Eran tiempos de guerra. Tres jóvenes nicaragüenses intentan huir hacia Miami en un barco de tripulación coreana que zarpó desde Costa Rica. Nunca llegaron a ese destino y, en cambio, vivieron un periplo en el que estuvieron a punto de morir y del que regresarían solo tres años más tarde
Por Fabián Medina
Para cuando comienza esta historia, contras y sandinistas comenzaban negociaciones con vistas a ponerle fin a la guerra civil que desangraba a Nicaragua. Ya eran ocho años de combates ininterrumpidos. La mitad del presupuesto del país se destinaba a la guerra, unas 50 mil personas habían muerto y millares de jóvenes huían del país para evitar el reclutamiento al Servicio Militar que los metería de cabeza en esa guerra, que, a pesar de las conversaciones que se desarrollaban en la comunidad fronteriza de Sapoá, nadie esperaba que terminara pronto.
Comenzaba la Semana Santa de 1988, y el 26 de marzo, el Diario La Prensa titulaba en su portada: “Cacería de jóvenes recrudece en el norte”.
Para esos días, los hermanos Norman y Lenar Moreno, y su primo Juan Ramón (Moncho) Osegueda, merodeaban por Puerto Limón, Costa Rica, embarrados de aceite negro, malolientes y hambrientos, con la intención de colarse furtivamente en alguno de los barcos que zarpaba de ese puerto rumbo a Miami. Llevaban dos semanas ya deambulando por el puerto y estaban a punto de desistir de su idea, porque siempre aparecía algún obstáculo que les impedía tomar el barco en el cual, según ellos, irían a cumplir su “sueño americano”. Una vez sería porque había mucha vigilancia, otra porque el barco no tenía escalera y atracó a mucha distancia del muelle y las más de las veces porque ninguno de los barcos que llegaban iba directamente a Miami.
Para los tres jóvenes, el viaje debía ser directo a Miami. Viajar en un buque que haga escala en otro país los exponía a ser devueltos a Nicaragua antes de llegar a su destino si los descubrieran. Y el viaje a Miami, les habían dicho, dura tres días y es lo que calculaban que podían resistir, escondidos en algún hueco del barco, sin comer ni beber nada durante ese tiempo.
—¡Alístense que hoy es el día! —les anunció el 24 de marzo el coyote que, a cambio de 500 dólares por cabeza, les subiría furtivamente al barco que los llevaría a Miami. Solo lo conocían como Matamoros.
Esa tarde de Jueves Santo subieron sigilosos, uno a uno, al buque Boe Strait, con bandera de Bahamas, y tripulación coreana. El guarda de la entrada se hizo de la vista gorda gracias al soborno que previamente Matamoros había entregado. Iban alegres, a pesar que, según sus cálculos, les esperaban 72 horas sin comer ni beber. Ya veían a sus familiares de Miami esperándolos en el muelle y gozando de la buena vida que por la guerra su país les negaba.
Sin embargo, en realidad, estaban subiendo a lo que sería la peor pesadilla de su vida. Nunca llegarían a su destino. Pronto estarían a punto de morir. Y comenzarían de esta forma un periplo que los llevaría por varios países y del cual solo podrían regresar tres años más tarde.
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Los hermanos Moreno y el primo Moncho habían llegado a Costa Rica en distintos momentos, huyendo de la guerra y el reclutamiento al Servicio Militar. Eran agricultores de La Trinidad, Estelí, y sus familias habían llevado durante décadas una vida apacible dedicada al pastoreo y los cultivos. La guerra cambió todo. A Norman le llegó la orden de presentarse a cumplir el Servicio Militar en 1985, cuando tenía 20 años, y trataba de estudiar en la universidad. A Moncho, de 22 años, lo echaron preso bajo la acusación de colaborar con los guerrilleros contrarrevolucionarios que llegaban a la finca de sus padres. Ambos se fueron por veredas a Costa Rica. Lenar, el menor de todos, tenía ya un año de estar cumpliendo su Servicio Militar en Mulukukú, cuando desertó y se unió a sus parientes, en 1987.
En Costa Rica sobrevivían trabajando como peones en fincas, y buscaban la forma de llegar al lugar donde les podrían dar asilo político en su calidad de desertores del Servicio Militar y donde consideraban estaba la buena vida: Miami. Al menos dos grupos de familiares ya habían llegado allá como polizones en los barcos cargueros que zarpan de Puerto Limón, Costa Rica, y les daban los detalles del viaje: es duro, se trata de pasar escondidos 72 horas, sin alimentos ni bebida, a veces en temperaturas extremas, y bajo el riesgo de que los descubran y, según la tripulación, los traten con consideración y los entreguen a las autoridades en el puerto estadounidense o los maltraten, devuelvan e, incluso, según algunas noticias que corrían, los echen al mar para deshacerse de la carga indeseable.
En este punto es importante explicar que la mayoría de legislaciones portuarias del mundo establecen fuertes multas a los buques que lleven polizones, por lo que los barcos extreman los cuidados para evitar los pasajeros furtivos y se molestan mucho cuando los descubren.
Los jóvenes nicaragüenses no se detenían mucho en las advertencias y más bien leían embelesados las cartas de sus primos donde les contaban la buena vida que llevaban en Estados Unidos, y les brillaron los ojos cuando les dieron la clave para lograrlo: un coyote de Puerto Limón, al que llamaban Matamoros, hacía esos trabajitos por 500 dólares por polizón que montara.
Vendieron todo lo que tenían, renunciaron a sus trabajos, consiguieron otro dinero con remesas familiares desde Miami y así llegaron a Puerto Limón, donde vagabundearon durante dos semanas a la espera del barco que les indicaría Matamoros. Comían poco, dormían bajo los camiones, y hedían por la falta de baño, la ropa sin cambiar y el aceite que se echaban para parecer mecánicos y despistar a los guardas. Una vez, incluso, los echaron a medianoche de la pensión donde se habían alojado debido a las quejas de los otros huéspedes por el hedor que salía del cuarto una vez que se quitaban los zapatos para dormir. “Váyanse por favor”, les pidió firme la dueña.
A su manera, Matamoros cumplió. El Boa Strait zarpó en la noche del 24 de marzo de 1988 llevando como polizones a los tres jóvenes nicaragüenses, y a un costarricense, Guillermo Solano, quien se unió al grupo en el último momento.
En el escondrijo donde se colocaron, la oscuridad era total. La sed, el calor y la inmovilidad los atormentaba. A los tres días, cuando estaban por desfallecer, la luz de una linterna les golpeó en la cara. A duras penas distinguieron dos rostros orientales que los observaban asustados y se alegraron porque pensaban que ya terminaba el sufrimiento. Se alegraron incluso cuando vieron a un grupo mayor de marineros coreanos que se cuadraban en posición de kung-fu armados de tubos y cuchillos mientras daban gritos incomprensibles.
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Los hermanos Moreno viven ahora en Muy Muy, y el primo Moncho en La Trinidad. Regresaron en 1991 a Nicaragua. Aprendieron a hablar portugués. Lenar se casó con una brasileña, con la que ha procreado tres hijos. Y escribió un libro que se publicó originalmente en portugués, en Brasil, sobre las vicisitudes que vivieron después que los marineros coreanos los descubrieran hace 25 años escondidos en aquella bodega.
“Cuando salimos de la bodega, toda la tripulación nos esperaba. A medida que íbamos saliendo nos agarraban de la camisa para que nos sentáramos. Era como la una de la tarde. No aguantábamos los rayos solares sobre nuestros rostros y nos cubríamos con las manos porque nos ardían los ojos y nos sacaban lágrimas. Nos quitaron 717 dólares que llevábamos y al tico, Guillermo, le quitaron un cordón de oro”, relata Lenar.
Los coreanos les gritaban excitados algunos y furiosos otros, como si los desmadejados muchachos pudieran representar algún peligro para ellos. Los jóvenes hacían señas que les dieran de comer y beber algo, pues ya tenían unas 72 horas sin alimentos ni agua, pero solo recibían gritos y amenazas.
—¡Santa María! —es la única expresión que lograban reconocer entre la vocinglería, y siempre que alguien la pronunciaba iba acompañada de gestos con las manos como de “echarlos al mar” para que se los comieran los tiburones. Al poco tiempo llegó el capitán del barco, calmó a la excitada tripulación y ordenó que los llevaran a una pequeña habitación, un baño abandonado, de unos dos metros cuadrados, donde para su desgracia no salía una gota de agua de los grifos y hacía un calor infernal por estar al lado del cuarto de máquinas.
“Poco a poco sentimos aquel vapor caliente que quedaba preso en aquel cubículo. Nos imaginamos que los coreanos nos habían metido en aquel lugar para que nos muriéramos asfixiados y verse libres de nosotros, porque una vez muertos nos tiraban al agua y la historia terminaba. Empezamos a pedir auxilio. Gritábamos todos juntos para que el grito tuviera más fuerza”, añade Lenar.
Después de varias horas sin agua y ahora sin aire, sienten que van a morir. “Nos arrodillamos los cuatro, en círculo de oración. Le pedimos a Dios un milagro. Le prometimos servirle si nos salvábamos, porque éramos bastante libertinos, nos gustaban los tragos”, relata. “Y cuando terminamos de orar, la mano de Dios, nos llegan a abrir la puerta creyendo que ya estamos muertos y se asustan al vernos vivos”.
En ese momento estaban llegando al puerto. Al verlos desfallecidos en sus sudores, les tiran baldes de agua fría y por primera vez les dan agua para beber. Comida no.
“Nos sacaron del cuarto. Entre ellos se hacían señas que nos echaran al mar, nos metían la cabeza en el balde con agua y nos pateaban. Ahí fue cuando llegó el capitán y les dijo que pararan. Parece que era buena gente. Yo creo que si no ha llegado el capitán nos hubieran echado al mar”, dice Norman.
Los llevaron a otro cuarto. Era una sala de reuniones, con mejores condiciones. Tenía una mesa larga y dos sillas, pero todo estaba empernado. Había una ventana y desde ahí los polizones podían ver el agua. “Nos amarraron a los cuatro con cables de pies y manos, y nos mancornaron unos con otros. Nos dijeron que si estábamos gritando nos iban a matar. El tico les dijo: ¿Qué les pasa? ¿Acaso somos caballos? Y uno de ellos le dio con un tubo y le rajó la cabeza”, relata Norman.
Ese día el barco llegó al puerto, no de Miami como los nicas creían y donde los esperaban sus familiares, sino a Tampa, Florida. Ahí es donde se pierde el contacto con la familia y pasan a ser “desaparecidos”.
En cuestión de horas, el Boe Strait se cargó con fertilizante, mientras los polizones esperaban impotentes y maniatados, y en la madrugada zarpó. En ese momento, los sacaron a la plataforma del barco para que divisaran la ciudad que se alejaba. Al día siguiente, los desamarraron y les permitieron andar libres por cierta parte de la plataforma. “Delegaron a uno que se hiciera cargo de nosotros. Era el que se veía más malo de todos, y se manejaba con un cuchillón y un tubo”, dice Lenar. Pero había otro marinero coreano que era “buena gente” y por medio de señas intentaba comunicarse con ellos y parecer amigable. Es a través de este marinero “buena gente” que logran saber el país al que se dirigían ahora y el tiempo que durará este viaje: Colombia, siete días.

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El 11 de abril de 1988, el Diario del Caribe, de Colombia, informaba que “cuatro polizones, tres de Nicaragua y uno de Costa Rica, escaparon de una embarcación coreana procedente de Tampa, Estados Unidos, que llegó ayer a Barranquilla”.
La noticia causó revuelo en el puerto. Cuatro sujetos demacrados y barbudos habían sido llevados a las oficinas de Policía Portuaria después de haber sido rescatados del buque Boe Strait, donde los tenían secuestrados.
Hasta ese momento, los polizones habían cumplido 17 días en los que solo habían comido un huevo entre los cuatro, un poco de pan, y una manzana cada uno. El huevo se los llevó el marinero coreano “buena gente”, como al décimo día del embarque. Y las manzanas se las dio el capitán, una a cada uno, cuando los famélicos jóvenes lo abordaron pidiéndole comida mientras este hacía ejercicios en la cubierta del barco. “Las quijadas estaban duras. No podíamos morder la manzana. Estábamos como ensarrados. Como a los 12 días volvió a llegar el chinito con un pan mohoso. Le quitamos lo verde y nos lo comimos”, cuenta Lenar.
Los polizones eran un espectro caminando a rastras por la cubierta. La mayor parte del tiempo ni podían caminar y pasaban tirados en la mesa y las sillas. Tenían alucinaciones y el estómago pegado al espinazo.
Supieron que iban a llegar a un puerto cuando notaron que la tripulación retomó las medidas de seguridad con ellos. Los recluyeron nuevamente en la habitación y reforzaron la ventana con cables de acero.
La nota del Diario del Caribe da cuenta que “el jueves siete de abril la embarcación coreana hizo su arribo a Colombia por el puerto de Santa Marta. Allí permaneció día y medio y siguió hasta esta capital. (…) A las cinco de la tarde lo cuatro jóvenes retenidos en uno de los camarotes de la nave comenzaron a forzar una de las escotillas que al final logró ser abierta”.
—¡Somos de Nicaragua y nos tienen secuestrados! —gritaban cuando supieron que estaban en un puerto—. Somos tres nicaragüenses y un costarricense y no estamos muriendo de hambre, por favor ayúdennos.
“Los vamos a rescatar”, oyeron que les dijo una voz en español, por fin.
“Oíamos los mazos y nosotros alegres ya. Nos decíamos que no hiciéramos bulla porque había marineros cerca. Para ese momento ya nosotros no nos podíamos poner de pie casi”, cuenta Norman. Sin embargo, de repente se hizo silencio y ya no se oyó más el mazo y “nos empezamos a preocupar porque ese barco podía descargar rápido y zarpar quién sabe para dónde. África, Asia… Era el momento de vivíamos o moríamos”.
Decidieron hacer un esfuerzo propio e inverosímil para abrir la escotilla. Comenzaron a usar los cuchillos y tenedores que les llevó el coreano con el huevo. Cortaron el plástico que cubría el cable, y luego con los tenedores fueron quitando hilo por hilo, en un trabajo de días, hasta liberar los pernos que sujetaban la ventana. Por la ventana de apenas unos 30 centímetros de diámetro, y amarrado de un mecate echaron al costarricense, quien se ofreció para salir de primero y dar aviso a las autoridades. Los riesgos de morir en la operación eran altos por la altura del tamaño de un poste de luz desde el que debían descender y porque, una vez en el agua había que nadar unos cien metros para llegar a la orilla. Poco después del tico, le siguió Lenar, pero cuando este llegó a la orilla ya venía el costarricense con cuatro policías al rescate.
Parecía este el final feliz de la historia. Sin embargo, pocas horas más tarde, los desafortunados polizones estarían siendo regresados al mismo barco y llevados a otro destino. Esta vez, Brasil.
En Barranquilla, el grupo fue llevado a las celdas del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), donde si bien recibieron un buen trato —comieron, bañaron y descansaron, dieron entrevista a los medios—, decidieron que no podían permanecer en el país y debían regresar al barco del que habían escapado. En las afueras de la delegación se había congregado una muchedumbre solidaria, que reclamó, y algunas lloraron, cuando los policías armados de fusiles llevaban a los muchachos al puerto. Anochecía en Barranquilla cuando los cuatro subieron de nuevo al Boe Strait, que pronto estaría saliendo para Brasil.
Las condiciones, sin embargo, habían cambiado ya. La policía colombiana obligó al capitán del barco a firmar un documento en el que se responsabilizaba por la vida de los cuatro polizones, había obligado que se les devolviese el dinero y las pertenencias que les habían quitado, y habían logrado comprar una bolsa de víveres. Antes de zarpar, el consulado costarricense reclamó a Guillermo Solano y quedaron solo los tres nicaragüenses en el barco. Aunque los coreanos les quitaron luego los víveres comprados, recibían con regularidad algunas raciones de alimentos.
A los nueve días de viaje, estaban en el puerto Belén-Pará, donde ya los esperaba la policía brasileña. Otra vez parecía que estaba terminando la historia. Lloraron mientras se alejaban del barco en la lancha de la Policía. Luego serían deportados a Costa Rica, les dijeron. La deportación quedó fijada para el 2 de mayo.
La ruta a seguir en avión era del aeropuerto de Belén a Manaus, de Manaus a Panamá y de Panamá a Cosa Rica. Siempre escoltados por policías. Llegaron hasta Panamá. En este país las autoridades de Migración no los dejaron bajar del avión para ir a Costa Rica, por una razón legal: ellos eran nicaragüenses y no tenían documentación para permanecer en Costa Rica. Fueron regresados a Brasil, donde permanecerían tres meses en prisión, para finalmente obtener el asilo político que les permitió trabajar, y a uno de ellos hasta casarse en ese país.
En algún momento, la Embajada de Nicaragua reclamó a los compatriotas, pero ellos se negaron a regresar al país del que huían.
—Por favor, no nos regresen a Nicaragua, ahí somos muertos porque somos desertores —imploraron a las autoridades.

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Ahora hay una familia Moreno Aragao en Muy Muy, Matagalpa. Tienen hijos. Nubia Aragao conoció a Lenar Moreno luego que el nicaragüense llegara a dar su testimonio a la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Belén, donde ella asistía. Tenía 17 años para entonces.
“Todo mundo quería escuchar esa historia, porque en Brasil no hay muchas historias como esa. La gente se conmovió mucho”, dice Nubia Aragao. Contando esta historia es que Lenar llegó a casa de los Aragao y comenzó el noviazgo con Nubia. Al año se casaron.
Esta historia termina cuando doña Violeta Barrios de Chamorro derrota a Daniel Ortega en las elecciones de febrero de 1990. La guerra comienza a desmontarse. El Servicio Militar es abolido. Y los exiliados comienzan a regresar. Norman Moreno vio en Belén, Brasil, un periódico que anunciaba lo que creían imposible: el fin del gobierno sandinista.
Los tres polizones regresaron a Nicaragua en 1991. Lenar, de 20 años; Lenín, de 13, y Renato, de 6 meses, todos Moreno Aragao existen, paradójicamente, por el drama que les tocó vivir a estos tres jóvenes nicaragüenses hace 25 años. Un drama que Lenar Moreno relató minuciosamente en un libro y que los tres ellos acostumbran contar en las ruedas familiares. Entre chistes. Y, de vez en cuando, una que otra lágrima.
Cuatro jóvenes y un destino
En 1990, Lenar publicó en Brasil, y en portugués, el libro Cuatro jóvenes y un destino, que narra el periplo que vivieron como polizones. La edición tuvo buena acogida y se agotó rápidamente, según dice Moreno.
En Nicaragua, se imprimió una edición en español en 1995.
“En este volumen el lector comprenderá cuánto el ser humano puede dar por su vida, arriesgando para salvarla no de un lecho en el hospital, más bien sí de una guerra civil en un país en conflicto”, explica el autor.