A puño cerrado, de golpe en golpe buscaban la gloria, pero la vida les negó esa oportunidad. Harold Blas Amador, Marvin Hernández y José Miguel Morales, tres nicaragüenses que se encontraron con la muerte en el cuadrilátero
Por Dora Luz Romero
Diez rounds y la campana sonó, la pelea había terminado. Fue un combate intenso, fuerte, de esos en los que dos hombres aún cansados y golpeados se niegan a soltar ese pedazo de victoria que tienen en sus manos, se niegan a rendirse ante el otro. El boxeador aguantó golpes, era de esos luchadores que no flaquean, que ponen el pellejo incluso cuando ya no aguantan más. Pero al terminar la pelea, el boxeador caminó hacia su esquina, sudaba, respiraba fuerte, jadeaba, y de pronto mientras le quitaban los guantes se desplomó.
Aquella noche, en aquella pelea, el 8 de julio de 1970, el boxeador estaba solo. Ni uno solo de sus familiares había podido acompañarlo. José Miguel Morales, conocido como Joe Morales, había viajado a El Salvador y fue ahí que se enfrentó con el salvadoreño Héctor Cabrera. Tenía 20 años y ese día perdió el combate por decisión unánime.
Dos días antes de la pelea, su mamá, Teresa Morales, lo había acompañado hasta la esquina de la casa, ahí, en el barrio Larreynaga de Managua y lo despidió con un beso. Él solo le sonrió, moreno, flaco y nervioso, subió al carro que lo pasaba recogiendo para llevarlo al aeropuerto. Pensó que volvería victorioso.
A ella nunca le gustó que su hijo boxeara, le parecía un deporte demasiado rudo, pero él, terco y apasionado, no se detuvo. A ella no le quedó más remedio que apoyarlo y siempre que lo veía pensaba que quizás aquella pasión era una herencia de su padre que alguna vez fue boxeador.
La mañana después de la pelea, Joe Morales murió, a consecuencia de los golpes que recibió durante el combate. Luego, dirían los diarios, que viajó sin constancia médica y sin el permiso de la Comisión Nacional de Boxeo. Luego, dirían sus familiares, que le cambiaron al contrincante y le pusieron de frente a uno con un peso mayor. Luego, dirían los conocedores de la historia pugilística del país que se trata del único boxeador profesional nicaragüense que ha muerto en el ring.
La historia de Joe Morales bien puede tener otros nombres alrededor del mundo. Davey Moore, Benny Paret, Marco Antonio Nazareth, John Richard Owens, por ejemplo. De hecho, puede tener más nombres de lo que uno creería. Un estudio dirigido por el investigador alemán Hans Forstl calcula que desde 1900, el boxeo deja un promedio de diez muertes cada año.
En Nicaragua, además de Joe Morales, se conoce de la muerte de dos boxeadores amateur en los últimos años. Hay detractores y defensores de este deporte de combate, pero lo cierto es que hay quienes suben al cuadrilátero y les toca pelear su último round.
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Sin tregua, un ataque brutal, un hombre que se abalanza encima de otro como una fiera, con una lluvia de golpes, sin darle un solo respiro. El oponente que baja los brazos, que luce sin fuerza, que tiembla, que se desploma. Basta una búsqueda: boxeador muere en el ring, para que los videos aparezcan. Hay donde elegir.
Dos hombres que complacen a miles de espectadores y que al ritmo de ese brincadito sobre la lona se muelen a golpes.
Ese espectáculo sangriento y agresivo tiene su origen muchos años atrás, en la antigua Grecia, donde dos hombres se enfrentaban sin tiempo, sin rounds, sin reglas. La victoria llegaba cuando uno de los dos no podía continuar.
Pero ahora, insisten los expertos, el boxeo se ha humanizado, ya no es más esa batalla donde solo sobrevive el más fuerte.
“La intervención oportuna de un réferi puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte de un boxeador”.
Miguel Ángel Arcia, entrenador de boxeo.
“Es cierto que el boxeo es uno de los deportes de combate más fuerte, pero ahora está reglamentado, tecnificado”, asegura Guillermo “Polvorita” Martínez, quien lleva cuarenta años siendo entrenador de este deporte. Miguel Ángel Arcia, también entrenador, opina igual. Ahora, explica, se hacen únicamente 12 rounds, se usan guantes de ocho onzas y no de seis como solía hacerse. “Hay más protección”, dice.
Entonces, ¿por qué sigue habiendo muertes en el ring? ¿Por qué murió el blufileño Harold Blas Amador tras una pelea?
La noticia de esa muerte en septiembre de 2011 relata que el muchacho aguantó el primer round, pero en el segundo detuvieron la pelea porque lo notaron muy cansado. Vino un desmayo y le siguió la muerte.
La explicación de Martínez parece simple: “Hay riesgos que este deporte tiene por naturaleza, pero si un atleta no está bien preparado el riesgo es mayor todavía, los resultados son estos accidentes. Por eso yo digo que el entrenador que no conoce el riesgo del boxeo que no meta a los muchachos a eso”. Pero sí, reconoce, los riesgos de subir al ring son grandes. “Al boxeador se le prepara para que reciba golpes, siempre se espera que reciba poco, pero siempre recibe. Las lesiones son varias desde fracturas hasta lesiones en el cerebro. Los golpes más dañinos son a la cabeza y nunca se sabe cuál va a ser la consecuencia”, asegura.
Las muertes —menciona Miguel Ángel Arcia— también ocurren por irresponsabilidad, de los atletas, de entrenadores, de promotores, de los réferis. “Yo he conocido casos que con tal de llenar una cartelera a veces se busca a alguien que todo el mundo sabe que amaneció borracho, pero lo ponen a descansar y lo ponen a pelear. Esa persona puede morir”. También hay historias, dice, donde el réferi ve que un boxeador es maltratado, pero no suspende el combate por temor a la respuesta del público. “La intervención oportuna de un réferi puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte de un boxeador”.

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El teléfono de la casa de la hermana de Teresa Morales, que vivía a una cuadra, sonó temprano la mañana el 9 de julio de 1970. Al otro lado de la línea un miembro de la Comisión de Boxeo le avisaba la muerte de Joe Morales.
Teresa recién se levantaba, y corrió desesperada cuando le llegó la noticia. Su hijo, el mayor de todos, muerto en El Salvador. Le costaba creerlo y lo único en lo que encontró fuerza fue en la oración. “Yo solo quería que me trajeran a mi hijo, quería verlo y enterrarlo aquí”, cuenta ahora esta señora de 85 años.
Joe Morales regresó a Managua en una caja, su mamá fue por él al aeropuerto y así como lo había despedido lo recibió, con un beso, esta vez entre lágrimas.
“Por treinta dólares perdió la vida Joe Morales”, se titulaba el artículo publicado en el diario Novedades con fecha el 12 de julio. Menos del salario mínimo de la época, explicaba la nota, fue lo que le dieron por aguantar golpes durante diez rounds.
En los párrafos siguientes se lee que el boxeador viajó a El Salvador sin permiso médico y sin autorización del comisionado profesional de boxeo. Y así quedaba la historia, sin responsables, sin explicaciones, un boxeador más en la lista de los fallecidos.
En la casita pintada de naranja en el barrio Larreynaga de la capital, Teresa Morales y sus tres hijos intentan explicar por qué murió su familiar. “Hubo una mala jugada porque él iba contratado con otro de su peso, él pesaba 110 libras, no sé qué falló que no salió y lo pusieron a pelear con otro de peso mayor”, explica la madre. Marvin, su hijo, la escucha y agrega que no es culpa del deporte, sino que hay organizadores “que se tiran las trancas”, que no cumplen con la normativa y las consecuencias están ahí, en el dolor de su familia.
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No es fácil cargar con la muerte de un rival. Y eso bien lo saben boxeadores como el mexicano Gabriel Ruelas.
El 6 de mayo de 1995 se enfrentó al colombiano Jimmy García, quien falleció 19 días después por efecto de los golpes. “Yo lo maté, y si hay un Dios y un cielo, si aquí yo lo dañé, allá arriba le voy a decir que él me dañe y que me perdone”, dijo en una entrevista. Ruelas nunca pudo superar la muerte de su rival. Igual le pasó a Omar Chávez, hijo del famoso Julio César Chávez, quien peleó contra Marco Antonio Nazareth el 18 de julio de 2009. Cuatro rounds mandaron al hospital a Nazareth, quien luego de estar en coma murió. Chávez ha hablado de su retiro y en los medios se cuenta que visita psicólogos y psiquiatras para superar el trauma.
En Jinotega, Darwin Gutiérrez, un muchacho de 16 años, también lucha contra sus propios fantasmas. El 2 de marzo de este año Gutiérrez debutaba como boxeador amateur juvenil en El Cuá, Jinotega. Su rival era Marvin Hernández, de 20 años.
Ese día, cuenta el promotor de boxeo en Jinotega, Milton Rodríguez, en la Disco El Chele de El Cuá unas 300 personas esperaban el espectáculo. Sobre un ring de madera y de cuerdas de mecate forrado estaban Marvin Hernández y Darwin Gutiérrez. “Todo fue normal, dos muchachos muy valientes, fue una pelea fuerte, terminó, hubo empate y como a los veinte minutos me llaman que el muchacho se desmayó”, cuenta.
Esa noche, el papá de Darwin, Odonel Rodríguez, lo llamó varias veces para saber cómo había salido de la pelea, pero cuando escuchó a su hijo la piel se le erizó. “Papa fue empate, pero fijate que el muchacho con el que peleé está mal, se lo llevaron al hospital de Jinotega porque sufrió un desmayo al salir de la pelea”.
En ese momento lo único que pensó fue cómo es que él había cedido ante los pedidos de su hijo que quería ser boxeador. Era un deporte rudo, él lo sabía. Alguien saldría lastimado, él lo sabía.
Al día siguiente Marvin Hernández murió. Un médico forense confirmó que el boxeador falleció a consecuencia de “una lesión grave en el cerebro, más un edema cerebral”.
“Viera qué pesar me dio cuando supe que el muchacho había muerto, yo como padre pues me puse en el lugar de los papás de ese pobre muchacho”, cuenta Gutiérrez.
Desde ese día, a su hijo no se le habla de su trágico debut en el ring, para superar el trauma le ha tocado ir a un psicólogo, pero hay días que se le acerca y le dice que el rostro de su contrincante lo tiene ahí, clarito, solo basta que cierre los ojos.
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Cuarenta y dos años de la tragedia y no ha habido una sola persona que le explique a Teresa Morales qué fue lo que verdaderamente ocurrió con su hijo. Que le fracturaron el cráneo, que le dio un derrame cerebral, escuchó por ahí, pero sin certezas.
“A mí nunca me dijeron nada, nadie me vino a explicar”, dice. No buscaba culpables, insiste, simplemente alguien que diera la cara, alguien que pudiera contarle de aquella noche de julio, alguien que haya estado con su hijo y que le repitiera una y otra vez lo que había ocurrido en El Salvador.
La muerte de boxeadores en el ring, coinciden tanto críticos como seguidores del boxeo, es uno de los episodios más tristes que un ser humano puede presenciar, es ver cómo un hombre valiente, fuerte, intenso, enérgico, se desvanece. Es ser testigo de cómo un luchador que defendía a puñetazos su honor pierde la batalla.
Marvin Hernández, Harold Blas Amador, Joe Morales, engrosan la cifra de los boxeadores muertos en el ring. A ellos la vida no les dio una tregua.
“La responsabilidad es del atleta, pero también de la federación y de los entrenadores que tenemos que estar atentos y alertas para que no continúe habiendo muertes de jóvenes”.
Guillermo “Polvorita” Martínez, entrenador de boxeo.
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“El árbitro está para proteger”
Una decisión suya —reconoce el árbitro de boxeo Onofre Ramírez— puede cambiar el rumbo de una pelea. Para bien o para mal.
Lleva veinte años siendo réferi y para él lo más importante son dos cosas: apegarse al reglamento y proteger la vida de los boxeadores. En más de una ocasión le ha tocado parar una pelea en medio de un público que exige que el espectáculo no se detenga y de boxeadores que se resisten. “Lo que los fanáticos y los mismos boxeadores, entrenadores no saben es que lo que yo estoy haciendo es evitándoles a los deportistas una lesión, o algo peor como la muerte”.
“Uno ya tiene años de experiencia y mira que hay boxeadores en desventaja, que no tienen buena condición física, que están aguantando golpes, entonces uno lo que hace es parar la pelea, lo protege físicamente porque entre más golpes, menos vida deportiva tendrá”, asegura.
El árbitro —dice Ramírez— puede ser un factor decisivo entre la vida y la muerte de un boxeador, pero también hay factores como la mala preparación y la ausencia de un chequeo médico.
Ramírez es de los que observa a los boxeadores, habla con los de su esquina. Es de los que prefiere prevenir y detener una pelea antes de cargar con la muerte de un deportista.