Un grupo de jóvenes con Síndrome de Down, un ciego y una mujer afectada por la polio relatan sus historias de coraje y éxito
Tania Sirias
La Procuradora Especial de las personas con discapacidad, Rosa Salgado, ya no es más aquella niña que temía caerse, o que no soportaba las burlas de los demás chavalos en la escuela al verla con las prótesis muy similares a las de Forrest Gump. Todavía se apoya en muletas para dar el paso, pero su carácter está más firme.
Desde su despacho de Procuradora, Rosa Salgado Álvarez aún recuerda aquellas palabras que le dijo su madre, doña Francisca Álvarez: “Vas aprender secretariado porque así vas a pasar más tiempo sentadita, no vas a tener que moverte tanto”. Su intención no era limitarla sino más bien protegerla. Sin embargo, para aquella niña que aprendió a caminar hasta los nueve años no era su meta, ella soñaba más alto.
Al iniciar la entrevista respira hondo, y relata que proviene de un hogar de extrema pobreza. Coloca las muletas a un lado de ella y se acomoda en el sillón. Su padre, Simón Salgado, trabajaba como acarreador en el mercado de Chinandega, mientras que su madre vendía en las calles masa de pozol y tiste.
Él tenía un carretón de caballo con él trasladaba a las comerciantes que venían de Masaya y de otras ciudades. Se iba a la Estación del Ferrocarril, y ahí montaba los productos de las vivanderas para llevarlos al mercado municipal.
Al igual que muchas familias pobres, eran de prole numerosa, por eso cuando le dio polio a los dos años de edad, sus padres no la atendieron de inmediato, provocando que sus piernas se deformaran y no pudiera caminar.
Como tenía las piernas dobladas y la única forma para movilizarse era gateando, sus piernas sufrieran contracturas, ya que siempre estaba en una posición como si estuviera sentada.
“Crecí en un solar grande donde me la pasaba gateando de un lado a otro, pero siempre con el cuido de mis padres”.
A la edad de cinco años unas señoras de apellido Deshón, de Chinandega, la vieron gateando en el solar, y al ver que la niña se arrastraba para avanzar, decidieron ayudar con su recuperación.
“Las señoras llegaban a traerme a mi casa en un vehículo lujoso, y me llevaban a León para la consulta con el especialista. Posteriormente pagaron la operación”, dice.
A Rosa le practicaron tres cirugías para que sus piernas pudieran tocar en el piso. La primera a los cinco años, la segunda a los siete y la última a los nueve años. Esas dolorosas operaciones eran para corregir las contracturas en sus piernas.
El médico le colocó unas ortesis, que son dispositivos biomecánicos que se colocan externamente, con la finalidad de restaurar o mejorar la funcionalidad del sistema musculoesquelético.
Con dos cirugías y apoyada en las prótesis, logra dar sus primeros pasos a los siete años. “Colocaba mis brazos apoyándome en las muletas y daba brincos hacia adelante. Caminaba como un robotcito”.
Esa etapa de su vida no la vivió como el resto de los niños que juegan, saltan, y corren, la de ella fue más restringida, pues temía caerse y sufrir dolor. “Logro superar un poco ese temor y me incorporo a la escuela a los nueve años de edad. Me matriculan en primer grado, pero me sentía incómoda, ya que era la más grande de la clase y además llamaba la atención de los niños por las prótesis que tenía en las piernas”.
Rosa Salgado confiesa que la escuela fue otra etapa dura de su vida, ya que tuvo que soportar las burlas de sus compañeros, el movilizarse en terrenos inaccesibles, subir las gradas con muletas, y más de un par de veces se cayó, por lo que les pedía a sus padres que no la mandarán de nuevo al colegio.
“Lo bueno de mis padres es que si me caía o me daba una calentura me curaban, y me volvían a mandar a la escuela. Me decían que debía seguir luchando. Me montaban en el carretón de caballo y me decían que me tenía que quedar en la escuela estudiando”.
El médico que la operó orientó a sus padres que dejaran de tratarla con mimos y contemplaciones sólo por el hecho de “ser enfermita” no debían tratarla diferente que al resto de sus seis hijos.
Salgado afirma que en la vida siempre habrá muchos obstáculos, y más aún si se tiene algún tipo de discapacidad, pero lo mejor es vencerlos y no compadecerse. “Hay que seguir luchando”. Ese consejo lo han seguido los jóvenes de las siguientes historias.
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Son las siete de la mañana y José Rivas Sánchez se encuentra en la parada de la Shell Waspam, esperando la ruta 117 que lo llevará a su trabajo. Lleva puesto un pantalón oscuro, una camisa de color negro con el logo de la empresa, el cabello bien recortado y sus zapatos bien lustrados.
Siempre es el primero en llegar y desde que inicia sus quehaceres –desde las ocho de la mañana hasta las dos de tarde– no descansa ni un solo momento.
Su rutina inicia limpiando las mesas, rellena los frascos de chile, queso y orégano. Coloca los platos, organiza los cubiertos, corta las verduras, y ayuda en la preparación de la pasta para las pizzas.
Luego organiza el bar de las ensaladas, y cuando es tiempo enciende el exhibidor para que la comida tenga la temperatura correcta. Este joven de 19 años ha sido el empleado del mes en tres ocasiones en lo que va del año. Al verlo trabajar nadie notaría que el diagnóstico que dio el Instituto Médico de Los Pipitos fue: Deficiencia Intelectual Moderada, mejor conocido como síndrome de Down.
Durante el tiempo que lleva trabajando en la Pizza Hut de Rubenia se ha ganado el cariño de sus compañeros de trabajo, quienes lo llaman cariñosamente “El Niño”.
Al conversar con José uno entiende por qué lo llaman así, pues su tono de voz es como el de un pequeño de nueve años. Cuando está en el trabajo sigue al pie de la letra las instrucciones que le da su mamá: “No toqués nada y no te llevés nada”.
A José le gusta estudiar, pero sólo llegó al primer grado en la escuela Los Quinchos.
—Tuve que dejar la escuela por problemas con unos chavalos. Yo no me metía con nadie, pero ellos querían problemas conmigo.
—¿Qué te hacían?
—Me ponían apodos, y algunos hasta me querían golpear, por eso me mandaron a otra escuela en mi barrio, pero no me acuerdo el nombre.
Durante la plática observa que una de las mesas está sucia así que saca una toalla y limpia el área. Sigue el hilo de plática y reitera que le gusta estudiar.
“A mí me encanta la escuela, me gusta mucho estudiar, pero por esos chavalos que se metían conmigo y me daban bromas no volví a estudiar”, dice el empleado del mes mientras sonríe a la cámara.
Los niños en la escuela se burlaban de él por su forma de hablar, ya que en algunos momentos no pronuncia bien las palabras y le cuesta expresarse, sin embargo eso no evita que pueda comunicarse con sus compañeros de trabajo, quienes le han tomado mucho cariño.
“A él sólo una vez se le explica y no vuelve a preguntar, él monta solito la barra de ensaladas, y tiene una hora donde la enciende para que vaya adquiriendo temperatura adecuada, si a nosotros se nos olvida algo, él siempre nos lo recuerda. Es bien dinámico, nunca está sentado siempre anda viendo si algo falta y en qué nos puede ayudar”, dice Néstor Molina, supervisor de Pizza Hut de Rubenia.
Agrega que es el mejor trabajador que tiene en su equipo, ya que el resto siempre andan buscando cómo capear el bulto, mientras que José es “materia dispuesta”.

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El cielo está gris y sobre Managua cae una brisa tenue. En el lobby del Hotel Contempo se escapan las notas suaves de un piano de cola, cuyas teclas acaricia dulcemente Manuel Pérez, un hombre de estatura promedio, piel morena y de gafas oscuras. Su rostro luce muy relajado. “Para mí la música no es un trabajo, ya que es algo que me gusta hacer. No tengo palabras para describir lo que siento cuando me siento a tocar un piano, sólo puedo decir que para mí eso es un sentimiento muy grande”, expresa este no vidente.
Comenta que para él la vida no ha sido tan complicada, ya que cuando se tiene una discapacidad desde muy pequeño, uno se adapta a ese problema.
Su mayor obstáculo ha sido movilizarse por la desorganizada y caótica capital, donde las aceras están semidestruidas o son usadas para exhibir productos, las alcantarillas ya no tienen tapas, y la falta de cortesía agrava aún más el problema.
Confiesa que cuatro años atrás temía movilizarse por las calles sin la ayuda de un guía, pero la necesidad lo obligó a aventurarse.
“Antes no podía hacer cosas que ahora hago, como movilizarme solo, entendí que no podía seguir supeditado al brazo de alguien, y el no poder ir a los lados que quería en el momento que necesitaba me provocaba una frustración”.
Manuel aprendió a tocar el piano desde muy pequeño, cuando su abuela Bertha Lumbí decide enviarlo una escuela de músicos para no videntes.
“Yo nací y crecí en la ciudad de Carazo. Debido a mí discapacidad visual mis padres no me matricularon en la escuela, pero a la edad de nueve años mi abuela Bertha decide enviarme a una escuelita para no videntes. Ellos tenía un grupo musical en Carazo que se llamaba Happy Boys, y es allí donde aprendí a tocar el piano”.
Don Manuel lamenta que debido a la discriminación que sufren las personas con discapacidad, muchos padres decidieran esconder a sus hijos, o algunos no les permiten profesionalizarse. Sin embargo, él agradece la confianza que tuvo su abuela de mandarlo a una escuela de música con la esperanza de que aprendería a tocar la guitarra, pero a él le gustó el piano.
Luego, ya más adulto, se traslada a Managua para estudiar música en la academia José de la Cruz Mena, con el propósito de profesionalizarse.
Pérez es miembro de la Organización de Ciegos de Nicaragua Marisela Toledo. Visita este centro de manera regular. Al igual que el resto de los integrantes usa sus gafas oscuras y utiliza su bastón para poder movilizarse por Managua.
Es de hablar pausado, pero muy seguro. Evita escudriñar sobre su pasado, pues al parecer está más a gusto con su nueva vida independiente.
Recalca que si no fuera por su abuela, quien se preocupó de que aprendiera algo para sobrevivir, ahora fuera un no vidente que viviera a la expensa de los demás. “No es necesario hablar de mi familia, ésas son cosas muy privadas”, señala.
Añade que antes a las familias que tenían hijos con discapacidad no les gustaba que salieran a la calle, que estudiaran, o que hicieran otra serie de cosas, pues pensaban que eran personas sin ningún valor, o que nunca iban a ser nada de sus vidas.
“Hay quienes creen que los no videntes o discapacitados sólo pueden vivir de las limosnas, pero no es cierto, podemos realizar funciones como el resto de las personas”, dice Manuel Pérez.
Actualmente trabaja dos días en el Hotel Contempo, los jueves por la tarde, y los domingos que acompaña a los comensales durante el almuerzo interpretando piezas clásicas.
Comenta que su inserción laboral vino a través del proyecto de la cooperación internacional llamado Aura, donde empezó tocando en el hotel por medio de subcontratos, pero al ver la responsabilidad con la que tomó su trabajo, su jefe decidió incluirlo en la planilla fija, y tener todos los derechos y prestaciones sociales como el resto de los trabajadores.
“Creo que el sueño de cualquier persona es estudiar, tener una profesión, y trabajar, no importa si es discapacitada o normal. Algunos no videntes han salido como especialistas en masaje chinos, y otros elaboran artesanías, todo es que se nos dé una oportunidad para desarrollarnos”, expresa al despedirse para seguir tocando el piano.

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Mientras bajamos por las escaleras que conducen al área de empaque de la Cervecería Nacional, se observa a Juan Carlos Alfaro Sequeira corriendo una distancia como de cinco metros. Eso lo hace de manera repetitiva una y otra vez. Su trabajo consiste en lavar botellones de agua purificada, los cuales están ubicados en un estante a un extremo del edificio.
Carga los botellones hacia el área de lavado, se sienta sobre un banquito y comienza a restregarlos con un paste. Cuando están limpios los enjuaga y los coloca en otro estante. Luego empieza el trabajo de Oscar Rivera, el cual consiste en inspeccionar si éstos quedan bien lavados y trasladarlos a otra área de la empresa.
En la misma planta están Gerson Eliud Espinoza Zamora y Cristóbal Idiáquez Blanco, ellos se encargan de empacar las latas de cervezas en cajas. Estos cuatros jóvenes tienen algo en común: todos tienen síndrome de Down.
Ellos forman parte de la Unidad de Autonomía y Aprendizaje del Instituto Médico de Los Pipitos, donde como una forma de terapia los incorporan a puestos de trabajo con el propósito de lograr una integración dinámica, el desarrollo de habilidades de aseo, y sobre todo lograr una independencia económica de sus familiares.
Cristóbal es quien habla con mayor fluidez. Al inicio parece estar un poco incómodo, pero a medida que avanza la entrevista se suelta y hasta hace broma con el resto de los jóvenes. Comenta que se siente bien trabajando y que sus compañeros los han recibido muy bien e incluso les explican con paciencia si ellos tienen alguna duda.
“Estudié hasta primer año de secundaria, pero tuve problemas para seguir en la escuela porque padecía de mucho dolor de cabeza y cuando me tocaban exámenes se me ponía la mente en blanco y sacaba cero. Me llevaron a Los Pipitos y el diagnóstico fue deficiencia intelectual leve”, dice Cristóbal.
Gerson es el más callado, sólo sonríe y responde a las preguntas haciendo movimientos con su cabeza. Él es de Tipitapa, pero ahora que trabaja vive en la casa de su tía,Guillermina Zamora en el barrio Villa Reconciliación, sobre la pista al Mercado de Mayoreo.
Su tía lo lleva todos los días al trabajo por la mañana y luego regresa por él a las dos de la tarde. Al preguntarle si ya recibió su primer salario, mueve la cabeza afirmando que sí, y muestra un reproductor de música MP3 que carga sobre el cuello.
“También fue al cine, era la primera vez que iba en su vida. Pidió ver una película de muñequitos y le gustó mucho”, dice doña Guillermina. Añade que todos en la familia pensaban que Gerson iba a depender de ellos toda la vida, pero ahora se sorprenden al verlo con un trabajo y ganando su propio dinero.
Para don Carlos Manuel Alfaro, padre de Juan Carlos, lo que está ocurriendo con su hijo le parece un sueño. Todavía hace tres años tenía el temor de mandarlo a la venta porque no sabe expresarse, pero ahora su hijo de 29 años tiene la responsabilidad de un trabajo.
“Para mí esto es un sueño. La verdad nunca pensé que él iba a trabajar”, dice este hombre con lágrimas sobre el rostro.
—Me disculpan que me emocione, pero esto para mí es un sueño. Es algo grandioso.
—¿Le costó asimilarlo?
—La verdad que a mí me aterraba que fuera a la venta porque él no habla bien. Por razones de mi jubilación me pidieron que llevara al niño a Los Pipitos, y ellos me dijeron que lo dejara hacer funciones sencillas, luego me sorprendieron cuando me pidieron que le hiciera una hoja de vida para un trabajo.
Don Cristóbal narra que con el primer salario de Juan Carlos hicieron una fiesta y para ellos fue la celebración del año.
“Mandamos a comprar una pizza, unas gaseosas, y nos pusimos a cantar. Le dijimos gracias compadre por la pizza. Ahora estamos ahorrando para comprarle su cama, su televisor, sus cosas y eso para mí es una felicidad completa”.
Los familiares de estos jóvenes se sienten agradecidos con Los Pipitos y con la Cervecería Nacional, pues están demostrando que las personas con discapacidad también pueden incorporarse a las labores productivas del país, pero sobre todo que pueden valerse por sí mismas, sólo hay que darles la oportunidad.

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Rosa Salgado recuerda que luego de concluir la secundaria, sus padres la mandaron a estudiar una carrera técnica en Administración de Empresas y así obtuvo su primer trabajo como secretaria en el Registro Civil de Chinandega.
Trabajando para la comuna logra una beca con la que estudia secretario ejecutivo en el colegio Julieta Matamoros en Managua. A inicio de los años 80 deja la Alcaldía y se incorpora a las filas de la Policía Nacional, donde se convierte en la asistente del juez instructor.
“Trabajé cuatro años en la Policía. Mi función era revisar los expedientes que pasaban a la Procuraduría General de Justicia. Además elaborábamos el expediente del procesado, y me movilizaba por todo el Sistema Penitenciario verificando si ya se les había vencido el término de la condena”.
“Para mí fue una buena experiencia en la Policía, pues nunca me vieron como alguien diferente o discapacitada. Hacía formación como el resto de miembros, portaba mi uniforme, y me tocaba leer el parte diario, pues era una de las personas más instruidas en la institución”.
Luego pasó a laborar en el Instituto de Bienestar Social durante seis años, trabajando con niños en riesgo y mujeres maltratadas. Con la llegada de doña Violeta Chamorro al poder se acoge al plan de conversión, y se va a su casa para realizar proyectos personales.
Es allí donde forma la primera organización de mujeres con discapacidad de Chinandega, apoyándose en la red de contactos que hizo al trabajar para el Estado.
“Creamos el primer centro de rehabilitación para discapacitadas, ya no sólo de occidente sino del resto del país, y ésa ha sido mi lucha por más de quince años”, narra Salgado.
En 2005 la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humano crea una oficina para las personas con discapacidad, donde se nombra a Rosa Salgado como procuradora especial, pero fue hasta el año siguiente que se le asigna un presupuesto para poder trabajar.
Su trabajo hasta la fecha consiste en velar por los derechos de las personas discapacitadas. Hacer que las historias de éxito de este reportaje se multipliquen tanto como puedan, si es posible que lleguen al más de medio millón de nicaragüenses que tienen algún tipo de discapacidad.