Doña Miriam Argüello y la guerra más cruel de Nicaragua

Reportaje - 08.02.2019
Miriam Argüello

La diputada Miriam Argüello desciende de dos personajes que en su época fueron rivales a muerte y se enfrentaron en una de las guerras más crueles de nuestra historia. Sobre ellos se funda Nicaragua

Luis E. Duarte

Frente al pelotón de fusilamiento Manuel Antonio de la Cerda Aguilar solo tenía un deseo. Quería un habano. A sus 48 años ya había vivido lo suficiente y pese a que no conservaba nada de gloria, amarrado como un villano frente a sus enemigos, sus ojos claros mantenían el aire aristocrático con que llevó su vida.

Era una tarde cálida de noviembre en la plaza de la Villa de Nicaragua. De la Cerda llamó a sus tres hijos para despedirse, pero no a su mujer, quien ya le había advertido que terminaría así. Sonaron entonces las campanas de la plaza mayor. Era el anuncio de una condena a muerte y la llamada a los vecinos para dar testimonio del fusilamiento. El padre de los conservadores iba a morir, el timbuco, el primer jefe de Estado del embrión de una nación que rebelde se disputaba entre vecinos su anhelo de existir, mientras sus hijos se arrancaban la piel unos contra otros, esperaba su mala hora en el paredón.

Juan Argüello, el calandraca que representa el origen del liberalismo, ya había ganado el poder y capturado a su enemigo. Aceptó la mediación de la esposa del condenado, doña Apolonia del Castillo, pero, pese a su palabra, retrasó la diligencia que traía la orden de detener el fusilamiento.

La carreta nunca llegaría a su destino, porque también sería detenida por la panameña Damiana Palacios, quien había jurado vengar la muerte de su amante, el médico venezolano Rafael Ruiz Gutiérrez, a quien De la Cerda, el aristócrata granadino había ordenado fusilar porque tenía supuestos planes de anexar la Provincia de Nicaragua a la Gran Colombia.

—¿Se le ofrece un último deseo? —le pregunta el padre Pedro Avendaño para cumplir la cortesía que se le daba a los condenados.

—Quiero que me traigan un puro, una piedra de chispa, un eslabón de mecha y cinco pesos —susurró De la Cerda.

Un hijo salió corriendo para traerle el último deseo. Los habanos eran un hábito que se había ganado De la Cerda trabajando en Cuba cuando huía de la corona española años antes de la independencia. El hijo, Manuel Antonio de la Cerda y del Castillo, le trajo el doble de todo.

—¡Te dije uno! —le gritó el padre—. Hay que educarte bien mozalbete para que aprendás finalmente a obedecer.

—Acuérdese de los colombianos —le sugirió luego el sacerdote, esperando un arrepentimiento final por los hombres que había mandado a fusilar y por quienes lo estaban ahora condenando, entre otros crímenes de rebeldía y guerra.

—No es el momento para que usted me haga ese recuerdo, le aseguro que si mil veces me encontrara en caso semejante, mil veces mandaría a fusilarlos.

Y después de fumar, la tropa disparó. Dicen los libros de historia que fue a finales de noviembre de 1828, en lo que hoy llamamos Rivas. De la Cerda era el primer mandatario de esta nación. Murió con los ojos abiertos, dando él mismo la orden a los doce soldados que dispararon.

Diez balas penetraron su cuerpo y sus cenizas fueron dispersas porque nunca quiso una tumba, explica Miriam Argüello, política conservadora y actualmente diputada de la bancada sandinista, quien es tataranieta de De la Cerda, y, por esas curiosidades del destino, también tataranieta de Argüello. Los dos archienemigos. Tronco de las dos paralelas históricas: conservadores y liberales.

Retrato de Juan Argüello.

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Nadie sabe cuándo nació ni cuándo murió Juan Argüello. Era delgado, dicen, aunque uno de los pocos retratos suyos lo pinta gordo. Tenía los ojos negros y un paso sigiloso, como esos que tienen los gatos cuando andan cazando, describió el historiador Jerónimo Pérez a comienzos del siglo XX.

En la Granada colonial tal vez jugó con Manuel Antonio de la Cerda y compartió la misma misa, porque ambos eran católicos hasta no poder, tenían la decencia como norma y la vida entre el clero no les era ajena.

De la Cerda llegaría a ser paje y estudiaría con su tutor, el obispo Juan Félix de Villegas en León y Guatemala. Argüello, mientras tanto, fue alguacil de la Inquisición o dependiente de este tribunal y vistió hábito hasta que Tomasa Chamorro lo hizo su marido.

A pesar de su matrimonio y la pequeñez de esta ciudad, cuando las tropas napoleónicas entraron a España y las colonias temblaban, los Argüello se rebelaron en 1811 para separarse del imperio y eso significaba, entonces, rebelarse contra el poder de los Chamorro y Sacasa.

Juan Argüello había sido electo alcalde de Granada y junto a su familia, los De la Cerda y Marenco mantuvieron la rebelión pese a la oferta de amnistía que la mayoría de independentistas acogieron, menos las tres familias que solo lograron una derrota humillante ante los súbditos de la corona y terminan condenados a muerte.

Juan Argüello y Manuel Antonio de la Cerda fueron enviados a pie y encadenados a Guatemala para recibir la muerte, pero les perdonaron la vida y los llevaron a Cádiz para cumplir una cadena perpetua en el Castillo de San Sebastián. Los acompañó Telésforo Argüello, quien murió en esa prisión.

El politólogo Emilio Álvarez Montalván explica que fueron liberados con una amnistía de Fernando VII. Argüello se fue a Bahamas y pudo volver tranquilamente a Nicaragua. Las historias de Jerónimo Pérez y Aldo Díaz Lacayo explican que De la Cerda se fue a Suecia como lustrador y fabricante de zapatos durante dos o tres años, porque aprovechó el indulto para criticar al entonces gobernador de Guatemala, lo cual le trajo nuevos problemas políticos que lo obligaron a huir de inmediato.

De la Cerda abandonó Suecia y logró escabullirse del viejo continente en un barco que viajaba a Cuba, donde trabajó en una plantación propiedad de un terrateniente de apellido Aguilar, que resultó ser pariente de su madre.

Cuando decretaron la independencia de Centroamérica en 1821, De la Cerda volvió a Nicaragua y poco después a la guerra, la primera entre las mismas familias que encarnizadamente pagaban a indios y peones para mantener sus haciendas, las rutas comerciales y el poder de los cabildos.

"Comenzar con guerra civil selló al país, dejó la solución a base de violencia. Iniciar la vida pública así es lo que nos cuesta Nicoya y Guanacaste, incitada por Costa Rica", explica el politólogo conservador.

La guerra fue cruenta, dice Álvarez Montalván, los bandos reclutaban por la fuerza a los soldados y la situación fue tan desagradable que en Guanacaste y Nicoya se pusieron inquietos y empezaron a considerar la idea de separarse, no aguantaban los resguardos que llegaban para ponerlos presos si no iban al combate.

¿Y cómo estos dos amigos, con la misma formación, vecinos y parientes políticos, que comparten el mismo objetivo independentista y la misma calamidad, se convierten en enemigos a muerte?

El historiador Aldo Díaz Lacayo aseguraba que "el largo período carcelario que les tocó vivir entre criminales de toda laya hasta 1817 y las condiciones infrahumanas de la cárcel frustraron su vocación republicana, sufriendo ambos una profunda y contradictoria mutación de personalidad: por una parte experimentaron una regresión a su educación religiosa colonial oscurantista y supersticiosa y por la otra, desarrollaron un carácter desalmado y cruel".

La biografía de ambos escrita por Jerónimo Pérez explica que las diferencias empezaron desde el mismo barco hacia Cádiz y se hicieron graves por una letra, que en aquella época sería como una remesa, enviada por la familia Argüello al ya fallecido Telésforo.

La familia De la Cerda compró la letra a favor de Manuel Antonio, por lo cual ya no le dio nada a su amigo, aunque lo mantenía con trabajos artesanales que aprendió mientras era prisionero del rey, pues la monarquía los mantuvo juntos todo el tiempo.

De regreso en Granada, ambos caudillos participaron en la primera elección del jefe de Estado de la Provincia de Nicaragua, cuando se redactó la Constitución de la República Federal de Centroamérica de 1824, luego de terminar la aventura con el México de Iturbide.

Argüello era el favorito porque tenía el apoyo del popular Cleto Ordóñez, pero finalmente el militar creyó que De la Cerda era mucho más capacitado y dejó a su antiguo compañero de lucha como vicejefe.

Sin embargo, lo primero que hizo De la Cerda fue un decreto "prohibiendo todo lo que se podría prohibir, en los términos más brutales: desde la libertad religiosa y de reunión hasta los piropos callejeros de los hombres esquineros, pasando por el requerimiento de pasaporte para transitar al interior del Estado y la condena a muerte para quienes violaran las disposiciones del Decreto con relación a la cooperación con los rebeldes republicanos", describe el historiador Díaz Lacayo.

Esto le valió mucha oposición y De la Cerda se retiró a su hacienda cerca de Nandaime, llamada San Buenaventura, entonces Argüello se convirtió en el jefe de Estado de facto.

Nicaragua era una provincia dentro de la Federación de Estados Centroamericanos que apenas tenía unos 300 mil habitantes, repartidos en partes iguales por los departamentos de oriente y occidente, es decir, Granada y León.

Álvarez Montalván explica que los dos rivales tenían mucho arraigo porque era una época en que había pocos personajes ilustrados y capacitados para formar un nuevo Estado.

Cuando Argüello cumple su período en 1827, De la Cerda motivado por simpatizantes de las ciudades de Managua, Jinotepe, Rivas, Juigalpa y Metapa se proclama nuevo jefe de Estado, pero León y Granada lo rechazan.

Algunos historiadores consideran esta guerra como la más cruel de todo el siglo XIX. De la Cerda tenía a un oficial llamado "El Desorejador", cuyo nombre era Francisco Espinoza. Este personaje arrancaba las orejas de sus enemigos para contar la cantidad de bajas que había infligido. A su rival mientras tanto le apodaron Juan Combate, porque solo quería pelear.

Después de la muerte de De la Cerda, las tropas de Argüello capturaron a sus más cercanos colaboradores, quienes serían deportados a San Juan del Norte, pero aparecieron ahogados a orillas del lago, a donde los habían tirado con sus grilletes esperando que nunca salieran a la superficie.

Los personajes eran aún queridos entre ciertos sectores de la población e inculparon a Argüello, quien tuvo que huir a Guatemala, donde años después murió solo en un asilo indígena.

Retrato de Manuel Antonio de la Cerda.

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Manuel Antonio de la Cerda y Juan Argüello son tatarabuelos de la diputada Miriam Argüello. La historia familiar se repite gracias a la tradición oral, ya que el incendio de Granada de 1856 devoró todos los archivos.

Lo más curioso en estas historias de guerra es que dos nietos de los dos viejos enemigos terminaron siendo marido y mujer. Pío Antonio Argüello y Susana de la Cerda, también abuelos de la diputada conservadora, se casaron para terminar de cerrar un capítulo oscuro en la historia de ambas familias.

Su padre Humberto Argüello Cerda le contaba estas historias familiares y a la vez nacionales en lugar de cuentos, dice la diputada.

"Mi papá era muy político, murió a los 43 años y fue diputado conservador por dos períodos. Cuando nací en 1927 ya era diputado, no era muy explícito, pero las pocas veces que tenía oportunidad de estar cerca de él, cuando tenía cinco o seis años se enfermó y fue para mí una fiesta porque pude subirme a la cama todo el día y me enseñó a leer el reloj", recuerda.

—Papá, contame un cuento —le decía Miriam Argüello—, y me contaba de la época de mis bisabuelos, de la guerra Cerda-Argüello, todo eso lo escuché de boca de él en las oportunidades que tenía de estar junto a él.

—¿Qué mensaje hay en la historia de estos dos personajes?

—Después de dos siglos los nicaragüenses no aprendemos y seguimos los mismos errores.

—¿Cuáles errores?

—Todos. Las ambiciones de poder, los revanchismos políticos, las negaciones de libertades públicas, negaciones de derechos de los nicaragüenses...

Del patrimonio de ambos caudillos no ha quedado nada. Solo la historia y su ironía.

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