Por Fabián Medina
Cuando la guerra contra Somoza yo era un adolescente y, viendo la historia pasar frente a mis ojos, pensaba que tendría mucho que contar a mis hijos y nietos. De hecho, lo hago. Luego, en mi juventud, vino la revolución sandinista con todo lo que significó: la contrarrevolución, el servicio militar, la escasez, las filas, las promesas de un mundo mejor, la dictadura, y finalmente la estrepitosa y sorpresiva derrota de este proyecto en febrero de 1990. Parecía que ya no que daba nada más que ver.
Creo que me metí a periodista porque me gusta contar historias. Siempre estoy contándoles a mis hijos y amigos más jóvenes, aquellos episodios que ellos solo pueden imaginarse, como yo a mi vez me imaginaba las historias que contaban mis tíos y tías, y el abuelo Ismael, de los tiempos de Sandino. A veces me ven con desconfianza. Exagerado. Son los riesgos de los tiempos hiperbólicos que vivimos, donde la realidad a veces parece ficción.
Y llegamos a los 90, con los “tira y encoge” de los tiempos de cambio, pero sin los sobresaltos de las guerras que habíamos vivido. Tanto así, que le reprochábamos a esa juventud que oía nuestras historias, la pasividad con que asumían su vida, preocupados más por la fiesta, el consumo y el éxito individual. ¿Dónde estaban aquellos sueños de una sociedad más justa que inspiró los desmadres de los 70 y 80?
¿Qué van a contar nuestros hijos a los suyos? Comparado con lo que nosotros habíamos vivido, parecía que nada, o muy poco.
Sin embargo, la historia se vino como aluvión. Esa juventud que considerábamos apática fue la primera en salir en abril de 2018 y empezó a reescribir la historia. Vimos atónitos como una pareja de dictadores mandó a matar a sangre fría a cientos de aquellos que cuestionaban su forma de administrar el país. Miles fueron encarcelados y torturados y más de cien mil marcharon al exilio. De la protesta masiva pasamos a ritmo de vértigo a la represión pura y dura, y de esta a la crisis económica y la paralización social.
Y como si fuera poco, llego el 2020 con peores augurios. Una pandemia mundial nos encerró en nuestras casas y cambio la vida que conocíamos. Muchos familiares, amigos y conocidos murieron a consecuencias de la peste. Enfermamos. Sobrevivimos. Luego vino un huracán, y ahí nomás otro. Y ya he dejado de preguntarme que van a contar estos muchachos a sus hijos y nietos, porque seguramente tendrán para contar mucho más que nosotros.