Cuerpo, habilidades y talento les sobraban. Estas son historias de peloteros, boxeadores y basquetbolistas que tenían de todo para triunfar pero por alguna razón se quedaron en el camino
Por Julián Navarrete
El boxeador afroamericano choca sus guantes. Con el repicar de la campana sale furioso en busca de su presa. En el centro del cuadrilátero camina de puntillas, bailoteando sobre el ring. Mueve la cintura y amaga con lanzar. Se acerca rápido, asesta un volado de zurda, su mejor arma, la misma que lo llevará a ganar tres títulos mundiales.
Esta noche de agosto de 1984 quiere derribar al moreno, alto y fornido, de guardia derecha, que tira puñetazos rápidos y certeros, su primer rival de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. No sabe que más de treinta años después, su adversario, el nicaragüense Adolfo Méndez, seguirá contando cómo terminó esta batalla.
Ya han pasado más de minuto y medio del primer round. Méndez le ha tirado una ráfaga de golpes a la zona abdominal. El zurdo está un poco tenso, no ha calentado. Es de los boxeadores que sacan su brío en el intercambio, como en la pelea que empatará nueve años después contra el mexicano Julio César Chávez, que en aquel momento llevará 87 peleas invictas.
De pronto, como un rayo que acomoda el destino, conecta una mano izquierda a la oreja del nicaragüense, que le aguadan las piernas. Méndez cae por unos segundos, con las manos hacia atrás. Se levanta rápido y sacude la cabeza mientras sigue el conteo de protección. Trata de acomodarse el protector bucal, pero no puede. El réferi le ayuda, se lo ajusta.
Menos de diez segundos después la pelea se reanuda. Instantes en los que mira de un tirón su película: la pobreza que vivió con su madre, las horas de entrenamiento, los años en el torno de carpintería, la muerte de su hija y la ilusión con la revolución sandinista.
Falta menos de un minuto para que termine el primer round. El zurdo se lanza como un tigre que olió sangre. Quiere rematar. Va a rematar. Baña con una ola de volados al nicaragüense, que los recibe con las manos arriba, como los golpes que años después le dará la vida, cuando se arrepienta de no haber saltado al boxeo profesional y no encuentre empleo, caiga preso, pierda a su esposa, pierda su hogar.
En los pocos minutos de ese round, Adolfo Méndez encarnó a los deportistas nicaragüenses que estuvieron al filo de la gloria y no lo consiguieron. A los que tenían todo para triunfar: cuerpo, condiciones, talento y habilidades. A los que se midieron con las leyendas antes de que lo fueran, como su rival de aquel momento, Pernell Whitaker, uno de los mejores boxeadores de la historia.}
Antes de que finalice el asalto, recordaremos al mito del basquetbol que pudo haber sido uno de los mejores del país, al boxeador que estuvo a punto de ganar una corona mundial y a uno de los mejores prospectos nicaragüenses del cual se sigue hablando cuando se pisa un parque de pelota.
—¡Fuera seconds, fuera seconds!

Foto: Archivo.
Wilfredo Ramírez estaba bebiendo agua ardiente la primera vez que practicó con los Tiburones de Bancentro, el mejor equipo de basquetbol profesional a inicios del año 2000. En una esquina del barrio Ducualí, donde vive, se echaba unos tragos de “guarón” con unos vecinos mayores que él, cuando llegó su amigo de toda la vida, Alvin Camacho.
—Willie, vámonos, vos vas a quedar —le dijo Camacho.
—No creo —le contestó Ramírez.
—Créeme, ya hablé con el hombre, me dijo que sí —respondió Alvin. Ya para esos años Ramírez había dejado de juntarse a beber con los pandilleros de su edad para no meterse a problemas.
—Vaya. Usted está joven, todavía puede hacer algo —le dijo uno de sus compañeros de farra.
—Dale pues —respondió Ramírez a Camacho. —Eso sí, me invitás a comer y me regalás dos cervezas.
Antes de llegar al Polideportivo España, donde era la práctica del equipo, los dos se bajaron del bus en el mercado Roberto Huembes para que Camacho le cumpliera la promesa. “Comí y me bebí las dos cervezas”, recuerda Ramírez. “Después fuimos a la práctica y Alvin me puso a correr por toda la cancha. Bajé el guaro y cuando terminó el entrenamiento, me desvanecí”.
En las canchas de basquetbol de Managua es difícil que se reconozca el nombre de Wilfredo Ramírez. Sin embargo, si alguien menciona el apodo “Hamburguesa” se escuchan todo tipo de comentarios. Se dice que era el mejor base armador que existía. Que, con todo y que era gordito, driblaba, movía el balón rápido y era inteligente para dar asistencias.
De un momento a otro pasó algo y se dejó de hablar de él. No se le podía ver en las duelas vociferando contra los árbitros, corriendo y encestando desde lejos. Fue cuando corrieron los rumores: se decía que “Hamburguesa” había olvidado el básquet por las pandillas. Se creía que estaba preso o que desde hace años lo habían matado.
Después del entrenamiento en que se desmayó, Ramírez siguió llegando todas las tardes. Era el primero en llegar y el último en irse. Le gustaba encestar el balón un metro detrás de la línea de tres puntos. Fallaba dos de cada diez intentos. Una tarde, mientras hacía tiros libres, el dueño del equipo llamaba a todos los jugadores: “¡Noel Mackenzie! ¡Alvin Camacho! ¡Troy Watson!...”.
Los jugadores estaban firmando contratos. Les daban un par de zapatos Nike, dos uniformes, dinero en efectivo y la promesa de otro par de zapatillas para entrenar. Llamaban a todos menos a Ramírez.
—¡Hamburguesa! Vení, hombre —le dijo Luis Pavón, gerente del equipo. —Nosotros creemos que tenés todas las condiciones para formar parte del mejor equipo de Nicaragua. Bienvenido.
No recuerda qué compró con el dinero, pero de inmediato se cambió los zapatos viejos y abollados, y se calzó los nuevos. Con esas zapatillas se despediría de las canchas. Jugó la última final de una liga de basquetbol en Don Bosco, contra un equipo en el que estaba su amigo Alvin Camacho. “Hamburguesa” fue la estrella del último juego, donde anotó tres triples en los últimos veinte segundos.
Dos días después, dos agentes de la Policía llegaron hasta su casa con una orden de arresto por una denuncia por robo. La denunciante era su propia pareja, una mujer prestamista 14 años mayor que él, quien alegaba que no conocía a Ramírez cuando le puso un puñal en el cuello cerca del cementerio Periférico.
“Hamburguesa” tendría que pasar cuatro años en prisión. Fue la grieta por la que se hundió su carrera. No pudo debutar con el equipo de sus sueños, donde jugaba con sus amigos de la adolescencia. Al mismo tiempo perdería la beca que se ganó por ser la estrella del equipo de la Universidad Politécnica, donde cursaba tercer año de Administración de Empresas.
Lo que le esperaba ahora era hacer tiros libres en la cancha de la prisión La Modelo, donde trataría de sobrevivir con el basquetbol como aliado.

Wilfredo Ramírez está con un silbato al margen de la cancha. Usa pantalón negro, camisa gris y unos deportivos sucios. Camina a paso ágil, con todo y que tiene sobrepeso. Silba para marcar una falta.
“Mirá bien, ‘Hamburguesa’, le contesta el jugador amonestado. El hombre que vivía con un balón en las manos ahora imparte justicia en una duela.
“Tenía todo para jugar y ser bueno. Él practicaba con nosotros (Mackenzie y Camacho) pero se perdió. No le puso mente y se metió en vicios y así se desperdició”, dice Camacho, quien todavía juega basquetbol y también se dedica a entrenar jugadores.
Además del basquetbol eran tiempos de pandillas en los años noventa. De la fiebre de “Los Vatos Locos” y “Miami Boys”. Ramírez no iba a quedar al margen. Fue integrante de la pandilla “Calle Caliente” del barrio Venezuela, con la que participó en varias peleas contra pandilleros de otros barrios. “Eran peleas por saber quién era el mejor. Quién era el que mandaba. Puras estupideces de chavalos”, dice Ramírez.
En esos años se empezaba a emborrachar y a probar la cocaína. “Nosotros siempre fuimos amigos, yuntas, pero como empecé a ver que él se estaba metiendo en cosas malas, yo me alejé. Yo sí me concentré en el básquet y después miré los resultados”, dice Alvin Camacho.
Ramírez tiene ahora 40 años de edad. Estatura baja para el basquetbol, regordete y cachetón. Encima de las cejas tiene una amplia cicatriz que le atraviesa la frente. Dice que no se la hicieron jugando básquet ni en las peleas con la pandilla. Fue un día que salía de la discoteca “El Lobo Jack” con un amigo que “era más loco que yo”.
El “bróder” venía acelerando el carro. Ramírez, en lugar de detenerlo, lo retaba a pisar el acelerador. Los dos se carcajeaban mientras el auto corría a toda velocidad. Iban súper rápido o por los menos eso sentían. Lo único que los hizo detenerse fue el poste de un semáforo en Villa Fontana. Ninguno de los dos murió. Pero a “Hamburguesa” le abrieron toda la frente.
En esa época nadie lo controlaba. Su mamá huyó de la casa por el maltrato físico que le daba su esposo. “Mi papá cuando estaba bolo le empezaba a pegar a mi mamá y fue por eso que ella lo dejó”, dice Ramírez.
Al inicio su mamá se lo llevó a vivir con ella. Ella era afanadora del colegio Rigoberto López Pérez, donde Ramírez estudiaba la primaria. Pero una tarde, escuchó que lo llamaban desde una ventana. Era su padre, quien tenía en sus manos un robot de juguete. Se acercó a verlo y le dijo: “Salite que te lo voy dar”.
“Así fue cómo mi papá me robó del colegio. Después peleó por mi custodia y se la dieron. Se comprometió a dejar de beber. Lo dejó durante un año, pero ya no pudo más y volvió a emborracharse. Entonces los que me criaron fueron mis abuelitos paternos porque mi papá no podía”, dice Ramírez.
Después de haberlo denunciado por robo e intento de homicidio, Ramírez dice que su pareja se arrepintió. “Ya era muy tarde sí. Ya habían dictado sentencia y no se podía hacer nada. Yo la perdoné porque la señora era buena. Lo que pasa es que yo era muy loco para ese tiempo. Me la pasaba bacanaleando y eso no le gustaba”, dice.
En la cárcel también hizo una dupla con otro jugador, con quien ganaba los torneos dentro de la cárcel. Mientras él hacía equipo con ladrones, expendedores de drogas y pandilleros, Alvin Camacho, Noel Mackenzie y Jessie Evans, sus compañeros de equipo de toda la vida, levantaban trofeos en la liga profesional de baloncesto e integraban la selección nacional.
Mientras “Hamburguesa” dormía en una celda oscura, junto con otros presos, sus amigos dormían en los mejores hoteles cuando representaban a Nicaragua.
—¿Cómo te defendiste en la cárcel?
Jugaba bien beisbol, jugaba bien basquetbol. Eso me ayudó. También no me metía con nadie. No daba bromas. No tenía deudas, no robaba, no consumía droga. Si hacés eso, estás frito.
—¿No tuviste problemas entonces?
Me peleé con un maje del Reparto Schick que ya lo mataron, “El Negro” Calero, le decían. Me peleé con otro maje que le dicen “El indio”. A ese le asestaron dos machetazos. Me peleé con otro que le decían “La Rata”, del (Barrio Jorge) Dimitrov. También lo balearon. Tuve problemas con un famoso robador de camiones, que le decían “El Loco”, a ese le quité un puñal. Era más grande que yo, pero eso fue Dios, porque no supe cómo lo hice.
—¿Por qué eran los problemas?
Lo que pasa es que mi señora para ese entonces me llegaba a visitar y me llevaba mis cosas. Y todos se ponían celosos. Envidia… Lo que pasa es que, no es por nada, pero casi todas las mujeres que he tenido me han ayudado. Esta última, con la que estoy, me ha ayudado mucho. Ella es doctora. Médico Internista del hospital de la Policía. Nos habíamos peleado pero nos reconciliamos. Casualmente ayer estuve con ella. Le conté que me iban a hacer una entrevista y me dijo: “Me mencionás a mí”. Estás mujeres…
Guillermo Madrigal fue el único que confió en “Hamburguesa” al salir de la cárcel. Nadie le quería dar trabajo. Lo impulsó a pitar. Su única condición fue que no quería verlo jugando basquetbol porque temía que se descarrilara otra vez. Ramírez tiene en sus manos una foto pequeña, donde aparece rodeado de otros jugadores uniformados. “Todos ellos fueron miembros de la selección nacional. Yo jugaba siempre con ellos. Yo fui el único que no llegué”, dice.

“Hamburguesa”, fue un prospecto del baloncesto nicaragüense. Foto: Óscar Navarrete
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Léster Fuentes y Mauricio Martínez ahora son amigos en Facebook. De vez en cuando se saludan y se preguntan por sus familias. Reaccionan a las publicaciones que el otro hace. Pero solo en ocasiones hablan de la pelea por título mundial que sostuvieron el 4 de septiembre del año 2000.
“Esa pelea fue la más dura que tuve. En ese momento nadie me había golpeado tanto, como vos lo hiciste. Siempre la recuerdo”, le escribió Martínez, el boxeador panameño conocido como “Ñañara”.
En el primer asalto Lester “Patito” Fuentes derribó al boxeador panameño dos veces, con el mismo golpe: un recto de derecha a la mandíbula. En ambas ocasiones el boxeador moreno, de guardia zurda, se levanta rápido para el conteo de protección. El nicaragüense intenta rematar pero suena la campana.
“Para esa pelea yo iba súper bien preparado. Sino no me hubiera podido recuperar. Ni te hubiera conectado el golpe”, le escribió en otra ocasión Martínez.
Fuentes supo que su rival llegó en excelentes condiciones físicas cuando lo botó de nuevo al final del cuarto episodio. Cayó de espaldas con los brazos hacia arriba. Se quedó por unos segundos en la lona y después se levantó. Tenía el ojo derecho cerrado y se tambaleaba. Pero volvió a sonar la campana.
“Esa pelea yo la iba dominando. Lo llevaba cortado. Pero yo no tenía la experiencia y eso pudo haber sentenciado el final”, dice Fuentes, ahora de 40 años de edad.
Lester Fuentes nació en El Salvador, en 1977. Hijo del boxeador salvadoreño Rodolfo “Pato” Fuentes, quien conoció a su mamá cuando hacía carrera boxística en Nicaragua. Las guerras de esos años en los países centroamericanos obligaron a Lester y su mamá, después de haberse separado de Rodolfo, a huir a Estados Unidos en 1985.
“Aquí (Estados Unidos) me di cuenta que con los morenos (afroamericanos) empezamos a tener problemas. Nos hacían bullying. Aquí si te miraban todo temeroso los morenos acababan con uno. Yo andaba con una pandillita de centroamericanos, nicaragüenses la mayoría, y nos peleábamos. Ahí me di cuenta que me gustaba pelear”, dice Fuentes.
Con el triunfo de doña Violeta Barrios de Chamorro, Lester regresó a Nicaragua para ser criado por su tío Bernabé Bermúdez, quien fue su primer entrenador de boxeo y su futuro manejador.
El boxeo profesional despuntaba en los años noventa, junto con la carrera de Fuentes, hasta el año 2000, cuando recibe la noticia que va a pelear por título mundial. “A mí me llevaron como carne de cañón. Claro, que yo tenía méritos por mi récord, pero casi no tenía experiencia. Tenía poquitas peleas y eso fue la clave”.
El quinto round del combate de hace 17 años es dramático. Fuentes dominaba la pelea sin problemas. Martínez se movía en el centro del cuadrilátero queriéndolo cazar. “De repente surgió un golpe de la nada que me reventó el tímpano. Solo sentí una explosión. Yo iba mareado. Recuerdo que iba pensando: no voy a caer, no voy a caer, pero es donde me quedó guindado de las cuerdas. Entonces recibo el segundo golpe, que me noqueó”.
Fuentes ahora vive en Miami con su esposa y un hijo de 7 años de edad. En su página de Facebook sube fotos con ellos, saliendo de la iglesia evangélica, a la que asiste tres días a la semana. Ahora ha aumentado de peso, se rapa el pelo y lleva la barba cerrada. En su muro comparte pasajes bíblicos, enseñanzas cristianas y consejos de pastores evangélicos.
“Yo me convertí en cristiano y desde entonces ando en los caminos del Señor”, dice Lester. Es por eso que cuando vuelve a mirar la pelea con Mauricio, en el quinto round, le parece increíble que el golpe que recibe en la oreja es “normal, sencillo”, y que por lo tanto a veces piensa que fue “una obra de Dios” porque el nocaut fue la única forma para que regresara a los caminos religiosos.
Después de esa pelea, Lester cayó en depresión. Pasó un año sin pelear porque tras el último golpe quedó desmayado. Durante seis meses pasó con un zumbido en el oído y le costaba escuchar. Hizo cuatro peleas más y después de años de desenfreno decidió retirarse.
“Yo caí en depresión y entonces me refugié en el alcohol. Anduve en las calles tomando, en problemas. Armaba pleitos en barras y discotecas. Estuve preso aquí. La depresión es sinónimo de muerte. La persona que anda en depresión lo primero que piensa es en matarse. “Me voy a matar, ya no sirvo para esto”, se dice. Es algo real. Yo pensé tirarme a un tren y matarme”, dice Fuentes.
En Miami trabaja desde hace años en embarques de contenedores, que son enviados a las islas caribeñas. Los compañeros de trabajo han visto todas sus facetas: boxeador, alcohólico y ahora cristiano.
“En 2011, con el nacimiento de mi hijo, yo estaba mal. Iba a perder mi actual matrimonio. Y decidí buscar a Dios. Solo él pudo librarme de todo eso”, dice Lester, quien se retiró a los 26 años de edad, con 14 peleas ganadas y tres perdidas.
“Yo siento que traía el talento. A veces hay deportista que nacen dotados y con la disciplina se hacen mejores. En cambio hay otros que no tienen talento pero la disciplina los hace ser buenos. Yo traía el talento pero me faltó disciplina para tener éxito”, dice Fuentes.

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El único cácher que podía tener Gonzalo López en Nicaragua era Janior Montes. Los dos empezaron a jugar en la escuela de beisbol de la colonia 14 de Septiembre, donde ganaron todos los campeonatos infantiles y juveniles. “Yo fui su receptor desde que estábamos en infantil, hasta que lo firmaron”, dice Montes.
Cuando Gonzalo López tiraba en las ligas infantiles, en las butacas se escuchaba: “Ese chavalo está pasado (de edad)”. Desde pequeño López era más alto que sus compañeros, más fuerte, y era tan bueno al bate como pichando. “En las selecciones de Nicaragua, el receptor titular era Giampaolo Araquistaín, pero no le podía agarrar a Gonzalo porque tiraba muy rápido, entonces siempre me ponían a mí, que siempre tuvimos buena química en el terreno”, dice Montes.
Gonzalo López cerró todas las bocas que lo acusaban de falsificar su edad para jugar con niños menores que él cuando creció más de 6.3 pies de estatura. Pesaba unas doscientas libras y su recta caminaba a noventa millas por hora.
“Gonzalo López era un brazo de Grandes Ligas. Poseía recta, curva y tenía presencia en el box. Le afectó la indisciplina, no estaba enfocado en lo que realmente quería”, explicó el scout de los Bravos de Atlanta en Nicaragua, Marvin Throneberry, al Periódico HOY en el año 2013.
Además de los Bravos de Atlanta, estuvieron interesados en contratarlo los Indios de Cleveland, Marlins de la Florida y Medias Rojas de Boston. “La falta de costumbres, la disciplina, el licor, los malos amigos, la inmadurez. Muchos de estos jóvenes creen que firmar lo es todo”, lamenta Throneberry, el caso de Gonzalo López.
En 2001 la prestigiosa publicación “Baseball American” escogió a los mejores prospectos del mundo, divido por edades. Entre los prospectos de 17 años apareció Gonzalo López, como uno de los cinco lanzadores elegidos. “El derecho nicaragüense dominó a los bateadores de la Liga del Golfo con su brazo muy vivo”, se lee en la publicación.
En esa misma lista aparecían otros nombres: Albert Pujols, Adam Dunn, C. C. Sabathia, Johan Santana, Francisco Liriano, Scott Kazmir y Jeff Francouer. Todos estrellas de Grandes Ligas.

Los problemas para Gonzalo iniciaron para 2006, cuando fue incluido en una lista de peloteros restringidos porque no se presentó a los entrenamientos primaverales, alegando que no se sentía en buenas condiciones. Fue suspendido por un año.
A pesar de eso, los Bravos de Atlanta le renovaron el contrato un año más, a la espera de un resurgimiento. Sin embargo, volvió a meterse en problemas, pero esta vez con el mánager del equipo, Rocket Wheeler, quien se quejó de “mala actitud del jugador en normas que estipula el equipo dentro y fuera del terreno”.
Esa fue la última oportunidad de Gonzalo, quien fue dado de baja por el equipo. Una tarde de septiembre de 2017 el prospecto de casi un millón de dólares juega la tercera base en una final de softbol de la liga del barrio Georgino Andrade.
López debe pesar unas trescientas libras, pero corre a primera base con buena velocidad. Cuando llega a la almohadilla lo sustituye un corredor emergente. No lanza en esta liga. Aquí se destaca por pegarle a la bola con fuerza, a como lo hacía en las pequeñas ligas. Dicen que le pagan quinientos córdobas por partido porque para este nivel es uno de los jugadores con más calidad que existe. “Vamos Gonzalo, dale duro”, se escucha a un aficionado.
“Ese maje iba a llegar a Grandes Ligas”, dice otro de los espectadores. “¿Vas a decir que no? No es cualquiera que tira a 95 millas por hora. Es más, si este chavalo se prepara todavía puede llegar.”
En Nicaragua jugó un tiempo en la Liga de Beisbol Profesional y en el campeonato de Primera División, pero decidió retirarse. “Ese es uno de los prospectos y amigos míos que más lástima me ha dado de que no llegó a Grandes Ligas. Ese tipo era bueno bateando y lanzando. Tenía todo para llegar pero se quedó en el camino”, dice Janior Montes.
Cuando aún era un prospecto de los Bravos de Atlanta, Gonzalo López jugó en Nicaragua con el equipo de León. La única condición que puso fue que Janior Montes fuera su receptor. “Si querés que lance, pone a Janior a jugar, sino no juego”, le dijo López al gerente del equipo, quien llamó a Montes para que fuera su receptor exclusivo.

jugando beisbol profesional en
Nicaragua, pero
luego desapareció de los parques.
Ahora juega softbol.
Foto: Archivo
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Los focos se posan de nuevo sobre el segundo round de la pelea. Whitaker ya es Whitaker. Es decir uno de los mejores zurdos que ha visto el boxeo en su historia. Empieza a arrollar al nicaragüense, que ahora siente la velocidad. “Como un tigre que me tiraron y que tenía que hacerle frente para defenderme”, dirá Méndez.
Los golpes llegan de todos lados. Incluso Whitaker hace movimiento de piernas, que por momentos desconciertan a Méndez. De la misma forma que se sintió confundido, cuando más tarde en su camerino, llegó la propuesta de Bob Arum, uno de los mejores promotores de todos lo tiempos, quien le dijo: “Quédate en Estados Unidos para que maneje tu carrera”.
Méndez dirá que no. Lo dirá porque cree en la revolución y porque en ese momento decirle que sí a un gringo era sinónimo de traición. Estaba la guerra en Nicaragua y los estadounidenses se miraban como: “Enemigos y terroristas”.
Más de treinta años después se arrepentirá de no haberse quedado. De no aprovechar su mejor momento para ver si podía convertirse en campeón mundial: soñar. El boxeador al que ahora le conecta puñetazos fue una leyenda en el pugilismo, capaz de darle batalla a leyendas como Óscar de la Hoya y Félix Trinidad.
Whitaker ha ganado el segundo asalto con claridad. Méndez sabe que lo perdió. A como sabrá más adelante que perderá a su familia. Será apresado por “alteraciones nerviosas e inestabilidad emocional”. Su esposa dirá que se siente “insegura, tiene temor y con traumas psicológicos”.
Méndez se excusará diciendo que solo quería ver a Omar, su hijo, el único que mirará por él cuando ya tenga 57 años de edad, y sus padres hayan muerto. Su hija muera ahogada. Sobre todo le afectará la ausencia de su madre, que era su única compañera. “Todavía me hace falta mi mamá. Era la única que miraba por mí”, dirá.
Esta noche en Los Ángeles se le ve fuerte, rápido y fibroso. Pesa 132 libras. Más de tres décadas después la camisa talla pequeña le quedará enorme. Se le resaltarán los huesos de la cara, sufrirá hambre, no podrá dormir. Luego de un accidente de tránsito donde se golpeará la cabeza, perderá la memoria, padecerá de dolores de cabeza fuertes. Solo calmados por analgésicos que no podrá comprar porque son costosos.
Rosendo Álvarez, el niño de 14 años que ahora ve la pelea, cuando se retire después de ganar dos coronas de boxeo, lo tratará de ayudar en su vejez. Después que lo mire cargando tejas: ganando cien córdobas al día por diez horas de trabajo, tratará de montar una velada para ayudarlo.
Álvarez se dará cuenta que Méndez no tiene ropa ni zapatos sin hoyos para llegar a la conferencia de prensa. Lo invitará a vivir con él. Porque desde este momento, cuando inicia el tercero y último asalto de la pelea, él se ha vuelto fanático de Méndez. Lo intentará de imitar como boxeador. Tampoco se olvidará cómo lo miraba llegar al gimnasio: siempre elegante, erguido, mostrando su musculatura.
Los últimos segundos de la pelea son los peores. Whitaker hasta se da el lujo de payasear al caminar sobre el ring. Sacude a Méndez con una ráfaga de golpes al finalizar el tercer round. Méndez parece desconcertado, a punto del nocaut, como lo estará dentro de unos años, cuando lo único valioso que le quede sean los recuerdos de esta pelea.

Campeones sin corona
Para la pelea del título mundial Lester Fuentes tenía 23 años de edad y un récord invicto de 12 combates, todos ellos ganados por nocaut. Era “rankeado” número dos de la Organización Mundial de Boxeo, mientras que su rival, Mauricio Martínez, era el retador número uno al título.
El campeón de ese momento, Johnny Tapia, estaba muy metido en el alcohol y las drogas, por lo que renunció a la corona. De inmediato se arregló el combate entre Fuentes y Martínez, en Inglaterra, para dilucidar al nuevo monarca.
El nombre de Adolfo Méndez es sinónimo de calidad en el boxeo amateur nicaragüense. En los años ochenta, el moreno de La Paz Centro fue uno de los peleadores más consistentes, eterno seleccionado y un boxeador que se fajó con lo mejor del boxeo cubano de esa década. Representó a Nicaragua hace dos décadas en los Juegos Olímpicos en Estados Unidos.
Fue medallero eterno en copas y torneos regionales. En los años ochenta, Adolfo Méndez ofreció unas 120 peleas en la categoría amateur.
En esa década, en el país estaba suspendido el boxeo profesional. En 1985 logró el Bronce en los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Venezuela. En ese mismo año lo condecoraron con la Medalla de la Juventud en el Torneo Cardín, en Cuba.
Tres años más tarde, en los Juegos Centroamericanos y del Caribe, celebrados en Guatemala, alcanzó la plata en peso ligero (60 kilos), en el que siempre peleó.
El mito del basquetbol
Para “Hamburguesa” el basquetbol es lo único que ha existido. En el colegio Experimental México conoció a Jessie Evans y Alvin Camacho, dos de los mejores jugadores de la década de los noventa. Los tres juntos ganaban todos los torneos colegiales. “Ramírez jugaba fuerte. Tenía un excelente nivel en ese momento. No sé si pudo haber sido el mejor, pero aunque no parecía, por su aspecto físico, siempre sorprendía a los rivales”, dice Evans, desde hace años retirado del basquetbol.
Fuera del colegio, Ramírez y Camacho se volvieron amigos. Caminaban juntos a todas partes. Se defendían cuando, en el calor de una final, los otros jugadores los intentaban golpear o insultar.
Para esa época ambos también conocieron a Noel Mackenzie, considerado el mejor basquetbolista de Nicaragua de todos los tiempos. Los tres, en el mismo equipo, arrasaron con las ligas de basquetbol de mayor nivel.
El equipo funcionaba así: “Hamburguesa” armaba las jugadas y, cuando estaba libre, encestaba triples. Alvin Camacho cogía los rebotes. Y Noel Mackenzie encestaba los puntos. “Siempre andábamos los tres. Y solo agarrábamos a dos jugadores más para completar el equipo. De esa forma siempre ganábamos”, dice Ramírez.
El niño que “quemaba” las ligas
En el año 2000 Gonzalo López estampó su firma para pertenecer a la organización de los Bravos de Atlanta, por la cantidad de 725 mil dólares. Fue una firma histórica en su momento, hasta que a Cheslor Cuthbert lo firmaron por más de un millón de dólares en julio de 2009. A los 18 años de edad Gonzalo se movilizaba en una camioneta del año y cumplió su sueño de jugar con los Indios del Bóer.
López era un fuera de serie en categorías infantiles y juveniles. Ganó dos veces la triple corona (ponches, efectividad y juegos ganados) en picheo, tanto en la categoría infantil como juvenil. También ganó la triple corona en bateo (average, jonrones y carreras impulsadas). Fue al campeonato latinoamericano William Sport que se realizó en México, en 1996, y ganó cuatro partidos. En un juego contra Puerto Rico ponchó a 15 adversarios.