Hombres armados y entrenados disparando a matar contra civiles en clara desventaja. Así ocurrieron estas masacres donde corrió sangre inocente
Por Amalia del Cid
Hasta el 18 de abril de 2018 todo parecía normal en Nicaragua. Después de once años bajo el régimen de Daniel Ortega Saavedra, el país se había acostumbrado al silencio y vivía en una calma que rayaba en la desidia. Esa tarde solo se esperaba una protesta pacífica de jóvenes universitarios autoconvocados en Managua en contra de unas reformas que buscaban trasquilar aun más el salario y las pensiones del pueblo para salvar de la quiebra al mal manejado Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), caja chica del Estado.
Aquella pudo ser solamente una manifestación pacífica; pero esa noche el Gobierno echó mano de sus violentas turbas para desarticular la protesta, como tantas veces había hecho a lo largo de esos once años. Sin embargo, esta vez había algo diferente.
Lejos de amilanarse, la protesta continuó, más fuerte, al siguiente día y al final del 19 de abril ya se había convertido en una insurrección atizada por la represión que el Gobierno desató a través de la Policía y de grupos paramilitares, con una saña que a este régimen no se le había visto antes.
El resultado fue una masacre. Es decir, una matanza de personas indefensas producida por un ataque armado. Fue una masacre, porque a pesar de que entre las víctimas se contaron dos oficiales de la Policía y un par de adeptos al Gobierno, la mayoría de los muertos fueron civiles que no tenían mayores armas para defenderse. Piedras, palos, morteros y cócteles molotov no compiten contra armas de fuego de largo alcance.
No es la primera vez que Nicaragua se cubre con sangre de personas indefensas. Los Somoza también pasaron a la historia por las masacres cometidas contra el pueblo. La primera el 23 de julio de 1959, en León, contra estudiantes universitarios. La otra el 22 de enero de 1967, en Managua, contra manifestantes que pedían elecciones transparentes, sin trampas y sin voto público.
A finales de los años setenta, el pueblo nicaragüense se levantó para que nadie más tuviera que ser asesinado por exigirle al Estado respeto a sus derechos. Pero este abril muchos se preguntaron para qué sirvió la revolución.
A veces la historia es cíclica y siempre conviene conocerla. Así ocurrieron las masacres de los Somoza.
***
Algo cambió ese día. Los estudiantes recogían del pavimento los cuerpos de sus compañeros y a lo lejos aullaban las sirenas de las ambulancias. Todavía los gases lacrimógenos quemaban en la garganta y los ojos, todavía corría la sangre por las cunetas, pero ya el pelotón de la Guardia retrocedía hacia su cuartel.
Ese día se perdió la inocencia. Lo que inició como una marcha pacífica, con ropa de luto y bandera azul y blanco, terminó en una masacre estudiantil que el país jamás olvidó. Los soldados dispararon contra muchachos que llevaban días en protesta callejera por otra masacre: la de El Chaparral, donde recientemente la Guardia Nacional y el Ejército de Honduras habían cercado un campamento y eliminado a los guerrilleros que pretendían entrar a Nicaragua desde territorio hondureño, como parte de una incipiente lucha armada contra el régimen de los Somoza.
Era julio de 1959. En Cuba acababa de triunfar la revolución y en Nicaragua solo se hablaba de la lucha contra Somoza, recuerda el escritor Sergio Ramírez Mercado, sobreviviente de la masacre, en su texto Copa de Borde Quebrado. Tenía 16 años cuando, en mayo de ese año, llegó a León para estudiar leyes y encontró la ciudad sumida en una “gran agitación política”.
Los sucesos de El Chaparral, donde en ese momento se creía había muerto Carlos Fonseca Amador, levantaron aun más los ánimos de la universidad. El discurso de los estudiantes se volvió radical y “la novedad de la vida” era “estar contra Somoza, ir por las calles, siempre protestando”, relata Ramírez Mercado.
El cura de El Calvario, Marcelino Areas, era simpatizante de los universitarios; en su iglesia se hacían misas y de ahí salían los muchachos en sus manifestaciones. Por el camino se les unían “las verduleras y los marchantes” del mercado municipal; la gente se levantaba y en ocasiones —dice el escritor— a las marchas estudiantiles llegaban a sumarse “trescientas o cuatrocientas personas”.
Pero llegó el 23 de julio. La dirigencia de los estudiantes acordó que esa tarde no habría fiesta en el tradicional “desfile de los pelones”, nada de plumas de pollo en las cabezas rapadas de los novatos, ni de chavalos paseados en carretones por las calles de la ciudad. Habría duelo en lugar de carnaval.
Ese mismo día Mariano Fiallos Gil, rector de la universidad de León, viajó a Managua para gestionar un aumento presupuestario con el presidente Luis Somoza Debayle. Estaba seguro de que no habría ningún incidente durante la manifestación de los estudiantes, pues ya se contaba con el permiso del Comando Departamental de León, señala Carlos Tünnermann Bernheim, en su artículo “Dolor y muertes del 23 de julio”.

***
Los muchachos llegaron con corbata negra y las mujeres vestidas de luto. A las 3:00 de la tarde —cuenta Sergio Ramírez Mercado—, se concentraron en el Paraninfo y ahí retiraron la Bandera de Nicaragua y la de la universidad para llevarlas al frente de la marcha.
Todo iba bien hasta que en una esquina se encontraron a un pelotón de guardias que tenían la orden de no dejarlos pasar. Al final, —recuerda Ramírez Mercado— se acordó con el mayor Anastasio Ortiz que los manifestantes retrocederían un paso y los soldados otro y que cuando los separara una distancia de cien metros, los estudiantes volverían a sus aulas y los guardias a su cuartel.
Sin embargo, las cosas empezaron a agitarse cuando a los universitarios les llegaron a decir que “habían capturado a seis o siete dirigentes estudiantiles”. Fernando Gordillo reaccionó velozmente: agarró a “un guardita” que pasaba por el parque de La Merced, “desarmado pero vestido de militar”, y los otros estudiantes se le sumaron para capturarlo como rehén.
Parecía una “película muda”, describe el escritor. Por un lado, el guardia que no sabía qué hacer; por el otro, chavalos que no tenían conciencia de que “algo muy grave empezaba a ocurrir” y gritaban que mientras no soltaran a los estudiantes presos, ellos no liberarían al soldado.
Entonces tres guardias llegaron corriendo y disparando al aire y los universitarios soltaron a su rehén. Pronto supieron que la Guardia ya había liberado a los muchachos presos y decidieron caminar de regreso a la universidad, dándole la espalda al pelotón. Ahí comenzó el infierno.
Primero se oyó el estallido de una bomba lacrimógena y a los manifestantes gritando “¡agua de limón!”. Después comenzaron los disparos, con una ametralladora y muchos fusiles Garand, por la banda derecha de la calle.
Todo ocurrió muy rápido, entre las 4:30 y las 5:00 de la tarde. Los guardias dispararon de pie, de rodillas o acostados en el suelo y el pavimento quedó cubierto de cuerpos. “Cuatro muertos y más de sesenta heridos, en su mayoría miembros de la universidad”, detalló el Diario LA PRENSA en una crónica publicada el 25 de julio de 1959.
En el hospital San Vicente no había suficientes camas para tantos heridos, en las calles el pueblo estaba furioso y en los cuarteles los guardias escondidos.
El mayor desorden se concentró en el hospital. La gente enfurecida congestionaba los pasillos y afuera cientos de estudiantes intentaban volcar y quemar las seis ambulancias enviadas desde Managua por Luis Somoza Debayle, con plasma para los heridos y médicos especialistas. Finalmente, —recuerda Ramírez Mercado— las ambulancias retrocedieron y lo que terminó quemado fue una caseta de madera que la Guardia usaba para controlar el tráfico.
Esa tarde, a los 16 años de edad, entró por primera vez a una morgue. Y sobre las frías losas vio a Erick Ramírez y a Mauricio Martínez, los muchachos con los que compartía banca, en la primera fila del aula, “esperando para ser lavados con una manguera”. Ahí estaban también el chinandegano José Rubí, presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina, y el masaya Erick Saldaña, también estudiante de Medicina. “Ese fue el día que mi vida cambió para siempre”, afirma el escritor.
Después de la masacre del 23 de julio, los Somoza estuvieron en el poder veinte años más. Y todavía tuvieron la oportunidad de pasar a la historia con una segunda masacre de civiles: la del 22 de enero de 1967, cuando la Guardia de Anastasio Somoza Debayle reprimió a fuego una manifestación de cientos de ciudadanos que exigían elecciones transparentes.
De acuerdo con el historiador Nicolás López Maltez, quien cita datos de la Cruz Roja Nicaragüense, esa tarde murieron sesenta manifestantes y siete miembros de la Guardia Nacional; aunque otras fuentes hablan de cientos de víctimas civiles.
La balacera se desató poco antes de que empezara la noche, cuando alguien disparó contra el teniente Sixto Pineda, quien a bordo de una cisterna se preparaba para dispersar con agua a los manifestantes.
Cuando el teniente cayó, los guardias dispararon contra los civiles. Y “el fuego no cesó hasta que a la Guardia de Somoza se le acabaron las balas, pero el enfrentamiento duró al menos media hora”, recuerda Dionisio Marenco, exalcalde de Managua, quien perteneció al comité de jóvenes que ayudaron en la convocatoria como parte de la oposición, en un artículo publicado por LA PRENSA el 22 de enero de 2012.

Para entonces al régimen militarizado de los Somoza todavía le quedaban doce años de vida. Pero, como bien sabemos, su fin llegaría en julio de 1979 y el propio Frente Sandinista ha reconocido que fue la jornada del 23 de julio de 1959 lo que marcó “el inicio de un movimiento estudiantil revolucionario que en conjunto con todo el pueblo llegó a desarrollar sólidas organizaciones que serían cantera de combatientes revolucionarios”.
Esa es una de las razones por las que el 23 de julio fue declarado Día Nacional del Estudiante Nicaragüense, en un decreto ejecutivo del 18 de julio de 1984, firmado por Daniel Ortega Saavedra y Sergio Ramírez Mercado, ambos miembros de la junta de gobierno.
“El ejemplo de esa legión de estudiantes heroicos puso el sello de la participación estudiantil revolucionaria en las aulas de clase, en los barrios, en las comarcas, en las fábricas, en la guerrilla, contribuyendo al triunfo de la Revolución Popular Sandinista y la construcción de una nueva Nicaragua”, se afirma en aquel decreto.
Definitivamente, ese 23 de julio algo cambió en Nicaragua. En la gente joven quedó el sinsabor de la masacre y el recuerdo imborrable de la Guardia disparando contra muchachos indefensos. Casi como el 19 de abril.

Otras masacres
Ayotzinapa, México. El 26 de septiembre de 2014 un grupo de estudiantes mexicanos desapareció en Iguala, municipio ubicado en el estado de Guerrero. Los jóvenes, de unos 20 años de edad, eran estudiantes de magisterio de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y se dirigían a la Ciudad de México para participar en la marcha del 2 de octubre, en conmemoración de la masacre de Tlatelolco, ocurrida en 1968. Lo único que se sabe es que fueron interceptados por la Policía. Seis normalistas aparecieron asesinados y 43 siguen desaparecidos hasta el día de hoy.
Plaza de Tiananmén, China. El 4 de junio de 1989 el gobierno chino reprimió una manifestación liderada por el movimiento estudiantil prodemocrático, en la que participaban cerca de cien mil ciudadanos. De acuerdo con el diario El País, de España, al menos 10 mil personas murieron ese día, según documentos desclasificados.
Antes de eso se estimaba que habían muerto unas 2,700 personas. Sin embargo, en 2014 la revista Next, citando documentos de la Casa Blanca, cifró el número exacto de muertos en 10,454 y los heridos en más de 40,000.
27 vehículos blindados abrieron fuego contra los manifestantes y luego los arrollaron. Acribillaron incluso a una ambulancia del Ejército que entró a evacuar a los heridos. Este tema sigue siendo un tabú para el Gobierno de China.