Tras salir de Nicaragua, Anastasio Somoza Debayle inició una odisea que lo llevó a Paraguay, donde fue asesinado 13 meses después por un comando de guerrilleros argentinos. ¿Qué fue de él mientras estuvo en el exilio?
Por Amalia del Cid
El último día de su vida Anastasio Somoza Debayle se levantó a las 7:00 de la mañana y desayunó frutas con un huevo hervido. Tenía planes importantes para ese miércoles y rebosaba de entusiasmo por un incipiente proyecto algodonero. Apenas la noche anterior había llegado de visita su asesor financiero, el estadounidense Joseph Beittiner, quien permanecería solo doce horas en Asunción, la capital paraguaya, donde hacía trece meses Somoza vivía un cómodo exilio.
Era la fría mañana del 17 de septiembre de 1980. Vestido con un traje oscuro, el último dictador de la dinastía somocista salió de su mansión a las 10:00, acompañado por Beittiner y Julio César Gallardo, chofer de la familia durante 35 años. Subieron al Mercedes Benz blanco de Somoza y tomaron la Avenida España rumbo al centro de la ciudad, donde visitarían un banco.
A esa misma hora, a 250 metros de distancia, un hombre esperaba en un quiosco. Sus amigos lo llamaban Osvaldo y vendía revistas desde el 12 de agosto con el único propósito de vigilar las idas y venidas del expresidente nicaragüense. Estaba comprando empanadas cuando vio venir el carro y en el asiento trasero distinguió algo que parecía ser un hombre leyendo el periódico; pero solo estuvo seguro de que se trataba de su blanco cuando el automóvil ya se encontraba a unos quince metros y Somoza bajó el diario por un instante.
Osvaldo tomó su walkie-talkie y avisó al resto del comando:
—¡Blanco, blanco, blanco!
De haberse tardado unos segundos más en reconocerlo, tal vez el destino de Somoza habría sido muy distinto, pues pensaba viajar al día siguiente al remoto noroeste paraguayo para pasar un mes convirtiendo en algodonal un campo de ocho mil hectáreas recién adquirido. Pero no fue así como sucedieron las cosas.
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El 17 fue un número especial al final de la vida de Anastasio Somoza Debayle. El 17 de julio de 1979 tuvo que huir de Nicaragua y el 17 de septiembre de 1980 fue asesinado en Asunción por un comando de guerrilleros argentinos.
Pero era 29 de junio cuando se sentó a redactar a mano las líneas con las que renunció al poder que la dinastía había sostenido a plata, palo y plomo durante 43 años. “Consultados los gobiernos que verdaderamente tienen interés de pacificar al país, he decidido acatar la disposición de los Estados Americanos y por este medio renuncio a la Presidencia a la cual fui electo popularmente. Mi renuncia es irrevocable. He luchado contra el comunismo, y creo que cuando salgan las verdades, me darán la razón en la historia”, escribió. El manifiesto, sin embargo, fue entregado oficialmente hasta el 16 de julio.
“El atraso se debió a la incertidumbre con respecto al país que le daría asilo político, porque según los sondeos, su aliado histórico, Estados Unidos, no era el país más indicado”, asegura la periodista nica-paraguaya Mónica Zub Centeno, en su libro Somoza en Paraguay, que trata sobre los últimos 13 meses del dictador.
La que se entregó al Congreso fue una versión mal transcrita a máquina, con letras mayúsculas, en un pliego de papel sellado. Para entonces las cosas estaban tan agitadas que la mayoría de los diputados ya había escapado a Miami y no había cuórum legal para aceptar la renuncia del presidente ni para elegir a su sucesor constitucional, Francisco Urcuyo Maliaños, apodado el Breve, porque su gobierno duró apenas 40 horas y 43 minutos, cuentan Claribel Alegría y Darwin J. Flakoll (más conocido como Bud) en Somoza: expediente cerrado.
Con la Guardia Nacional arrinconada por los guerrilleros sandinistas, presionado por la OEA y sin el apoyo del presidente estadounidense Jimmy Carter, a las 10:00 de la noche Tachito entregó su carta a Luis Pallais Debayle para que como vicepresidente del Congreso y jefe del Partido Liberal la presentara al despuntar el 17. Después se encerró en su búnker, en lo alto de la Loma de Tiscapa, y ahí terminó de empacar las cosas que se llevaría con él. En las prisas, la cama quedó desarreglada y sobre el piso de la habitación un pequeño tiradero de ropa.
Poco antes de las 4:00 de la mañana Somoza llamó a sus empleados para “una última despedida”. “Este personal incluía al cocinero, los camareros y los ordenanzas presidenciales. Fue un momento triste y conmovedor. Los abracé uno a uno y una vez más corrieron las lágrimas. Yo creo que la mayoría de ellos pensaba que no nos volveríamos a ver nunca”, relata en Nicaragua traicionada, el libro de sus memorias, dictadas al consultor Jack Cox de febrero a mayo de 1980.
Después subió al helicóptero que lo trasladaría al aeropuerto. Y “al contemplar por última vez las luces de Managua” le “corrieron las lágrimas por las mejillas, según él de puro dolor por su país. Alrededor de cuarenta minutos más tarde su avión, un Learjet, despegaba en el aeropuerto junto con los aviones en los que iban su familia y altos funcionarios y militares.
A esa hora, la comandante guerrillera Dora María Téllez no había pegado ojo. Y tampoco quería. Se sabía entre la comandancia del Frente Sandinista que esa madrugada el presidente saldría del país y ella se quedó despierta para escuchar el ruido de las turbinas del avión en que se iba. Entonces se sintió feliz —recuerda— y pensó que todo había valido la pena.
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Todavía no había desempacado en su casa de Miami Beach cuando sonó el teléfono. Eran cerca de las 11:00 de la mañana, recordaría Somoza unos meses más tarde, porque aquella llamada también decidió su destino.
Quien llamaba era el subsecretario de Estado, Warren Christopher, y su mensaje “fue breve, pero indiscutiblemente claro y terminante”. Somoza ya no era bienvenido en Estados Unidos, pues los términos de su acuerdo con el embajador Lawrence Pezzullo habían sido retirados tras las declaraciones recién brindadas por Francisco Urcuyo Maliaños, el nuevo y fugaz presidente de Nicaragua.
Resulta que mientras el avión de Somoza se aproximaba a su destino en Florida, Urcuyo pronunció su primero y último discurso como mandatario, antes de tener que irse para Guatemala. A través de la radio y la televisión llamó al diálogo y la conciliación e instó “a las fuerzas irregulares” a que depusieran sus armas “ante el altar de la Patria”.
“El discurso dejó asombrados a cuantos lo escucharon, particularmente al embajador de los Estados Unidos, Lawrence Pezzullo, y a Wiliam Bowdler, experto del Departamento de Estado en asuntos centroamericanos, quienes durante las pasadas semanas habían negociado cuidadosamente una fórmula para el cambio de poder del sucesor de Somoza a la Junta Revolucionaria, que esperaba en San José, Costa Rica”, afirman Alegría y Flakoll en su libro.
Las palabras de Urcuyo daban al trasto con el acuerdo diseñado “para asegurar la sobrevivencia de la Guardia Nacional, que vigilaría los intereses de los Estados Unidos” en Nicaragua. Y las consecuencias inmediatas de su discurso fueron la total desintegración de la Guardia y la llamada de Christopher a Somoza. Le dijo que hablaba en nombre de “los más altos niveles de la Casa Blanca”. Es decir, en nombre del propio Jimmy Carter.
Hay quienes creen que Somoza deliberadamente evitó aclararle a Urcuyo que solo había sido electo como un presidente de transición y que, por lo tanto, sus declaraciones fueron más bien inocentes. Sin embargo, el presidente derrocado negó todo conocimiento de causa y se declaró víctima de la traición de Carter.
Como hayan sido las cosas, lo cierto es que el rechazo de Estados Unidos lo convirtió internacionalmente en un paria, porque pocos querían meterse en problemas con el gobierno estadounidense.
Después de colgar el teléfono, Somoza quedó aún más sumido en la incertidumbre. Temía que Carter lo enviara de vuelta “a los marxistas de Nicaragua” y sabía que si eso pasaba no podía esperar nada mejor que la cárcel o el pelotón de fusilamiento. Así que esa misma tarde, a menos de seis horas de su llegada al país, empezó a hacer los preparativos para abandonar Estados Unidos con algunos de sus más cercanos. Pensó en las Bahamas y su poca rigurosidad migratoria y envió a un grupo de sus hombres a fin de que hicieran los arreglos previos para su traslado a Georgetown, en la isla de Gran Exuma. Dos días después estaba saliendo de Estados Unidos.
Y el 19 de julio, mientras los guardias y otros somocistas se agrupaban en una multitud histérica en el aeropuerto, esperando un vuelo de rescate que nunca llegó, Somoza surcaba el Caribe en un yate de lujo alquilado, rumbo a las paradisíacas Bahamas. Lo acompañaban su hijo Anastasio Somoza Portocarrero y su eterna amante, Dinorah Sampson, la mujer que según sus amigos “lo volvió loco” desde el primer día que la vio.
Entraron a Georgetown el 24 de julio y una vez allí, Tachito solicitó una visa de tres meses para permanecer en el país, pero en las Bahamas tampoco querían hacerse cargo de él. Las autoridades no le concedieron el permiso y explicaron que les preocupaban los problemas de seguridad que la presencia del expresidente podía causar.
Además, el Gobierno tampoco tenía ganas de lidiar con la crítica de la prensa, que ya había condenado la breve estancia de Mohammad Reza Pahleví, derrocado en Irán en febrero de 1979 tras 37 años de reinado. Así que Somoza solo pudo quedarse durante los 14 días que tenía permitidos por ser ciudadano nicaragüense y el 3 de agosto se vio obligado a abandonar el paraíso, a bordo de un Convair 880 que procedía de Guatemala.
En los días que permanecieron en las Bahamas, Somoza y los suyos se dedicaron, sobre todo, a intentar conseguir noticias de Nicaragua y de Miami, narra Álvaro Porta Bermúdez, en su libro Somoza cuenta regresiva. Pero en los ratos libres tomaban baños de sol en la piscina del hotel y caminaban sobre la arena blanca, junto a las aguas turquesa del Caribe.
Según Porta Bermúdez, los Somoza llegaron a la conclusión de que aquel lugar no prestaba la condiciones necesarias para establecerse ni a mediano ni a largo plazo; porque aparte de ser caro para residir, era de muy fácil acceso si a alguien se le ocurría atentar contra la vida del expresidente.
Sin embargo, en aquella época los medios de comunicación, incluidos El País y The Washington Post, informaron que la razón por la que el dictador derrocado salió de Georgetown fue que las autoridades no le alargaron el plazo para permanecer ahí.
Su siguiente destino fue, entonces, Guatemala, donde rechazaron su pedido de asilo. Y en esas estaba cuando el general Alfredo Stroessner le mandó un avión desde Paraguay.
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A las 8:15 de la noche del 19 de agosto, en un vuelo de Líneas Aéreas Paraguayas, Somoza aterrizó en la pista del Aeropuerto Internacional Presidente Stroessner acompañado por una veintena de personas, entre familiares y personal de servicio y de seguridad, informaron los diarios paraguayos al siguiente día.
Descendió del avión con un traje oscuro y un pequeño maletín del que no se despegó ni un instante, y enseguida se dirigió al salón donde le entregaron un pasaporte con el sello de turista, relató el diario HOY el lunes 20 de agosto.
El exdictador fue recibido por personal del gobierno y acompañado hasta su residencia, en una de las zonas más caras y exclusivas de la capital, y hacia las 11:00 de la noche recibió la sorpresiva visita del general Stroessner. El presidente paraguayo se presentó vistiendo ropas de civil, con una pequeña escolta, y se quedó con su visitante por unos 40 minutos.
Esa fue la única vez que los medios de comunicación paraguayos registraron una reunión entre Anastasio Somoza y Alfredo Stroessner, sostiene la periodista Mónica Zub Centeno. Y de aquella conversación no se conocieron detalles. “Nada. No pasó a los medios. El hermetismo stronista era terrible”, lamenta.
La misma noche del 20, los periodistas llamaron a la residencia del “ilustre visitante” para averiguar qué hacía en Paraguay y cuánto tiempo pensaba quedarse; pero él respondió que por el momento solo podía agradecer la hospitalidad del gobierno paraguayo por haberlo recibido en ese suelo y que ya llamaría a una rueda de prensa.
Un par de días después declaró que en Paraguay solo se quedaría por unos meses y dijo estar seguro de que volvería a Nicaragua. Además, según un periodista del diario La Tercera, insistió en que se dirigieran a él como “general”. “Sigo siendo general y voy a volver a Nicaragua para salvarlos del comunismo... Van a terminar pidiéndome de rodillas que vuelva. No soy, no he sido, ni seré un dictador”, afirmó.
Y así fue como, a los 53 años de edad y en calidad de residente temporal, Anastasio Somoza Debayle recaló en el último país donde residiría, un mes después de salir de Nicaragua y trece meses antes de que su cuerpo quedara carbonizado en la Avenida España.
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La llamaron Operación Reptil. Siete guerrilleros argentinos dedicados a tiempo completo a la caza de un expresidente en una misión que no tuvo nada que envidiar a las mejores historias de espionaje. Sus seudónimos eran Ramón, Santiago, Armando, Ana, Julia, Susana y Osvaldo. Para la dictadura de Alfredo Stroessner fueron terroristas; para el Gobierno recién instalado en Nicaragua, justicieros.
Ramón, el hombre a cargo del operativo, era nada menos que Enrique Gorriarán Merlo, uno de los dirigentes del troskista Ejército Revolucionario de los Pobres (ERP). En 1972 se había fugado de la cárcel de máxima seguridad de Rawson (en la Patagonia) para seguir en la lucha clandestina y a finales de 1976, cuando su vida estaba en peligro, salió de Argentina y se exilió en España. Luego se trasladó a Nicaragua, donde se unió a la guerrilla sandinista.
Dora María Téllez recuerda que Gorriarán peleó en el Frente Sur. “Llevó un grupo de argentinos de los peronistas y de los montoneros. Ahí combatieron, unos más que otros y se establecieron en Nicaragua”, asegura la ahora excomandante guerrillera. “Tenían sus familias aquí y fueron reclutados por Inteligencia para hacer ese operativo”.
Según Téllez, aunque los guerrilleros argentinos negaron tener alguna vinculación con el Gobierno de Nicaragua, todo el operativo fue “absolutamente preparado, organizado por la Inteligencia del Ministerio del Interior”. “Vamos a decirlo con todas sus letras. (El operativo) fue ejecutado por el Gobierno, ahí no hay vuelta de hoja”.
Los argentinos fueron elegidos porque podían cruzar la frontera y pasar “más o menos inadvertidos”. Además, tenían experiencia en la lucha clandestina y ya habían sido encarcelados y torturados en Argentina. “Después de que combatieron en Nicaragua, les plantearon esa misión y tuvieron a bien aceptarla”, afirma la excomandante.
De acuerdo con Gorriarán, quienes estuvieron junto con él colaborando en el Frente Sur, fueron Hugo Irurzún (Santiago) y Roberto Sánchez Nadal (Armando). Santiago fue, quizás, el más útil de los tres, y el único que meses después moriría en el operativo contra Somoza.
“(Santiago) había tenido experiencia como instructor de combate en Argentina, fue destinado a un comando de entrenamiento y pasó las primeras semanas en el Frente Sur enseñándole a la gran cantidad de reclutas novatos cómo manejar un arma, puntería y táctica de combate”, relató Ramón a Claribel Alegría y Bud Flakoll, a comienzos de los años ochenta, cuando por instancias de Julio Cortázar entrevistaron a todos los sobrevivientes de la Operación Reptil.
Según esos testimonios, las tres muchachas del comando, Ana, Julia y Susana, volaron de España a Nicaragua cuando ya la Revolución sandinista había triunfado y en el aeropuerto se recibía a los viajeros con una manta que rezaba: “Bienvenidos a Nicaragua Libre”.
“Todo se sentía tan irreal. Era como estar viviendo un libro. Macondo era Managua. Veníamos de Europa y no entendíamos nada. Nos encontramos en medio de todos esos niños tan bajitos como yo, todos armados y desaliñados. Los más grandes, barbudos, parecían recién llegados de la montaña. Los teléfonos no funcionaban. No había comunicaciones, no había autos, no sabíamos cómo íbamos a hacer”, recordó Susana en sus entrevistas con la escritora nica-salvadoreña y su esposo Bud.
Sin embargo, con todo y falta de medios para comunicarse, ocurrió el milagro de que ese mismo día encontraran a Armando en el Hotel Intercontinental. El grupo estaba completo otra vez.
Desligándose del Gobierno y del Frente Sandinista, más tarde los guerrilleros aseguraron que la idea de matar a Somoza surgió en el seno del comando cuando el exdictador, recién llegado a Paraguay, daba arrogantes declaraciones sobre su inminente regreso a Nicaragua y se alzaba como la principal figura aglutinante de los exguardias que iniciaron la Contrarrevolución.
Aunque luego, en sus memorias, Gorriarán aceptaría que “toda la dirección del Frente Sandinista” estaba al tanto y había aprobado la conspiración contra “el jefe de la Contrarrevolución nicaragüense”; Alegría y Flakoll describen así el momento en que el destino de Somoza fue decidido:
—Da rabia pensar que ese criminal está gozando de sus millones en Paraguay mientras trata de destruir esta revolución —refunfuñó Armando.
—Desde luego, encontró el lugar para eso —asintió el pelirrojo Santiago—. Leí en alguna parte que Samuel Genie tiene por lo menos doce hombres de su seguridad velándolo día y noche, aparte de la policía y las fuerzas de seguridad de Stroessner. Seguro que eligió una fortaleza parecida al búnker de Tiscapa para vivir.
—Sin embargo, debe estar preocupado —sugirió Ramón—. Según los periódicos casi no se le ve. No aparece en los clubes nocturnos ni cosas por el estilo.
—En Asunción no hay vida nocturna, es la muerte en bicicleta —resopló Armando.
—Un lugar tranquilo, lo que necesita su corazón. Probablemente va a morir de cirrosis a los 85 años —dijo Ramón, encogiéndose de hombros.
Armando saltó:
—¡Ah, no! Sería una vergüenza histórica permitir que ese asesino se muera tranquilamente en su cama de tanto beber guaro.
—Tiene razón Armando —concedió Santiago.
Y Ramón, quien había estado esperando este momento, se echó para atrás en su silla y preguntó:
—Bueno, ¿entonces por qué no hacemos algo al respecto?
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En realidad, las salidas nocturnas de Somoza no eran escasas ni nada por el estilo. Vivía como “un jeque árabe” en Asunción, frecuentando clubes “donde se rodeaba de las modelos más renombradas de aquellos años” y hasta protagonizando “incidentes con otros millonarios paraguayos en las disputas por mujeres”, asegura el diario ABC Color en su reportaje “Vida y muerte de Somoza en Paraguay”, publicado el 18 de septiembre de 2005.
Además, aunque al inicio sí estuvo protegido por un fuerte dispositivo que le daba seguridad absoluta y constante, luego la intensidad de la custodia disminuyó. Pronto Somoza empezó a actuar como si todavía seguía al mando de Nicaragua y tenía plena confianza en que su seguridad sería “absolutamente resguardada por Stroessner”, de modo que se sentía intocable, señala Mónica Zub Centeno en Somoza en Paraguay.
Su comportamiento acabó facilitando las cosas al comando argentino. En un informe del comisario paraguayo Francisco Rubén González, jefe de la escolta policial de Somoza, este aseguró que el expresidente “casi nunca avisaba con tiempo a los encargados de su seguridad a qué hora saldría, cuándo ni dónde”.
“Los escoltas salían siguiéndolo como podían. En reiteradas oportunidades se le advirtió de la necesidad de cambiar de itinerario, así como la de variar los restaurantes que frecuentaba y usar su automóvil blindado. Pero nunca lo hizo. Agradecía y sonreía y nada más”, declaró González.
Quienes lo conocieron durante su exilio —dice Zub Centeno— afirman que Somoza seguía pensando que “era un jefe al que todos obedecían y tenían miedo y que por lo tanto se sentía 'totalmente seguro'”.
Habitaba con su amante Dinorah Sampson en una mansión palaciega que daba estratégicamente a dos calles y cuyo alquiler costaba 2,500 dólares mensuales. La casa quedaba en la Avenida España, una de las dos vías de acceso al centro de la ciudad, en una zona donde no había negocios, sino solo residencias y mucha vigilancia porque ahí vivía el propio Stroessner y la mayoría de sus funcionarios.
Solía pasearse con su amante Dinorah Sampson por los alrededores de Asunción y con ella dio fiestas en uno de los lugares más emblemáticos de aquellos años: el lago Ypacaraí, en San Bernardino. De hecho, se comentó que en la víspera del atentado la pareja ofreció una velada con música, asado y tragos para dar la bienvenida al desafortunado Joe Baittiner, quien a la mañana siguiente habría de morir junto a Somoza y su conductor, César Gallardo.
Más tarde Dinorah declaró ante dos periodistas argentinos que la noche anterior a su muerte Somoza le pidió que le cocinara los dos dorados que unos amigos paraguayos le habían llevado. “Mi amor, quiero que cocinés estos pescados a las brasas”, le solicitó. “Se los cociné, cenamos y estuvo muy contento haciendo chistes, hablando de negocios, de política en Nicaragua y de generalidades. A las 11:00 nos fuimos a acostar. Al día siguiente se levantó a las 7:00 de la mañana, desayunamos juntos y me dijo: 'Mi reina, tengo que ir hasta un banco, volveré para almorzar'. Pero ya no volvería a verlo con vida. A las diez y quince me llamaron para anunciarme su muerte”.
Según Dinorah, su amante durante 18 años, en octubre del 79 las autoridades paraguayas habían advertido a Somoza sobre la posibilidad de un complot para asesinarlo; pero él no quiso cambiar su despreocupado estilo de vida.
“Él creía que si un grupo de terroristas quería matarlo, no había nada que él pudiera hacer para impedirlo”, recordó durante una entrevista, poco después del atentado. “Él quería vivir libremente como un ser humano normal”.
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Al inicio las salidas irregulares fueron un problema para el comando argentino, que durante varios meses lo vigiló desde los lugares más insospechados. Ora desde un supermercado coreano, ora desde un autolavado. Lo seguían sigilosamente por las calles de Asunción, haciendo pesquisas aquí y allá, y entraban a comer, por ejemplo, al restaurante económico situado frente al restaurante de lujo donde Somoza almorzaba algunas veces. Sin embargo, nada de eso servía para establecer los horarios del exdictador.
Salía casi todas las noches, lo que le ocasionaba serias peleas con Dinorah, pero los argentinos tenían claro que el operativo debía ejecutarse de día, para que no existiera la posibilidad de equivocarse de blanco.
Cuando Osvaldo consiguió que le dejaran trabajar en el quiosco revistero, a solo dos cuadras de la mansión de Somoza, resolvieron el problema de la vigilancia. Y para finales de agosto lograron alquilar una casa sobre la propia Avenida España, con lo que se garantizaron la base operativa final.
La historia con la que convencieron a la propietaria de la casa es bastante loca, pero fue suficiente para conseguir el contrato. Cuando Julia se presentó con un carnet falso de la Asociación de Artistas Argentinos y le dijo que Julio Iglesias filmaría una película en Paraguay y necesitaba un sitio discreto para hospedarse, la señora estuvo encantada con la idea.
—¡Uy! –exclamó–. ¡No lo puedo creer! Mi casa va a ser famosa.
Y conteniendo la risa, Julia se dijo a sí misma: “Claro que va a ser famosa su casa, pero no por lo que usted cree”.
Pagaron tres meses adelantados de alquiler, a un costo de 4,500 dólares, y con eso resolvieron “el último obstáculo”, dicen Alegría y Flakoll. Tenían vigilancia fija, armas, un carro para escapar y una base operativa. Estaban listos para tenderle la trampa a Anastasio Somoza Debayle, quien por esos días andaba perdido, quizás visitando sus tierras en alguna zona del país.
El lunes 15 y el martes 16 de septiembre se mantuvieron en vilo. Somoza había reaparecido, lo habían visto pasar, con su perenne porte de jefe, en el asiento delantero de su Mercedes Benz blanco, y sabían que todo era cuestión de tiempo.
Santiago permaneció los dos días en la parte delantera de la casa, con la bazuca y la ametralladora listas. Armando calentaba cada hora el motor de la camioneta con la que interceptaría al convoy de Somoza y no se separaba del FAL, la pistola y la subametralladora. Ramón, mientras tanto, se mantenía pegado al walkie-talkie esperando la llamada de Osvaldo.
Apenas comían y no querían ni ir al baño, por miedo a que la señal de alerta los tomara desprevenidos. Llegaron agotadísimos al final del martes, pero con el presentimiento de que a la mañana siguiente “pasaría”. Susana y Santiago estaban convencidos de que el miércoles era el día.
No el lunes, porque ese día Somoza seguramente estaba con la resaca del fin de semana. Tampoco el martes. Sería el miércoles, porque “está como en medio de la semana”, intuyó Susana.
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A las 10:05 de la mañana del miércoles 17 de septiembre de 1980, Osvaldo vio venir el Mercedes Benz blanco y reconoció la placa. Segundos después distinguió a Somoza y salió corriendo para dar la alerta.
—¡Blanco, blanco, blanco! —avisó por el walkie-talkie. Y en la base operativa el atentado se puso en marcha. Los guerrilleros lo habían estudiado muchas veces y estaban capacitados para movilizarse en 13 segundos después de escuchar la señal.
El convoy del exdictador se detuvo un rato en los semáforos, situados a unos 60 metros de la base, algo que los medios de comunicación paraguayos interpretarían como un tiempo “fatal” para Somoza y “providencial” para “los terroristas” del comando argentino.
Armando dejó pasar dos o tres vehículos de los guardaespaldas y le echó la camioneta a la Volkswagen Combi que venía adelante de la limusina de Somoza. César Gallardo frenó y Ramón, Enrique Gorriarán Merlo, empezó a disparar con una M-16.
Puede que el conductor haya sido el primero en fallecer, con el primer tiro de Ramón. Cuando Gallardo murió el carro siguió avanzando a la deriva y Ramón disparó tres o cuatro veces al asiento trasero, donde viajaban Somoza y Baittiner. Los tiros perforaban limpiamente los cristales del Mercedes, porque no estaba blindado.
“Observé que los disparos penetraron sin dificultad. Disparé tiro a tiro , y cada disparo hacía que el cuerpo de Anastasio Somoza se moviera... Al agotar el cargador del M-16 ya estaba Santiago a mi lado en condiciones de disparar el lanzagranadas... La granada dio en el centro del vehículo y estuvo claro que la misión estaba cumplida. Santiago me preguntó: ‘¿Le pegué?’, a lo que respondí: ‘Lo destrozaste’", declaró Gorriarán Merlo al diario El País, de España, en agosto de 1983.
La explosión fue impresionante y dejó la calle cubierta de chatarra, sangre y restos de las víctimas. En pantalón y botines, Dinorah Sampson llegó corriendo para reconocer el cadáver y gritaba: “¡General! ¿Dónde está el general? ¡Por favor! ¡Quiero verlo, yo lo quiero ver!”. Pero el ministro del Interior, Sabino Montanaro, la detuvo.
“Fue despedazado”, le explicó. “No le puedo permitir que lo vea”.
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Mientras Stroessner iniciaba la caza del comando argentino y cerraba las fronteras de Paraguay como un hacendado manda a cerrar su finca, en Nicaragua se realizaban caravanas para celebrar la muerte de Anastasio Somoza Debayle.
Esta vez no se sintió la alegría del 17 de julio, lo que ahora prevalecía era un “sentimiento de que había habido cierta justicia, de que pagó por sus crímenes y no pudo vivir hasta la ancianidad para disfrutar de su dinero”, recuerda la excomandante Dora María Téllez.
Con las decenas de miles de muertos que dejó la insurrección armada, era “bien ofensivo” que el expresidente estuviera llevando una gran vida en Paraguay, sostiene Téllez. Y señala que debido a que no hubo un debido proceso para juzgarlo por sus crímenes, Somoza acabó pagando por ellos de la peor manera y arrastrando consigo a su chofer y su asesor financiero.
Entre las pertenencias del antiguo tirano, recuperadas por la Policía en la escena del crimen, había un cheque por 150 mil dólares a favor de Minas Maturin, una cadena de oro, tres medallitas de oro de 18 quilates y dos medallas más, también de oro; un anillo de oro y un reloj de oro marca Rolex. A Somoza le gustaba mucho el oro; pero el ataúd en que lo sepultaron era de plata.
El país de Stroessner
Alfredo Stroessner llegó al poder a través de un golpe de Estado militar, en 1954. Durante su dictadura de 35 años se suprimieron las garantías constitucionales y se prohibieron los partidos políticos, todo esto logrado a través de la represión que se instauró en el país, asegura la periodista Mónica Zub Centeno.
Con el apoyo del Partido Colorado y del Ejército paraguayo, Stroessner logró un control absoluto. Y como hacían los Somoza en Nicaragua, también aplicaba la Triple P: plata para los amigos, palo para los indiferentes, plomo para los enemigos.
Su dictadura, de acuerdo con la Comisión de la Verdad y Justicia, dejó al menos 336 desaparecidos, 59 personas ejecutadas extrajudicialmente (asesinadas), casi 19 mil torturados y 3,470 paraguayos exiliados.
Como suelen hacer los dictadores, Stroessner realizó cambios en la Constitución Nacional para plantear la reelección indefinida. Gracias a esto asumió “constitucionalmente” la Presidencia ocho veces consecutivas, dice Zub Centeno.
La última reelección fue la de 1988, un año antes del golpe de Estado que lo sacó del poder el 3 de febrero de 1989, durante un periodo en que “gran parte de los países latinoamericanos ya había salido de las dictaduras y donde un régimen así era insostenible”.
Por un tiempo, igual que Somoza, Alfredo Stroessner fue una persona clave para “acabar con el comunismo” y la oposición a los Estados Unidos en Latinoamérica. Sin embargo, no era especialmente amigo de Somoza, aunque su estilo de gobierno le permitía dar asilo a un hombre calificado como dictador internacionalmente.
Este era el contexto que vivía Paraguay cuando Somoza llegó, en calidad de residente temporal. En 1979 el país tenía menos de tres millones de habitantes (más de la mitad en la zona rural) y en la capital, Asunción, solo vivían un poco más de 500 mil personas.
El comando
Los siete argentinos que llevaron a cabo la ejecución final de la operación para matar a Anastasio Somoza Debayle, tenían los seudónimos de Ramón, Santiago, Osvaldo, Armando, Ana, Julia y Susana. El jefe era Ramón, el guerrillero Enrique Gorriarán Merlo, fallecido en 2006 a causa de un paro cardíaco.
Santiago era el seudónimo de Hugo Irurzún. Fue la única baja del comando tras el atentado contra Somoza. Lo agarraron cuando volvió a la casa operativa en busca de cuatro mil dólares y sellos para un pasaporte, y el 18 de septiembre los medios daban la noticia de su muerte. Su cadáver habría presentado señales de tortura, lo que contradice la versión de que murió abatido a balazos en el lugar. Pero sus restos fueron desaparecidos.
Armando (Roberto Sánchez Nadal) murió en 1989, durante un desafortunado asalto al cuartel de La Tablada, también comandado por Gorriarán. Y se cree que ahí mismo falleció Susana. Ana, Julia y Osvaldo siguieron viviendo bajo el anonimato.