Clemencia López tiene 112 años. Durante toda su vida fue partera de una comunidad remota. Vive sola, trabaja para poder comer y posiblemente es la mujer más vieja de Nicaragua
Por Julián Navarrete
La anciana se sostiene bajo las vigas de madera que forman el arco de su puerta. Encorvada mira y escucha los maullidos del gato atado a una piedra afuera de su casa. Clemencia López Dormuz observa sus pequeños colmillos llenos de baba y cómo se retuerce en el polvo. En ese momento debe pensar que el pobre animal es el único compañero que le ha quedado en los más de 112 años que ha vivido.
La cédula de identidad de Clemencia López Dormuz indica que vino al mundo en 1904, en la comunidad Puertas Azules, a menos de 30 kilómetros de la ciudad de Estelí, en el norte de Nicaragua. Para llegar hay que subir una carretera empinada de piedras y arcilla que en los primeros cinco kilómetros muestra cedros y ceibos secos a los costados; y a medida que se acerca se ve un paisaje antagónico, bordeado de tinte verde y árboles gigantescos, con bullicio de pájaros que parecen dar la bienvenida a los primeros vientos del invierno.
Después de ver al gato, Clemencia camina arrastrando sus pies en busca de un banco de madera donde le da el último acabado a un canasto que tendrá listo esta tarde. Ora dobla el carrizo, ora amarra y aplana el enrejado, con las uñas terregosas y los dedos desgarrados. Todos los días la anciana de más de un siglo de edad elabora canastos que vende para poder comer. En estas tierras del olvido solo se escapa de trabajar cuando se muere.
“Dicen que el trabajo mata… mentira, lo que matan son los malos hábitos, las malas codicias son (los que matan). El trabajo no mata a nadie”, dice Clemencia, cortando el carrizo con una cuchilla.
A las personas como Clemencia que cumplieron más de 110 años de edad se les conoce como supercentenarias o superlongevas. Se estima que en el mundo hay entre 350 y 400 personas vivas con esa edad, aunque solo se ha podido verificar a 55. Se calcula que uno de cada mil que cumple 100 años de edad llega a los 110 y de ellos solo el dos por ciento vive cinco años más.
Clemencia es delgada, pequeña y encorvada. Una verruga resalta en su cara tostada por el sol. Habla pausado, pero directo. A cada momento dice: “¿Ah?” y “¿cómo?”, cuando no escucha o no entiende una pregunta. Reconoce los sonidos, pero le cuesta observar de lejos. Tiene un bastón que casi no utiliza y tampoco se pone lentes de aumento. Tal vez por esa razón empeoraron los mareos que sintió hace menos de un mes, cuando estuvo postrada en una cama y todos en la comunidad pensaban que había llegado la muerte.
“Pero me levanté, y aquí estoy viva todavía, ahí voy aguantando”, dice Clemencia.
La soledad es la compañía perpetua de la que muy probablemente sea la mujer más vieja de Nicaragua, según se tienen registros. Hace apenas un mes murió la italiana Emma Morano, la mujer más vieja del mundo, a los 117 años de edad y nacida en 1899. La nicaragüense era solo cinco años menor y también estuvo delicada de salud para esas fechas, en las que recordó que las enfermedades le han tocado varias veces su puerta, dejándole secuelas eternas.

Foto: Óscar Navarrete
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En 1904, año en que nació Clemencia López Dormuz, José Santos Zelaya López era el presidente de Nicaragua. El mandatario nicaragüense intentaba desde 1901 convencer al Gobierno de Estados Unidos de que se construyera el canal interoceánico, que comenzaron a edificar en Panamá tres años más tarde, a partir de la separación de Colombia.
Ahí, sentada en el banco de su sala, Clemencia López desconoce que nació en el mismo año en que se fundó la FIFA y Giacomo Puccini estrenó la versión original de Madame Butterfly, la cual resultó un fracaso en ese momento. En 1904 también nacieron dos grandes escritores: el chileno Pablo Neruda, quien falleció hace 41 años, cuando tenía 76 años de edad, y el británico Graham Green, fallecido en 1991.
En 1904, aquí en Nicaragua, Augusto C. Sandino tenía solo nueve años de edad y fue abandonado por su madre y enviado a vivir con su abuela materna. El primer recuerdo de Clemencia en esos tiempos es también junto a sus padres, Domingo Hipólito López y Concepción Barrera García, dos campesinos oriundos del pueblo de Somoto, donde también ella nació.
En el pueblo también es conocida como la partera más vieja. Ella dice que un médico estadounidense le enseñó el oficio a falta de enfermeras y médicos en Puertas Azules. “En ese tiempo había puros callejones. A veces cuando tenía que partear me iba a las 12:00 de la noche y me regresaba a la casa y tenía que levantarme oscuro para hacerle la comida a mi familia”, dice.
“Pero me llevé el orgullo que a nadie le cobré un peso. Con el doctor que aprendí no es para que me hiciera rica, sino para que hiciera la obra. A nadie le cobré un peso”.
Tenía más o menos unos treinta años cuando aprendió el oficio que le dio fama en el pueblo. Ella apuntaba la fecha e iba calculando el día. Clemencia llegaba caminando cuando la embarazada estaba en otra comunidad y los buses no existían en estos recovecos de Estelí. “Ahora ya no lo hace, no partea, ni la gente la busca porque no ve, por la edad, y porque les da miedo”, dice Hellen Blandón, vecina de la anciana.
Blandón está amamantando a un pequeño en la puerta de su casa. Ella dice que se fue a escondidas de López Dormuz cuando se acercaban los días que tenía programado el parto de su hijo. “Ella me decía que me lo iba a sacar, pero a mí me dio miedo por su edad”, dice Blandón. “Sí dejé que me sobara la panza, para acomodarme al niño que me dolía cuando me acostaba y me hacía estorbo”.

Foto: Óscar Navarrete
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La comunidad Puertas Azules pertenece a la zona protegida de Miraflor, ubicada entre Estelí y Condega, en el norte del país. Dueña de un paisaje montañoso, de cuencas estrechas y pendientes pronunciadas. El suelo tiene escasa profundidad, es árido y rocoso. El verano es fuerte, como en toda la región central del país, pero el invierno hace estragos con las pocas lluvias intensas que caen.
En toda la zona de Puertas Azules viven unas 335 familias, según datos de la Alcaldía de Estelí. De acuerdo con el estudio de Helle Munk Ravnborg, elaborado en el año 2002, el 41 por ciento de la población sufre condiciones de pobreza alta, el 39 por ciento vive en condiciones de pobreza media y solamente el 20 por ciento vive en condiciones de baja pobreza.
Casi todos los pobladores de Puertas Azules son peones de fincas que se dedican al cultivo de papas, café o tabaco. “Muchos trabajan donde Benito Castilblanco que es un papero fuerte y otros productores más pequeños. Aquí todo mundo trabaja, hombres y mujeres por igual”, dice María Centeno, secretaria política del Frente Sandinista en esta comunidad.
Antes de elaborar canastos de carrizo, Clemencia López trabajaba en una finca labrando la tierra o cortando café. La dinámica no ha cambiado mucho en el pueblo desde que la anciana era una adolescente. “Aquí era una montaña espesa que solo se miraban los caseríos de los ricos. Había un montón de ganado y nosotros chapaleamos lodo y ni quiera Dios, las casas eran sin techos, solo unos plásticos”, dice Clemencia, señalando arriba: “Al final la mía todavía no tiene el techo completo. No ve que le falta”.
Para salir de Puertas Azules hay que tomar cualquiera de los tres buses que salen a las seis de la mañana, una de la tarde y seis de la noche. A la ciudad de Estelí se llega en dos horas y media, en un recorrido que en una camioneta todoterreno se completa en una hora. “El trayecto es bastante incómodo. La carretera es malísima, pero bien transitada, siempre ha habido ese problema. Más que aquí llueve bastante. Reparan la carretera, pero en los primeros meses se daña con las primeras lluvias fuertes”.
Todas las embarazadas que quieren parir en un hospital deben recorrer todo ese camino. De ahí que Clemencia López y otras parteras que llegaron después al pueblo se volvieron bastante populares. “Todas las mujeres me agradecen y ya verá que me va a ir bien cuando llegue la hora de mi viaje. Estoy contenta, estoy conforme por la vida que mi Dios me ha dado, tantos años”, dice.
María Centeno, líder de la comunidad, dice que el invierno es fuerte en Puertas Azules y suele inundar varias casas, incluyendo a la de doña Clemencia. “La casa de ella se le mina de agua, porque está en bajo, y también las otras casas se llenan de agua, pero no ha pasado ninguna catástrofe”, dice Centeno.
Salvo las inclemencias del tiempo y la pobreza eterna, la comunidad Puertas Azules, aseguran sus pobladores, es tranquila. No es común escuchar el nombre en las noticias. Y solo se recuerda el asesinato de un muchacho hace cuatro años, como resultado de la trifulca en un billar donde había una parranda.
En Puertas Azules hay un Centro de Desarrollo Infantil, un preescolar y una escuela primaria. Para asistir a secundaria los estudiantes tienen que viajar a otra comunidad llamada El Cebollal, a diez kilómetros de aquí. “Hay buses que dejan cerca a los muchachos o si no varios de ellos se van a pie”, refiere María Centeno.
La casa de doña Clemencia es de ladrillo rojo. Es un cuadrilátero dividido por biombos de zinc y madera que separan la cocina de leña que está vieja como ella, una sala donde se encuentra sentada trabajando el carrizo sobre el banco de madera, y la habitación donde acomoda un colchón gastado sobre un camastro de acero oxidado que ya debió echar raíces debajo de su dormitorio.
“Aquí nací y aquí voy a morir y de aquí me van a sacar cuando me lleven para el cementerio”, dice la anciana que nunca ha salido de esta tierra.

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—¿Usted le tiene miedo a la muerte?
Yo por qué voy a temer. Todos somos humanos, todos tenemos un solo Dios. Solo Satanás es el otro (ríe). Esta es la vida que Dios me ha dado, como he sabido vivir voy a saber morir, va a ver el día que yo me vaya.
—¿Se arrepiente de algo?
Estoy conforme. No me arrepiento de nada. Porque he sido una señora que ha sabido servir y no he hecho males. ¿Por qué le voy a tener miedo a la muerte? Para morir he nacido y tengo que morirme, de polvo somos y a polvo vamos a ser. ¿Entonces? Yo no le tengo miedo.
—¿Cuál es el secreto para vivir tantos años?
He sabido vivir, por eso he vivido tantos años. Yo serví, yo me cuido. Si viene un cristiano, yo le doy un plato de comida. Hay personas que se mueren jóvenes, pero a saber cuáles son los malos hábitos que tienen.
—¿A qué se refiere con malos hábitos?
Los hombres casados dejan a la esposa por la que va y la que viene, ay, viera que... los malos hábitos destruyen a la gente. Yo he conocido mujeres que dejan al marido por andar con otro.
Hay que ser honestos. Hay que saber vivir, porque el que se casa no es para que tenga juguete. Se tiene que respetar. Yo les digo: “No les da vergüenza. Miren a su marido dónde está y ustedes andan de holgazanas. ¡Qué barbaridad!”. Unas se enojan, a otras les causa chiste, y me dicen: “Es cierto, abuelita, agarre una vara y nos pega”.

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El único amor que se le conoció a doña Clemencia López fue Esteban Barrera. Algunos afirman que se conocieron en Puertas Azules, en las fincas cafetaleras. Según una publicación de LA PRENSA, en el año 2013, cuando cumplió 109 años de edad, ella afirmó que tuvo 14 hijos y hasta ese momento contabilizaba 35 nietos y 11 bisnietos.
“A casi todos mis hijos los enterré”, dice doña Clemencia. María Barrera, hija de crianza de la anciana, dice que solamente quedan dos hermanos vivos: Rosa y Santos López.
Hace 47 años María Barrera nació pero su madre murió mientras la paría. “A mi padre lo habían matado antes”, dice Barrera. En ese momento ella y sus dos hermanas mayores quedaron huérfanas. Pero doña Clemencia López y Esteban Barrera se hicieron cargo de las niñas hasta que todas se casaron.
Ahora María Barrera ya tiene cinco hijos, que vinieron a este mundo de la mano de Clemencia López. “Ella me parteó de mis cinco hijos y a mi hija mayor también”, dice.
Barrera vive desde hace 19 años con su esposo y sus hijos en otra comunidad llamada Zacatón, a unos cinco kilómetros de Puertas Azules. “A mí me cuidan las chigüinas que yo crié porque sus padres se murieron y quedaron motas. Ahora ya se casaron, y el que se casa a su casa”, resalta Clemencia.
María Barrera dice que a diario visita a su madre de crianza. A veces va en la mañana, a veces se queda a dormir toda la noche con ella. “A veces digo: ‘Tal vez duro igual que ella porque mamé de ella’ y todo eso. A lo mejor llego a los cien años”, dice mientras sonríe.
Hay un capítulo, sin embargo, que no le gusta recordar a María Barrera: la muerte de su padre de crianza, Esteban Barrera, quien fuera esposo de Clemencia. Todo se vino abajo con una enfermedad de la anciana, hace más de cuarenta años. Barrera apenas era una niña y doña Clemencia “se gravó de la presión”.
En ese entonces, ella permanecía hospitalizada y se creía que la enfermedad era incurable. Esteban Barrera, eterno enamorado de doña Clemencia, cayó desmayado por los desvelos y los nervios en el hospital donde pernoctaba al cuido de su esposa. Para calmarlo le recetaron unas pastillas que, afligido por la gravedad de su esposa, decidió tomárselas todas juntas.
“Decía que prefería que ella se quedara sola y que él se muriera antes que ella, porque no quería sufrir su ausencia”, dice María Barrera. “Desde entonces quedó loco y dos años después, en un descuido de uno de sus hijos, él agarró una pistola y se pegó un tiro en la cabeza. Se mató”.
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Clemencia López es la Úrsula Iguarán de Puertas Azules. Ha vivido más de 112 años y espera seguir respirando “hasta que Dios me mande a llamar”. Como el personaje de Cien años de soledad, de Gabo, se enfermó en la última Semana Santa. Sentía mareos que no le permitían estar de pie mucho tiempo y todos en el pueblo pensaban que López Dormuz abandonaría su tierra eterna en Jueves Santos, con un calor tan sofocante que los pájaros se estrellaran como perdigones contra las paredes.
Las enfermeras y los hermanos de la iglesia evangélica donde ella asiste la llegaron a visitar. “Ella sentía mareos y le temblaba todo el cuerpo”, dice Hellen Blandón, una vecina de 26 años de edad que vive a la par de la casa de la anciana.
Clemencia no recuerda la última enfermedad, pero sí las caídas que ha tenido en las trochas cuando ella va en busca del carrizo. “Cuando uno cae enfermo, una ya pierde su mente, ya no es como lo mismo”, dice. “Iba a hacer un mandado allá abajo y llevaba unas canastas, entonces me caí en un gran pantano. De ahí me levantaron, pero aquí estoy todavía. De ese golpe casi vi la muerte”, dice.
Al cuido de doña Clemencia están las hijas de crianza y una nuera que están pendientes. Sin embargo, pasa muchas horas sola y a veces se le olvida comer. “Ella lo que necesita es que alguien esté pendiente de su comida y sus medicamentos porque ella se descuida”, dice Yamileth Lagos, otra vecina.
Para doña Clemencia todos los días son iguales. Desde antes de las cinco de la mañana enciende el fogón para preparar café, mientras le tira sobras de pan al gato, que sin embargo, sigue con el maullido y el ronroneo desde donde está amarrado. “Desde diciembre lo tiene amarrado al pobre gato. Ella dice que si lo suelta se le va y no vuelve”, dice María Barrera, hija de crianza. La anciana sonríe viendo al animal, el último compañero que le ha quedado en estos más de 112 años de vida.
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Foto: Óscar Navarrete
Sonría para vivir más
Un equipo de investigadores del Albert Einstein College of Medicine y de la Universidad Yeshiva, Estados Unidos, acaba de demostrar que los rasgos de la personalidad como ser extrovertido, optimista, tolerante o estar comprometido en actividades que ayudan a los demás también pueden contribuir a una mayor longevidad.
Estudios previos sugerían que la personalidad está directamente relacionada con mecanismos genéticos que pueden afectar a la salud. Los análisis de la personalidad de los sujetos demostraron que, lejos de ser gruñones, los centenarios reunían cualidades que reflejaban claramente una actitud positiva hacia la vida: la mayoría eran “extrovertidos, optimistas y de trato fácil”, y para ellos la “risa es una parte importante de su vida”, explican los autores del estudio. Además, tenían una amplia red social.

Foto: Óscar Navarrete
Los más viejos del mundo
Desde la muerte de Emma Morano, el 15 de abril de 2017, la persona más anciana del mundo viva es la jamaicana Violet Brown, con 117 años y 50 días, y actualmente es la sexta persona de más edad alcanzada de todos los tiempos.
Un supercentenario o superlongevo es aquella persona que ha alcanzado la edad de 110 años o más. De las personas que llegan a ser centenarias, solamente una de cada mil logra llegar a ser supercentenaria. Únicamente un 2 por ciento de los ancianos que han alcanzado los 110 años de edad sobreviven cinco años más.
Se estima que hay de 350 a 400 supercentenarios vivos en el mundo, aunque tan solo se conocen aproximadamente 55. Esto se debe a muchas pérdidas de certificados de nacimiento por su antigüedad y a muchas personas que viven en lugares incomunicados y no pueden demostrarlo.
El primer supercentenario cuya edad ha sido verificada por el Gerontology Research Group fue Geert Adrians Boomgaard (1788-1899), y la primera mujer verificada como supercentenaria fue Margaret Ann Neve, siendo además la primera persona supercentenaria verificada de vivir en tres siglos.