Mentiras de guerra

Reportaje - 10.04.2016
Foto/Reproducción de Barricada

En diciembre de 1982 el gobierno sandinista, indignado y furioso, atribuyó a un “ataque contrarrevolucionario” el desplome de un helicóptero en el que murieron quemados 75 niños indígenas. Años más tarde deberían reconocer su propia culpa en la tragedia

Por Tammy Zoad Mendoza M.

Ayapal, Jinotega. Nueve de diciembre de 1982. Un helicóptero militar se desplomó con 92 personas a bordo, la mayoría niños. La aeronave, que trasladaba indígenas desalojados de las comunidades fronterizas con Honduras hacia San José de Bocay, cayó de costado sobre la única puerta de salida, convirtiéndose en una fatal trampa para los ocupantes. Una explosión inició el infierno ahí dentro. Setenta y cinco niños murieron calcinados en lo sería posiblemente la mayor tragedia durante la década de los ochenta del siglo pasado.

El gobierno sandinista dirigió rápidamente el dedo acusador hacia la contrarrevolución armada. Bautizó a las víctimas como “Niños héroes y mártires de Ayapal” y el diario oficial del Frente Sandinista tituló en primera plana al día siguiente: “Sangre de 75 niños derramada en la montaña”. Reprodujo asimismo el comunicado oficial en el que se informaba del desplome, sin especificar las causas.

“Nada puedo decir, ¿qué voy a decir?, sino que quisiera arrancarme el corazón y poder decir a todo el pueblo de Nicaragua: aquí está el dolor de los revolucionarios nicaragüenses”, dijo Tomás Borge, comandante de la revolución, el primero en referirse a los acontecimientos.

“Clamor de misquitos: Destruir a Somocistas”, rezaba el titular de Barricada el viernes 10 de diciembre, y en la misma portada otro artículo: “El imperialismo los asesinó. Clamor Popular”. En esa edición se anunciaba una marcha de la Asociación de Niños Sandinistas y Madres de Mártires.

La tarde del sábado un mar de gente bajó por la Avenida Simón Bolívar y llegó hasta la Plaza de la Revolución. Gritos, mantas y pancartas. “Muerte a los asesinos de nuestros hijos” o “Por los niños vamos a los campos de batalla”, se alcanza a leer en los carteles que sostienen hombres y mujeres en las fotografías que documentaron el evento.

La marcha la encabezaron miembros de la Dirección Nacional del Frente Sandinista y representantes de la Junta de Gobierno. En su discurso, Humberto Ortega, comandante en jefe del Ejército Popular Sandinista, repitió las razones de los traslados de las comunidades indígenas y enfatizó que los niños muertos en Ayapal “son víctimas, reitero, de la agresión yanqui reaccionaria y de los guardias somocistas apoyados en sectores del Ejército hondureño”. Aseguró que continuarían con el proceso de movilización, que el Ejército seguiría defendiendo el territorio nacional, pero que se necesitaban más patriotas.

Se habló extraoficialmente de un ataque de la Contra, de sabotaje y hasta de un misil tierra-aire que habría derribado la aeronave.

Muamar el Gadafi, líder de Libia, condenó en una carta al Gobierno de Nicaragua “la bárbara agresión contra un helicóptero, cometida por una banda criminal, producto e instrumento del imperialismo” y Fidel Castro, máximo dirigente de la Revolución cubana, se refirió a la tragedia con estos términos: “Esta sangre estigmatiza de infamia al gobierno imperialista de Estados Unidos”.

Sin embargo, años más tarde, altos jefes militares reconocerían que no hubo tal ataque contrarrevolucionario contra el helicóptero militar, sino que la tragedia fue ocasionada por el mal estado con que operaban las aeronaves que utilizaban para evacuar forzadamente a la población indígena civil, la cual no querían que sirviera de apoyo a las fuerzas contrarrevolucionarias que ya operaban en esa zona.

Foto/Reproducción de Barricada.
La portada de Barricada del viernes 10 de diciembre de 1982, con el comunicado oficial del Ejército.

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El primer gran desalojo del Ejército Popular Sandinista se fraguó en diciembre de 1981 y se ejecutó a partir de enero de 1982. El Gobierno pretendía eliminar las poblaciones en estos territorios para restarle base social a las fuerzas contrarrevolucionarias que operaban en la zona. La opción era reasentarlas por la fuerza en territorios bajo su control.

Se trató de una movilización masiva y violenta de las poblaciones miskitas asentadas en las riberas del río Coco, zona fronteriza con Honduras. Tasba Pri (Tierra Libre) se llamó el primer gran asentamiento donde fueron obligados a vivir más de cuarenta comunidades movilizadas. Fue el caso más escandaloso, sangriento y el que más resiente la población miskita.

Las viviendas de los indígenas fueron quemadas, los cultivos arrasados y los animales sacrificados. Quedaron sin nada, en tierras desconocidas y lejos del río sobre el que orbitaba su vida y su trabajo. Debían empezar en medio de aquella desolación.

En 2006, se presentó el caso de la llamada Navidad Roja a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en un documento que denunciaba los ataques violentos del Ejército para desalojar veinte comunidades indígenas, los cuales dejaron como resultado 64 indígenas asesinados, 13 torturados y 15 más desaparecidos. En 2010 el fiscal regional Juan Barrios desestimó y cerró el caso de la Navidad Roja, en la que una agrupación de miskitos denunciaba por “genocidio” y “crímenes de lesa humanidad” a Lenín Cerna, exjefe de la Seguridad del Estado, y otras figuras políticas de la década del ochenta.

Las movilizaciones forzadas de las comunidades indígenas asentadas en la región fronteriza al noreste del país siguieron hasta 1983. Era la línea roja del conflicto armado entre el Ejército sandinista y la Contrarrevolución. Estaban en medio del fuego cruzado, se iban con unos o con otros, y luego, sus tierras quedaban arrasadas.

Aquel jueves 9 de diciembre le tocó el turno a las comunidades del norte de Jinotega. Después de las 2:00 de la tarde, un par de helicópteros que habían pasado recogiendo pasajeros en Amak despegaron con rumbo a San José de Bocay. La nave número 265, modelo MI-8, de la Fuerza Aérea Sandinista (FAS), había realizado ya varios viajes de evacuación en la zona. Estaba previsto que este fuera el último de esa jornada. Y lo fue.

Luego del despegue el helicóptero 265 logra elevarse unos cinco metros y de repente, en pleno vuelo, algo se desprende de la cola. El aparato gira sobre su eje. Una, dos, tres veces. Sin control, empieza a descender de manera violenta, como un pájaro herido. En una maniobra de emergencia el piloto intenta estabilizar la aeronave y logra posarse en un terrero irregular, pero el helicóptero pierde la estabilidad y se vuelca en un barranco. Cae del lado izquierdo, sellando la única puerta de salida para los pasajeros.

En cuestión de segundos estalla un infierno. Un incendio empieza en la parte trasera del aparato y aquello se vuelve un horno con 92 personas adentro. Solo los cuatro tripulantes, tres niños y una madre logran salir cuando se desprende el vidrio frontal. De las 84 personas que murieron ese día, 75 eran niños.

El comunicado oficial y las posteriores investigaciones de especialistas soviéticos no mencionaron nada de que la aeronave sufriera algún ataque, pero la historia de que el helicóptero había sido derribado por un misil de la Contra salió de Ayapal. “Lo primero que le dijeron a nuestras madres fue que la Contra había disparado contra el helicóptero. La gente que estuvo ahí no les creyó, porque no vieron nada, eso fue mentira, pero la historia del misil fue un reguero de pólvora y afuera mucha gente lo creyó”, expone Félix Bucardo López, mayangna de 39 años, quien tenía los cinco cuando lo subieron a uno de esos helicópteros de evacuación.

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“Lo primero que le dijeron a nuestras madres fue que la Contra había disparado contra el helicóptero. La gente que estuvo ahí no les creyó, porque no vieron nada, eso fue mentira”.
Félix Bucardo López, mayangna de 39 años, movilizado en uno de los helicópteros cuando tenía cinco años.

Félix Bucardo López

La travesía de Félix Bucardo López y la de su familia empezó el 8 de diciembre de 1982. Esa mañana miembros del Ejército Popular Sandinista (EPS) irrumpieron en Kayayawas y les ordenaron tomar lo que tuvieran a mano. Los adultos debían echarse un fusil al hombro y subir a los botes que los llevarían siete kilómetros río abajo, a la comunidad Amak. Eran unas ochenta familias que debían esperar en Amak la llegada de un helicóptero que cargaría con los niños, para no atrasar la marcha, mientras los adultos seguirían a pie aquel éxodo por aquellas montañas de Dios.

Cuando su papá, sus hermanos mayores y un grupo de hombres regresaron de cazar, sus cosechas y la aldea habían desaparecido. “No encontraron nada, las casas estaban destruidas, los perros, los cerdos, el ganado se había escapado también”, comenta Félix Bucardo López, mayangna, que fue parte del éxodo obligatorio del 82. Él tenía 5 años y recuerda algunas cosas, pero sus padres, sus hermanos mayores, los indígenas que estuvieron ahí se encargaron de contar todo lo que pasó.

Al llegar a Amak dos helicópteros MI-8, provenientes de San Andrés de Bocay, aterrizaron. Uno, el 265, venía ya cargado con niños y madres, todos de pie, y el otro servía como escolta en el traslado. “Intentaron meter un grupo de niños y algunas mamás, pero el helicóptero no podía despegar. Ni la puerta podía cerrar. A mí y a cuatro niños más nos bajaron. Nos subieron al helicóptero artillado”, recuerda Bucardo. La puerta finalmente cerró y despegaron. Félix se salvó. Recuerda también a otros dos niños mayangnas de apellido Pineda.

“Cuando estábamos volando escuché una explosión y de repente nosotros también estábamos bajando al lugar del accidente. El otro helicóptero estaba quemándose. Nos bajaron ahí”, recuerda Bucardo.

Afuera se escuchaban los chillidos desgarradores de los niños, los gritos y el llanto lastimero de las madres que daban golpes a la coraza metálica pidiendo auxilio. Los soldados y la gente que esperaba ahí hicieron intentos desesperados por abrir la aeronave a punta de hachazos y machetazos, de echarle agua, pero en esas condiciones fue casi imposible sofocar las llamas que salían de aquel horno. El fuego se tomó su tiempo para consumir 84 cuerpos.

Después del accidente Félix Bucardo y los demás niños tuvieron que acampar con los soldados por 15 días en Ayapal. Luego los sacaron en helicóptero hasta San José de Bocay y ahí esperó un mes más para poder reencontrarse con su mamá, quien durante todo ese tiempo siguió caminando en la peregrinación de indígenas y militares.

Ella lo había dado por muerto cuando supo que un helicóptero se había desplomado. Lo había visto montarse en aquel primer helicóptero, pero no supo que lo bajaron para poder cerrar la puerta. Félix estuvo a punto de morir, de nuevo, pero esta vez por una diarrea severa. En el campamento solo había leche en polvo y a veces carne cocida. Llovía todo el tiempo y recibían poco cuidado.

Cuando finalmente las familias se reencontraron, los llevaron a una comunidad más al centro de Jinotega. Los movió un par de veces el Ejército, los movió el huracán Juana y hasta 1991 pudieron volver a sus tierras. En Kayayawas está parte de la familia Bucardo López. “Después del accidente a nadie le interesó lo que pasó con nosotros, nadie le dio seguimiento a las familias víctimas de esa tragedia, tampoco han hablado para decir lo que pasó en Ayapal”, reclama.

Sus abuelos fueron llevados por la Contra a Honduras y allá se quedaron. La necesidad lo llevó a enlistarse en el Ejército de Nicaragua, pero ya está retirado. Irónicamente trabaja en la frontera con Honduras y viaja a Managua para visitar a su nueva familia. Hace un año que no va a Kayayawas.

“Aquí puede que nadie recuerde o no sepan quiénes son los Niños Mártires de Ayapal, pero allá todo mundo recuerda esa tragedia de nuestro pueblo”, recalca Félix Bucardo. “Aunque hayan pasado más de treinta años, sería bueno que buscaran a las víctimas y les dieran explicación”.

 Foto/Reproducción de Barricada
Familiares de las víctimas en Ayapal.

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Ese día el subcomandante Roberto Sánchez Ramírez, el vocero del Ejército, estaba en el aeropuerto nacional. “Iba a otra misión cuando llegó Daniel Ortega y me dijo: ‘Ya no vas a Bluefields, vas a una misión muy delicada a Wiwilí y en el camino te van a explicar qué pasa’. Me voy con un grupo de gente y de Wiwilí salimos a Ayapal. Desde arriba vimos el humo. Estaban sacando los primeros restos, eran solo cráneos pequeños y blancos, blancos...”, recuerda. Sánchez Ramírez, periodista e historiador, fue quien redactó aquel comunicado en que se informaba de la tragedia.

Según el comunicado oficial, “a las 14:30 horas de hoy jueves, 9 de diciembre, el helicóptero de transporte No. 265 de la Fuerza Aérea Sandinista realizaba misiones de evacuación de la población civil de San Andrés de Bocay, Amaca, Yakalpanani, Walakistán, al norte del departamento de Jinotega. Al pasar el helicóptero sobre Ayapal, zona de actividad contrarrevolucionaria de las bandas somocistas provenientes de Honduras, la nave se desplomó precipitándose en un barranco, incendiándose, resultando muertos 75 niños y 7 heridos entre niños y adultos”. La nota estaba firmada por el Ministerio de Defensa. Luego se confirmaría el total de 84 víctimas fatales.

Se habla también de un segundo helicóptero, el 264 de la FAS, que había partido desde Wiwilí y que fue rafagueado por fuerzas de la Contra, a ocho kilómetros de Ayapal, cuando se dirigía a asistir a la tripulación del helicóptero desplomado. Se confirma que el Ejército continuará las evacuaciones de la población civil en esa zona fronteriza. El documento se reprodujo en Barricada, El Nuevo Diario y La Prensa. Fue todo lo que se dijo de manera oficial. A partir de entonces empiezan a subir de tono los discursos, las declaraciones y los encabezados de las siguientes tres ediciones de Barricada.

“Ante la sangre de los mártires de Ayapal nos comprometemos a continuar levantando las banderas rojinegras de nuestra gesta libertaria (…) en contra de los asesinos, de los explotadores y del imperialismo”, sentenció Humberto Ortega en su discurso el sábado 11 de diciembre, luego de la marcha que encabezaron miembros de la Dirección Nacional y la Junta de Gobierno. Todos iban con rostros compungidos, marchando con los pobladores, brindando declaraciones.

“La Plaza se llenó de ira”, “Estrategia imperialista”, “Se hará justicia y será definitiva”, fueron los encabezados de las noticias en Barricada. Según las crónicas, en los diarios, la gente hablaba del “crimen del imperialismo”, de “venganza del pueblo”, “nunca entregaremos nuestras banderas, nunca”, se le atribuyó la frase a una madre que marchaba. “Por los niños vamos a los campos de batalla”, se repetía la frase en carteles en miskitu, mayangna y español.

En los periódicos de la época quedó inmortalizado el circo político alrededor de la muerte de los niños: marchas multitudinarias en la capital, discursos incendiarios contra el imperialismo y campañas para enlistarse en el Ejército Popular Sandinista. Al año siguiente se decretaría la Ley del Servicio Militar Patriótico, que llamaba a cumplir con el “deber y el honor de la defensa de la patria” en correspondencia con el “legado histórico de nuestros héroes y mártires”. Héroes y mártires, como llamaron a los niños de Ayapal.

“Se dijo que cuando el helicóptero realizaba operaciones de traslado de población civil se desplomó operando en área enemiga. Todo eso es verdad. Lo que no se dice son las causas. En tiempos de guerra el vocero no está obligado a revelar toda la información. Parte de la guerra es la omisión o manipulación de la verdad. En Estados Unidos hubo censura durante la Primera Guerra Mundial, no se podía publicar nada que no pasara revisión, nada que no fuera la versión oficial, eso me tocó hacerlo aquí. Era el vocero oficial y asumo la responsabilidad de lo que dije y lo dije en tiempos de guerra”, sostiene Sánchez Ramírez.

Roberto Sánchez Ramírez prefirió no referirse a las declaraciones de algunos miembros de la Dirección Nacional, como Humberto Ortega, Tomás Borge o Jaime Wheelock, quienes fueron los primeros y más enfáticos en atribuir el desplome del helicóptero en Ayapal a la Contra y “al imperio”. “Ellos podían decir lo que quisieran a título personal, mi trabajo era dar a conocer la versión oficial del Gobierno. Yo cumplí con mi trabajo. El resultado de la investigación no era de mi competencia”, asegura Roberto Sánchez Ramírez.

“Son víctimas, reitero, de la agresión yanqui reaccionaria y de los guardias somocistas apoyados en sectores del Ejército hondureño”.
Humberto Ortega, comandante en jefe del EPS, durante su discurso el 11 de diciembre de 1982.

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“ Yo no sé de dónde sacaron que había sido sabotaje, fue una cuestión mecánica”, declaró a La Prensa en 2004 Javier Carrión, el entonces jefe del Ejército. Como él, Julio Ramos Argüello, antiguo jefe de la Dirección de Inteligencia Militar, reconoció para ese reportaje especial que la causa del accidente fue un fallo mecánico y no un ataque enemigo.

Basado en la investigación técnica que realizaron especialistas soviéticos a las piezas del aparato, que fueron enviadas a la Unión Soviética, lo que ocasionó el accidente fue un desperfecto en el rotor de cola.

Según esas declaraciones de Argüello, los análisis determinaron que se produjo un fallo en los cables del rotor de cola del helicóptero, el cual da estabilidad al aparato, y la tripulación perdió el control de la aeronave al no tener el mando sobre él. El aparato rotó y se desplomó. El helicóptero de Ayapal no fue derribado por la Contra, como aseguró el gobierno sandinista en 1982.

En dicho reportaje de La Prensa, el piloto del helicóptero 265 habla desde el anonimato: “Elevé el helicóptero aproximadamente cinco metros, pero hubo una falla en el mando, perdí el control sobre la dirección del rotor de cola, que saltó por los aires, después de unos tres giros sobre el propio eje del helicóptero, logré ponerlo en tierra pero en un desnivel, entonces el helicóptero se fue de lado, cayó en tierra sobre la puerta principal de salida y luego se dio una explosión en los motores y una humareda. Yo logré salir por inercia, medio zurumbo”, declaró.

Según Roberto Sánchez Ramírez, estos vuelos tardaban entre 15 y 20 minutos y como operarían todo el día llevaban los tanques llenos de combustible. “El gran problema de esos tiempos es que había una presión económica fuerte, había problemas en el mantenimiento de la técnica aérea, terrestre, de todo tipo. Técnicamente se atribuyó a que el rotor trasero, que es el que lleva la dirección de la nave, falló, entonces se desplomó”, puntualiza.

Sánchez Ramírez dice recordar los gritos de las madres al otro lado del río, donde él aterrizó primero. Se jalaban el pelo, se tiraban al suelo, quedaban mudas de tanto gritar por sus hijos. Cuando llegó del otro lado el calor, humo y el olor a quemado eran abrasadores. “Los cráneos blancos de los niños, eso no se me va a olvidar jamás. Era una cosa impresionante ver tanta mortandad. Los niños carbonizados. Lo importante ahora es que no se repitan las circunstancias que nos llevaron a esa tragedia, la guerra”, lamenta Roberto Sánchez.

Vuelos temerarios

Alfonso Mantilla Siles, con 32 años de experiencia como controlador de tránsito aéreo, explica que toda aeronave debe cumplir con una serie de requisitos de seguridad antes del despegue, pero que en la década de los ochenta hubo mucho apasionamiento revolucionario y pasaban por alto los aspectos técnicos, profesionales y de seguridad.

“Los MI-8 eran para transporte de tropas, tenían unas loncheras donde podían ser artillados con ametralladoras de alto calibre y misiles aire-aire o aire-tierra. Toda aeronave tiene sus características específicas y también su peso máximo de despegue, con combustible, tripulación, pasajeros y su carga. A eso se le llama peso y balance, son los cálculos técnicos que se deben hacer para distribuir la carga de manera correcta y evitar problemas de desbalance”, explica Alfonso Mantilla.

El experto sugiere además que el contexto de guerra y las condiciones del lugar, donde quizá no había el equipo técnico, como un despachador de vuelo y un controlador de tránsito aéreo ni las herramientas ni el tiempo para hacer los cálculos y la distribución correcta de pasajeros, influyeron en el accidente.

“Hay un centro de gravedad en cada una de las aeronaves del cual depende la distribución de la carga. Por lo que sé del caso, me da la impresión de que el peso y balance de la aeronave no fueron tomados en consideración. Por muy buena que haya sido la técnica soviética de entrenamiento, más de noventa personas en un helicóptero, aun siendo niños, la desesperación y el estado mecánico del aparato confluyeron para que ocurriera esa tragedia”, expone. Sobrecargaron la aeronave, no hubo peso y balance ni correcta distribución de la carga, concluye.

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