 y a Harold en la 17. Continuaron los interrogatorios y golpizas. Seis meses después los remiten a La Modelo, pero son regresados a las mismas celdas en La Aviación. “Tuvimos un boleo constante, hasta que nos quedamos en La Modelo, fuimos de los que estrenamos la cárcel”, cuenta entre risas Harold Solano, abogado, quien se dedica a dar asesoría legal a empresas extranjeras, pero que asegura seguir militando en el FSLN. Los afiches rojinegros, las fotos con Daniel Ortega y los documentos históricos que muestra en su casa dan fe de ello, además de ese tono firme, melodioso y convincente al narrar su versión de la historia.

“Nos hacían ver como reos comunes, como delincuentes, porque el propósito de Somoza era doblegar nuestra moral. Pero nunca, ni con las peores torturas pudieron abatir nuestro espíritu”, sostiene Solano, a pesar que el diario Novedades tituló en su nota de portada del lunes 20 de noviembre del 1967: “Guerrillero capturado da pistas a la autoridad”, refiriéndose a Daniel Ortega en particular, a quien le atribuyen la información que llevó a la captura de Luis Álvarez, en León, y a los cateos en Managua “y otros lugares de la República”. Posiblemente se tratara de otra de las notas de desinformación que eran frecuentes en ese periódico para ese tiempo.

Ortega encontró en La Aviación a Jacinto Suárez, a quien conocía desde su niñez en el barrio San Antonio, y quien había caído preso unos tres meses atrás por el asalto a la una sucursal de La Perfecta. Para evitar la comunicación con los otros presos que usaban para comunicarse con el exterior, los aislaron en la celda No. 13, llamada la Celda de la Muerte, porque ahí estuvieron recluidos Edwin Castro, Ausberto Narváez y Cornelio Silva, quienes fueron asesinados la madrugada del 18 de mayo de 1958 en represalia por la muerte de Anastasio Somoza García.

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Jacinto Suárez recuerda que la noche que mataron a Gonzalo Lacayo a él lo sacaron como a la una de la mañana de su celda en La Aviación. El alcaide, entonces capitán Carlos Orlando Gutiérrez Lovo, le dijo:

—¿Vos sabés cómo se ve un cadáver con 18 balazos?

Suárez no entendió de momento, y solo después supo por las noticias la ejecución que habían realizado sus compañeros de armas y que la pregunta era una sentencia: “Si no hallaban a los que lo mataron, me matarían a mí”, relata. “Necesitaban matar a alguien para vengar la muerte de Gonzalo Lacayo”, dice ahora convertido en diputado del Frente Sandinista en la Asamblea Nacional.

Ahora cree que tanto Daniel Ortega como él le deben la vida a Casimiro Sotelo y demás compañeros que ejecutó la Guardia el 4 de noviembre después de su captura. “Si a ellos no los hubieran matado, seguro nos hubieran matado a nosotros. A Casimiro se le atribuyó la muerte de Lacayo, aunque no hubiera tenido nada que ver porque la orden de Carlos Fonseca era que en los interrogatorios les echáramos la culpa a los muertos”.

Al llegar a la cárcel Modelo los raparon. Los desinfectaron en masa, como a los animales de campo. Los colocaron en celdas individuales y ahí Ortega encontró a otros de sus compañeros. En una celda Harold Solano, al lado Jacinto Suárez, luego Santos Medina y por último Daniel Ortega.

A las cuatro de la mañana, todos los días, debían levantarse a bañar. Era un baño común con nueve regaderas que se convirtió también en su sala de pláticas. Dos veces por semana salían al patio y formaban en fila, desde arriba directivos y trabajadores de los bancos asaltados llegaban a identificarlos. Tenían derecho a visitas y a que les llevaran alimentos; pinolillo, avena, pan, tortilla, queso, jalea.

“En las celdas estábamos hacinados, eran unos camarotes unos encima de otro de tal forma que si todos bajamos al mismo tiempo no cabíamos en el piso”, relata Suárez.

“Nos habían dado trajes de preso, rayados, con un círculo atrás que nos identificaba como presos políticos. La orden era tirar a matar a ese círculo si trataban de escapar”, dice Suárez aunque reconoce que para los años de La Modelo cesaron las torturas físicas y recuerda como un tipo “buena gente” al alcaide coronel Sebastián López, Guachán. “Nos pusieron un tipo suave porque pensaron que así nos controlaban mejor porque mucho jodíamos”, dice.

Ahí nacería el llamado “grupo de los ocho”, que serían ocho personajes que permanecerían juntos en prisión la mayor parte del tiempo y de donde saldrían algunos de los que se consideran “verdaderos amigos” de Daniel Ortega, un personaje sombrío y de pocas amistades. Los ocho son: Daniel Ortega y José Benito Escobar, que figuraban como líderes; Manuel Rivas Vallecillo, Lenín Cerna, Carlos Guadamuz, Jacinto Suárez, Julián Roque y Oscar Benavides.

De izquierda a derecha: José Benito Escobar, Hugo Torres, Carlos Fonseca, Jacinto Suárez, Daniel Ortega Saavedra y Adrián Molina, en Cuba, después de la operación del Comando Juan José Quezada.

 

La operación de rescate efectuada por un comando del Frente Sandinista el 27 de diciembre de 1974 en la casa del reconocido somocista Chema Castillo no los tomó por sorpresa. “Estábamos enterados que habría una operación para rescatarnos”, dice Suárez.

El 30 de diciembre de 1974 Daniel Ortega saldría de Nicaragua por el aeropuerto rumbo a Cuba junto con otros 12 prisioneros sandinistas. Nunca más volvería a estar prisionero. Al contrario, encabezaría una revolución pocos años más tarde, se convertiría en presidente de Nicaragua durante tres períodos, se adueñaría del partido al que pertenecía y se le llamaría “dictador”, acusado de muchos de los mismos abusos por los que él en su tiempo consideró que se debía derrocar a Somoza. 

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El Cabezón Lacayo

El sargento Gonzalo Lacayo, apodado el Cabezón, tenía 36 años cuando un grupo de militantes del Frente Sandinista lo ejecutó cerca de su casa. Ingresó a la Escuela de Policía en 1953 y rápidamente se dio a conocer como un hombre violento en los sucesos de abril de 1954, cuando varios opositores al régimen somocista fueron masacrados.

Gracias a sus habilidades para la tortura, fue trasladado a la Oficina de Seguridad Nacional, recomendado por el asesor norteamericano Van Winckle, quien vio en Lacayo “condiciones extraordinarias” para formar parte del cuerpo de inteligencia somocista. De la Policía salió con el grado de cabo y en 1960 fue ascendido a sargento.

Siempre se le vio acompañando a los distintos jefes de la Seguridad, como su hombre de confianza, y fueron muchas las víctimas de sus torturas. Entre ellos el propio Daniel Ortega, Pedro Joaquín Chamorro y Clemente Guido.

“Con la ejecución de Gonzalo Lacayo es que nace el uso de la capucha en los interrogatorios de la Seguridad, porque ya los torturadores no querían que les viéramos la cara”, explica Roberto Sánchez, historiador y miembro del Frente Sandinista.

 

 

Juicio

A las dos y cinco minutos de la madrugada de 15 de marzo 1969 un tribunal de jurados declaró “culpables” a Daniel Ortega Saavedra y Axel Somarriba, por el delito de asalto contra la sucursal Kennedy del Banco de Londres realizado el 21 de julio de 1967, de donde se habrían llevado la suma de 225,000 córdobas.

Ortega nunca fue enjuiciado por el asesinato de Gonzalo Lacayo.

El juez del caso fue el doctor Guillermo Vargas Sandino y el jurado que lo condenó estaba conformado por el doctor Rodolfo Morales Orozco, como presidente, doctor Agustín Alemán Lacayo, doctor Donald Aráuz Cisneros, doctor Douglas Amaya, doctor Juan Tenorio, Guillermo Cano y José Aguilar Tablada.

El representante del Ministerio Público fue el doctor Armando Bermúdez Flores. Los defensores fueron los abogados Juan Manuel Gutiérrez, por Daniel Ortega y Guillermo Obregón Aguirre por Axel Somarriba.

 

Arriba, el jurado que condenó a Ortega; abajo, izquierda, el fiscal acusando y a la derecha, los abogados defensores con los acusados: Ortega y Axel Somarriba.

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