Parecían invencibles. Uno tras uno iban dejando rivales tendidos en la lona. Eran los grandes campeones. Hasta que apareció ese boxeador particular contra el que no pudieron. Su verdugo. Su némesis.
Por Amalia del Cid
La palabra némesis tiene una connotación eminentemente negativa; para que las cosas vayan quedando más claras: su antónimo es la palabra amigo. Si hurgamos en el pasado, podemos encontrarla en la antigua Grecia, asignada a la diosa Némesis, que en el Olimpo estaba a cargo de la venganza y de la justicia divina. El Guasón es el némesis de Batman y Lex Luthor el de Supermán. Existen némesis en la política, en el arte y en la literatura, por ejemplo. Y también los hay en el boxeo.
Un némesis es, entonces, un opuesto o un enemigo. A veces un villano. Y en el pugilismo es un rival, pero no un rival cualquiera, sino uno que aparece cuando su contrincante está en la cima y logra lo que nadie más había logrado.
Aaron Pryor fue el némesis del gran Alexis Argüello y no hace mucho Román “Chocolatito” González encontró al suyo en el tailandés Srisaket Sor Rungvisai. En el caso de Ricardo Mayorga, afirman los que saben del tema, perdió tantas veces que es difícil establecer quién entre todos esos verdugos podría ser su verdadero némesis; sin embargo, los expertos están de acuerdo con que El Matador fue el de Vernon Forrest. Y si hablamos de Rosendo Álvarez, el tercer nica en coronarse campeón mundial, podemos decir que claramente fue el dolor de cabeza del mexicano Ricardo “Finito” López, a quien metió en serios problemas en dos peleas; aunque ahora Rosendo admite que esos no fueron sus combates más duros.
Como en las tragedias griegas, en el pugilismo deben darse las circunstancias para que surja un nuevo némesis y caiga el héroe de la historia. Entran en juego el estilo de pelea, la curva de la edad, el exceso de confianza, la falta de motivación de quien ya logró lo que quería y el hecho de que un campeón mundial de larga trayectoria puede ser fácilmente estudiado por sus rivales, que buscan descubrir sus debilidades y anticiparse a sus movimientos.
Pryor estudió a Alexis; Rungvisai a Román; Rosendo a Finito. Pero Ricardo Mayorga, contra todos los pronósticos y con un estilo que no podía ser más desordenado, venció por nocaut técnico, en tres asaltos, al mejor libra por libra del momento, el hasta entonces invicto Vernon Forrest.
Misteriosos son los caminos del boxeo y estas no son historias con finales felices, son las historias de los grandes campeones y sus verdugos.
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A los 30 años Alexis Argüello había alcanzado la cima del mundo. En Nicaragua era adorado como ídolo y en Estados Unidos su rostro bigotudo era bienvenido entre lo más selecto de Hollywood. Clint Eastwood quería ser fotografiado con él y Sylvester Stallone lo invitaba a reuniones privadas para hablar de negocios. Se encontraba en el exilio, es cierto; pero tenía gloria, tenía fama y tenía respeto, solo le faltaba un cuarto título mundial de boxeo y estaba dispuesto a conseguirlo. De esa manera se convertiría en el primer hombre en lograr la hazaña y su nombre quedaría escrito con letras de oro en las páginas de la historia del pugilismo.
Fue entonces que su camino se cruzó con el de un muchacho de Ohio que apenas dos años antes se había coronado campeón mundial derrotando en cuatro asaltos a un cuarentón Antonio Cervantes, Kid Pambelé. Su nombre era Aaron Pryor, un tremendo golpeador de estilo agresivo y con mucha hambre de gloria. De su padre, un tal Isaiah Graves, poco o nada se sabe. Su madre se llamaba Sara Shellery y años antes solía manejar un autobús escolar para mantener a sus siete hijos. Aaron empezó a boxear a los 13 años, con la esperanza de que el deporte lo haría salir de la miseria.
Por años esperó la oportunidad que finalmente lo catapultaría a la fama, pero nadie se la dio en los pesos ligeros. Si quería ganar prestigio, necesitaba un gran rival, así que fue a buscarlo a las 140 libras. Tumbar a Kid Pambelé fue un logro considerable; pero Pryor, El Halcón, quería más. Después de noquear a cinco contrincantes en cinco defensas de título estaba listo para la pelea de su vida, una que le haría ganar millones dólares y la gloria que siempre había buscado. Una pelea contra el boxeador del momento, Alexis Argüello, el 12 de noviembre de 1982.
El sueño del Flaco Explosivo sobrevivió hasta el penúltimo round en un combate que fue “salvajismo puro”. A partir de la vuelta número 12 las piernas empezaron a fallarle y para el asalto 14 ya estaba a merced de Pryor, quien cayó sobre él como un halcón se echa sobre su presa. Aquella fue una gran pelea, aunque finalizó en un doloroso nocaut y a pesar de que después del round 13, El Halcón bebió una “misteriosa sustancia” que a la fecha continúa despertando sospechas. Por algo en 2002 la revista The Ring lo colocó en el puesto número uno de los combates realizados en las 140 libras, categoría Welter Junior. Y ya antes, en 1999, la había declarado Pelea de la Década.
Si sintió algún remordimiento por haber frustrado los planes de Argüello, Pryor nunca lo demostró. “No puedo decir que en realidad estaba impidiendo que se hiciera historia. Ya ha escrito historia en su categoría. Ha sido campeón. Sigue siendo un campeón y solamente hay un puñado de hombres que han llegado tan lejos”, declaró después del combate. Tras la pelea estaba sonriente, feliz de haber callado a quienes decían que no iba a sobrevivir los 15 rounds. “Lo que sé ahora, por lo menos, es que puedo aguantar 14 rounds”, declaró ante los periodistas.
Alexis, mientras tanto, fue trasladado al hospital para ser examinado y luego no quiso dar su habitual conferencia de prensa. Su entrenador, Eddie Futch, presentó las excusas ante los medios: “Está lúcido”, dijo. “Salió de aquí caminando. Se trata simplemente de que está emocionalmente drenado. Muy decepcionado por su derrota”.
Esa primera derrota “por lo imprevista, dolió muchísimo”, recuerda el cronista deportivo Edgar Tijerino, quien fue amigo del tricampeón mundial. Pero la segunda, “por lo indiscutida, dolió más”.
La revancha tuvo lugar en Las Vegas diez meses después, el 9 de septiembre de 1983, y fue tan dolorosa que aunque han pasado 34 años, Donald Rodríguez, el mejor amigo de Alexis, no ha querido volver a verla. Esa noche el ídolo nicaragüense cayó tres veces, pero de alguna manera logró resistir diez rounds. Tras recibir en pleno rostro la última tanda de golpes, cuando ya no le respondían los músculos y le faltaba el aliento, apenas tuvo fuerzas para sentarse en la lona. El árbitro empezó el conteo de rigor y Alexis, frunciendo los labios, vencido y cabizbajo, le dirigió una mirada de resignación.
Para el periodista deportivo Pablo Fletes, el fatídico resultado de los encuentros Argüello-Pryor se debió principalmente a “la curva” de los atletas. “Alexis ya estaba en el final de su carrera cuando enfrentó a Pryor; pero enfrentarse a Pryor, un boxeador joven, con talento, con poder, aceleró su final”, analiza.
No es que en 1982 Alexis haya sido viejo, apenas en abril había cumplido 30 años, pero en cuestión de boxeo “ya estaba topado, porque venía de tres categorías inferiores”, dice el periodista.
Como es natural, mientras más pronto inicia un atleta su carrera más temprano llega a sus límites. “Se topa. En el boxeo hay desgaste por los golpes de las peleas y los del entrenamiento y recibís más en el entrenamiento que en la pelea”, recalca Fletes. Por otro lado, agrega, “es difícil que un boxeador pase demasiado tiempo en una categoría. Entonces van subiendo y los rivales vienen siendo los mismos en cuanto a calidad técnica, pero ya son más exigentes porque físicamente son más grandes, son más fuertes. En el caso de Alexis se encontró a un Pryor que venía subiendo y era tan peligroso que Sugar Ray Leonard nunca quiso pelear con él”.
A todos esos factores habría que sumar la ventaja de que El Halcón “tenía bien estudiado” el estilo de pelea de Alexis. Igual que Rosendo el de Finito y Rungvisai el de Román “Chocolatito” González, como pronto se verá.
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Ricardo López ha repetido el video más de quinientas veces y sigue sorprendiéndole la rapidez con que ocurrieron las cosas. Se ve a sí mismo lanzando un veloz jab para medir distancia y a Rosendo Álvarez contestándole de inmediato con aquel volado de derecha que lo envió a conocer la lona. Después, la oscuridad. Se recuerda cayendo en un profundo “pozo negro”, donde solo escuchaba sonidos de agua y luego, cada vez más clara, la voz del réferi: “…Four, five, six...”.
La leyenda mexicana acostumbra relatar este episodio cuando imparte conferencias motivacionales. Sobre el escenario Ricardo “Finito” López cuenta los pormenores de sus dos célebres combates contra el púgil nicaragüense y muestra en video los momentos clave de ambas peleas.
Para 1998 Finito era un campeón consagrado y por primera vez en la historia alguien de los pesos mínimos se colocaba entre los mejores libra por libra del planeta, algo que no volvería a ocurrir sino hasta muchos años más tarde, cuando el pequeño Román “Chocolatito” González ascendiera del barrio La Esperanza al Olimpo de los pugilistas. Qué lejos estaban los días en que Ricardo no tenía dinero para pagar una buena calzoneta de boxeo y, por ser un desconocido, nadie se la quería patrocinar. Ahora, desde su privilegiada posición, escuchaba hablar de un nuevo retador al que debía enfrentar para unificar el título de las 105 libras: un peleador nicaragüense cuatro años menor, campeón mundial, que traía un récord invicto de 24 peleas, 16 ganadas por nocaut. “Un superrécord”, pensó, “pero yo soy el mejor boxeador del mundo”.
Finito, entonces de 32 años, estaba confiado. En cambio Rosendo pasó meses mirando videos de las peleas del famoso boxeador mexicano, a fin de estudiar cada uno de sus movimientos y descubrir sus debilidades. De modo que cuando llegó la hora de subir al cuadrilátero sabía perfectamente cómo debía pelearle; sabía que cuando Ricardo López lanzaba un golpe recto dejaba el brazo extendido durante una fracción de segundo. Ese era su talón de Aquiles, si cabe la comparación. Y en esa pelea Rosendo sería un Paris.
Antes del segundo asalto Finito continuaba demasiado seguro de sí mismo y cuando en la esquina del ring su padre le advirtió “¡vivo con el jab!”, le respondió que tenía la situación controlada. Treinta segundos más tarde estaba tendido en la lona.
“A unos segundos de haber comenzado el round, Ricardo López me tiró un jab, se quedó ahí y ahí nomás monté la derecha por arriba”, recuerda Rosendo Álvarez, hoy de 47 años, sentado en un mullido sofá patas de hierro, junto a la vitrina donde guarda, como un tesoro, sus títulos mundiales.

La pelea, llena de irregularidades, continuó hasta el séptimo asalto y fue detenida cuando ocurrió ese cabezazo del que Finito culpa a Rosendo y Rosendo a Finito. Los jueces deliberaron durante más de 15 minutos y en el proceso incluso se perdió una tarjeta, recuerda El Búfalo, todavía con un atisbo de indignación. Al final fue empate técnico, “porque en las tarjetas me quitaron un punto por ese cabezazo no intencional, cosa que no hicieron cuando Román ‘Chocolate’ González peleó con el tailandés (Rungvisai)”, señala.
Para el invicto Finito; no obstante, aquel fue un empate con “olor a derrota”. Se sabía humillado y, además, humillado en su propio país. Al terminar la pelea, en el trayecto del cuadrilátero al vestidor, escuchó las peores “mentadas de madre” que el ingenio mexicano ha parido; después se dirigió al hospital para que le practicaran 19 puntadas en la ceja derecha (donde recibió el cabezazo) y cuando volvió a casa lloró toda la noche. A la mañana siguiente mandó a buscar los periódicos y leyó titulares que más o menos decían: “Si así está el mejor boxeador del mundo, ¿cómo estará el peor?”. Pasó cuatro días sin salir a la calle.
La prensa mexicana lo hizo “trizas” y Ricardo López rabiaba por la revancha. Don King lo llamó por teléfono para ofrecerle una pelea en Japón y él le dijo: “A Japón ya fui 18 veces, tres a Corea, tres Tailandia, yo quiero volver a pelear con el mismo”. “Si es que este no le pegó una patada a un perro, yo me tengo que sacar la espina”, se decía a sí mismo. Su oportunidad de reivindicarse llegó nueve meses más tarde y encontró a Rosendo totalmente desprevenido, entregado a una vida de fiesta y derroche en celebración de ese empate que para él tuvo un sabor a victoria.
El Búfalo reconoce que nunca debió bajar la guardia; pero también está seguro de que su promotor, Don King (quien también era el promotor de Finito), arregló todo para verlo perder por nocaut en la revancha. “Don King me obligó a tomar esta pelea, porque me tocó el ego”, afirma. “Me dijo: ‘Si esta pelea no va, nunca más va a ir’. Yo estaba en mi casa en receso cuando él me avisó: ‘Vas a pelear’. Faltando un mes. Eso no es preparación para una pelea, más de esa envergadura, con uno de los mejores boxeadores de la historia de los pesos chiquitos. Fue una trampa. Querían que el Finito me ganara”.
Todavía unas semanas antes de la reyerta, durante su entrenamiento en Venezuela, Rosendo intentó postergarla. Dijo que se sentía enfermo, que tenía gripe y dolor de cabeza y que le dolían los huesos; pero lo llevaron donde un doctor que lo declaró sano, los planes siguieron en marcha y el boxeador se vio obligado a perder treinta libras en treinta días. “Fue algo inhumano”, afirma algo enojado.
En los días previos a la pelea Rosendo llegó a Las Vegas y vio en la báscula que continuaba sin dar el peso. Hacía frío y él todavía necesitaba bajar tres libras y media; entonces se confinó en el sauna como monje en monasterio y ahí vivió algo parecido a una penitencia. Se la pasaba envuelto en un traje de plástico y sin comer, al extremo de que debían sacarlo a rastras, casi desmayado. “Prácticamente me sometí a un crimen. Yo estaba siendo mi propio asesino, porque podía haber perdido la vida por marcar ese peso”, analiza ahora, en estos días felices, cuando al fin goza de estabilidad financiera y puede comer lo que quiera.
Finalmente llegó el día del pesaje oficial y no marcó las 105 libras. De hecho descubrió que esas últimas horas sufridas en los saunas solo habían servido para quemar unas onzas y bajar a 108.1. “El Consejo Mundial defendió a su campeón (Finito) y ordenó que yo me pesara al día siguiente. Después de pesarnos él se fue a comer y yo no pude hacerlo porque iba a tener que volver a pesarme el propio día de la pelea a las 8:00 de la mañana. Pero cuando llegué a pesarme, el día de la pelea, me dijeron: ‘Va a ser hasta las 2:00 de la tarde’. Pasé sin comer toda la mañana y fui al pesaje a las 2:00 de la tarde, pero me volvieron a decir: ‘No, no se va a hacer, se va a hacer hasta las 6:00”, cuenta.
Edgar Tijerino lo vio tan desmejorado que le aconsejó no subir al ring. “No peleés, te van a noquear. Ya perdiste en la pesa, vas a perder la vida”, le dijo. Pero Rosendo peleó, pese a que luego de pasar por la báscula tuvo la pésima idea de comerse un plato de espaguetis con camarones y todavía estaba vomitando cuando lo llamaron al cuadrilátero.
El encuentro llegó a los 12 rounds y Finito se alzó como vencedor por decisión dividida. Sin embargo, a Rosendo le sigue pareciendo que “ese era el empate” y no el de la primera pelea. Tijerino opina diferente. Él lo vio ganar en ambas ocasiones.
“En la primera pelea, realizada en México, Rosendo estaba ganando faltando cinco asaltos, que se suponía serían feroces. En la segunda, Rosendo, brutalmente debilitado por un pesaje extra a pocas horas de subir al ring (tanto que le recomendé no peleara), ofreció una demostración de coraje impresionante. Lo vi ganar esa pelea en el Hilton de Las Vegas. Finito llegó encapuchado a la conferencia de prensa”.
Con todo, ese segundo encuentro hizo historia, igual que el primero de Alexis contra Pryor. La pelea Rosendo-Finito es considerada una de las mejores que un nica y un azteca han sostenido y en 2016 estuvo nominada a Pelea del Año en el aniversario 30 de Showtime Championship Boxing.
“Rosendo fue el némesis de Finito, un boxeador que ya estaba cómodo, que ya había sido campeón y entonces ya no cenaba no porque no tenía dinero para comer, sino porque no podía cenar para mantener el peso”, opina el periodista Pablo Fletes. El Búfalo estudió a Finito, “él sabía cómo pelearle (...). Ya tenía medido que tenía que responder con el volado de derecha, aunque chocara con el jab, y eso lo practicó muchas veces. Obviamente no conocían a Rosendo y esa es la pelea que lo catapultó a la fama”.
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Como la mayoría de los mejores boxeadores del mundo, Román González y Srisaket Sor Rungvisai nacieron en una pobreza rayana en la miseria. Si de niño Román acompañaba a su padre a vender detergentes y veneno para zompopos en las calles de Managua, a los 13 Wisaksil Wangek (este es el nombre de pila de Rungvisai) recogía basura en las de Bangkok, capital de su natal Tailandia.
En el año 2000 el futuro némesis del Chocolatito se mudó de su provincia, Sisaket, para ir a buscar una vida más amable a la ciudad. En Bangkok habitaba un cuarto pequeño como una caja y todos los días caminaba varios kilómetros para recoger los desperdicios de familias con mejor suerte; pero el pago era tan pobre que a duras penas alcanzaba para comer. Entre la basura buscaba pedazos de pan, perseguía el intenso olor del pescado al borde de la descomposición y se hundía en pilas de desechos hasta encontrar alguna fruta, cuenta el periodista Cameron Gillon, de Boxing Today, a quien el boxeador tailandés concedió una entrevista en julio de este año, tras arrebatar el invicto a Román González.
“Había cajas de pescado y pan y mucha comida que los demás dejaban. Había muchas costillas de cerdo y pescado. Yo era feliz sabiendo que podía encontrar comida”, relató el púgil que ahora —después de ganarle dos veces al mejor libra por libra del mundo, la segunda por nocaut— ya no tiene que preocuparse más por su situación financiera.
Su padre era boxeador, pero antes de seguir sus pasos Rungvisai fue guarda de seguridad y peleador de Muay Thai, un rudo deporte de combate que en Tailandia es muy popular. Luego saltó al pugilismo y le dedicó todo su tiempo. Quería dinero. Necesitaba dinero. Y pasara lo que pasara iba a tenerlo, incluso si sus entrenadores creían que no era tan buen boxeador. Perdió varias peleas y en algún momento estuvo a punto de tirar los guantes; pero persistió, motivado sobre todo por el hambre. Estaba decidido “a pelear un día contra los mejores boxeadores del mundo en esta generación”.
Entonces no solo puso su tiempo, sino que consagró su vida al pugilismo y “eventualmente se volvió más fuerte, más poderoso y su intenso estilo de boxeo y su dedicación captaron la atención de sus entrenadores”, narra Gillon en su texto De cómo Srisaket Sor Rungvisai pasó de comer pescado en los contenedores de basura a maravillar al mundo del boxeo.

Mientras el tailandés seguía preparándose, a la espera de una pelea de título mundial, Román González ya tenía dos títulos. Y en el año 2014, cuando Rungvisai perdió ante Carlos Cuadras la oportunidad de coronarse en las 115 libras, el Chocolatito ganó su tercer cinturón en las 112. Fue entonces que Román comenzó a volverse huraño con los medios de comunicación, a dar menos entrevistas y a aparecer más seguido en las tarimas enfloradas del Gobierno, junto a Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. “Es mejor que Alexis”, empezaron a decir los expertos dentro y fuera de Nicaragua.
Dos años después, en septiembre de 2016, el púgil nicaragüense logró la hazaña que Alexis Argüello había intentado: conquistó una cuarta corona. Y lo hizo derrotando precisamente al invicto Carlos Cuadras, el rival contra el que Srisaket Sor Rungvisai había perdido. El muchacho del barrio La Esperanza, que en sus inicios peleaba a cambio de canastas básicas, era tetracampeón y mejor libra por libra del mundo.
“El Chocolate es mejor boxeador que Alexis, aunque no posee la contundencia de su predecesor ni la resistencia extraordinaria que a Alexis le permitía absorber mucho castigo. Si Argüello ha peleado como pelea el Chocolate, no le gana nadie”, analizó entonces Edgar Tijerino. Y el periodista Osman Rosales señaló que Román tenía “mayor técnica” que su maestro y además caminaba mejor en el ring y poseía “más variedad de golpes y más movimiento de cintura y pasos laterales”.
Román estaba muy alto, tan alto que pocos esperaban una caída ante el tailandés. “Se creía que Rungvisai lo complicaría por ser zurdo y por su temida pegada, pero había confianza en que Román iba a vencerlo sin problemas”, recuerda el periodista Bayron Saavedra.
Contra los pronósticos, en marzo de 2017, el mejor boxeador del planeta perdió la corona de las 115 libras y su récord invicto. Y luego, en la revancha, con las apuestas favoreciéndolo 3 a 1, volvió a ser derrotado por Rungvisai, esta vez por nocaut en el cuarto asalto. Fue un 9 de septiembre casi tan funesto como el que Alexis Argüello vivió ante Aaron Pryor en 1983, también en una pelea de revancha, igual tratando de recuperar un título.
Como Argüello, el Chocolatito estaba en la cima y se enfrentó a un peleador que llegaba con hambre de gloria y que además lo tenía “muy bien estudiado”, señala Pablo Fletes. “Ese es el problema de los campeones. Cuando llegás arriba tu rival tiene la oportunidad de estudiarte para saber tus defectos y el Chocolate no hizo ninguna variante para esas peleas, no cambió nada”.
“A Román González le vieron que él bajaba la mano. Y mirá que le dieron dos veces con esos cruzados de derecha que lastimosamente lo dejaron dormido. Román González entraba y él siempre tenía esa maña de bajar la mano y nosotros lo peleábamos”, afirma Wilmer Hernández, exentrenador del púgil nicaragüense.
Tras la muerte de Arnulfo Obando, Hernández quedó a cargo del entrenamiento del Chocolatito y fue él quien lo preparó para el primer combate contra Rungvisai. El principal objetivo en esa pelea “era evitar la cabeza” del tailandés, cuenta. Consideraban que el retador era un “zurdo mañoso” y un rival de peligro, pero no al punto de ganarle al mejor libra por libra del mundo.
Antes del combate, Román entrenó tres meses, uno en Managua y dos en Costa Rica. “Entrenó como debía”, pero no se le vio el entusiasmo que muestran los boxeadores cuando persiguen sus primeras coronas. “Era una lucha para levantarlo a correr... No era aquel que estaba levantado primero que todos. No estaba aquella hambre de cuando querés ser campeón del mundo. El boxeo es duro y llega un tiempo que se aburren. Pero el tailandés sí quería.
Rungvisai entrenó como Román González cuando quería ser campeón del mundo. Sacrificando”, admite Hernández.
Para él, sin embargo, el Chocolatito podría haber ganado la primera pelea fácilmente si hubiera seguido la línea de boxeo que habían planificado. “No hizo caso Román González”, lamenta. “Si él hubiera hecho los laterales, lo del cambio de trabajo que hicimos... Nunca lo habían tirado en el primer round, cuando lo tiraron llegó bien a la esquina y yo creía que era golpe, pero miré el reprís en la pantalla y vi que había sido cabeza. Eso lo mareó”.
Tal vez el mayor error de Román en esa primera pelea fue “quedarse de frente”, considera su antiguo entrenador. “Con guardias encontradas lo normal es que un zurdo con un derecho se encuentren, pero a Rungvisai lo entrenaron para eso”.
En esa ocasión, luego del round uno, Román le dijo a Wilmer que no le tenía miedo a los golpes de su contrincante y que lo más peligroso era la cabeza; pero a la revancha el tailandés llegó transformado.
“Rungvisai hizo lo que todo campeón hace: si en la primera pelea trabajaste el ciento por ciento, para la segunda tenés que venir a trabajar el 200. Llegó con más confianza, con un plan de pelea. Ese Rungvisai, el de esa noche, le gana a Cuadras, le gana al Gallo, le gana a todos”, apunta Hernández. En cambio, dice, “Román González llegó peor que en la primera, porque en la primera iba para adelante, pero tirando golpes; pero en la segunda estaba parado y eso lo echaron de ver”.
A su juicio, al Chocolatito “le robaron” la primera pelea. “Fue un robo descarado” que lo desmoralizó, dice. “Creímos que (tras la derrota) Román iba a venir con ansias (para la revancha); pero lastimosamente no fue así. Cuando vinimos aquí él no quería saber nada de gimnasio”.
Luego Wilmer Hernández fue removido de su cargo de entrenador y quienes permanecieron en el círculo de Román González “le metieron en la cabeza que podía descansar y ganar, cuando él sabía que no era cierto”. Así que mientras el tailandés dejaba la piel en el gimnasio, el púgil nicaragüense se dijo: “Trabajé muy duro en aquella, voy a descansar un poco en esta”, sostiene su exentrenador. “Y eso no funciona”.
Para Hernández, en el resultado de la pelea Chocolatito-Rungvisai nada tuvo que ver la “curva descendente” de los atletas; el problema fue la falta de “ansias” de ganar. No obstante, Pablo Fletes cree que Román “se topó en el boxeo”. Y es categórico cuando afirma que el ex tetracampeón “ya llegó arriba y ahora tiene que caer”. “Pelea diez veces con Rungvisai y Rungvisai le gana diez veces. El boxeador topa. Es difícil que llegués, bajés y volvás a subir. No, llegás y bajás, la mayoría de las veces. No solo se afecta lo físico, también lo mental: la disciplina, el profesionalismo del peleador. Antes comían arroz y frijoles; ahora tienen lujos y les falta hambre de gloria”, dice.
Por otro lado, subraya el periodista, deben tomarse en cuenta las diferencias de las categorías. “Hay pesos completos que pelean hasta los 50 años, porque es un boxeo más lento, más de fuerza. Pero en 105 y 108 libras el boxeo es muy rápido, demasiado rápido. Si perdés los reflejos sos presa fácil de cualquiera”.
En el particular caso del Chocolatito, Fletes considera que, por supuesto, también incidió la pérdida del récord invicto. “Cuando un boxeador pierde un invicto después de más de veinte, treinta peleas eso lo afecta. Pierde la confianza. Se dice: ya no soy el campeón”. Y a eso se sumaron los muchos cambios de entrenador y cierto desorden dentro del equipo que lo preparó para la revancha. Las condiciones para el desastre estaban servidas.
A pesar de todo, Wilmer Hernández está convencido de que la primera pelea ante el tailandés es la mejor de Román; así como Edgar Tijerino no duda en colocar el primer encuentro con Pryor como la mejor demostración boxística de Alexis Argüello. Que hayan finalizado en derrota para los nicaragüenses no las hace menos legendarias. Lo mismo sucede con el segundo combate entre Rosendo y Finito.
Ahora, Ricardo Mayorga... es “harina de otro costal”.
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Las apuestas estaban 6 a 1 a favor de Vernon Forrest, el invicto boxeador de 32 años que recién en 2002 había recibido el cetro del mejor libra por libra del mundo. Su contrincante era un nicaragüense bastante hablador y con fama de “loco”, que venía de sorprender al mundo boxístico tras noquear en cinco asaltos al guyanés Andrew Lewis y despojarlo del título de las 147 libras. Su nombre era Ricardo Mayorga, tenía 29 años, y aunque pegaba mucho y alardeaba más, no se esperaba demasiado de él.
En medio de todas las voces que llamaban “tapudo” a Mayorga, se oyeron las serias advertencias de expertos que vaticinaron un posible resultado adverso para el campeón estadounidense. Uno de esos agoreros visionarios fue Williamn Dettloff, columnista de The Ring y HBO. En un artículo titulado La bella y la bestia, que hablaba sobre la belleza del estilo de Forrest y la bestialidad del boxeo de Mayorga, avisó que el nica representaba una verdadera amenaza.
“Forrest siempre está bien balanceado, sus golpes son directos y certeros, si lo busca en el cuerpo a cuerpo, lo recibirá con uppercuts, maneja muy bien la guardia arriba y su jab es largo y penetrante, mueve la cabeza y esconde la barbilla oportunamente... Es el sueño de cualquier entrenador y parece un insulto llamarlo ‘peleador’”, analizó Dettloff. En cambio, agregó, Mayorga “no jabea, no tiene buena defensa, no usa las combinaciones, usualmente está fuera de balance y técnicamente se ve crudo. Es decir, se trata de un púgil ‘anti-Forrest’, pero pelea enojado, ataca siempre, dispara desde cualquier ángulo y tiene un poder que mata”.
En otras palabras, esas características que en Mayorga podían parecer debilidades, fueron la perdición de Forrest, el verdugo de Shane Mosley. Un asunto de estilo. Aunque también influyó el factor sorpresa y la terrible pegada del pinolero, valora Bayron Saavedra.
Poco antes de la pelea, pactada para el 25 de enero de 2003, el cronista Edgar Tijerino también hizo sus predicciones. Ante el “huracanado despliegue” de Mayorga, “Forrest no tendrá otra elección que ir a la guerra”, dijo, y no se equivocó. Forrest, que tanto se había cuidado de entrar a una guerra de palabras con Mayorga, entró fácilmente a una de golpes.
En la pelea por la unificación del título Welter, el poderoso campeón del Consejo Mundial de Boxeo (CMB) entró al juego de Mayorga, poseedor del fajín de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). “Forrest se fue a la lona al final del primer episodio, en una caída que él consideró accidental. Tras esa caída, que pareció provocada por algo más que un resbalón, Forrest parecía furioso, y comenzó a intercambiar potentes disparos con Mayorga, durante los dos episodios siguientes. El embate resultó un error estratégico, cuando Mayorga conectó un derechazo a la mitad del tercer episodio, y mandó a Forrest contra las cuerdas”, relató en su crónica el periodista Tim Dahlberg.
El combate comenzó con Mayorga bailoteando sobre la lona; pero fue tan feroz que en menos de tres asaltos los contrincantes se repartieron 333 golpes, de los que Forrest conectó 57 y El Matador 45. Así empezó la gloria del granadino y el descenso del estadounidense que estuvo a un paso de retirarse invicto.
En julio de ese mismo año hubo revancha y Vernon Forrest la perdió por decisión dividida. Lo que más le dolió fue que para esa pelea se preparó como nunca y sentía que le habían robado la victoria. Cuatro días después de su segunda derrota rompió su silencio y habló con Fightnews. Estaba totalmente desmoralizado. “Mi corazón quedó destrozado el sábado y necesito algún tiempo. He estado en el boxeo desde los 9 años y ahora voy a tomar un pequeño descanso. Ahora voy a retroceder y permitirle a mi mente y cuerpo, sanar. Y luego veré si todavía tengo la pasión para hacer lo mejor que puedo hacer en este deporte”, dijo. Y después de eso solo peleó siete veces más.
Su caso es una muestra de que en el boxeo no hay nada escrito, que las proyecciones a veces son un engaño y que los mayores rivales, los némesis, pueden surgir en los momentos y de los lugares menos esperados y lograr lo impensado ante un campeón que parecía invencible. Como recuerdo de esa dolorosa verdad, quedó el video de la caída del boxeador que hizo del pugilismo un arte:
En el encordado Vernon Forrest parece un sorprendido Quijote peleando contra las aspas de un molino de viento. Ricardo Mayorga se le echa encima con una lluvia de golpes rectos y golpes giratorios; lo ahoga, lo acorrala, no le permite salir del desconcierto. El desenlace llega temprano para el mejor boxeador del mundo: cuando faltan 53 segundos para que finalice el tercer asalto el réferi ya ha contado hasta 8 y lo rodea con un abrazo protector. Nocaut. Forrest tiene la mirada perdida. Es el sábado 25 de enero de 2003 y el mundo no puede creer lo que acaba de ocurrir.
Las bolsas de El Búfalo
Aunque sus peleas con Ricardo “Finito” López son las más famosas, la más difícil fue la que tuvo contra Jorge “El Travieso” Arce, asegura Rosendo Álvarez. “Fue una derrota muy dolorosa para mí porque él no era mejor que yo, pero el alcohol me fregó. Me duele más que la derrota con Finito. Fue la derrota que me dejó dolido y fue la última vez que Dios me permitió pelear un campeonato mundial, no entrené a conciencia, estaba en un momento de separación con mi exesposa”, confiesa el exbicampeón mundial.
“Perdí por nocaut. Me dieron un golpe bajo. No tenía fuerzas para seguir. Me volvió a pasar lo mismo, no di el peso, me metieron al sauna, me dieron pastillas Furosemida para orinar. Luego me multaron con 35 mil dólares por haber estado arriba del peso y la Comisión de Boxeo me multó con 8,500 porque tomé pastillas Furosemida. Además perdí una apuesta de 25 mil dólares que hice, de que iba a dar el peso. Prácticamente todo el dinero lo perdí. De 180 mil era la bolsa. Ya me habían dado un adelanto de setenta mil y mi exesposa había agarrado un dinero. El día que bajé del ring no me dieron nada. Quedé botado en Las Vegas, sin dinero, sin amigos, sin esposa, sin nada. Ni un solo dólar. Nada. Me quedé en el exilio por vergüenza deportiva, estuve siete años fuera de Nicaragua”, relata.
Sobre las bolsas de las peleas contra Finito, Rosendo cuenta que la primera fue de 265 mil dólares y la segunda de 200 mil, “porque Don King y alguien más metieron su mano”. “Al final me quitaron 100 mil porque no di el peso, supuestamente Don King se los iba a dar a Ricardo y dice Ricardo que nunca se los dieron”.
¿Qué pasó después?
Después de sus dos legendarias peleas, Alexis Argüello y Aaron Pryor se hicieron amigos. “Se respetaron con cierta admiración. Los vi en Caracas durante una Convención de la AMB a la que fui invitado por Renzo Bagnariol y hasta bromearon constantemente. Después, ya con Pryor deteriorado, se juntaron varias veces como viejos amigos”, recuerda el cronista Edgar Tijerino. Pryor murió a los 60 años en 2016 y es recordado, sobre todo, por haber vencido a Argüello.
Rosendo Álvarez y Ricardo López también han cultivado algo parecido a la amistad. Finito habla con respeto y admiración sobre El Búfalo y lo mismo hace el nicaragüense. “Nos vivimos encontrando en diferentes eventos, porque yo soy mánager de boxeadores y él es comentarista de boxeo de una cadena de televisión mexicana. Cada vez que yo viajo a México con boxeadores nos encontramos y siempre nos saludamos”, cuenta Rosendo. “Hace poco estuvimos juntos en Colombia en la convención de la AMB. El objetivo fue reunirnos a los dos para mostrar al mundo que el boxeo es un deporte de caballeros. Primero nos damos golpes, trompadas, nos sangramos, nos rompemos la ceja y al finalizar nos damos un abrazo y a veces hasta un beso en la mejilla”.
Vernon Forrest, víctima de Ricardo Mayorga, solo peleó siete veces más. Tras perder el invicto con El Matador su carrera fue en declive. Seis años después de su encuentro con Mayorga, en 2009, murió tras ser baleado por unos asaltantes que intentaron robarle su automóvil.
Si hay que elegir un némesis para Mayorga este tendría que ser Cory Spinks, dice el periodista Pablo Fletes. Spinks lo derrotó indiscutiblemente y le impidió ser el boxeador del año en 2003, cuando El Matador estaba en su mejor momento.