“Me quedé hasta donde más pude. Sentí que tenía una responsabilidad moral con Nicaragua”

Jorge Pastora, de 27 años, siente que perdió todo: una familia, un trabajo y ver crecer a su hija. Lleva ya varios meses exiliado en Costa Rica  

“Te vamos a quemar a vos, a tu familia y a tu hija”, le gritaron las turbas sandinistas a Jorge Pastora mientras le mecían el carro en el que viajaba junto a su esposa. Era abril de 2018 y pasaban por el Reparto Shick en Managua. Un grupo los había reconocido como autoconvocados y comenzaron a hostigarlos. “Dios nos sacó vivos”, cuenta desde San José donde se exilió.

 Desde que iniciaron las protestas el pasado 18 de abril, Pastora se unió a cada plantón, a cada marcha, a cada vigilia. Lo hizo junto a su esposa, Odalhya Fernández, expresentadora de la revista Primera Hora. Ella también expresó públicamente su repudio ante el régimen orteguista. De hecho, renunció de su puesto de trabajo “porque no estaba dispuesta a ser parte de ese circo mediático”, dice.

“Junto a mi familia recibimos amenazas en redes sociales, llamadas telefónicas y mensajes de textos. Nos amenazaban de muerte y encarcelamiento”, cuenta Pastora. La represión los obligó a separarse. Él estaba en una casa de seguridad y su familia en otra. Algunos días se veían, otros no. Pero tenían la certeza que podían coincidir en algún momento.

Sin embargo, en junio, a Pastora le tocó decirle adiós a su esposa, y a su hija, -quien tenía cuatro meses de nacida- desde un teléfono. Su familia se exilió en Estados Unidos. “Sentí impotencia, nostalgia, angustia, rabia, me sentía que no podía hacer nada para cambiar las cosas”, dice.

Pastora, de 27 años, siente que perdió todo. Una familia. Un trabajo. Y ver crecer a su hija. “Trabajaba en la gerencia comercial de una compañía de telecomunicaciones. Tenía una agencia de Marketing Digital con unos amigos. Tenía mi carro. Llevaba una vida cómoda”, relata.  

“Me quedé hasta donde más pude. Sentí que tenía una responsabilidad moral con Nicaragua y con mi hija. Quiero que ella pueda regresar a su país a vivir una infancia tranquila como la que tuve. No tengo miedo a morir por Nicaragua, tengo miedo a que esto tarde más”, dice, convencido de que fue la mejor decisión.  

Pastora continuó en el país, escondido, perseguido y amenazado. El 10 de agosto, la Policía Orteguista (PO) lo localizó en una casa de seguridad. “Yo estaba en en el residencial Montecielo, en Carretera a Masaya. De pronto me doy cuenta que estamos rodeados de policías. Tuve que salir corriendo con rumbo desconocido”, asegura.  Dejó su teléfono, también su computadora. No le dio tiempo de agarrar nada. “En lo primero que pensé era en no ser capturado”, recuerda.

Junto a él estaban dos mujeres y cinco hombres refugiados. A tres de ellos la policía los había esposado, pero a pesar de que eran seis patrullas llenas de agentes, los habitantes del residencial  con palas y escobas lograron replegarlos e impidieron que se los llevaron.

De Pastora no se sabía nada. Estaba incomunicado. Recuerda que caminó durante seis horas por unos campos de maní. Logró llegar a otra casa de seguridad ubicada a unos 12 kilómetros del residencial y permaneció allí durante unos 45 minutos. Pero aún no estaba seguro. Fue entonces que una persona lo trasladó en vehículo hacia otra casa de seguridad en Managua. Aún no se comunicaba con sus familiares por seguridad.  

En la casa en la que estaba había cuatro personas.  Ahí permaneció encerrado. A diario esperaba que unos amigos llegaran una vez al día a dejarle comida. A veces comían los tres tiempos, otras, solo hacían uno. Un día, decidió llamar a su familia  y solo les dijo “estoy bien”. Luego cortó.

Seis días después de estar encerrado decidió irse a Jinotega. Estando allí recibió una llamada de un sandinista, -amigo de la familia-, para informarle que su ubicación había sido identificada y debía moverse inmediatamente. Un grupo de paramilitares tenían orden de matarlo. “Fue difícil salir sin saber hasta cuándo podré volver”, afirma.  

Nuevamente huyó. Ahora con destino hacia Honduras. Pastora recuerda que se fue con 3,300 córdobas en la bolsa. “Me enmontañé durante nueve días, tuve que dormir en el suelo, a veces en un cama, en una hamaca. Gente muy humilde me dio de comer, me prestaron ropa para cambiarme”, relata.

En Honduras estuvo hasta finales de octubre. En ese país sobrevivió de la caridad de otros refugiados nicaragüenses. También colaboraron hondureños. “Sobreviví de lo que me regalaron”. Ya no tenía dinero. A eso se le sumó las amenazas en redes sociales que recibía: “Ya sabemos dónde estás”, “Tenemos tu ubicación”…  

Se fue a Costa Rica, ilegal, pero luego solicitó refugio. Lleva ya cinco meses en San José. En un pequeño apartamento con dos cuartos vive con seis nicaragüenses más. Hay días que duerme en una cama, otros sobre un colchón en el suelo. Todos los días anhela estar con su familia. En el exilio “estás luchando contra tu hambre, contra tus problemas psicológicos y contra vos mismo”, dice.

Ya no cocina con su esposa, como solía hacerlo en Nicaragua. Ahora lo hace con los refugiados. Unos días comen, otros se van a la cama sin nada en el estómago. Sus padres, desde Nicaragua, a veces, le envían con dificultad dinero para ayudarle a sobrellevar la crisis económica. Además, agrupó a unos artesanos nicaragüenses que fabrican -zapatos, hamacas, carteras, entre otros- en las calles de San José. Jorge los vende en las redes sociales. Poco a poco, entre todos, ajustan para pagar la renta donde viven: 300 dólares. “Aquí los cuartos son bien caros, ni comparado con Nicaragua”, dice.

Quiere volver a Nicaragua, pero a una Nicaragua libre. No sabe si hoy o mañana, o en unos meses, pero está seguro que volverá. Tiene la esperanza de ver los primeros pasos de su hija, pasos que no pudo ver al ser forzado al exilio. 


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