Puede ser el infierno o el paraíso. Todo depende de quién lo vea. Aquí se vende y se compra de todo, pero también se vive. Se come y se duerme. Se enferma y se sana. Se peca y se reza. El Oriental es algo más que el mercado más grande de Centroamérica
Por Tammy Zoad Mendoza
Fotografías: Oscar Navarrete
A medida que avanza el lugar deja de ser un espejismo dibujado por el calor de la mañana. Pitos roncos de buses y carros, la música estalla desde los parlantes que compiten en las aceras de las tiendas y aturden los sentidos los pregones de algunos vendedores. El mercado Oriental empieza a materializarse. Uno, dos... mil tramos metálicos. Carretones cargados que pasan a ráfagas por la derecha o la izquierda sorteando canastos e hileras de gente, que si se descuidan bien pueden terminar con un pie magullado o un zapato sin suela.
Un par de chelitas, bajitas y redondas se adentran con prisa en los andenes forrados de ropas que cuelgan por todas partes, los vendedores salen de un extremo u otro, y se prenden de sus brazos en una agresiva invitación a comprar. “Chela, ¿qué vas a llevar?”. “Amor, vení, tengo pantalones para vos”. “Mi reina, entrá sin compromiso”. Si no las magulló el carretón, de aquí salen al menos amasadas. Pero no se detienen. Son apenas unas cinco cuadras de las más de 120 manzanas que tiene el lugar. Más de dos mil tramos, algunos valorados hasta en 200 mil dólares.
El terremoto de 1972 parece haber detonado el gigantismo que hasta hoy padece el “mercadito” que engendró Somoza García allá por los años 40. Desde entonces es un niño goloso que se come las casas vecinas, engulle las calles aledañas y se ha tragado barrios completos como el 19 de Julio, Los Ángeles, Bóer y sigue carcomiendo Ciudad Jardín.

Mediodía en las entrañas de este lugar. La brújula se descontrola y un mapa no sirve más que para tratar de espantar el calor que funde las grasas en ríos de transpiración. Entre el vaivén de la marea de compradores, vendedores y cargadores las vertientes de sudor se vuelven una sola en el roce de los cuerpos y todos terminan bañados por el sudor de los otros. El sauna comunal huele al perfume dulce y escandaloso de algunas mercaderas, al sudor fermentado de los compradores y al saíno que a pesar de los potentes desodorantes o las tapas de limón vence a los caupolicanes a mitad de la jornada.
Entre el revoloteo desordenado del remolino de gente, salen expulsadas aquel par de chelitas con las caras de tomate a punto de estallar. Están perdidas y giran en el primer callejón que extiende su brazo para darles un poco de aire.

En el Oriental se compra y se vende desde un lápiz hasta motores de carros, pasando por tangas o electrodomésticos, alimentos y medicinas. Si busca bien, más allá de los callejones donde se yerguen torres de zapatos, pasando los tramos que parecen un caleidoscopio gigante con figuras de piñatas y artículos de fiesta, puede encontrar desde una ardilla enclenque o una escopeta, hasta media hora de sexo entre las piernas rollizas y el cuerpo tatuado de alguna de las mujeres que esperan impacientes en los porches de algunos bares allá por El Novillo.

Pero así como los ariscos vendedores de animales no dejan que fotografíen las docenas de chocoyitos chillones de plumas deprimidas y a punto de caer, o las ardillas tristes como su pelaje gris, vecinas de los conejos que se encaraman curiosos uno sobre otro cuando alguien se acerca a verlos; a las mujeres que cruzan y descruzan las piernas, dejando ver a relámpagos su chillante ropa interior, no les gustan las cámaras. Solo quieren vender sus servicios.

Aquí ya no solo se compra y se vende. Se vive y se mal vive, depende de la suerte o el empeño de cada quien. Y hasta hace una década o menos, también era común que corriera la sangre en el callejón que la muerte bautizó con su nombre. Aunque ese es uno más de los viejos puntos de referencia, ahora es uno menos en los puntos rojos donde azotaba la delincuencia que ha mutado. No es peligroso solo el chavalo escuálido que huele pega en el rincón, las chelitas que hoy visitan el mercado deben cuidarse también de la mujer con el carterón que revolotea en el gentío y nunca compra nada, y deben estar alertas cuando un hombre pase en guinda al lado suyo. Por eso hay ocho grupos de civiles que se han organizado para hacer vigilancia durante el día en el mercado. Aunque trabajan en coordinación con la Policía, ellos imponen su ley del garrote a quien se porte mal con los comerciantes y compradores.

Diario, unas 60 mil personas visitan el mercado. Mientras, los mendigos exponen sus desgracias crónicas o inventadas, arrastrándose en el suelo o mostrando sondas en medio de la muchedumbre para conseguir una moneda o algo de comida. Aquí puede comer y beber todo lo que pueda ser preparado con la sazón del buen nica. Solo hace falta tener hambre y concentrarse en su plato, como aquel hombre que se zambulle absorto en una sopa de mondongo, mientras las sales de su propio sudor llueven en el tazón, y la vida continúa frenética pasando a su lado en el Oriental.
