Andrea Castillo Moreno fue una niña común con pasatiempos comunes, salvo por una pequeña diferencia: podía volar aviones
Por Amalia del Cid
A una edad en que la mayoría de los adolescentes solo sabe andar en bicicleta, Andrea Castillo Moreno aprendió a volar. Tenía 13 años cuando su padre la dejó tomar por primera vez el control de un helicóptero. Despegaron por la mañana, rumbo al cielo de Tipitapa, y antes de ponerla al mando, Juan Castillo ensayó vuelos rasantes, vuelos en picada, inclinaciones laterales pronunciadas, desplazamientos al estilo cangrejo, autorrotaciones y otras acrobacias, con la intención de espantarle a su hija la idea de ser piloto. No lo consiguió. Por eso podemos contar esta historia.
La carrera de piloto es demasiado costosa y cuando la pequeña Andrea dijo que no le interesaba la universidad ni ningún otro oficio que no fuera el de volar aviones, Juan Castillo decidió ponerla a prueba para asegurarse de que todo el sacrificio valdría la pena. Debía someterla a condiciones difíciles y aprovechó uno de sus vuelos de instrucción para medirle los miedos de pirueta en pirueta. Se suponía que la niña iba por lo menos a asustarse un poco, pero los cálculos del papá fallaron rotundamente: a cada maniobra se entusiasmaba más y acabó tomando el mando izquierdo, bajo la supervisión y las orientaciones paternas.
“Yo prefería haberle comprado un carrito de hot dogs para que fuera a vender. Me hubiera salido más barato”, bromea su padre, piloto ocotaleano formado en la Fuerza Aérea durante la guerra de los ochenta. Pero “ella se bajó del helicóptero más convencida, y yo también. Me tenía que probar que valía la pena la gran inversión que teníamos que hacer y me di cuenta de que realmente le gustaba y que tenía habilidad para eso, estaba contento y me puse a buscar recursos para poder ponerla a volar”.
Para el año 2007, Andrea ya era considerada la piloto más joven de Nicaragua y una de las primeras mujeres en volar aviones comerciales en el país. Tenía 16 años. Casi una década más tarde los aviones siguen siendo su vida. El cielo su casa. Su meta, volar un jet. De aviones habla con su papá. Aviones mira en la televisión. Y en el mundo de los aviones conoció al hombre con el que se casó. Lleva acumuladas 4,800 horas de vuelo y lo único que la ha detenido en tierra es el hijo que nace este abril.
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A los 11 años Andrea se contagió del virus de la aviación, o quizás lo traía de nacimiento, cuando miraba a su papá con el uniforme de la aerolínea nicaragüense La Costeña, que a sus ojos nada tenía que envidiarle al traje de Supermán. Juan Castillo, su padre, pescó el mismo virus en su niñez, cuando al hogar de su familia, en Ocotal, Nueva Segovia, llegó una tía huyendo del caos de la Managua posterremoto. La tía llevó la novedad de las enciclopedias y en las enciclopedias aparecía la novedad de los aviones.
Sin embargo, la familia Castillo era pobre y en la década de los setenta parecía imposible que Juan pudiera estudiar aviación. Pero llegaron los años ochenta, la revolución y la guerra, y el muchacho logró colarse en la Fuerza Aérea. “Fue un proceso bien difícil. Llegamos como 340 a querer ser pilotos a la Academia del Ejército y de esos 340 solo quince salimos de ahí”, cuenta. Él formó parte del grupo de los MiG-21, hombres que fueron enviados a Rusia para aprender a volar los famosos bombarderos supersónicos que el gobierno sandinista planeaba traer al país.
“Como nunca vinieron los aviones esos a Nicaragua, a partir de 1986 nos pusieron a volar helicópteros y pasamos toda la guerra así. Desde entonces me quedé volando helicópteros, pero al salir de la Fuerza Aérea volé en La Costeña, por cinco años, los mismos aviones que vuela Andrea”, comenta. La aviación, por supuesto, le apasiona y tiene mucho que contar, pero se entusiasma más cuando el tema es su hija. Siempre ha estado orgulloso de ella, dice.
Estuvo orgulloso, por ejemplo, cuando a los 16 años Andrea voló sola por primera vez. Y también cuando, a los 19, ingresó oficialmente a las filas de La Costeña. La vio ahí, jovencísima y menuda, en medio de “un montón de excompañeros de la Fuerza Aérea” y supo que valieron la pena los cerca de 58 mil dólares que él calcula se invirtieron en los estudios de la muchacha, que duraron tres años.
Andrea empezó a aprender aviación a los 14 años y a los 15 ya tenía sus primeras seis horas de vuelo. Las hizo cuando todavía estaba en la secundaria y, naturalmente, sus compañeros de clase la consideraban un espécimen bastante extraño, pero interesante. “Era raro para mis amigos y mi familia. Como toda adolescente me gustaba ir a fiestas, salir, pero siempre estuve más enfocada en la aviación”, cuenta la joven, hoy de 26 años.
Como no había culminado la secundaria no podía obtener la licencia de piloto privado, pues el título de bachiller era un requisito básico. Aun así llegó de oyente, hizo pruebas y salió a volar, con un instructor, en un pequeño Cessna 150.
“La primera vez que volé me llevó mi papá. Se quedó esperándome en tierra y yo me fui con el instructor. ¡Fue tan bonito!”, recuerda. “Desde que uno comienza el instructor te va familiarizando y te presta el avión para que vos lo sintás. Es algo increíble”. En esos emocionantes días su abuela le regaló un avioncito de metal y Andrea empezó a usarlo para simular vuelos y repasar lo aprendido en sus clases prácticas. Hay fotos de la época y en ellas —bien dicen que las apariencias engañan— se le ve como a cualquier niña que se divierte con un juguete.
A los 16 años, diploma de bachiller en mano, finalmente pudo sacar su primera licencia. Lo hizo en la Academia de Enseñanza Aeronáutica de Costa Rica, donde para entonces trabajaba su papá. A las 50 horas de vuelo le entregaron su licencia de piloto privado y aunque todavía no sabía manejar un carro, oficialmente podía volar.
Esa licencia no le permitía hacer vuelos fuera del país, así que al año siguiente dio otro gran paso: obtuvo su licencia de piloto comercial en El Salvador y sacó un curso de instrumentos bimotor. Allí hizo 160 horas de vuelo, una o dos diariamente, para no acumular más estrés del necesario. “Te enseñan a despegar y a aterrizar, a hacer maniobras en el cielo, como virajes de 360 grados, una rueda; a hacer descensos y ascensos. Salís del aeropuerto y volvés a aterrizar. Hacés rutas con el mapa, aprendés a utilizar los instrumentos, a conocer el avión”, describe Andrea.
Recuerda perfectamente la primera vez que voló sola en el curso de piloto comercial, pues una tradición no escrita manda que ese día se rape la cabeza de los debutantes y que se les unja con aceite quemado, como si se tratara de una bíblica bendición, para que sean buenos aviadores. A ella no la raparon. Cada compañero cortó un mechón de pelo y se lo dejaron hasta las orejas. Andrea, quien no cabía en sí de alegría, sintió la “cabanga” por su cabellera hasta la mañana siguiente.

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Cuando salió de El Salvador, Andrea estaba lista para ir a tocar las puertas de La Costeña, pero cuando lo hizo, a los 18 años, se enteró de que se pedían dos requisitos que ella no llenaba: que tuviera al menos 500 horas de vuelo y mínimo 21 años de edad. Lloró como pocas veces lo ha hecho e imaginó un panorama terrible: ella pasando los siguientes años de su vida lejos de los aviones, después de haber trabajado tanto.
No solo había recibido clases prácticas, también había estudiado aerodinámica, geografía, estadísticas, matemática, meteorología, mecánica e instrumentos de vuelo, entre otras materias que son elementales para sobrevivir allá arriba. Además, su papá había pasado un buen tiempo comiendo “solo frijoles” para poder cubrir el tremendo costo de la carrera, según cuenta él mismo.
Para Juan Castillo, pocas cosas son más feas que las deudas, así que evitó tomar préstamos. Lo que hizo fue aumentar su carga de trabajo, hacer más vuelos privados, dar más clases de instrucción. Empezaba a las 6:00 de la mañana y terminaba a las 9:00 o 10:00 de la noche, recuerda. La aviación definitivamente es una carrera cara. “Había que pagar la gasolina del avión (en los vuelos de práctica), el instructor de vuelo, las horas teóricas, los libros, los manuales, todo es caro”. Y todo eso pagó la familia de Andrea, pero ahora ella no podía volar.
Por fortuna su sufrimiento no duró mucho. El caso de la joven piloto sentó un precedente y cambió la manera en que en La Costeña se hacían las cosas. La aerolínea realizó una enmienda a su manual general de operaciones para poderla contratar, afirman Andrea y su papá.
A la corta edad de la nueva piloto se sumaba su tendencia a “comer años”. Tenía 19, pero aparentaba dos menos, y no faltó quien sintiera recelos al mirarla en la cabina del avión. Por otro lado, de vez en cuando el machismo se asomaba en las palabras de algún pasajero que nunca había visto una mujer piloto. Pero eran muchos más los que, por las mismas razones, se tomaban fotos con ella.
La edad de Andrea nunca fue un problema para sus padres. Es cierto que su mamá, Patricia Moreno, se preocupaba y la llamaba por teléfono para saber si todo iba bien; pero eso es algo que todavía hace, sobre todo cuando hay mal tiempo y parece que el cielo se va a caer. También es verdad que su papá la puso a prueba antes de dejarla volar y que le habría gustado que hiciera carrera en tierra firme, pero dice que nunca se puso nervioso “porque ella siempre ha sido estudiosa y disciplinada”. “Yo sabía lo que ella andaba haciendo, porque el que no sabe lo que anda haciendo allá arriba, se muere”.
Los accidentes aéreos son muy poco frecuentes. Más comunes son los “incidentes” o fallas menores. “Alertas que te hacen regresar o ir buscando un terreno para aterrizar de emergencia”, explica Andrea. Entre muchas otras, hay alertas por temperatura alta, por presión baja, por nivel de aceite o porque alguno de los instrumentos elementales está averiado. La aviación “tiene muchos más riesgos” que los medios de transporte terrestres, señala, porque si se presenta un problema en tierra “podés resolverlo aquí”, en cambio “allá arriba solo son vos y tu avión”.
“A veces me ha dado miedo pensar en los vuelos de noche, cuando vamos volando, que si pasa algo vas en un avión que tiene un solo motor, que no ves nada porque hay un mal tiempo terrible y si se te apaga el motor en ese momento, no sobrevivís”, confiesa. “Los aviones pueden planear y uno tiene una lista de emergencias en un manual que memorizamos, pero hay escenarios en los que no podés hacer nada. Vas en mal tiempo, es de noche, en terreno montañoso, se te apaga el motor y solo podés intentar poner el avión en una montaña”.
Tampoco es que se presenten incidentes a cada rato, aclara la piloto, por algo el avión sigue siendo el medio de transporte más seguro del planeta. Pero, en general, cuando ocurre una falla mecánica o humana grave, el resultado “es catastrófico”. Se estima que cerca del 90 por ciento de los accidentes aéreos se produce debido a errores humanos, de ahí que sea tan importante que el aviador tenga la mente y las emociones en su sitio.
En la actualidad Andrea conduce un Grand Caravan 208B de más de nueve mil libras de peso, que vuela a 12 mil pies de altura y tiene capacidad para 12 pasajeros. Son los aviones de La Costeña que, entre otros destinos, van a Bluefields, Corn Island, Honduras y Costa Rica. Ella es copiloto. “El capitán y yo tenemos las mismas responsabilidades. Por ejemplo, si vamos a Corn Island yo llevo el avión y él lo trae”, señala. “En caso de tomar decisiones difíciles le toca al capitán, que tiene más experiencia. Pero si él se incapacita, yo tengo toda la potestad de tomar decisiones”.
Con una responsabilidad así a cuestas, Andrea no puede llegar desvelada ni aturdida ni vacilante. Debe dejar los problemas en tierra y ser toda concentración, por eso hace un tiempo ella y Danny Barrera, su esposo, se hicieron una promesa: nunca irse a trabajar con enojos pendientes. “Siempre nos arreglamos el mismo día. Antes de irnos a volar”, cuenta él. “Es que sabemos que nos vamos pero no si vamos a volver”.
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Danny Barrera y Andrea se conocieron en una fiesta de pilotos. Una de esas tertulias gremiales que se desarrollan en la jerga común y se aderezan con hazañas que son mitad verdad, mitad imaginación. “Cualquiera que no sea piloto se aburriría”, dice ella. “Es como una plática de médicos”, pero en lugar de pacientes y tomografías se habla de vientos y vuelos, y algunos pilotos aprovechan la ocasión para presumir de las maniobras que son capaces de hacer o de las horas de vuelo que pueden acumular en un día.
En ese ambiente los presentaron, hace poco menos de dos años. Ella piloto comercial. Él piloto agrícola. Platicaron un rato y se cayeron bien. Había química. Entonces intercambiaron números de teléfono.
Danny trabaja en la empresa de su familia, que se dedica a la fumigación con avionetas y cubre el occidente del país. Le gusta que su esposa sea piloto, como él. Así se entienden en la jerigonza de los aviadores, que ellos prefieren llamar fraseología. Se levantan de madrugada, él a las 3:30, ella a las 4:00, para ir a trabajar. A las 5:00 él ya tiene que estar sobre los cañales. A las 6:00 ella debe estar despegando en el aeropuerto. Y al regreso, como cualquier otra pareja, se platican los acontecimientos del día. Se cuentan si había mal tiempo, si el despegue esto y el aterrizaje aquello, si tuvieron viento de cola, de izquierda, de frente... Y se dan consejos de piloto a piloto.
Hablan de aviones todo el tiempo. En los ratos libres ven en internet documentales sobre jets acrobáticos. Y ríen con complicidad cuando en las películas de acción el protagonista, que nunca ha volado un avión de juguete, puede tomar el control de una aeronave que se precipita a tierra.
Este mes llega su primer hijo, Diego Alexander, quien tendrá las iniciales de todos los hombres de su familia: DAB. ¿Será piloto? “No se lo vamos a imponer, será lo que él quiera ser... Pero ya tiene su cuarto lleno de aviones”, dice Andrea. Y ríe.

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Desde la cabina de un avión las estrellas fugaces se miran “más cercanas y más brillantes”; los volcanes, inofensivos, y el arcoíris parece alcanzable, “como si se pudiera volar a través de él”. Allá arriba es más fácil hallarle forma a las nubes y Andrea encuentra dinosaurios, corazones, osos, cachorros. Lleva más de diez años volando y la experiencia le sigue pareciendo “increíble”.
Durante sus vuelos toma fotos de volcanes y paisajes nocturnos, de los arcoíris que la “persiguen” y de la sombra de su Grand Caravan en las nubes. Le gusta decir que su “oficina” es el cielo y que estando ahí ella tiene forma de avión. “Es increíble saber que es uno quien está llevando una máquina que puede volar. Al inicio es algo extraño entrar en las nubes. A tu alrededor no ves más que blanco, es una sensación extraña con el cuerpo y tendés a desorientarte, pero para eso están los instrumentos. Son tus ojos, te dicen altura, velocidad, posición, aprendés a confiar en ellos y te sentís superseguro”, cuenta.
Por un corto tiempo, debido al nacimiento del niño, no habrá “oficina”. Hace un par de meses Andrea dejó de trabajar porque ya le afectaba la altura y el estrés del vuelo, pero al regresar, en junio, retomará el sueño que ha venido persiguiendo desde que se inició en la aviación: volar un jet. “He metido currículo y solo estoy esperando que me llamen”, dice. “Estoy lista para volar”.
En un jet de 150 pasajeros volará a 36 mil pies (casi 11 kilómetros), tres veces más alto que en un Grand Caravan. Pero eso no la intimida porque “los principios de vuelo son los mismos” y solo cambian las características del avión. Además, las aerolíneas generalmente piden 1,200 horas de vuelo a los pilotos que aspiran a conducir un jet. Y ella, ya lo dijimos, tiene 4,800.
Pese a tanta experiencia, nunca estuvo tan nerviosa como hace un año, durante un viaje de Tegucigalpa a Managua. Ese día su padre iba de pasajero y ella quería que el despegue le saliera bonito, que el vuelo fuera suave y el aterrizaje limpio.
“Yo viajo a Honduras a renovar mi licencia, estaba en Tegucigalpa y no sabía quién era el piloto que venía a Managua. Cuando vi a Andrea en la pista sentí una gran emoción. Filmé todo el vuelo. Ella venía nerviosísima, pero lo hizo todo bien, a pesar de la turbulencia lo hizo perfecto”, relata Juan Castillo.
En tierra la vida ya separó sus caminos, ella ya no es una niña y pronto tendrá su propia familia; pero en el cielo, sin buscarse, se siguen encontrando. A menudo se hallan en la frecuencia de comunicación. Él en su helicóptero. Andrea en el Grand Caravan. Intercambian saludos y sus colegas se quedan diciendo “qué bonito”.
—Hola, papi, cómo está. ¿Para dónde va? —pregunta ella.
—Voy a tal lado, ¿y vos? —responde él.
—Voy en la misma ruta.
—¿Cómo está el tiempo?
—El tiempo está así y así. ¡Buen vuelo, papi!
—Buen vuelo, hija.