Cuando la muerte llega

Reportaje - 09.09.2012
Las-caras-de-la-muerte,-magazine

Algunos la ven venir con alegría, pero la mayoría lo hace con llanto y con temor. La muerte ha sido un tema de gran fascinación por el misterio que encierra. Magazine hace un recorrido por ese mundo donde nada está escrito

Por Dora Luz Romero

Cada minuto mueren al menos cien personas en el mundo. Pero, ¿qué es morir? Los católicos creen que es la separación del cuerpo y el alma. Los budistas lo ven como el comienzo de otra vida y para los ateos es simplemente lo que parece, el fin. Alrededor de la muerte se tejen decenas de teorías, creencias, hipótesis, pero certezas no hay ni una sola. No se sabe si después de la muerte existe el paraíso, si se renace a otra vida, si se trata de un estado mental o si simplemente no hay nada.

Lo cierto sí, es que cuando este hecho ocurre desencadena una especie de sistema que pareciera estar inactivo durante toda la vida, pero que justo en ese instante se echa andar. Y de pronto todos aquellos detalles que parecían tan ajenos y lejanos como un ataúd, coronas de flores, cementerios, entran en juego.

Es como un ciclo. Un ciclo no planeado, del que se habla muy poco, pero del que se sabe al pie de la letra los pasos a seguir cuando llega. El cadáver se prepara, los familiares visten de luto, se busca caja, lote en el cementerio, otros preparan café para la vela, el sacerdote reza o el pastor ora, hay flores por todas partes. Y aparecen personajes en los que probablemente nunca se pensó: el preparador, el enterrador, el maquillador, el psicólogo que ayuda a sobrellevar el duelo.

La muerte, desde tiempos antiguos, ha sido un tema de gran fascinación en las diferentes culturas, ya que es uno de los misterios más grandes de la humanidad. Los egipcios, por ejemplo, creían que después de la muerte el alma viajaba y elcorazón se pesaba en una balanza contra una pluma. Si el corazón pesaba menos que la pluma era considerado puro y libre de pecado entonces recuperaba su cuerpo terrenal por toda la eternidad. Los hindúes por su parte están convencidos de que ese es el fin del cuerpo material, pero no de la existencia. Así que se trata únicamente de un pasaje hacia otra vida.

Los rituales fúnebres son tantos que dependen del país y también de la cultura. En varias zonas de África los muertos son despedidos al son de tambores, mientras que en India cientos de cadáveres son llevados a orillas del Río Ganges para ser incinerados, sus aguas, se cree, lavan los pecados. En Indonesia hay una tribu llamada Toraja que vive con sus muertos durante años y donde se les ofrece de comer y beber, y ahora en Taiwán hay quienes optan por dar el último adiós con un show de strippers y luces de discoteca.

Sin importar las formas, las culturas, los rituales, lo único en lo que coinciden todos es que tarde o temprano ese día llega. Es como una ruleta rusa, ser o no ser uno de los cien que muere a cada minuto en el mundo.

Morir es vivir

El sacerdote Óscar Chavarría lleva puesta la sotana negra y una estola morada, saca el aceite ungido y con él dibuja una cruz en la frente, el pecho y las palmas de las manos del moribundo. Mientras lo hace repite:

El Señor te sana.
El Señor te guarda.
El Señor te perdona y te prepara a su encuentro.

Todo está dicho. Sus palabras, la ceremonia, su presencia son la antesala de la muerte. Allá, en Villa Sandino, Chontales, donde él es párroco, todos saben que cuando el padre llega a la casa de un enfermo grave es porque llegó la hora de partir. “Hasta los vecinos se salen”, reconoce.

Los habitantes llaman a ese proceso la extremaunción, la última bendición, pero el sacerdote dice que se trata del sacramento de la Unción de los Enfermos.

Chavarría se detiene por unos minutos y recuerda a esos que ha despedido. No es fácil, asegura. Le han tocado familias que no aceptan la muerte de un ser querido, que lloran, que gritan, que sufren mucho; pero también ha visto otras que reciben la muerte con resignación, que la ven como un encuentro con Dios, como un gesto de entrega. Así como lo hizo su madre.

Retrocede 22 años y se ve allí, a la par de la cama donde estaba la mujer que le dio la vida. Sus palabras las tiene intactas y revolotean por su cabeza: “Yo nací para morir y me entrego al Señor. Recibo la muerte con alegría”.

Aquellas palabras —dice Chavarría— le ayudaron a entender y ver el camino de la muerte como lo que él cree que es, un camino de vida. ¿De vida? Sí. Para él la muerte no es más que el encuentro con Cristo. Para él, después de la muerte habrá resurrección, habrá vida eterna. “Morir es caminar hacia la vida eterna. Para mí, morir es vivir”, asegura.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Uriel Molina
Óscar Chavarría. Sacerdote.

Morir sin sufrimiento

Nubia Olivares contesta el teléfono. Al otro lado de la línea es la voz de una mujer que le dice:

—Doctora muchas gracias, mi papá ya falleció y se fue sin dolor.

Olivares se queda quieta por unos segundos y luego siente un alivio. Esa es su mayor satisfacción, el agradecimiento por haber ayudado a un paciente a morir sin sufrimiento.

Nubia Olivares es especialista en Clínica del Dolor y Cuidados Paliativos, trabaja en las áreas oncológicas de varios hospitales del país y ayuda a los enfermos a manejar el dolor. También atiende a pacientes terminales, esos que según los médicos ya no son aptos para recibir ningún tratamiento.

Ha aprendido a lidiar con la muerte todos los días. Una tarde puede conversar largo y tendido con un paciente y la mañana siguiente ya no está. Pasa con frecuencia. Es difícil —dice— es como estar ahí enrollado en medio de la vulnerabilidad de los seres humanos.

Pero su problema no es con la muerte —reconoce— su problema es con el sufrimiento. “No pretendemos salvar a los pacientes, sino que lo que queremos es que mueran con calidad, que tengan una muerte feliz y tranquila, brindarles una muerte digna, que no mueran con dolor, con llanto, sufrimiento”, explica. Pero ella sufre igual, vive el duelo, siente la ausencia de sus pacientes.

En ese proceso —explica— junto a psicólogos y enfermeras, acompaña a los familiares del enfermo, mediante pláticas, charlas, los prepara para el duelo, les enseña a perdonar, a despedirse; les ayuda a entender que a veces es mejor dejarlos ir.

Un ejemplo salta de sus recuerdos más dolorosos. La historia de una niña de dos años y medio a quien los médicos le diagnosticaron leucemia y no le dieron pronósticos de vida. “El impacto que nunca se me olvida es a los padres que se aferraban, se negaron aceptar la muerte, querían hacerla vivir a toda costa. Eso lastima muchísimo”.

Olivares entiende que no es fácil una pérdida y tampoco entender que se es de la muerte, pero sabe que encarar la muerte todos los días es de valientes. Y de esos —dice ella— están llenas sus salas.

Foto: Carlos Herrera / La Prensa
Nubia Olivares. Anestesióloga con especialidad en Clínica del Dolor y Cuidados Paliativos.

Decir adiós

Con un par de mecates y con ayuda de otro compañero, baja la caja, una vez acomodada abre la tapa y mira el rostro detrás del vidrio. Inmediatamente, con voz bajita, pide a los familiares que le den el último adiós. Es el peor momento, o al menos él lo ve así, el instante antes de sellarlo, de echarle concreto, de no volver a verlo más. Hay llantos, gritos, desmayos y algunos hasta se tiran sobre la caja para irse con el familiar.

Alejandro de Jesús Muñoz tiene más de veinte años de ser enterrador en el Cementerio Central de Managua y esa experiencia —dice— le ha ayudado a sentirse más seguro. Más seguro de que los seres humanos son frágiles, más seguro de que no se sabe el momento, más seguro de que para la muerte no hay escapatoria. “Aquí hay enterrados ricos y pobres, pero aquí todos somos lo mismo, estamos muertos”, dice. Llegó por primera vez al cementerio cuando tenía 7 años, de la mano de su mamá, quien limpiaba tumbas. Siendo joven se retiró por un tiempo, pero luego volvió porque siempre sintió que su ombligo estaba ahí y sentía que esa era su misión en el mundo, llevar a otros a su última morada.

Calcula que le ha tocado enterrar no menos de dos mil personas. “Uno va aprendiendo de tanto ver gente sufrir, pero también le va perdiendo el miedo a la muerte porque uno ve que todos vamos para allá”, asegura.

Cada vez que entierra a alguien siente una opresión en el pecho. No conoce al fallecido, aunque a veces sí, tampoco a los familiares, pero la sensación de que quedarán ahí por siempre, debajo del concreto que él pone, eso nunca ha dejado de darle una sensación de ahogo.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Oporta
Alejandro de Jesús Muñoz. Enterrador.

Instrucciones para mi funeral

Cuatro personajes se adelantan y describen cómo quisieran ser despedidos de este mundo

Quiero que sea solemne

Cristiana Frixione. Miss Nicaragua 2006.

Cuesta imaginar mi propio funeral. ¡Qué difícil! Pero sé que lo único cierto que hay en la vida es que moriremos. Si me detengo un minuto a pensar cómo quisiera que fuera ese día y definitivamente me gustaría ser enterrada, no cremada. Sé que es inevitable, pero quisiera que mis seres queridos no estuvieran tristes.
Quiero que me vistan muy elegante, de blanco y negro, que alguien se encargue de mi cabello y maquillaje. Mis labios, de preferencia, rojos.
No quiero flores, que ese dinero lo donen a una escuela que mi familia apoya.
No quiero música, creo que eso de mariachis sirve para dar más tristeza.
No quiero un día lluvioso, lo prefiero soleado.
Que mis invitados vistan de negro y que recen por mi alma, una ayudadita para el cielo no me vendría mal. Quiero que mi funeral sea sobrio, quiero que sea solemne.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Bismarck Picado
Cristiana Frixione. Miss Nicaragua 2006.

Un viaje feliz

Avelino Cox. Historiador miskito.

Ese día, no quiero que haya dolor porque en mi cultura, la miskita, la muerte no es el fin, es solo un viaje. Luego regresaré al seno de mi gente, siempre voy a estar cerca de ellos. Así que quiero que mi funeral sea un día de alegría donde todos mis amigos se reúnan, que recuerden mis travesuras, que entre los que hubo fricciones se reconcilien, que todos aprovechen en pasarla muy bien.

Que haya mucha gente ese día. No quiero que vistan de luto. Si fuera posible, les pido que pongan parlante en las cuatro esquinas y suenen esas canciones románticas que siempre me han gustado.

Quiero que me dejen en una loma, en un sitio alto. Entonces viajaré feliz.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Enrique Oporta
Evelio Cox. Historiador miskito.

Quiero irme con chicheros

Augusto Mejía. Músico.

Que haya músicos populares, chicheros, marimberos, todos tocando música; que mis invitados bailen y que lleguen vestidos como quieran.

Quiero que haya mucha comida y bebida. Quiero un funeral alegre, así como he tratado de llevar mi vida, llena de risas, espontaneidad y mucha alegría; que sea una celebración más, donde lleguen todos aquellos con quienes un día compartí mi vida. No quiero sepelio triste y doloroso.

Deseo que me incineren y que tiren mis cenizas al viento desde un sitio alto, como el volcán Momotombo. Así, aquellos que me recuerden no tendrán un sitio físico al cual asociar mi cuerpo; que sepan que al morir vuelvo a ser parte del “todo”.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Diana Nivia
Augusto Mejía. Músico

Cuándo, cómo y dónde

Sergio Ramírez. Escritor.

Hay dos clases de anuncios comerciales que por la naturaleza de lo que buscan vender, vienen a ser dominados por el pudor, y así los publicistas deben andarse por veredas: los servicios fúnebres, y el papel higiénico. En ambos casos se trata de una propaganda indirecta, sutil o, mejor, subrepticia, que no puede desnudar las ventajas del producto a riesgo de violar las reglas del recato. Es una verdadera dificultad acertar con un buen anuncio de esos.

Nadie muestra un rollo de papel higiénico en una valla de carretera ni en un spot de televisión; en cambio, suele utilizarse una lluvia de pétalos de rosa, para aludir a la suavidad; y nadie muestra tampoco un ataúd cromado, ni el verde césped de un camposanto. Tal vez, en cambio, un rojo crepúsculo, porque la muerte tiene tanto que ver con el ocaso. Hace unos años, en una valla que anunciaba un cementerio privado podía leerse: nadie sabe el cuándo ni el cómo, pero ahora sabemos el dónde. Lo que la frase quería decir era que no sabemos cuándo ni dónde vamos a morir, pero ahora ya podíamos saber dónde íbamos a ser enterrados.

Asistía una vez a un funeral en uno de esos cementerios que parecen prados de golf, cuando un joven muy bien peinado, y de corbata negra, me requirió para hablar conmigo unos minutos. Me aparté con él, intrigado, y pronto me di cuenta que era un avisado ejecutivo de ventas del mismo cementerio, a quien el responso que se rezaba en ese momento no distraía de sus deberes profesionales, pues me empezó a ponderar las ventajas que tenía el ser sepultado en aquellos predios tan bien cuidados, con suaves ondulaciones, árboles frondosos, bancas de fierro para descansar, sin aglomeración ninguna de cruces, tumbas y capillas de mal gusto, nada más las discretas losas a ras del césped rasurado.

Explicó los planes de venta, y las categorías de los lotes, pues la parte alta, desde donde era posible divisar el lago de Managua y la península de Chiltepe, era obviamente más cara que la parte plana, donde no se divisa nada, todo como si se tratara de un reparto residencial en el que se paga por la calidad de la vista, aunque en este caso no sea posible disfrutar de ningún paisaje, una vez trasladado el cliente a su última morada.

Mantuve la expresión muy seria, pues el lugar y las circunstancias prohibían cualquier clase de comentario que faltara a la compostura; me excusé con la mejor cortesía posible, y le dije que el lugar y las condiciones en que iban a enterrarme no era asunto de mi incumbencia, pues no me tocaría resolverlo a mí, frente a lo cual el joven ejecutivo se retiró extrañado, no sin antes decirme de manera sentenciosa: “piénselo bien”.

Ya lo he pensado muy bien. No soy de quienes se preocupan de su propio entierro. Ni del cuándo, ni del cómo, ni del dónde.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Uriel Molina
Sergio Ramírez. Escritor.

Un día a la vez

Los rostros iban y venían. El del niño que murió accidentalmente, el de la mujer que tenía cáncer, el del hombre que le dio un ataque al corazón. Todos habían llegado hasta ese cuarto donde a José María Meléndez le tocó prepararlos. Cuando las imágenes volvían a su cabeza se le quitaba el apetito, aparecía insomnio, la piel se le erizaba y sentía repulsión hacia los cadáveres. Así fue su primer mes de trabajo como preparador de muertos.

Tenía dos opciones: dejar el trabajo o acostumbrarse a vivir con esos cuerpos fríos y rígidos. Pensó que se retiraría, pero más bien se acostumbró. Desde muy niño —confiesa— había sentido una especial curiosidad por lo fúnebre.

El trabajo de Meléndez es preparar los cadáveres para que se conserven antes de ser enterrados. Él los viste, maquilla sus rostros para que no luzcan tan pálidos y faltos de vida, y en ocasiones hasta de cirujano hace. “Cuando alguien muere en accidente entonces se trabaja para que los familiares no se impacten y no sufran más por verlo en ese estado”, asegura.

Meléndez se ve frente a frente con la muerte todos los días, pero aún así —dice— nunca se está preparado para recibirla. Cuando su papá murió, por ejemplo, pensó que estaba listo. Tenía ya varios años trabajando como preparador y cada vez que por sus manos pasaba un cadáver e imaginaba a un familiar muerto, sentía que la experiencia le daría la sobriedad y el control para sobrellevar la partida de un ser querido. Se equivocó. Ese día se vino abajo, se descontroló, lloró desconsoladamente. “Uno nunca está preparado para la muerte de un familiar”, asegura. Y se traga las lágrimas.

Tratar con cadáveres —cuenta— ha cambiado su forma de ver el mundo y de tratar con su familia. “Me causa mucha tristeza cuando me llegan niños, eso me impacta muchísimo”, dice. No puede dejar de pensar que ese pequeño bien podría ser uno de sus dos hijos. “Creo que ahora soy una persona más comprensiva, esto me ha ayudado a ser más compasivo con el dolor ajeno, pero también a entender que aquí estamos de paso, que somos de la muerte y que nos puede llegar en cualquier momento”.

Por eso —dice— él vive cada día como si fuera el último de su vida. “Es que en realidad no sabemos si va haber mañana, así que lo mejor de mí lo doy hoy”.

Foto/Archivo/LA PRENSA/Uriel Molina
José María Meléndez Paz. Preparador de Funeraria Monte de los Olivos.

Muertes sin resolver

Hollywood ha sido escenario donde decenas de sus personajes han muerto en circunstancias extrañas y misteriosas. Casos que a la fecha no se han logrado esclarecer.

Marilyn Monroe
El 5 de agosto de 1962 Marilyn Monroe fue encontrada muerta en su departamento. Suicidio por una sobredosis de pastillas, se dijo. Sin embargo hasta la fecha hay algunas teorías que afirman que fue asesinada. Una de esas, involucra al expresidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, con quien supuestamente habría tenido una aventura.

George Reeves
La estrella de televisión del programa Las Aventuras de Superman murió de un disparo en la cabeza el 16 de junio de 1959. Las autoridades dijeron que se trató de un suicidio. Su madre no creyó en esa versión y contrató a una agencia privada. El cuerpo de Reeves presentaba moretones, el arma no tenía huellas dactilares, fueron algunas de las evidencias. Han pasado más de cincuenta años y se sigue hablando sobre qué fue verdaderamente lo que pasó con Reeves.

Jim Morrison
3 de julio de 1971. El cantante del grupo The Doors es encontrado muerto en su bañera. Sobredosis, paro cardíaco, asesinato, complot de la CIA. Nunca se supo. La verdad es que a Morrison no se le hizo autopsia y su cuerpo nunca fue visto ya que el ataúd permaneció cerrado. Las especulaciones sobre su muerte continúan hasta el día de hoy.

Tupac ShaKuR
En un semáforo en Las Vegas, en septiembre de 1996, un carro se puso a la par del que conducía el rapero Tupac, el hombre que conducía le lanzó 13 balazos, cuatro lo alcanzaron . El cantante murió y su asesinato es un caso más sin resolver en Hollywood.

Natalie Wood
Ahogamiento accidental. Esa fue la conclusión a la que llegaron las autoridades luego de encontrar el cuerpo de la actriz flotando en isla Catalina, en California, en 1981. Se rumoró suicidio y asesinato. El año pasado se reabrió el caso de su muerte ya que las autoridades aseguran tener nueva información que confirma que no se trató de un accidente.

Sección
Reportaje