Lo que el mar se llevó

Reportaje - 10.04.2017
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El primero de septiembre de 1992 una ola gigantesca barrió 250 kilómetros de playas del Pacífico nicaragüense. Se llevó casas, dejó una centena de muertos, heridos y desaparecidos. Miles quedaron damnificados.
A 25 años del tsunami aún escuchan rugir al mar

Por Tammy Zoad Mendoza M.

Ya habían entregado la ropa lavada y planchada, así que antes de irse a casa decidieron pasar visitando a su hermano que cuidaba una propiedad en la costa. Saludaron. Su mamá se sentó en la sala a ver novelas y a platicar, mientras ella y su hermana se salieron al porche. De repente escucharon como si varios helicópteros descendían sobre sus cabezas. Patricia Salazar Navarrete corrió hacia adentro temblando de miedo y antes que pudiera alertar a su madre, sintió el empujón por la espalda.

Ahí mismo en El Tránsito, José Cristóbal García acababa de llegar de su jornada de pesca. Tuvo que salirse del baño porque el ruido lo asustó. Salió a la calle, como buscando algún camión, miró al cielo y no había helicópteros, pero el ruido era intenso. “¡Corré hermano, que el mar nos mata!”, alcanzó a decirle un vecino que corría despavorido desde la costa, a una cuadra de su casa. “¡Es el mar! ¡Los niños!”, le gritó a su esposa. Después no supo más.

En Managua, esa noche la ciudad se había mecido con un sismo que el Instituto Nicaragüense de Estudios Territoriales (Ineter) registró de 7.2 con el epicentro a 120 kilómetros de las costas del Pacífico. Después del susto la noche en la capital transcurrió normal.

Unos pescadores que regresaron por la madrugada a la costa, luego de la faena en alta mar, creyeron que se habían equivocado de ruta. Lo que veían no podía ser Masachapa. La playa estaba lavada. No había botes, ni casas, ni palmeras en pie. Todo había sido arrasado por un mar violento que después de engullir cuanto encontró a su paso, relamía las costas con un oleaje manso. Bajaron de las lanchas y al adentrarse descubrieron los escombros y confirmaron la tragedia. Aquí había sido Masachapa.

Desde Puerto Corinto hasta San Juan del Sur. Huehuete, Masachapa, El Tránsito, Puerto Sandino y Poneloya habían sido sacudidos por el maremoto. Más de treinta poblaciones costeras desaparecieron esa noche tras las cortinas de agua. Fueron olas de tres a diez metros de altura que golpearon una tras otra 250 kilómetros de costa. El evento no era solo una rareza, sino que fue calificado como el maremoto más catastrófico en el país. Quienes sobrevivieron a él tuvieron que enfrentar sus miedos para convivir con el mar que les arrebató todo aquella noche.

 

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Para contar la tragedia por el maremoto La Prensa lanzó una edición especial al día siguiente.

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Lucila Carranza tiene 58 años y todos los ha vivido de playa en playa. Su historia ha estado anclada a las costas del Pacífico desde dos o tres generaciones atrás. Familia de pescadores. El Tránsito, Salinas Grande, Poneloya. Fue ahí donde le tocó enfrentar a “la gran ola”, entonces tenía 33 años y seis hijos pequeños.

“Estábamos sentados afuera de la casa cuando escuché un ruido, como el de un avión aterrizando. Nos quedamos quietos. De repente vi que venía una ola reventada sobre nosotros. Arena y agua agitada”, cuenta Carranza. Su casa quedaba a tres cuadras de la costa y hasta ahí llegó el golpe del agua.

El agua entró por la puerta y se coló por las ventanas para salir del otro lado de la calle, donde chocó con otra corriente de agua que desembocaba en la calle de enfrente. Aquello se volvió una licuadora y ellos quedaron al centro.

Minutos antes estaba con sus seis hijos y una cuñada platicando tranquilamente en casa. Al momento siguiente el agua le había arrebatado de las manos a sus dos niños menores. No sabía dónde estaba ella, tampoco dónde estaban sus seis niños, mucho menos qué había pasado.

A las siete de la noche del primero de septiembre de 1992, la placa tectónica del Coco y la placa Caribe se movieron. Este ligero roce a 120 kilómetros de la costa del Pacífico nicaragüense produjo un sismo de 7.2 en la escala Richter, a 10 kilómetros de profundidad. Según el reporte que hiciera el sismólogo Wilfried Strauch para Ineter, se trató de un “terremoto lento”, de unos dos minutos, que por su baja velocidad no ocasionó grandes efectos sísmicos al romper la roca del fondo marino. Aún así fue capaz de liberar unas mil veces más energía que el que hizo colapsar Managua en 1972. El movimiento empujó el agua, provocando grandes, violentas y rápidas olas de hasta 10 metros.

Cuando la marea se retiró del pueblo, Lucila Carranza emprendió la búsqueda de sus hijos. El de 14 años y el de 10 la encontraron a ella. Luego aparecieron el de 8 y 7 y buscando más allá encontraron al de 4 años refugiado con otras personas. Faltaba uno. Siguieron buscando por horas.

Lucila dice que ya superó todo eso, pero a veces los recuerdos la inundan. Cuando eso pasa el temor dormido que siente por el mar se agita. “Hay personas que no superaron el trauma, por eso es importante que uno reciba ayuda. Nosotros solo quedamos golpeados físicamente, sin un peso, pero todos vivos. Es duro. El pueblo entero estaba en el piso”, recuerda Carranza.

Su familia se salvó completa y su casa fue de las pocas que conservó al menos las cuatro paredes, pero nadie quería vivir más ahí. Pasaron meses posando hasta que ella no tuvo más remedio que volver, eso sí, evitaba a toda costa ver el mar.

Lo único bueno de todo aquello —dice— fue la felicidad de encontrar al más pequeño de sus hijos tras horas de búsqueda. “En un momento yo creí que mi muchachito ya estaba muerto, pero el Señor no permitió que se me ahogara, Él me lo puso ahí. Dice que no se acuerda de nada, tenía tres años”, cuenta la madre.
El niño estaba sentadito en el techo de una casa. Solo. Calladito. Con la vista perdida viendo hacia el mar que ya estaba sereno.

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Patricia Salazar Navarrete, sobreviviente al maremoto de 1992, junto a dos de sus tres hijas. Foto Oscar Navarrete.

Patricia Salazar Navarrete acababa de cumplir los 13 años en agosto de 1992. Es de las menores de una familia de doce hijos. Un morena menuda de cabello rizado que ahora tiene 37 años, tres hijas y un nieto al que cuida y con el que divide su tiempo como costurera y ama de casa.

Entre los cientos de historias de sobrevivientes del maremoto que azotó una treintena de playas del Pacífico del país, la de Patricia es especial. Ella es la niña de la fotografía en la portada del diario Barricada donde se informa de la catástrofe. La misma que el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro usaría en una campaña internacional de solidaridad para apoyar a los damnificados por el maremoto.

Llegó al Hospital Lenín Fonseca, en Managua, casi a medianoche en un camión junto con otros heridos de gravedad. En la foto un hombre la carga hasta la camilla. Ella luce impasible. Ya no tiene su brazo derecho. Se lo cortó de tajo una lámina de zinc o quizá otro de los tantos escombros que se estrellaron en su cuerpo durante la gran ola.

“Primero entraron como dos tumbos fuertes a la casa, que me pegaron en la espalda. Cuando quisimos salir, ya vi de frente la enorme ola que se nos venía encima”, cuenta Salazar. La fuerza del mar la dominó y cuando recuperó la conciencia estaba sin su brazo. Intentó, pero no tenía energías para levantarse, había sido apaleada por el agua y todo lo que acarreó, palos, alambres, sillas, otras personas...

Se abandonó a la suerte y flotó por el estero donde fue a parar. A lo lejos escuchaba lamentos, gritos y el sonido ininterrumpido del mar tranquilo. Creyó gritar preguntando por su madre, pero ahora no está segura si siquiera tenía un hilo de voz en ese momento.

Estuvo 17 días internada en el Hospital Lenín Fonseca y cuando la dieron de alta no quería volver a su casa. Aunque en la zona en que vivían era elevada, el susurro del mar la perturbaba. Se cubría la cabeza si tenía que pasar cerca de la costa y si escuchaba algún ruido similar al de aquella noche, empezaba a llorar y a pedirle a su mamá que se fueran de ahí. Se fueron. Ocho meses vivieron en una comunidad tierra adentro.

“En mayo del 93 estuvieron listas estas casas que donó la Cooperación Española. A mí me dieron una, y me vine con mi mamá y mis hermanos menores”, cuenta Patricia. Para entonces ya había pasado meses de fisioterapia y el muñón derecho había sanado perfectamente. Lo más difícil eran las heridas internas.

“Seis meses pasó una psicóloga conmigo, platicando, ayudándome para vencer el miedo y poder regresar al pueblo. Es la fecha y me sigue dando un poco de miedo el mar, pero ni modo, qué se va a hacer”, reconoce y sonríe.
Ha vuelto a la playa en varias ocasiones, pero muchas menos de lo que uno podría creer considerando que vive a cuatro cuadras de la costa bajando la colina.

Desde su casa divisa el mar todos los días. A sus hijas les encanta y ella a veces cede y las acompaña. “A veces, cuando está bravo, yo lo veo levantarse como una cortina de agua frente a mí. Siento que se me viene encima otra vez”, comenta.

La terapia psicológica le ayudó, dice, pero el cierre fue brutal. Una tarde la llevaron hasta la costa. Caminó descalza por la arena. Se detuvo. Lloró. Respiró hondo. “No quería, pero tenía que hacerlo, porque no podía vivir así el resto del tiempo. Me acompañaron a que me metiera al agua”, recuerda Salazar.

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El Tránsitosigue siendo pueblo de pescadores. Mario Solís es de los pocos viejos pescadores que no salió del mar después del tsunami. Foto Oscar Navarrete

“Nosotros al igual que todos los días, nos metimos mar adentro a pescar y allí no se sintió nada”, declaró a La Prensa José Santos Espinoza, un día después del maremoto. Era parte del grupo de pescadores que al volver la noche del primero de septiembre encontraron desolada Masachapa. No vivieron el horror de las olas, pero debían enfrentarse a la devastación.

José Cristóbal García, de 46 años, también era pescador en aquel entonces. Salió del mar, pero el mar lo siguió hasta su casa. Arrasó con ella. Lo golpeó. Le quitó a sus dos hijos. Al bebé de cinco meses se lo arrebató a la madre quien lo llevaba en brazos y a él le jaló de un golpe al niño de año y medio. La ola lo revolcó y lo llevó dos cuadras adentro del pueblo. Como un pez, se escurrió entre una corriente y otra, atravesó una casa de punta a punta, estrellándose contra las paredes, hasta que la ola lo tiró en una calle. Quedó desnudo, sin nada y sin nadie.

Empezó a buscar a su familia, pero al desconcierto se le sumaba como dificultad la oscuridad espesa. Iba a tientas y gritando sus nombres. Oía llantos, quejidos, los gritos de otros que estaban tan perdidos como él en aquel lugar que había dejado de ser El Tránsito para convertirse en el mismísimo limbo.

Se abría paso entre el agua, puertas flotando, animales muertos. Gritó y gritó hasta que una voz apagada le respondió al nombre de “Adelayde”. Su esposa estaba prensada entre los escombros y la niña mayor había quedado sujeta de un árbol.

Estuvieron en un refugio, fueron atendidos por médicos, pero decidieron irse el pueblo. “El Gobierno mandó mucha ayuda, nos atendieron bien. La gente de muchos países se solidarizó, nos ayudaron, pero en ese momento no pensábamos en eso. No queríamos nada. ¿Para qué quiero todo eso si se me murieron mis niños?, decía. En un punto perdí las ganas de vivir, me sentía abandonado por Dios, pero después uno asimila las cosas”, comparte José Cristóbal.

El primer dato fue que los muertos eran más de 100, que 113 y 175 fue una de las últimas cifras que se registraron en los diarios, pero nunca hubo un conteo definitivo. Los heridos eran centenares y los damnificados pasaban los mil. España, Estados Unidos, México, los vecinos de Centroamérica también tendieron la mano con donativos de alimentos y dinero.

“Esto fue horrible. No quedó nada. Tardamos años en recuperar algunas cosas, pero por dentro queda uno roto. En la madrugada estábamos buscando a los familiares y encontramos tres niños, una era mi niña. Tenía 2 años. El mar me la mató”, cuenta de pausa en pausa Arnoldo Neira. Agradece haber quedado vivo y que su esposa, embarazada en ese entonces, solo hubiera resultado con golpes leves. “Al mar le tengo miedo, por eso no volvimos a vivir aquí, solo venimos a trabajar, pero yo de noche no vuelvo”, dice Neira, quien dejó de pescar y ahora administra su empresa de acopio de pescado.

Este pueblo de pescadores quedó advertido y está entrenado. Si escuchan un ruido extraño, si el mar se va alejando de forma sospechosa, si hay mucho silencio, es momento de correr al cerro. “El mar es bueno, nos da el trabajo y el alimento, pero también es traicionero. Al mar yo lo respeto”, dice José Cristóbal García, quien después de aquella noche tampoco volvió a pescar.

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Así quedó Masachapa. Según los expertos las catastróficas consecuencias del maremoto se debieron tanto a la potencia de las olas como a la infraestructura de las localidades y la distribución de la población en el lugar.

De Tsunamis

Japón es el país que sufre más terremotos de alta intensidad, seguidos de tsunamis. La isla está en la zona de subducción donde la placa del Pacífico se mete bajo la placa continental Euroasiática.
Chile es un país altamente sísmico y de sismos de alta intensidad, seguido de Perú. En ambos se mantiene permanente vigilancia ante tsunamis.

Según Ineter, el efecto devastador del maremoto del primero de septiembre de 1992 se debió a los parámetros de la ola (altura máxima, violencia del impacto) y al estado físico de las construcciones en toda la franja costera del Pacífico.

De acuerdo a la información oficial de Ineter, Nicaragua desarrolla un sistema de alerta contra tsunami basado en la identificación del terremoto tsunami generador. Entre la ocurrencia del sismo y la llegada de las olas a la costa hay un tiempo aproximado de 30 a 60 minutos, en la costa del Pacífico. Si la Central Sísmica detecta el sismo en 10 a 15 minutos, lo localiza, determina su magnitud y analiza la situación, podría emitir el mensaje de alerta a Defensa Civil. Defensa Civil debería alertar a la población en un lapso de 5 a 10 minutos. Habría un margen de respuesta ante la alerta de 10 minutos en promedio.

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