Pasión, devoción, hombría y alcohol. Este es el mundo de los hombres que dejan la piel para cumplir
sus responsabilidades como cargadores de San Jerónimo
Por Amalia del Cid
Un día antes de morir, Javier Gaitán Flores siguió paso a paso la fiesta de San Jerónimo, en Masaya, desde su cama en un hospital de Managua. En su celular recibía fotos sobre el avance de la procesión del santo y sonreía a pesar de la fiebre y de las sondas. Llevaba más de quince días interno debido a un “bajón” de plaquetas, pero captaba la atención de pacientes y doctores por una razón muy distinta: la forma en que la piel se le abultaba en la nuca. Era esa pelota de grasa que los cargadores de San Jerónimo han bautizado como “el morro”, en alusión a la joroba de los toros.
“El morro” es la expresión visible de una vida bajo la peaña de San Jerónimo, esa mole forrada con hojas y flores a la que no por gusto llaman la Montaña. A los cargadores del santo de la ciudad más fiestera de Nicaragua les encanta afirmar que no hay peaña que se le compare en el país. Esta es de lejos la más grande y pesada de todas, dicen.
Hablan con pasión sobre su responsabilidad para con el santo y muchos llevan más de dos décadas echándose la Montaña al hombro. Así era Javier, el hombre que dio orientaciones a los cargadores bajo su liderazgo hasta el último día de su vida. Así son los jorobados de San Jerónimo.

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“ El doctor que cura sin medicina” es un santo muy “mañoso”, dice Róger Miranda, abogado de 34 años de edad, cargador desde hace 15. Nadie puede pecar de despistado cuando la procesión de Tata Chombo está en marcha y la Montaña, que sobre hombros es casi tan alta como los techos de las casas de Masaya, se va zangoloteando al ritmo de los chicheros. Un movimiento en falso puede terminar en una pierna rota o con un hombre medio aplastado que se desmaya bajo el peso de la peaña.
Hay mil formas de lesionarse cuando se carga a San Jerónimo. Puede ser, por ejemplo, que una pata del mesón más grande de la peaña te “agarre” un pie, que te golpee el carretón de un vendedor o que no salgás a tiempo de debajo de la vara. Cuando hay una fractura, el sonido del “crac” se eleva por encima de las trompetas y los platillos y llega clarito a los oídos de los demás cargadores, que a esa hora sudan la gota gorda, cuenta Enrique Pasquier, quien cargó al santo durante 28 años. A los lesionados se les deja a un lado del camino para que la ambulancia los levante. La procesión avanza, jamás se detiene.
Pasquier, ingeniero en sistemas de 43 años de edad, también es conocido como “el del morrote”. Tiene un bulto gigante en el hombro izquierdo, así revela la posición que solía ocupar bajo la Montaña. “El morro” se desarrolla en el sitio donde los cargadores se colocan la vara de la peaña: hombro izquierdo, hombro derecho o la nuca. A Pasquier, el bulto le estorba “un poquito”, sobre todo cuando hay calor, porque en esas ocasiones lo siente “como almohada”.
Con todo y la incomodidad, no piensa operarse. Dice que en internet ha buscado videos de la cirugía a la que tendría que someterse y ha decidido que no confía “en los doctores de Nicaragua” para este procedimiento. Leonel Alvarado, en cambio, se dio a quitar su “morro” hace 15 años, cuando un médico amigo le ofreció extirpárselo gratuitamente. Él fue cargador durante 36 años. Se retiró en 2015 para dar paso a los más jóvenes.
Carlos Romero, de 45 años, todavía tiene el bulto que, en efecto, le da cierto aspecto de toro. Según él, más de veinte cargadores han desarrollado esa bola que los doctores llaman “lipoma”. En palabras técnicas, se trata de “una masa de tejido adiposo” que se crea debido a la carga y al zangoloteo. “Como andan bailando, la vara se va moviendo y les va licuando la grasa. Se hace como una infiltración, como cuando te ponen una inyección de grasa bajo la piel”, explica el doctor Neri Olivas, internista. Con el tiempo, agrega, el “megalipoma” de los cargadores puede causarles problemas en la columna, los hombros, el cuello, las caderas y, a veces, las rodillas.

Muchos cargadores, como Gerald Pérez, hermano de Javier Gaitán, se ponen paños con agua tibia o van donde sobadores para evitar que les crezca “el morro”. Olivas dice que esas precauciones posiblemente solo sirvan para disminuir el dolor. La razón por la que no todos desarrollan el lipoma es que también interviene la predisposición genética, señala el doctor.
La peaña de Tata Chombo ya era pesada antes y lo es más ahora. Romero carga al santo desde hace 28 años y trabaja descargando carne en el mercado municipal. Nunca se ha pesado oficialmente la peaña de San Jerónimo, afirma, pero él, valiéndose de su experiencia, estima que cada hombre levanta un peso de 250 a 300 libras.
La Montaña está compuesta por tres mesas. Una sola pata de la más grande pesa alrededor de 120 libras, asegura Romero. Por algo ese mesón fue apodado “el quiebrapatas”.
No solo las mesas son pesadas, sino todo el amarre de la peaña. Cuando más carga hay es en la procesión de la “octava”, que se celebra del 7 al 8 de octubre y casualmente es la más larga de todas, pues dura cerca de 24 horas. En la octava la gente le lleva más flores a San Jerónimo, grandes trenzas de flores que se enrollan alrededor de los mesones. “Todo lo que se usa es natural, todo va amarrado a punta de mecate de cabuya, nada de clavos”, cuenta Miranda para explicar el enorme peso de la Montaña.
Sin embargo, la razón por la que la peaña está cada vez más pesada es que “están poniéndole demasiada hoja”, dice Alvarado. Moños de hojas de colores cada vez más tupidos que pesan aun más cuando llueve. Y también una palmera entera, que ahora es “el doble de gruesa que antes”, una rama de mamey y tres o cuatro flores de corozo. “Lo único que no pesa son las flores artificiales” que van arriba, junto a la imagen del santo.
No vaya a creerse que los cargadores de San Jerónimo hablan del enorme peso de la peaña en son de queja. Lo hacen con orgullo.
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Hace años el historiador monimboseño David Canda perdió la vista, pero todavía le gusta escuchar el jolgorio de las fiestas de Masaya. A veces le ha pedido a un cargador que le permita ponerle la mano en el hombro para guiarse entre la gente; la primera vez que tocó un “morro” se sorprendió un poco. Ahora sabe que para algunos cargadores esa joroba simboliza que el trabajo de “chinear” al santo “no es para cualquiera”.
Se es cargador, dice Gerald Pérez, “por fe, por devoción y por ser orgullosamente masayas”. Además, afirma, “por nuestras promesas y por nuestra hombría”. “Ves a muchos con camisas pero no todos son cargadores, entonces así demostramos nuestro valor como hombres”.
Además de la hombría y la devoción, entre cargadores existen dos cosas en común: casi todos tienen un apodo y muchos, debilidad por el alcohol. Beben en actividades grupales y durante las procesiones se echan algunos tragos para resistir el dolor. A Carlos Romero se le conoce como Doña Bella porque antes usaba montones de anillos gruesos, y a Róger como Chompipín. Leonel es el Garrobo y Javier era Megatrón.
Bajo la peaña todos son un solo cuerpo, pero el resto del tiempo están organizados en distintas facciones que se ven con cierta rivalidad: los de la Cofradía, grupo oficial de la iglesia de San Jerónimo; los Peañeros Tradicionales, grupo de apoyo fundado por los rebeldes que no quisieron estar en la Cofradía, y los cargadores del pueblo, que no desean estar en ninguno de los otros dos grupos. Hay unos 95 “cofrados” y 170 “peañeros”. Romero pertenece al primer grupo. Javier era el líder del segundo.
Para evitar el caos, cada vara de las 14 que tiene la peaña suele poseer varios dueños, que pueden ser dos o hasta cuatro. Son hombres que llevan muchos años cargando al santo y se han ganado el derecho de decidir a quiénes y en qué orden van a meter en su vara. Por lo general, rotan 10 parejas en cada una y se reúnen antes de las actividades.
Cuando no existían los jefes de vara, había que elegir una y no abandonarla durante toda la madrugada previa a la procesión. “Nos turnábamos dos o tres, amanecíamos desvelados cuidando la vara. Ahora el liderazgo se hereda. Te lo vas ganando”, comenta Romero. La vara se puede pasar a los hijos, o bien, a un amigo, como hizo Alvarado.
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Javier Gaitán era jefe de vara. Sus tíos maternos cargaban a San Jerónimo, pero él solito le tomó gusto a las procesiones del santo. Quizá eso tuvo que ver con que nació un 11 de septiembre, en plenas fiestas, sugiere su madre, doña Gloria Flores, de 65 años. La señora viste de negro riguroso. El pasado 1 de octubre murió Javier, un día después de la procesión que conmemora la muerte de Tata Chombo, recordado por haber traducido la Biblia del griego y el hebreo al latín.
“De niño se me iba, recogía todas las hojas que caían de la montaña y se hacía una montañita usando un asiento que le compré para que escribiera”, recuerda doña Gloria. “Nadie le enseñó a Javier. Se imaginaba a San Jerónimo. Le ponía hojas al patepollo y lo bailaba”.
Desde los 14 años empezó a participar activamente como cargador y desde hacía seis era el coordinador del grupo de los Peañeros. Solo en dos ocasiones se perdió las fiestas de su patrono, cuando le descubrieron leucemia y cuando, un año más tarde, tuvo su última recaída.
Dejó todo organizado para las fiestas de 2016 e incluso consiguió las camisas en el color que siempre quiso ponerles a los Peañeros: amarillo. Poco antes de morir también dio a hacer una réplica de la imagen de San Jerónimo para no tener que estar prestando la de los “cofrados” ni la de Masatepe cada vez que quisieran realizar actividades propias. Doña Gloria le llevaba detalles al hospital: “Vieras qué bonitos que son los ojos, pareciera que te están viendo”. “Ya la voy a ver cuando llegue a la casa”, prometía él, pero solo pudo mirarla en las fotos que le enviaron al celular cuando la imagen estuvo lista y los Peañeros desfilaron para fotografiarse con ella.
Se la pusieron en la cabecera del ataúd y el domingo 2 de octubre lo acompañó al cementerio. Ese día el atrio de la iglesia de San Jerónimo estaba lleno a reventar y frente a él bailaban los Peañeros vestidos de amarillo, unos cargando al santo y otros la caja. Tocaron los chicheros La Bajada de San Jerónimo y en el público muchos lloraban. Se tiraron cohetes y morteros y la Policía iba cerrando las calles para dar paso a la multitud. Javier llevaba su camisa amarilla y su gorro camuflado, demostrando desde su ataúd que los cargadores de Tata Chombo también saben morir.

Procesiones
20 de septiembre. Se realiza la bajada de San Jerónimo, desde el altar mayor de la iglesia.
29 de septiembre. Se arma la peaña de San Jerónimo. Consiste en tres mesas de madera: “La primera tiene 5 años, la segunda 100 años y la tercera (donde va el santo), más de 100”, según el portal de la revista Tata Chombo.
30 de septiembre. Día de San Jerónimo. Se hace un recorrido con la imagen desde la iglesia San Jerónimo hasta la iglesia de La Asunción. Personas de todo el país visitan Masaya, la multitud es impresionante.
7 de octubre. La procesión de la Octava recorre las calles de Masaya desde las 9:00 de la mañana hasta al amanecer del siguiente día. Dura alrededor de 24 horas, salvo algunas excepciones. Hace diez años se atrasaron y el recorrido terminó a las 5:00 de la tarde, recuerda Róger Miranda, cargador. Nadie duerme durante la Octava. Unos porque andan acompañando al santo y otros porque el ruido de la música y la pólvora no los deja conciliar el sueño. Cuando finaliza esta larga procesión (la más larga, en horas, del país) los cargadores suelen abrazarse y llorar emocionados.
30 de octubre. San Jerónimo vuelve a su altar.