Vida en el Oriental

Reportaje - 12.05.2013
Vida en el orintal

Puede ser el infierno o el paraíso. Todo depende de quién lo vea. Aquí se vende y se compra de todo, pero también se vive. Se come y se duerme. Se enferma y se sana. Se peca y se reza. El Oriental es algo más que el mercado más grande de Centroamérica

Por Tammy Zoad Mendoza

Fotografías: Oscar Navarrete

A medida que avanza el lugar deja de ser un espejismo dibujado por el calor de la mañana. Pitos roncos de buses y carros, la música estalla desde los parlantes que compiten en las aceras de las tiendas y aturden los sentidos los pregones de algunos vendedores. El mercado Oriental empieza a materializarse. Uno, dos... mil tramos metálicos. Carretones cargados que pasan a ráfagas por la derecha o la izquierda sorteando canastos e hileras de gente, que si se descuidan bien pueden terminar con un pie magullado o un zapato sin suela.

Un par de chelitas, bajitas y redondas se adentran con prisa en los andenes forrados de ropas que cuelgan por todas partes, los vendedores salen de un extremo u otro, y se prenden de sus brazos en una agresiva invitación a comprar. “Chela, ¿qué vas a llevar?”. “Amor, vení, tengo pantalones para vos”. “Mi reina, entrá sin compromiso”. Si no las magulló el carretón, de aquí salen al menos amasadas. Pero no se detienen. Son apenas unas cinco cuadras de las más de 120 manzanas que tiene el lugar. Más de dos mil tramos, algunos valorados hasta en 200 mil dólares.

El terremoto de 1972 parece haber detonado el gigantismo que hasta hoy padece el “mercadito” que engendró Somoza García allá por los años 40. Desde entonces es un niño goloso que se come las casas vecinas, engulle las calles aledañas y se ha tragado barrios completos como el 19 de Julio, Los Ángeles, Bóer y sigue carcomiendo Ciudad Jardín.

Cargadores del oriental
Desde las tres de la mañana, se estacionan camiones copados de canastos con frutas y verduras que las vivanderas traen de pueblos aledaños. Caupolicanes van y vienen con la carga al hombro y el cuidado de no magullar nada.

Mediodía en las entrañas de este lugar. La brújula se descontrola y un mapa no sirve más que para tratar de espantar el calor que funde las grasas en ríos de transpiración. Entre el vaivén de la marea de compradores, vendedores y cargadores las vertientes de sudor se vuelven una sola en el roce de los cuerpos y todos terminan bañados por el sudor de los otros. El sauna comunal huele al perfume dulce y escandaloso de algunas mercaderas, al sudor fermentado de los compradores y al saíno que a pesar de los potentes desodorantes o las tapas de limón vence a los caupolicanes a mitad de la jornada.

Entre el revoloteo desordenado del remolino de gente, salen expulsadas aquel par de chelitas con las caras de tomate a punto de estallar. Están perdidas y giran en el primer callejón que extiende su brazo para darles un poco de aire.

Vida en el oriental, libros
Entre libros escolares, enciclopedias apolilladas y literatura clásica se encuentran colecciones de Magazine. “¿Cuándo salen estas fotos?”, pregunta el vendedor. “Ojalá que caiga por aquí una de esas”, dice a carcajadas.

En el Oriental se compra y se vende desde un lápiz hasta motores de carros, pasando por tangas o electrodomésticos, alimentos y medicinas. Si busca bien, más allá de los callejones donde se yerguen torres de zapatos, pasando los tramos que parecen un caleidoscopio gigante con figuras de piñatas y artículos de fiesta, puede encontrar desde una ardilla enclenque o una escopeta, hasta media hora de sexo entre las piernas rollizas y el cuerpo tatuado de alguna de las mujeres que esperan impacientes en los porches de algunos bares allá por El Novillo.

Vida en el oriental, bar el Manguito
Los bares del Oriental son una parada estratégica. Pero el Manguito Tropical, por El Novillo, tiene un encanto particular. Si el hombre se deja seducir y está de acuerdo con la paga puede retozar un rato en los cuartos de al lado con alguna de las mujeres que se exhiben embutidas en chores, minifaldas y escotes que apenas logran contener sus carnes voluptuosas. Una sesión de placer va desde los 100 córdobas y la tarifa aumenta dependiendo del gusto del cliente.

Pero así como los ariscos vendedores de animales no dejan que fotografíen las docenas de chocoyitos chillones de plumas deprimidas y a punto de caer, o las ardillas tristes como su pelaje gris, vecinas de los conejos que se encaraman curiosos uno sobre otro cuando alguien se acerca a verlos; a las mujeres que cruzan y descruzan las piernas, dejando ver a relámpagos su chillante ropa interior, no les gustan las cámaras. Solo quieren vender sus servicios.

Mercado Oriental
Aquí la sangre corre todos los días. Al galerón de las carnes, las vacas que llegan como grandes piezas de rompecabezas son desmenuzadas por estos hombres. En una mañana pasan por sus manos media docena de cabezas carnosas, que él esculpe hasta dejar como pálidos cráneos huecos. Son ellos mismos quienes lavan las “toallas”. A las ocho de la mañana los estómagos de vaca están tendidos en los tramos esperando que alguien los lleve a sumergirse en un caldo hirviendo con verduras.

Aquí ya no solo se compra y se vende. Se vive y se mal vive, depende de la suerte o el empeño de cada quien. Y hasta hace una década o menos, también era común que corriera la sangre en el callejón que la muerte bautizó con su nombre. Aunque ese es uno más de los viejos puntos de referencia, ahora es uno menos en los puntos rojos donde azotaba la delincuencia que ha mutado. No es peligroso solo el chavalo escuálido que huele pega en el rincón, las chelitas que hoy visitan el mercado deben cuidarse también de la mujer con el carterón que revolotea en el gentío y nunca compra nada, y deben estar alertas cuando un hombre pase en guinda al lado suyo. Por eso hay ocho grupos de civiles que se han organizado para hacer vigilancia durante el día en el mercado. Aunque trabajan en coordinación con la Policía, ellos imponen su ley del garrote a quien se porte mal con los comerciantes y compradores.

Mercado Oriental
Pedro del Rosario vendía leche agria antes de empezar su parranda desaforada. Ahora es uno de los borrachitos que deambulan en el mercado. Su amigo, Benito Dávila, está pendiente de él y se lo lleva como compañía en sus noches de vigilia allá por la antigua Azucarera.

Diario, unas 60 mil personas visitan el mercado. Mientras, los mendigos exponen sus desgracias crónicas o inventadas, arrastrándose en el suelo o mostrando sondas en medio de la muchedumbre para conseguir una moneda o algo de comida. Aquí puede comer y beber todo lo que pueda ser preparado con la sazón del buen nica. Solo hace falta tener hambre y concentrarse en su plato, como aquel hombre que se zambulle absorto en una sopa de mondongo, mientras las sales de su propio sudor llueven en el tazón, y la vida continúa frenética pasando a su lado en el Oriental.

Mercado Oriental
Su nuera no la deja salir porque doña María se pierde, a pesar de vivir aquí desde hace 50 años. Vendió verduras, lotería y todo cuanto pudo en los dos primeros galerones metálicos del viejo mercadito. Pero ahora la aturde el paso de carretones y el bullicio de la gente, por eso se rindió ante el letargo de más de 70 años a cuestas y en su cama se mantiene protegida de la vorágine diaria en el lugar.

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