Esta es la historia de la mujer que le dio su nombre a un hospital. Le gustaba leer, horneaba pasteles y, hasta el 18 de junio de 1979, atendía guerrilleros heridos en una clínica clandestina de Managua. Ella era Bertha Calderón Roque
Por Tammy Zoad Mendoza M.
De lejos se divisaba al mujerón en su traje blanco, coronada con una cofia sujeta a la moña ajustada que completaba el uniforme diario. Quien la veía creía que la morena robusta, alta, de cabello negro y ondulado era una roca. Ojos pequeños como dos almendras, boca estrecha y al centro de su cara redonda, una nariz aún más redondeada. Era la mirada penetrante enmarcada en dos cejas que caían como flechas señalando su ceño, lo que le daba ese aspecto de severidad y le confería hasta un aire de altivez.
Bertha era seria, reservada y sencilla, pero una vez en el hospital se dejaba ver como una mujer cariñosa. Era la grandulona que chineaba a sus pacientes para cambiarlos de camilla o llevarlos al baño, la que les sobaba la cabeza y los contemplaba por las noches.
“‘Claro que sí mi amorcito, no mi niña, venga para acá mi muchachita’, así les hablaba la Berthita a sus pacientes, era una mujer cariñosita en su trabajo, por eso todo el mundo la quería”, dice Sonia Gutiérrez Roque, prima hermana de Bertha.
Bertha entró al viejo Hospital General El Retiro por la cocina. En 1963 llegó como asistente al departamento de alimentación junto con su prima Sonia Gutiérrez y ese mismo año se anotaron en la Escuela de Enfermería. Veinte años después un nuevo hospital llevaría su nombre, el hospital de la mujer Bertha Calderón Roque en Managua, donde según la actual ministra de Salud, Sonia Castro, se atienden más de cuarenta mil consultas anuales.
En el lugar hay una placa con su nombre en la rotonda frente a la entrada general, en la pared externa un retrato suyo que borran y vuelven a pintar cada vez que su rostro palidece a la intemperie y en el pasillo principal un mural que parece sacado de escuela primaria donde acompañan su foto con una semblanza de su vida y muerte, hay flores de cartón alrededor. ¿Quién era y qué hizo Bertha para que rebautizaran un hospital con su nombre?
Bertha Calderón Roque era la enfermera reservada que dedicaba sus horas libres a participar en la organización de huelgas por la mejoría de las condiciones de trabajo en el sistema de salud, que atendía en su casa a guerrilleros sandinistas heridos y horneaba pasteles para sus sobrinos postizos. Era la Berthita, hasta la tarde del 18 de junio de 1979 cuando un Jeep, con agentes de la Guardia Nacional, irrumpieron en su casa y se la llevaron junto con dos colegas mientras atendían a un guerrillero herido. La desaparecieron. Casi cuarenta años más tarde lo que queda de su familia aún la recuerda y la llora. Para ellos no era solo la enfermera, fue también la mujer que hacía visitas sorpresas, la que era buena escuchando y aún mejor atendiendo a sus pacientes en el hospital, al que le dedicó la mitad de su vida.
“Después que murió la gente decía que la veían trabajando en el hospital, porque ella era incansable. Si tenía pacientes graves o si había que doblar turnos se ofrecía. Su vida fue servir y por eso se la llevaron, por eso mataron a la Berthita, pero ella no le hacía daño a nadie”, dice Gutiérrez Roque, de 70 años, enfermera jubilada.

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Doña Nicolasa Roque Gutiérrez era de San Isidro, Matagalpa, y don Fidel Calderón de San Juan de Limay, Estelí, pero Bertha nació en Managua, el 19 de noviembre de 1937. Fue la primera y única hija de aquella pareja, aunque años más tarde tendría dos hermanas y un hermano menor de una nueva unión de su madre tras enviudar.
Por la muerte de Fidel, Nicolasa se traslada a Managua con su niña para entregarla a una tía paterna y poder irse a trabajar de nuevo a su pueblo y enviar dinero a su hija. Es Sofía Calderón quien se hace cargo de la pequeña Bertha y la cría junto con su hija Sonia, quien se convierte en su hermana postiza. Era una adolescente cuando una familia de apellido Sediles pide a Bertha como hija de casa; significaba básicamente que la hospedarían, se harían cargo de su alimentación y estudios si la chavala se quedaba con ellos y trabajaba en las labores del hogar. Una práctica común en aquellos años, una forma de ser empleada doméstica sin paga, pero con beneficios como comida, ciertas comodidades y escuela, algo que su familia aunque quisiera no le podía garantizar.
Se fue entonces Bertha donde los Sediles, allá por la iglesia San Antonio. A pesar de ser una adolescente en casa de extraños, de tener que hacer labores domésticas para obtener bienestar y estudios, su prima hermana Sonia Calderón Flores ha declarado en varias ocasiones que cree que Bertha tuvo suerte y que su residencia de años con la familia Siles la marcó de buena manera.
Que la trataban con respeto, dice, que la motivaban a estudiar y a trabajar fuera de casa. Ahí aprendió a cocinar y desarrolló un gusto particular por hornear pasteles, eran una delicia, dicen.
Además se volvió una ávida lectora. En la casa de los Sediles tenían libros sobre la Revolución cubana, textos de Fidel Castro y el Che Guevara. Esa literatura, sumada al contexto de la administración autoritaria del último de la dinastía Somoza en el poder, Anastasio Somoza Debayle, y la inconformidad social creciente despertaron en ella un sentido crítico hacia la política nacional y un deseo de trabajar en función del servicio comunitario. Decidió entonces salir de aquella casa y terminar la secundaria en la modalidad nocturna para poder conseguir trabajo durante el día. Su tía Sofía Calderón era auxiliar de enfermería del Hospital General El Retiro y se la llevó a trabajar con ella, sabía cocinar muy bien, así que pronto consiguió un puesto como auxiliar de cocina.
Sin embargo, lo que Bertha quería era seguir estudiando y ser enfermera. Junto con su prima Sonia María Gutiérrez Calderón empezó sus estudios básicos de Enfermería, hizo amigos y se volvió popular en el hospital por pasión al trabajo y su trato especial a las pacientes.
Nunca fue una “revoltosa”, o no lo parecía, era más bien solitaria y callada cuando no estaba en labores. Una mujer cariñosa, pero reservada. “Nunca supimos cómo se metió en la lucha, porque vos la veías y parecía que ella no andaba metida en nada. La supieron persuadir, porque ella era bien apartada”, dice Sonia María, su prima materna.

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Estaba por terminar su primer ciclo de estudio como auxiliar de enfermería en 1971 cuando se involucró en la primera protesta interna del hospital El Retiro. “Queríamos que se nos permitiera usar el uniforme blanco porque ese uniforme representaba el carácter de atención hacia la población”, cuenta Eveling Umaña, de 66 años, enfermera jubilada, excompañera y amiga de Bertha Calderón Roque.
“Atendíamos a los pacientes igual que las enfermeras y no queríamos usar un uniforme celeste, aunque sabíamos que debía haber una diferenciación entre la auxiliar y las enfermeras tituladas. Al final nos dejaron vestir de blanco con el distintivo de una cofia celeste en lugar de blanca”, recuerda Umaña.
Al año siguiente, otra protesta. Esta vez querían que se mejorara la alimentación, “la vela”, como le llamaban a la refacción del turno de la noche y madrugada. Era una tacita de café con un pedacito de pan, pero para aguantar un turno de doce horas hasta el amanecer ellas pedían que al menos se les complementara con gallopinto. También lo lograron.
Ese mismo año se gradúan como auxiliares de enfermería y empiezan en la plaza oficial ganando unos 150 córdobas de la época, según recuerda Eveling Umaña. Ya para entonces estaban planeando una nueva huelga, esta vez por las condiciones esclavizantes del trabajo y el maltrato hacia el personal de salud. “Era un sistema de salud pero hasta ahí llegaba la guardia, el maltrato y la represión”, dice Umaña. Pero el terremoto de 1972 también derrumbó los planes de huelga que tenían para fin de año, y se dedicaron a la atención de las víctimas del desastre.
Pero la gran hazaña, cuentan las enfermeras veteranas, fue la huelga de 1974. Para entonces se habían organizado y tenían claras exigencias al presidente Somoza Debayle. Mejorar la condición laboral, un aumento salarial y un convenio colectivo con beneficios como el apoyo con uniformes y zapatos que hasta entonces debían costear con los 150 córdobas que ganaban.
“Fue la primera vez que nos mandaron a la calle, pero no nos dejamos amedrentar. Organizamos la Federación de trabajadores de la salud (Fetsalud) y seguimos luchando”, sostiene Umaña. Ahí estaba Bertha también. Ella convocaba a reuniones, aportaba en la elaboración de las nuevas propuestas para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores de la salud y pedía dinero hasta en las calles para comprar alimentos que ella misma cocinaba y luego atendía a los huelguistas, según testimonios de excompañeras.
“Para entonces ya todos estábamos inquietos. El Frente Sandinista llevaba tiempo organizándose entre la población para ganar más apoyo en lo que serían sus primeras ofensivas, y en el sector salud había mucho descontento, ya estábamos organizados para protestas y huelgas, y así nos fuimos sumando”, cuenta Eveling Umaña.
Bertha había terminado la secundaria en el colegio Andrés Bello, en su preparación como auxiliar de enfermería se había unido al sindicato y luego entra a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua para titularse como enfermera. Es ahí donde sus inquietudes, sus ideas políticas y su impulso de servir encuentran cabida, se une a un grupo clandestino de estudiantes revolucionarios y ofrece sus conocimientos en enfermería a la causa sandinista.
“Con todos sus esfuerzos había realizado sus estudios y se graduó como enfermera en el 76, además se había convencido que ella estudió no solo para atender pacientes en un hospital, sino para servir a la población donde fuera”, señala Umaña.
Cuentan que siempre andaba una maletita pequeña, que era su botiquín de emergencias. Aún fuera de turno y a donde iba lo cargaba. Le avisaban que requerían su ayuda y ella se iba a las casas de seguridad a auxiliar a alguien.
Para entonces se había reencontrado con su madre y sus hermanas menores. Se había mudado con ellas a una casa en el barrio El Recreo, pero Bertha no le contaba a nadie sobre sus andanzas. Iba y venía con su maletita, con su uniforme de enfermera o con sus vestidos de corte recto, zapatillas bajas y la cara lavada. Aretes pequeños y un reloj de pulsera era su único accesorio.
Iba y venía hasta que su madre escuchó rumores de que Bertha andaba en la lucha sandinista y que la Guardia Nacional le seguía los pasos. Tuvieron miedo y se fueron de la casa. Bertha se quedó sola, y no solo continuó asistiendo a guerrilleros heridos, sino que convirtió su casa en “casa de seguridad” y clínica clandestina donde junto con Yolanda Mayorga y otros médicos atendían a guerrilleros sandinistas heridos en enfrentamientos con la Guardia Nacional.

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“Cuando Bertha regresó a casa le gustaba bailar y tenía la costumbre de celebrar los cumpleaños de sus sobrinos, les hacía queques”, dice el testimonio de doña Sonia Calderón Flores, la prima hermana que vivió con ella durante la infancia y luego cuando Bertha salió de la casa de los Sediles.
Sonia Calderón ahora ronda los 70, y viéndola a ella es fácil hacerse un retrato de cómo sería Bertha si hubiera llegado viva a los 80 años. Recia, morena, cabello negro y cortito recogido con trabas. La cara redonda surcada de arrugas, los ojitos pequeños hundidos entre pliegues y la misma nariz redonda.
Doña Sonia está cansada de dar entrevistas. Hasta hace un par de años la llegaban a buscar hasta su casa para la conmemoración anual que organiza Fetsalud en el hospital de la mujer Bertha Calderón Roque en honor a su prima. Todos los años era lo mismo; llegar al acto, hablar de ella, que mostraran las pocas fotos familiares que quedan y que les dieran un reconocimiento. Repetía la historia una y otra vez, por eso ahora cuando se le pregunta, antes de responder con un guion que se sabe de memoria, manda a buscar el testimonio que ella dejó en este hospital.
Ahí contó que Bertha tuvo un novio, pero que la relación acabó porque ella estaba decidida a dedicar su vida al trabajo, que atender pacientes era su vocación. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero fue “chavalera”. Le encantaban los niños, chineaba a sus sobrinos y a todo bebé que le tocara atender en el área de maternidad del Hospital Fernando Vélez Paiz, donde trabajó después del terremoto del 72, y el hospital Occidental, donde le trasladaron finalmente y el que rebautizarían en los ochenta en su honor.
“Ella siempre pensó que la mujer no era esclava de nadie. Mi esposo bebía y ella siempre me decía: ‘Por eso no me caso, no quiero ser esclava de ningún borracho’. Bertha era cariñosa, y a la vez, independiente y obstinada, firme en sus decisiones”, cita el relato de Sonia Calderón que Fetsalud expone en el mural del hospital.
En casa de Sonia Calderón es Sofía, su hija, quien sale a atender. Dice que no puede recibir a nadie ahora, que está muy enferma y cada vez que le recuerdan a su prima Bertha se pone peor. Llora mucho y es difícil controlarla. Doña Sonia escucha que la buscan y alcanza a oír el nombre de Bertha: “Sí, mi prima la Berthita, a ella la desaparecieron... Pero ya no quiero hablar de eso, todo lo he contado yo”, logra decir y empieza a temblar.
En otra esquina de Managua, Sonia María Gutiérrez Roque, la prima del lado materno, entiende lo que le pasa. Ella también se descompensa al llegar al capítulo de la desaparición de Bertha.

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Tenía 42 años cuando desapareció. La tarde del 18 de junio de 1979 la Guardia Nacional la desapareció. Llegaron por ella a su casa, la golpearon, la arrastraron a la calle, la obligaron a subirse a un Jeep y luego se largaron sin dejar rastro.
“A nosotros se nos perdió por un tiempo y de pronto nos vienen a avisar: ‘Allá la guardia agarró a la Berthita en su casa’. En tiempo de revolución vos no podías confiar en nadie, así que aunque todos colaboráramos con el Frente nadie sabía exactamente qué hacía o dónde estaba el compañero de trabajo, era parte del sigilo. Se protegía uno y protegía a su familia”, expone Eveling Umaña, quien ahora es vicesecretaria de Fetsalud.
Para entonces toda cautela no era suficiente. “Somoza tenía su cachimbo de orejas (delatores) y en el sistema de salud la mayoría eran guardias los que dirigían, imposible que no iban a detectar a los que ellos llamaban revoltosos”, agrega Umaña.
Hay otra versión que cuenta que la denuncia llegó de un hombre a quien Bertha había rechazado, un policía que en venganza por su desdén la denuncia como colaboradora del Frente Sandinista. Llegaron y en la casa estaba Bertha, su amiga Yolanda Mayorga y un doctor, además del guerrillero herido al que estaban atendiendo. “Nadie te puede decir exactamente dónde se las llevaron, pero de que las mataron, las mataron”, sostiene Eveling.
Hasta entonces su familia paterna nunca imaginó que Bertha estaba involucrada en la revolución. “Yo la recuerdo de blanco, como enfermera, y con sus vestiditos sencillos, una fajita en la cintura y su maletita que andaba en todos lados”, dice Sonia María. No se imaginaba a una mujer temeraria detrás de su temple sereno.
A su casa también llegaron a contar que se habían llevado a Bertha, que el Jeep había tomado rumbo hacia Las Colinas, para Esquipulas, a San Marcos, a Santa Teresa. “Por todos esos lugares anduvimos Thelma, su hermana, y Rafael, otro de sus hermanos”, cuenta Sonia María. Por último les dijeron que la habían llevado por la cuesta El Plomo, fueron y encontraron otros cuerpos, pero ningún rastro de Bertha. Se dieron por vencidos.
“La única que dicen que hallaron fue a Yolanda Mayorga, aquí en las Lomas de San Judas. Había unos restos que parecían los de ella, pero solo por el tamaño y la ropa, sus padres igual se los llevaron”, cuenta Sonia María. Sin posibilidad de hacer un reconocimiento formal y muchos menos una prueba de ADN, las familias elegían el cadáver que les pareciera más o menos familiar y se lo llevaban a casa para tener un cuerpo que llorar y al cual enterrar.
“Después del triunfo de la revolución un montón de gente anduvimos cavando en los lugares donde la guardia iba a tirar o enterraba a la gente. Era una cosa espantosa, no solo porque ya eran cuerpos descompuestos, huesitos, sino porque muchos estaban apiñados, incompletos ¡una cosa horrible!”, cuenta.
Sonia Gutiérrez Roque no sabe si es peor no haberla encontrado nunca o haber visto el cadáver de su Bertha, lo que aún duele es imaginar lo que pudo haber pasado antes de su muerte. “Se la llevaron bien golpeada, tuvieron que torturarla después, y para enterrarla seguro les costó, Bertha era un mujerón. Quién sabe qué más le hicieron”, dice Sonia María. “A mí me gusta recordarla como la pusieron en un mural que está allá por el viejo estadio, esa era Berthita, un amor de persona, ya no hay enfermeras como la Berthita”.
Las otras “Bertha”
En un contexto de revolución, dice Eveling Umaña, enfermera jubilada y vicesecretaria de Fetsalud, entre tantos jóvenes involucrados en la lucha contra la dictadura de los Somoza, “Bertha destacó por su entrega al trabajo, su compromiso con la causa y su pasión por el servicio. No tuvo problemas con nadie, era merecedora de respeto y murió sirviendo a la causa”.
Eso bastaría para que en 1980 pasara a la lista de mártires de la revolución y que su nombre rebautizara al Hospital Occidental, donde laboraba antes de su desaparición y muerte.
Yolanda Mayorga, su amiga y compañera, también fue reconocida y el hospital de Tipitapa lleva su nombre.
Rafaela Padilla y Silvia Ferrufino son en la actualidad nombres de una calle, una casa materna y un centro de salud. Rafaela y Silvia fueron otras jóvenes trabajadoras de la salud que también colaboraron y murieron en el contexto de la revolución.