Alexis Argüello fue el héroe de mi adolescencia. El chavalo de la película. Ese que pasa mil vicisitudes durante la trama, pero con seguridad ganará al final, porque “los chavalos” nunca perdían en las películas que yo veía en el viejo Cine Torres de mi pueblo, Quilalí.
Seguí cada una de sus peleas con el corazón en la boca desde que yo era un niño. Vi a finqueros de Quilalí celebrar con disparos al aire de sus pistolones aquella primera corona que le arrebató en un dramático combate al mexicano Rubén Olivares, en noviembre del 74, y lo vi vencer a cada uno de los rivales siguientes y darle a Nicaragua, no uno, sino ¡tres títulos mundiales!
En noviembre del 82, Alexis iba por su carta corona contra Aaron Pryor. Estábamos seguros que la ganaría. ¡Qué chochadas, si Alexis era una especie de Superman! Podía vérselas difícil, como en aquellas sangrientas peleas contra el puertorriqueño Alfredo Escalera, pero al final sabíamos que ganaría porque en estas películas “el chavalo” siempre gana.
Sin embargo, ese noviembre alguien confundió el guion de la película. Durante los 12 primeros asaltos la pelea fue cruenta, durísima. Pero a partir de ahí, Pryor se agigantó y, en cambio, la figura del superhéroe de mi niñez, el invencible, el chavalo de la película, se disminuyó, hasta caer derrotado cuando el árbitro decidió parar el combate al minuto y seis segundos del round 14. Nadie lo podía creer. Algo estaba mal escrito ahí. Algún error debía haber. Vino la revancha. Y fue peor. El gran campeón de los nicaragüenses había encontrado su verdugo.
Es la historia de los grandes. Siempre aparece su némesis. A veces es un don nadie que se encarga de descalabrar una carrera imbatible, otras un gran campeón emergente que nace derrotando a otro. Alexis Argüello fue el némesis de Rubén Olivares.
Esta vez, Magazine hace un recuento de esas piedras en el camino que han encontrado los grandes boxeadores nicaragüenses y, a su vez, los boxeadores nicaragüenses que han sido la piedra en el camino de grandes boxeadores extranjeros. Esos que, contra todo pronóstico, derrumban a un gigante y, o nos hacen saltar de alegría con su hazaña o nos destrozan el corazón como lo hizo Pryor aquel noviembre de 1982 cuando nos mostró que Alexis Argüello era humano, que no era invencible.