Detrás de ese hombre malgeniado, gritón y de cara dura está el verdadero Armando Morales. Uno que amaba cocinar, encerrarse en su estudio y que disfrutaba ser papá. Un hombre que pensó que viviría 139 años, pero que llegó a los 84. Un retrato íntimo del mejor pintor que ha parido Nicaragua
Por Dora Luz Romero
Granada. 13 de diciembre de 2010. El ascensor quedó atorado con una ventana y él dio la orden de quitarla. Se quitó, tal y como lo dijo, y de pronto, el enorme cajón se vino abajo. Se desplomó con él adentro. Todos en su casa corrieron, pero no había qué hacer, su cuerpo había pagado aquella instrucción: seis fracturas.
Ese fue el inicio del final de la vida del pintor nicaragüense Armando Morales. Ese día cambió su vida y la de su familia.
Habían llegado a Nicaragua como quien regresa a la tierra prometida. Después de pasar la mayor parte de su vida en el extranjero, decidió que él, su esposa y sus dos hijos menores, Nicolás y Andrés, vivirían entre Granada y Miami. Ya estaba cansado de vivir en Europa, sobre todo en Madrid, donde se había instalado los últimos años. Y nunca le gustó viajar en avión, les tenía miedo.
Tras la caída, llegó una extraña tos, esa se unió con una alerta de cáncer de próstata y pronto su cuerpo comenzó a flaquear. Ni su esposa sabe con exactitud qué fue lo que pasó ese 16 de noviembre de 2011, cuando murió.
Armando Morales es considerado el mejor pintor nicaragüense y uno de los más grandes de América Latina. Sus creaciones se han cotizado en cientos de miles de dólares en las subastas y galerías de arte.
Fue de pocas entrevistas, pero en las que ofreció se dibuja como un hombre serio, intimidante y de carácter fuerte. ¿Era ese Armando Morales? Su hija Alejandra Morales; su segunda esposa, Mariana Benítez; amigos y pintores arman, como un rompecabezas, la vida del más célebre pintor que ha tenido Nicaragua.

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Nació en Granada, el 15 de enero de 1927. Hijo de Adán Morales, que se dedicaba al negocio de la ferretería y de Teresa Sequeira que era ama de casa. Tuvo tres hermanos: Lilliam, Margarita y Carlos.
Desde muy niño sintió amor por el dibujo y la pintura. Empezó —cuenta la familia— con una caja de colores que le prestó la mayor de sus hermanas, Lilliam.
Tenía apenas tres años cuando hizo su primer dibujo, un barco pintado al reverso de una postal. Un dibujo que guardó en sus archivos hasta el último día y que ahora es herencia de la familia.
En las entrevistas que concedía, que fueron contadas, no hablaba de su niñez o lo hacía muy poco.
En el 1996 en una entrevista publicada en El Semanario el periodista le pregunta cómo se divertía cuando era niño. Él, escueto, sin adornos y como fastidiado, contestó: “Con los juegos normales de todo chavalo. ¿Cómo te divertías tú? Jugabas beisbol, nadabas... Para ese tiempo yo ya pintaba”.
De lo que sí hablaba con sus amigos, su esposa, sus hijos, es del cariño especial que sentía por su padre.
“Él me decía que hacía muchos dibujos cuando era niño y algo que le emocionaba mucho había sido que cuando su padre murió, supo que guardaba todos sus dibujos”, cuenta Mariana Benítez. Fueron varias —recuerda Benítez— las ocasiones que lo escuchó decirle: “Mariana, mi papa era muy frío, pero después de que murió me di cuenta que de verdad nos quería”.
Y era tan especial el cariño hacia su progenitor que cuando su tercer hijo nació, ese que llamó Nicolás, dijo que su padre había estado ahí, presente. El pequeño Nicolás nació el mismo día que el padre de Morales: 24 de junio. Con una diferencia de poco más de un siglo.
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Mariana Benítez tiene 40 años. Es mexicana, tiene la piel blanca, los ojos pequeños y achinados y una sonrisa que transmite ternura. Es la segunda esposa de Armando Morales. Se casaron en el 2006. La primera esposa fue una inglesa, Rosemary Tessier, con la que se casó cuando tenía 37 años.
Benítez camina por los pasillos de su casa en Granada, un lugar grande, de pasillos anchos y piso cuadriculado, de ventanales inmensos donde los rayos del Sol se cuelan con confianza. Se siente el aire correr, se escucha el mecido de los árboles, el canto de los pájaros y el chillar de las chicharras. “Esta casa es Armando Morales”, dice Benítez. La recorre mentalmente, los corredores, las puertas, las ventanas. “Es que cada pedazo de esta casa es él. Él hizo esta casa a su manera”, insiste.
Se conocieron en el 2003, él planeaba una exposición y ella trabajaba como directora de una importante galería en Monterrey, México. A Benítez le tocó recibirlo, llevarlo a cenar con coleccionistas, pero esa noche, en esa cena, la mayor parte del tiempo conversaron solo los dos. Luego, él la invitó a París, donde vivía, luego la llevó a trabajar con él como asistente y entre pláticas se enamoraron.
A ella la diferencia de edad, 43 años, no le importó. “Era muy respetuoso, quizá nunca pensó que se iba a enamorar de alguien tan joven. Yo sé que antes de conocerlo, él pintaba mujeres, modelos, a veces tenía alguna relación con ellas, quizá una vida un poco desbaratadilla. Conmigo fue muy serio”, cuenta.
Le gustaban mucho los niños, por eso lo primero que dijo al casarse es que quería tener tres. Dos varones y una mujer. Pero solo lograron dos varones. “Para él sus hijos eran intocables, que nadie podía tocarles ni un dedo. Era muy niñero, cambiaba pañales, jugaba con ellos”, recuerda.
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Después de sus primeros trazos en casa, se formó en la Escuela de Bellas Artes con el maestro Rodrigo Peñalba. Desde jovencito sus trabajos merecieron reconocimientos como el premio Ernest Wolf (1959) que lo ubicaba como “El Mejor Artista Latinoamericano”.
Pero Morales tenía claro lo que quería, quería estar en las grandes ligas de la pintura, competir con los mejores del mundo y sabía que Nicaragua no era el lugar para ese arranque. Así que aplicó a la beca Guggenheim Foundation que lo llevaría a Nueva York, esa ciudad que han llamado “la meca del arte contemporáneo”.
Iván Saballos, su amigo de toda la vida —cuenta Joaquín Gómez, también amigo suyo—, fue quien le ayudó a llenar los papeles de la beca e incluso, fue quien le compró el saco con el que más tarde viajaría a Estados Unidos. Así, siendo un veinteañero Armando Morales viajó al país del norte y pronto, sus creaciones lo llevaron a montar exposiciones en toda América y Europa, donde vivió gran parte de su vida.
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Malhumorado, iracundo, extraño, impaciente, huraño, malgeniado, loco. A Armando Morales lo han tachado de todo eso. Y hay algo de verdad en ello. “Decía puras maldiciones cuando se enojaba. Era un hombre que podía dar mucho miedo a los demás. Tenía un temperamento bastante fuerte”, reconoce Benítez.
Que si alguien llegaba tarde, que si un periodista le hacía una pregunta que él consideraba idiota, que si la señora que le trabajaba le botaba una lata de sardina usada que él quería, que si le decían maestro, que si... algo. “Le encantaba pelear”, recuerda Joaquín Gómez.
Alejandra Morales (hija del primer matrimonio) bien sabe todo lo que la gente dice de su padre y de su carácter. “Eso es verdad, pero siempre tenía una razón. Él tenía normas, disciplina, convicción. Yo creo que mi papá utilizaba la ira como un tónica. La adrenalina de la ira siempre le dio energía. Su hermano y hermanas eran igual. Mi hermano Sebastián y yo somos iguales”.
Pero además de esa faceta, quizá la más visible, había un Armando Morales cariñoso, sentimental. Uno que pintaba junto con sus hijos, que caminaba con ellos por el lago de Granada, que les daba pacha o que los mecía en una silla hasta dormirlos. Uno que le cocinaba a su esposa y a quien le contaba sus secretos más íntimos.
También era tacaño. No le gustaba comprar ropa ni zapatos. “Le gustaban las cosas viejas y maltratadas. Se podía pasar cien años con un par de zapatos. A los zapatos rotos solo les ponía un pedazo de tape y así se los ponía, si se le caía un botón igual le ponía tape. El consumismo le molestaba”, dice Benítez.
También era ocurrente. A sus dos hijos menores, Nicolás y Andrés, los bautizó con siete nombres cada uno. Guadalupe, José, María, Adán, Felipe... Las cazuelas, luego de lavarlas, en lugar de usar un trapo, para secarlas las ponía al fuego. Y a los muebles de su casa les ponía nombres.
También le gustaba la cocina. Y el whisky. Eso lo relajaba, decía. Benítez recuerda sus platos igual que sus cuadros. “Era divertido. Hacía pollo, le echaba un puño de guisantes, zanahorias, y le quedaba como un cuadro. Todo lo aventaba a la paila, es como que estaba pintando”. “Era un excelente cocinero, pero no muy sano porque todo lo hacía frito”, recuerda su hija Alejandra.

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Desorden. Mujeres desnudas caminando en el cuarto. Brochas. Pinceles. Colores. Olor a aceite de pintura. Un hombre que observa. Así recuerda Joaquín Gómez el estudio de Armando Morales en París.
“Era un desastre. Él dormía en el suelo con una manta roja que tenía una flecha blanca que apuntaba a la cabeza para saber cómo se la ponía. La cocina era sucísima”, dice.
Ahí vivía Morales. Su estudio era su casa. Pasaba horas trabajando, enclaustrado. No había fines de semana, fiestas, reuniones. Su vida era pintar.
De ese lugar tan particular salieron grandes creaciones: sus famosas selvas, mujeres, caballo, el lago de Granada.
De su obra, los expertos dicen que Armando Morales tenía un don que muy pocos logran, pintar de memoria. “Él se sentía muy orgulloso que pintaba las selvas de memoria”, recuerda Benítez. Y bien podría estar con su brocha frente a una iglesia —cuenta Joaquín Gómez—, pero pintando una selva. “Su mente era como una computadora. Podía pintar mujeres, caballos, bicicletas desde cualquier ángulo, él podía mover la imagen en su cabeza”, asegura.
Quizás por eso cuidaba tanto lo que veía. Benítez recuerda que una vez lo llevó a una enorme tienda en París. Morales salió vociferando. “Tú tienes la culpa, toda esta basura va a entrar a mi cerebro, no sabés lo grave que es esto”, la culpó.
Ella se quedó asustada y solo pensó: “Este hombre está loco”. Tiempo después entendió aquella reacción. “Él era un artista completo, cuidaba lo que leía, veía, oía y platicaba”. El propio Morales lo explicó en el 2005. “Prefiero evitar situaciones de la vida cotidiana, ver televisión o leer los periódicos. Tengo un almacén de imágenes y cuanto más limpio esté de basura, más probable es que las ideas útiles permanezcan allí”.
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No le gustaba que le llamaran genio, ni maestro y tampoco que dijeran que él era para la pintura lo mismo que Rubén Darío para las letras. Sabía que era grande, dice Joaquín Gómez, pero esas palabras que al oído suenan tan rimbombantes, tan dibujadas, tan aduladoras las detestaba.
Pero Armando Morales sí fue uno de los grandes. Sí, es el mejor pintor que hasta ahora ha dado Nicaragua. Sí, es uno de los mejores de América Latina.
El pintor mexicano Emiliano Gironella Parra asegura que “Armando es sin duda uno de los grandes pintores latinoamericanos, un gran conocedor de la técnica del óleo y de la gente que más respeta la anatomía”. Para él, dice Gironella, es el único artista que ha conocido que pasaba diez o 12 horas continuas en el estudio. “Y eso merece un gran respecto”, dice.
“Armando Morales ha sido el mejor pintor de Nicaragua y Centroamérica y forma parte de los grandes maestros del arte latinoamericano”, coincide María Dolores Torres, historiadora del arte.
Sus pinturas se han cotizado muy bien en las subastas y las galerías de arte como Sotheby’s y Christie’s. Su pintura Selva (1987) fue vendida en Sotheby’s en 420 mil dólares.
En la entrevista publicada en El Semanario el pintor se refirió a sus cuadros vendidos en miles de dólares. “En una subasta se vendió uno en 420 mil dólares. He vendido otros en 380 mil en galería, que a mi juicio es más meritorio. A veces me quedo perplejo porque me ponen en un pedestal, pero luego veo que los demás son una caterva de malos pintores, entonces es lógico que esté a la cabeza”. Joaquín Gómez cuenta que Morales siempre se decía que no era tan bueno y lo que ocurría es que “los otros son peores”.
Sobre su pintura se ha dicho mucho. Grandes escritores han escrito sobre él y su trabajo.
El colombiano Gabriel García Márquez escribió: “Morales es capaz de pintar cualquier cosa, cualquier instante, cualquier sentimiento, sin someterlo a la servidumbre de ninguna moda”.
El escritor Carlos Fuentes, por su parte, lo retrató así: “Morales pinta con los materiales del sueño para indicarnos, además, que cada gran pintura es algo que nunca había ocurrido antes. No refleja al mundo: crea al mundo. Armando Morales es un realista que baña la realidad en sueños”.
María Dolores Torres explica que como pintor “se mueve entre la figuración y la abstracción. En Nueva York se define por trabajos abstractos sumamente racionales donde no hay elementos referenciales ni narrativos y, simultáneamente, junto a los Ferryboat pinta sus geniales Tauromaquias y la serie de Guerrilleros muertos entre 1958 y 1961. En estos últimos, no olvida el contexto histórico de Nicaragua que luego retomará en la década de 1980 con La Saga de Sandino. Alrededor de 1968 inicia su paso a la figuración, sin alejarse de la modernidad, incorporando lo clásico a la pintura moderna. Ya en la década de 1970 crece su fama a nivel internacional y no solo internacionaliza la pintura nicaragüense sino también los paisajes lacustres de Granada, “su almacén de recuerdos”.
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Alejandra Morales lo recuerda frente a las canvas, sosteniendo en una mano la brocha y en la otra la paleta, con Bach de fondo. Mariana Benítez lo recuerda cocinando, jugando con los pequeños, metido en su estudio. Eso es lo que les queda, los recuerdos.
Después de la caída en el ascensor, en Granada, Armando Morales no logró volver a ser el mismo. Andaba en silla de ruedas y luego le empezó una tos y tenía una alerta de cáncer que nunca se trató. “Le dieron antibiótico muy fuerte por muchos días y de ahí vi un cambio completamente. Eso fue en agosto. Un cambio en su ánimo. Me dijo que estaba súper molesto porque no le gustaba la injusticia. En sus adentros sentía que por más que iba a luchar no iba a ser su vida como antes”, recuerda Benítez.
La última vez que Alejandra Morales vio a su papá, cuenta que ya no pintaba y tampoco comía. “Sabía que su tiempo estaba limitado. Sabía que no iba a vivir los 139 años que siempre nos dijo”, asegura.
Dejó de pintar, los trazos no eran fuertes como antes y se le comenzaban a olvidar algunas cosas. “Me decía ‘quiero que sepás que si me pasa algo te quiero mucho’ y él no era mucho de decir eso”, dice Benítez con la voz entrecortada.
Morales tuvo un sangrado por el que lo llevaron a un hospital en la capital donde le dijeron que tenía metástasis. “Yo no creía, no quería aceptar, entonces dije que nos íbamos para Miami. Allá, lo metí al hospital ya no sé qué pasó, se vino abajo rapidísimo y tampoco me quedó claro qué fue lo que pasó, si fue el cáncer, no creo, pero no resistió”, asegura.
La mañana del 16 de noviembre de 2011 Mariana Benítez se acurrucó a su esposo. Él estaba en Cuidados Intensivos y tenía puesta una máscara de oxígeno. Ella, al oído le rezaba un Padre Nuestro y un Ave María cuando sintió que dejó de respirar. No llegó a los 139 años que le hizo alguna vez creer a su esposa y a sus hijos que viviría.
Su amor por Nicaragua
En sus cuadros se ven las selvas nicaragüenses, esas mujeres que se bañan en el lago, escenas, momentos, retratos de Nicaragua, de Granada.
Armando Morales, a pesar de pasar gran parte de su vida en el extranjero, era un hombre muy conectado con su país. “Donde quiera que viviera traía a su tierra. Lo único que pintaba eran los recuerdos nostálgicos de las selvas, de su pueblo”, dice el pintor mexicano Emiliano Gironella Parra, quien vivió unos meses en la casa de Morales en París.
“Armando era nica nica, le encantaba Nicaragua, solo de eso te hablaba. Se acordaba mucho de la vieja Managua. Todo era de Nicaragua, vivía en Nicaragua aunque estuviera en otro país”, cuenta su amigo Joaquín Gómez.