Hace medio siglo Managua vivió el Apocalipsis. La capital parecía mecerse sobre una hamaca mientras los edificios se retorcían y se venían abajo sobre la cabeza de los 400,000 managuas que esperaban la Navidad.
Por Hans Lawrence Ramírez
El 22 de diciembre fue un día normal. De esos en que uno espera que pase rápido para ya festejar Noche Buena y Navidad con la familia y amigos. Pero el 23 es el día inolvidable. Habría pasado inadvertido si el terremoto no hubiese arruinado los festejos planeados para el 24.
En 1972 no hubo festejo de Navidad en Nicaragua. Nadie sonrió de felicidad, tampoco hubo abrazos contagiosos ni las clásicas canciones que acompañan estas fechas. Es como si todo se hubiese detenido a como se detuvo el reloj de la antigua Catedral de Managua marcando la hora fatal: 12:35 de la madrugada.
Hace 50 años, Nicaragua estaba de luto. Más de diez mil muertos fueron la razón por la que toda la capital lloró ese diciembre después de que un terremoto de 6.2 grados en la escala abierta de Richter hiciera que la ciudad entera se meciera como si estuviera sobre una hamaca y los edificios y casas, como si fueran naipes acomodados uno frente a otro, se vinieran abajo.
Los estudios posteriores al terremoto indicaban que la vasta destrucción y la gran cantidad de pérdidas de vidas humanas, fueron por la pobre construcción de los edificios, la mayoría de taquezal y madera con poca resistencia para soportar la sacudida, además de la existencia de cuatro fallas superficiales paralelas que atravesaban Managua. La que destruyó todo en ese entonces, fue la falla Tiscapa.
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El periodista Horacio Ruiz fue, quizás, quien mejor describió esa madrugada infernal.
“Media hora después de la medianoche, el solo pestilente de todo lo malo que hay sobre la tierra azotó a los habitantes de Managua y los dejó temblorosos, a la espera del juicio. Por lo menos una estatua de sal había caído. Por horas y horas después de la sacudida, los habitantes de Managua bien podían, sin que se le tildara de locos, haber aguzado el oído a la espera de la trompeta. Si realmente habrá algún Día del Juicio, este fue el ensayo final”, escribió Ruiz en una crónica publicada en el diario La Prensa el 1 de marzo de 1973.
La caída de los viejos edificios hizo que se levantara una enorme nube de polvo sobre la ciudad que había quedado en ruinas, con incendios en varias zonas y a oscuras porque se cortó la energía eléctrica.
“Imposible será a las generaciones futuras imaginar lo que vivimos los habitantes de Managua el 23 de diciembre de 1972. En la guerra la destrucción llega cuando todos han huido o se han refugiado. Es una desgracia prevista. En un huracán, los primeros vientos soplan advirtiendo, con relativa suavidad. En los grandes incendios se pueden huir. En un terremoto como el del 23 de diciembre de 1972 en Managua, todos sus 400,000 habitantes fueron lanzados repentinamente a un foso de angustia local. Al miedo del momento se sumaba el miedo del futuro. En segundos, todo se había convertido en nada”, añade Ruiz en su crónica titulada Ensayo del juicio final.
Ana Ugarte tiene hoy 73 años, y todavía recuerda cómo la tierra ondulaba bajo sus pies aquella noche. “Eran como si estuvieras sobre las olas del mar”, describe. Ella vivía en el barrio Jardines de Veracruz y cuando sintió el movimiento brusco de su casa, pensó que se trataba de un simple temblor. “Uno más”, pensó, porque en la noche anterior se registraron sismos menores.
Pero ese era el mayor.
Ugarte empezó a ver cómo las paredes explotaban y el techo se torcía sobre su cabeza.Salió corriendo hacia la calle y ahí fue donde sintió el piso ondulándose, y ella, como si estuviera bailando, levantaba un brazo y luego el otro para tener equilibrio, mientras los adornos que tenía en un estante con unos libros, el reloj y los cuadros de la pared, los trastes en la cocina y todo lo que había en aquella casa se venía al suelo.
Una vez que se detuvo el movimiento, vino lo peor para los managuas. Ugarte recuerda que en las calles se escuchaba a gente gritando por auxilio desde los escombros. Eran gritos de ayuda, de dolor, de miedo, llanto. El cielo no estaba oscuro del todo. Se tornó rojizo por los incendios que se provocaron en distintas zonas de la ciudad.
La gente decía que tal barrio había sido desbaratado y el que estaba al lado también. Y el reparto tal, también estaba destruido. No se sabía todavía la magnitud del desastre. Los nombres de los muertos también se mencionaban uno a uno, después de dos en dos, cinco, diez y hasta que se volvieron incontables.
Cerca de las dos de la mañana, la réplica. Un segundo gran temblor abatió la ciudad y terminó por asustar más a los ya asustados managuas que habían sacado camas, colchones y sillas a las calles para esperar el amanecer. Una hora después, los resplandores de fuego se hicieron más intensos y la luna quedaba escondida por el humo.
Los bomberos no podían apagar el incendio que avanzaba sobre los escombros y las pocas casas que quedaron en pie. El entonces comandante de bomberos de Managua, René Selva, contó a la revista Domingo que había ordenado al jefe de turno de la estación que sacara las cisternas a la calle porque no le gustaba el color rojizo que tenía el cielo esa noche ni el calor que estaba haciendo, pero cuando lo reemplazó otro jefe de turno, mandó a guardar las 16 cisternas, que quedarían aplastadas. Hora más tarde, no había cisternas para apagar la hoguera en Managua.
El amanecer de ese 23 de diciembre fue tétrico. Fuera de lo común por la tragedia. No se podía circular por las calles, los alimentos escaseaban y no había agua. Tampoco faltaba quien aprovechaba la desgracia para robar en comercios o en hogares que quedaron abandonados.
En Bolonia, los muros, techos, y paredes enteras que son armadas para residencias sólidas,estaban desmoronadas o con innumerables grietas. “El Reformatorio de Menores, una estructura rectangular, se había deslizado de oeste a este, y parecía un enorme cepillo de los que se usaba antaño para raspar hielo”, describió Ruiz en su crónica.
En la calle 27 de mayo, había filas y filas de casa derrumbadas que llegaban hasta el viejo edificio donde estuvo el Seguro Social de cuatro pisos y que quedó extendido sobre la calle.
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Muchos de los fallecidos fueron velados de manera improvisada en las pocas casas que quedaron en pie. Algunos, velaron a sus familiares en la calle, y en medio de todo, la gente se dio cuenta de otra escasez: faltaban ataúdes para tantos muertos.
Ugarte recuerda que con el nivel de destrucción y la gran cantidad de muertos la gente decía “se acabó Managua”, y muchos se fueron a vivir a otras ciudades aledañas como Tipitapa o Masaya. Ella, se fue a León donde unos familiares, pero pudo hacerlo hasta tres días después porque era difícil movilizarse entre los escombros además de que no había combustible.
“Transportarse vino a ser la otra gran pesadilla y el peor presentimiento. Si se agota el agua ¿Cómo ir a buscarla? Si hay comida y agua en otro lugar, ¿Cómo ir en busca de ella? Si se presenta una emergencia con un familiar en esta situación, ¿Cómo transportalo?, Pero eso no es todo: si se logra transportar a un familiar en estado de emergencia, ¿A dónde llevarlo? Y si se logra llevar, ¿A quién encargarle su atención? Y si se logra encontrar quién lo atienda, ¿Con que materiales va hacerlo esa persona? Será mejor salir de Managua…pero, ¿A dónde? Y, sobre todo ¿Con qué gasolina? Las preguntas sin solución iban en una progresión espantosa, y todas terminaban en una situación negativa, cerrada, sin solución”, mencionó Ruiz en su crónica.
También estaban los heridos que ya habían sobrepasado la capacidad del viejo hospital El Retiro que hasta tuvo que ubicar a pacientes en sus patios y no era suficiente porque seguían llegando por montones. Ya no había plasma, ni sangre, ni medicinas. Varias, si no todas, las farmacias de Managua habían quedado destruidas.
Los managuas se sentían incomunicados, como alejados del mundo. La radio no funcionaba y de las autoridades del gobierno de Somoza todavía no se sabía nada. De pronto, en el cielo se escuchó un ruido distintivo. Era una avioneta blanca que hacía el primer vuelo de reconocimiento.

“No era nada más que una avioneta, pero en aquel momento resultaba una señal de vida, una como ilusión de que los managuas teníamos comunión con algo, por insignificante que era, y que ese algo estaba separado de aquel panorama desolado y terrible”, relató Ruiz en su crónica.
Poco después, un helicóptero del Ejército voló de Este a Oeste en la misma misión de reconocimiento mientras los incendios ya cubrían manzanas enteras y avanzaba hacia el occidente de la ciudad impulsado por el viento. “El fuego sigue avanzado y no se sabe hasta donde llegará”, fue el pronóstico de un bombero que cuidaba las ruinas del cuartel.
Ficha técnica del terremoto de 1972
Fecha: 23 de diciembre de 1972
Tiempo de origen: 00:29:44 (hora local)
Actividad sísmica: Sismos comenzaron alrededor de las 10:00 p.m. (hora local) el 22 de diciembre de 1972, el terremoto ocurrió a las 00:29 y a las 1:18 y 1:20 dos grandes réplicas sacudieron la ciudad.
Magnitud: 6.2 grados (escala de Richter).
Epicentro: 2 km dentro del lago de Managua, al noreste de la Planta Eléctrica Managua.
Intensidad: IX (muy destructivo, según la escala sismológica de Mercalli).
Muertos: Entre 10 mil y 11 mil personas
Heridos: 20 mil.
Destrucción: 60% de la ciudad en escombros.
Costo de daños: 845 millones de dólares (en la época).
Fuente: Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAID).
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Antes de la tragedia, el 22 de diciembre de 1972, Managua había vivido un día común y corriente. Lo más llamativo, había sido al atardecer cuando un crepúsculo rojo extendió su tinte sobre el cielo y que se veía en toda Managua, desde el lago Xolotlán hasta los suburbios en la salida hacia Masaya. Después hubo un sismo a las 10 de la noche, como avisando lo que se venía para más tarde.
La edición del 22 de diciembre de 1972 informaba sobre unos grafitis que habían aparecido en algunos edificios. “FSLN”, escribieron, y los dueños de algunos locales se quejaron por las pintas, pero también porque algunos “sujetos no identificados” llegaron a taparlos con pintura negra, dejando unas manchas feas en las fachadas.
En el teatro González, ese 22 de diciembre, se presentó un clásico de Disney: Los Aristogatos. Hubo tres tandas. A las cinco de la tarde, siete de la noche y la última a las nueve. Costaba siete córdobas la entrada general y cuatro la entrada para niños.
En el cine Aguerri estaba la película Águila o Sol, uno de los clásicos de Cantinflas, mientras el cine Margot presentaba Los diablos con alas, y anunciaba que a partir del lunes 25 empezaban las tandas de Si yo fuera diputado, también con Cantinflas, pero la tanda no se estrenó.
El historiador Bayardo Cuadra, fallecido en 2020, dijo a la revista MAGAZINE en 2018 que en la Managua previa al terremoto todo estaba cerca y no era necesario moverse en vehículo. Bancos, iglesias, oficinas de Gobierno, restaurantes, cines. Todo eso a pie. “Era una ciudad para fraternizar”, detalló Cuadra.
Él mismo relató que ese día fue a trabajar y a recoger su último cheque del año. Lo dejó en una gaveta de su escritorio, porque pensó recogerlo en la mañana del día siguiente para hacer diligencias.

No es que Managua era una gran metrópolis, pero los historiadores han coincidido en que no tenía nada que envidiarle a las otras capitales de Centroamérica.
También había actividad nocturna. Estaba el Night Club Versalles y el Gran Hotel que preparaba un baile de despedida para el año 1972. Otro sitio que aglomeraba por entonces a varios comensales era La Espuela, un salón cervecero donde convergían profesionales para platicar entre vasos y botellas de cebada u otros cereales fermentados en agua, malta y lúpulo.
Y por supuesto, había más opciones de esparcimiento en El Colonial y El Club Social de Managua, el cual desapareció por completo la madrugada del 23 de diciembre de hace 50 años. Managua era muy bonita y todo, pero sus edificios no estaban construidos para resistir sismos tan fuertes como el de 1972.
Entre los edificios más altos que había entonces estaban el del Banco de América, que se encuentra hoy al lado de Asamblea Nacional, y el del Banco Central que tenía 12 pisos y con el sismo le quedaron solamente tres. Otros edificios nuevos eran el Zacarías Guerra y los Edificios Silva, que también se vinieron abajo.
De las pocas edificaciones que soportaron se cuentan, además del Banco de América, el Teatro Nacional, el Palacio Nacional, el cine Margot, el cine González y el hotel Intercontinental (ahora Crowne Plaza).
También sobrevivió la antigua Catedral de Managua. La gran mole gris sigue en pie, agrietada y clausurada porque en cualquier momento puede venirse abajo. En su fachada, 50 años después, todavía sigue el reloj marcando la hora en que todo se detuvo para los managuas y que traslada a quien lo vea hacia la fecha y hora del desastre: las 12:35 del 23 de diciembre de 1972.