Saludar. Tomar un pedido. Atender clientes. Todo lo hacen en silencio. Son sordos. Estudian y trabajan en un café que rompe las barreras del sonido para abrir oportunidades
Por Tammy Zoad Mendoza M.
El lugar está abierto. La mujer que a la entrada lo invita a pasar, tomándose una taza de café, sería de lo más común si en el mismo afiche no estuvieran otro par de manos tapándole los oídos. La curiosidad lo hace pasar. Las hamacas que unen los pilares del corredor indican que ha llegado a un lugar donde podrá relajarse, incluso tenderse sobre una de ellas y mecerse mientras alguien le atiende.
Pero esta vez siéntese en una de las mesas del corredor. Salude. Seguro el “buenos días” saldrá como programado de su boca. No espere escuchar respuesta. Silencio. Ponga mucha atención. Le están sonriendo. Sonría usted de vuelta. Bienvenido al Café de las Sonrisas.
Aquí podrá encontrar todo lo que busca en un buen café: ambiente acogedor, buena comida y servicio eficiente. ¿Qué lo hace especial? Quienes preparan su café, comidas y bebidas son jóvenes con discapacidades auditivas. Los jóvenes que le atienden en la mesa también son sordos.
Todo en el lugar está diseñado para que su desayuno, almuerzo o merienda sea una experiencia especial. No es casualidad o mera decoración que la pared amarilla al entrar tenga en cada una de sus cuadrículas una mano con una seña distinta. Es el abecedario en lenguaje de señas.
Ni el que entra ni el que sale está obligado a dominar esto, pero sin duda alguna tendrá que agudizar sus sentidos. Fijarse en primer lugar que sus normas básicas de educación, como el saludo, dar gracias o pedir algo, aquí se dicen de otro modo, pero que es igual de importante que usted las use. Para eso hay una peculiar tarjeta en la mesa.
Aquí todos se entienden y se dan a entender. A usted le tocará hablar con las manos y ellos le escucharán con los ojos. Solo basta abrir la mente y sonreír. Ellos se encargan del resto para que aquí usted alimente el cuerpo y salga con el espíritu lleno de nuevas experiencias.
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Hace cuatro años que Antonio es “el tío”. Un español que pasó de ser un turista más, un chef en busca de un terreno fértil para su negocio, a un tío para los 45 jóvenes que son parte de este proyecto. El Café de las Sonrisas es la segunda semilla que germina en Granada. Todo empezó en el taller de hamacas.
“Nos dijeron locos por poner un taller de hamacas en Granada y ahora son 38 jóvenes que trabajan aquí. No los vas a ver a todos juntos porque para poder trabajar aquí es necesario estudiar. Alternan turnos”, cuenta Antonio. “Nos ha ido muy bien y cuando nos va mal ahí está el árbol de la vida”. En la entrada está pintado un frondoso árbol verde al que en lugar de frutas le nacen nombres. Todos familiares o amigos del “tío” que colaboran con el Centro Social Tío Antonio.
“Pero como a la vaca se le acabará un día la leche, había que hacer algo más”, comenta Antonio, “los muchachos estaban contentos porque ganaban su dinero y estudiaban, pero querían crecer. Fui a hablar con los dueños de establecimientos para plantear la idea de emplear a estos jóvenes en sus cafés, pero la respuesta fue negativa. Me encachimbé (dice con una propiedad nicaragüense), y me dije: Si no hay puestos, pues nosotros los creamos”.
Ahora con dos meses el Café de las Sonrisas es una oferta atractiva en la Calle Real Xalteva, Granada.

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La joven de camiseta verde que está en el fondo del corredor es Irma. Está alerta y es la primera que sale para recibir a los clientes. Avanza lenta, como la música que sale de la oficina del fondo, y se acerca a la mesa cuando la pareja se ha acomodado.
Sonríe. Silencio. Uno de los visitantes se lleva la mano derecha a la barbilla, mientras la izquierda espera abierta a la altura del pecho. Baja la mano derecha hasta tocar la izquierda y luego extiende los brazos. Irma repite el saludo de buenos días. Sonríen.
La muchacha que acompaña al visitante está desconcertada. No habla. Es la primera vez que viene aquí, no sabe cómo comunicarse. Sonríe, pero de vergüenza.
Irma Urbina es parte de los siete trabajadores del café. Tiene 18 años, estudió la primaria en la escuela especial de Granada, aprendió a hacer hamacas y ahora tiene su primer trabajo formal. Entrega el menú a cada uno de los comensales, sonríe y regresa al fondo del corredor.
Al abrir la carta se ven una serie de pictogramas que explican los platos y bebidas que ofrece el café. Un menú sencillo en el que por medio de imágenes puede ordenar sándwich, hamburguesas, tortas españolas o burritos con los ingredientes que desee. Basta hacer una suave señal para que Irma vuelva acercarse a la mesa.
La pareja está lista para ordenar. Señalan los platos y las bebidas. Irma confirma la orden señalando nuevamente los pictogramas y levanta las cejas que lleva remarcadas con crayón negro. Sonríe.
La joven intenta agradecer pero se le enredan las manos. Está nerviosa. Irma sonríe y le enseña como hacerlo. Lo intenta una vez más, hasta que logra un gesto tímido en señal de gratitud. Suele pasar.
“Al inicio éramos nosotros los nerviosos. Pero ahora vemos como la gente nos mira con cuidado y se esfuerza por comunicarse mediante señas”, cuenta Irma por medio de Katheenn Estrada, la intérprete del Centro Social Tío Antonio.
La escena se repite cada vez que alguien llega por primera vez al lugar. La curiosidad o el interés ha traído a turistas nacionales y extranjeros al café, pero es la calidad y calidez del lugar lo que invita a volver.
“El café tiene que funcionar porque es bueno, no porque son sordos. Han demostrado ser jóvenes capaces que aprovechan oportunidades”, dice enfático Antonio Prieto. “La idea es abrir un restaurante, que sea un proyecto de relevo. Un vivero que capacite y abra espacios”.
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Con el “experimento” de los tapones varios han llorado. A Emmanuel le ha tocado ver varias de estas escenas, un tanto incómodas e incomprensibles para él. Al fin y al cabo para él es tan normal llevar la vida en silencio, que no entiende cómo alguien que usa un par de tapones por unos minutos suelte el llanto luego que les atienden en el café. El ejercicio de usar tapones en los oídos fue una dinámica realizada para un grupo durante la presentación del lugar. En ocasiones se ofrece la opción a algunos clientes, pero no es una norma en el lugar.
Emmanuel Gutiérrez, de 24 años, y su esposa Glenda, son sordos. Él llegó hasta tercer grado y Glenda está terminando el bachillerato en una escuela especial en Managua. Ambos trabajan en el café. Ella cocina y él es mesero.
Para él la satisfacción de trabajar llega de la mano con las responsabilidades y lecciones. Siente que más allá de la barrera del lenguaje, lo que les detiene muchas veces es el miedo, la falta de disposición y de oportunidades. Por eso él se esfuerza. Es uno de los empleados destacados del lugar. El que tiene como carta de presentación su sonrisa coronada con un bigote cantinflesco. Siempre atento y dispuesto.
Aquí ha perdido el miedo a comunicarse. Ha aprendido a enseñar. En cada nuevo cliente, en cada saludo, cada atención él ve la oportunidad de abrirse caminos.
“Sustituimos caridad por trabajo. Nos gusta que nos digan a los ojos ‘esto es mío porque yo lo he ganado’. Es un espacio de inclusión donde un sordo te atiende de lo más bien en un café y comprás una hamaca que la ha hecho un ciego”, explica Antonio.
La familia de Tío Antonio está creciendo. Llegó hace seis años y el español Antonio Prieto se siente todo un nica. Una tormenta de nueve días le dio tiempo para conocer a Oscar, el hijo de la familia que lo hospedó en Quezalguaque, León, durante el temporal. Oscar no hablaba, solo sonreía. Su familia no sabía que tenía una discapacidad auditiva, todos asociaban su comportamiento a un problema cerebral.
“Cuando los médicos explicaron el asunto de la sordera y todos empezaron a tratarlo de acuerdo a su condición real, a este niño le cambió la vida. A mí me cambió la vida”, recuerda Antonio.
El resto es historia. La primera intérprete que consiguieron para educar a Óscar le habló a Antonio de otro niño. Luego conoció a uno más. “Y así me fui llenando de críos”, sonríe.

Según la Asociación Nacional de Sordos de Nicaragua (Ansnic)
en el país hay aproximadamente 12 mil sordos diagnosticados. De este número son 1,300 los que están afiliados a la organización. Ansnic es la única asociación para sordos y en abril pasado cumplió 26 años.
La primera escuela para personas sordas en Nicaragua se fundó en 1977 y dos años después se fundó la primera escuela vocacional para permitirles tener un oficio que les diera independencia económica.
Ansnic tiene registrados a nivel nacional 20 intérpretes capacitados. Hay muchas personas que entienden y pueden servir de facilitadores, como los padres y familiares de personas sordas, pero solo quienes estudian cuatro años el lenguaje de señas y la ética del intérprete son fiables, según la asociación.
