Las ninfas de Carlos Martínez Rivas

Reportaje - 07.11.2013

 

Por Tammy Zoad Mendoza M.

 

Una, sentada en la mesa brindando con él. La otra, con las mejores ropas desfilaba en su cabeza. Luego la primera, desnuda, tendida en la cama junto a él. Más tarde, la otra, se aparecía sonriente desde algún rincón de su memoria. A una la tuvo muchas veces, de muchas maneras. De la otra no obtuvo más que la inspiración para escribir poemas de amor puro y notas nostálgicas sin hacer referencia siquiera a algún encuentro en términos de amistad. Carolina Mallorquín. Nena Barberena.

 

De todas las mujeres que el poeta conoció, de todas las damas de sociedad que pretendió, hubo una que nunca le correspondió, pero a quien él mantuvo fiel sus deseos y sentimientos. Nena Barberena, la joven chinandegana que conoció siendo aún adolescente.

 

En medio de las muchas pasiones que vivió, en el ir y venir de amantes y prostitutas en su alcoba, hubo una mujer que se quedó dentro de él mucho tiempo después de haberlo abandonado. Carolina Mallorquín, aquella granadina coqueta que se pavoneaba en los bares que él frecuentaba.

 

Poemas, cartas, notas y anotaciones en su diario. Testimonios, historias y rumores. Entre líneas de escritos publicados, inéditos y privados, y conversaciones con amigos, poetas o conocidos de Carlos Martínez Rivas se descifra al hombre de amar libre y al prisionero de sus pasiones. Porque desde antes de ser genio y de encerrase en su botella, Carlos Martínez Rivas vivió y padeció sus amores y deseos.

 

Debieron tener entre 13 y 15 años. Ella mayor que él, era prima de su mejor amigo. En alguno de sus viajes a Chinandega, donde Carlos Martínez Rivas tenía familia, se conocieron y ella lo marcó para siempre.

 

“El amor por Nena (Barberena) nunca murió. Jamás pereció. Jamás quiso desprenderse de ella. Él se fue para España y a su regreso en el 51 él la encuentra casada. Fue un amor bien platónico. Una cosa visual que se alojó en su mente, de esos amores que la fantasía nutre. Pero no se ve en ninguno de sus escritos que ellos hayan tenido algo en concreto”, comenta el poeta Pablo Centeno Gómez, quien es cauto y prefiere no declararse amigo del poeta, a pesar que los años y la confianza que el poeta compartió con él lo tengan entre sus más cercanos.

 

De Nena escribía notas, hacía poemas e incluso la homenajeaba en público. En una de sus cátedras en la UNAN recita de memoria un poema titulado Amor blanquísimo, pero antes contó un poco de la historia de la hermosa joven chinandegana que conoció y se declaró aún enamorado, a sus 67 años. Con la voz gruesa y áspera, entonó con la debida pasión y seriedad del caso la oda para la joven chinandegana de bellos ojos grandes. La misma que aparecía de repente en sus diarios: “Hoy me recordé de la Nena...”, “... esta me recordó a la Nena...”, la evocaba a través de una u otra cosa, de una o varias mujeres. “La Virginia Cuadra, otra antigua pasión. La segunda, después de la Nena Barberena. Cuyo sello fue eso que Heine llama un puntapié en el corazón (...)”. En 1978 escribe un poema llamado Cucarachas y al pie del escrito marca: “A mi amor, Nena Barberena”.

 

“Él idolatra a las mujeres que no ceden, casi todas pertenecen a la alta sociedad. Amores platónicos, inabordables, infranqueables, pero sus amores al fin. Hay otro montón de pasiones, de romances con putillas incluso, pero solo Nena y Carolina, o Carola como le decía, por una u otra razón se convierten sus musas principales”, explica Centeno Gómez quien conserva algunos de los cuadernos-diarios del poeta.
“Por ningún lado de su diario se habla de algún encuentro con la Nena, no consta por ningún lado que hayan tenido siquiera una amistad, pero está presente de manera recurrente esa obsesión de que él la amó...”, aclara Centeno.

 

 

Carlos Martínez Rivas (CMR), considerado el segundo mejor poeta de Nicaragua.

 

Que es el mejor poeta de Nicaragua, después de Rubén Darío, de eso se lee y se habla mucho. Que revolucionó la poesía, rompiendo los esquemas literarios, sociales y morales en busca de la perfección, de eso han escrito abundantemente expertos en el tema. Pero muy pocos son los que escucharon de voz del poeta los nombres o supieron de las historias de las musas inspiradoras de su obra.

 

Carlos Martínez Rivas era de pocos amigos. Aunque cuando regresó en 1977 para establecerse finalmente en Nicaragua, luego de vivir en Europa, Estados Unidos, México y Costa Rica, se convirtió en una suerte de planeta. El planeta “carlosmartiniano” que todos querían conocer, visitar o habitar. Orbitaban en torno a él en las exposiciones, ceremonias o reuniones a las que acudía.

 

Fue en esos círculos que conoció a una hermosa joven actriz y miembro de la alta sociedad. Ella lo llevaba y traía de un evento a otro. Entre lujos y ostentación la relación lo abrumó. Más que por el figureo y la frivolidad del ambiente, él decide terminar la relación porque parte de las deudas de su madre, razón de su suicidio en 1951, habían sido contraídas con la familia de ella.

 

“La muerte de su madre lo marca. Era el menor y estaban unidos de una manera especial, pero todo con amor filial, nada que ver con deseos antinaturales como algunos han querido hacer creer”, aclara el poeta Pablo Centeno Gómez respecto a la teoría de Alejandro Bolaños Geyer acerca de Carlos Martínez y el complejo de Edipo.
“Amigo en el sentido estricto de la palabra; de vení a mi casa cuando te de la gana, estemos, eso Carlos no lo soportaba de nadie. Carlos acompañado de alguien todo el tiempo, ¡mentira! Él tenía afecciones e impulsos que cultivaba en menor o mayor grado, por más o menos tiempo. Amigos que él conservara desde joven; Alfonso Callejas Deshon, luego cuando viajó hizo amistad con Julio Cortázar, Octavio Paz y a su regreso se reencuentra con PAC, José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos a quienes ve como hermanos mayores”, puntualiza Centeno Gómez. Es su amigo de juventud, Alfonso Callejas Deshon, quien posiblemente le presentara al que sería su amor platónico y eterno, Nena Barberena.

 

Tuvo que haber sido a inicios de los 80, cuando el poeta se había instalado definitivamente en Managua. Quizá ella lo llamara o alguien se encargaría de contarle: Carolina estaba presa en Granada y necesitaba de su ayuda. Llamó a Róger Barberena, su amigo, y le pidió entregar una carta al entonces juez de Granada, doctor Agustín Cruz.

 

“Yo mismo llevé la carta”, cuenta Barberena. “El doctor Agustín se quedó sorprendido no solo por la petición de Carlos, si no por la manera de hacerlo. ‘La mejor carta que he leído en mi vida’, me dijo. ‘Si me lo solicita el mejor poeta vivo de Nicaragua, la pongo libre de inmediato’. Y la puso en libertad”.

 

Pero al parecer Carlos Martínez Rivas esperaba especial gratitud de su “Carola” y le molestó mucho que ella no llegara a agradecerle personalmente aquel favor. Esa misma semana pediría en otro recado que la apresaran de nuevo. El juez solo se rió de la ocurrencia. No podía girar otra orden de arresto.

 

Pero esta es casi la parte final de la historia que empezó allá por el 77, cuando Carlos Martínez llegó a vivir al Intecna, Granada. Fue en sus años de bohemio, cuando la botella y el genio iban de bar en bar, que conoció a Carolina Mallorquín.
Morena, delgada, un maniquí de mediana estatura. Cabello negro, ojos grandes y oscuros, y un cuerpo sinuoso y joven que el poeta cincuentón recorrió. Carolina. Carola. Barcarola.

 

Róger Barberena la conoció en la casa del poeta en Managua, la veía acercarse a abrir la puerta, pasearse por los cuartos, tenderse en una silla. Juan Chow, poeta y “amigo literario de Carlos”, la conoció en Granada, en un encuentro casual en el bar de un hotel. Estaban tomando cervezas y conversando, se la presentó como solía hacerlo: “Ella es mi Carolina. Carola”. Pablo Centeno Gómez supo de ella al leer los diarios y los al menos siete poemas que él le dedicó, todos incluidos en Poesía Reunida de Carlos Martínez Rivas que él mismo elaboró.

 

“Sale con ella, es una relación de encuentros pero el está apegado a ella. Es con quien tiene una relación más constante, a la que más ve. Hay un cierto cariño en el fondo, aunque ella no se siente tan ligada a él. Coincidían en bares, compartían licor, se divertían en esa vida nocturna y aunque él hubiera querido tenerla solo para él, era muy difícil que se decidiera a vivir con alguien. Nunca lo hizo”, cuenta Centeno Gómez.

 

En efecto. Nunca vivieron juntos, pero compartían gran parte del tiempo. “Don Carlos era un caballero. Yo pocas veces lo vi, pero siempre me trató con amabilidad y respeto. Él quería mucho a mi hermana y sin conocerme me recomendó en un trabajo en 1979. Quedé muy agradecida con él y en una ocasión llegó a mi casa con ella, platicamos y no lo volví a ver”, recuerda la hermana de Carolina quien nos aclara que ni ese, ni Carola, era el nombre de su hermana mayor. Ella siempre vivió cerca del lago y su hermana en Pancasán.

 

“Después supe que estaba enfermo y fui a buscarlo en su casa de Altamira. Grité varias veces y nadie salió. Se veía oscura, como sola la casa. No volví. Años más tarde me di cuenta que había muerto don Carlos. Me dio mucho pesar”, reconoce apenada.

 

Barberena los vio discutir alguna vez en la casa de Altamira. “Carlos tenía una personalidad compleja, era un genio, pero era difícil de tratar”, dice. Era común encontrarlo con su bata y ella con poca ropa, compartiendo la poca comida que había en la casa y hablándose muy poco, pero haciéndose compañía. Ella llegaba por días, semanas. Estaba. Discutían. Se iba. Regresaba. Pero un día nunca volvió.
“Ahora cuánto no daría por una de esas visitas o una llamada telefónica que no se han producido más y que puede ser que ya no se produzcan nunca otra vez”, escribió un Carlos Martínez Rivas apesarado en un fragmento de un texto de su diario, lamentando las veces que se negó a recibirla.

 

En el mismo texto se diría convencido que nunca la amó, que el dolor que haya tenido fue por sentirse abandonado, fue porque ella hirió su vanidad al prescindir finalmente de él y le restó poder al emanciparse de su dominio propietario.

 

 

“Planto aquí la imagen solamente de dos pechos deseados y un perfil amado sin correspondencia. Reliquias de una vida deshecha”. Carlos Martínez Rivas. Este texto acompaña el dibujo que dedicaría: “A mi nymfa Melba Paniagua. Para ti: ¡cabellos violeta, pura, sonriendo como la miel, Melba! Madrid 1966.

 

Así como en aquellos bosques imaginarios donde rondaban los sátiros de un lado a otro, brincando de risco en risco, buscando ninfas. Observándolas. Seduciéndolas. Así Carlos Martínez Rivas no desperdiciaba oportunidad para apreciar toda mujer que tuviera enfrente. Si además de hermosa le parecía interesante, días después le escribiría una nota y con ingenio se la haría llegar, o sería él mismo quien se encargaría de entregarla. Primero pequeñas notas llenas de caballerosidad y cumplidos. Luego cartas con declaraciones febriles de deseos. Finalmente notas escuetas y hasta groseras a quienes nunca hubieran correspondido a su cortejo.
Con esa fórmula “carlosmartiniana” fue como conquistó también a Esperanza Mayorga, con quien se casó en 1959 y con quien procrearía a Emmanuel y Carlos Ernesto. En 1963 ya estaban separados.

 

“Ese matrimonio fue corto. Cuando él viaja a Estados Unidos conoce a esta nicaragüense, luego se la encuentra en un bar, platican, empiezan las notas y el asedio, hasta que él consigue que ella ceda y de manera repentina deciden casarse”, comenta Pablo Centeno Gómez.

 

Pero los sátiros nunca se cansan de buscar ninfas. Y Carlos Martínez Rivas siguió perdiendo los ojos con las mujeres. Siguió escribiendo notas, mandando cartas. Dejando nacer, alimentando y matando sus propias pasiones, como diría en su poema Los amores.

 

Así fue con Evelyn Martínez, primera actriz nicaragüense, a quien conoció en 1982 y años más tarde le entregaría una carta recordando aquel encuentro.

 

“Evelyn Martínez he soñado con tu persona y tu desnudez desde los primeros días en que apareciste ante mis ojos. Porque en el hombre lo primero en perderse son los ojos, yo siempre culparé los ojos míos (…)”, reza un fragmento. La recordaba con unas botas altas de cuero, la imaginaba en actitud dominadora y le llamaba conquistadora don Juan.

 

“ (…) Te seguiré soñando siempre y cada vez más de prisa y seguido como la taquicardia que acaba con la vida de los enamorados adheridos a su fidelidad. La taquicardia de la fidelidad. Te seguiré soñando siempre aún en el polvo, soñando en el polvo (el polvo que nunca), el polvo que va retornar al polvo sin que Evelyn Martínez lo hubiera recibido agradecida. La pérdida del polvo que estaba para ti. (...)”, dice parte de la carta entregada personalmente en 1997. Para entonces el poeta había decidido reconciliarse con ella, a quien en una nota años antes había tachado de avara y cruel por no corresponderle nunca y desde entonces no respondía siquiera sus saludos en encuentros casuales. Ella, como Pablo Centeno Gómez, fue de los pocos que pudieron asistirle en sus últimos años de enfermedad y quienes lo acompañaron hasta su muerte el 16 de julio de 1998.

 

Mimí Hammer, Ilenana Remigi, Virginia Cuadra, Martha y Melba Debayle Tercero, Lola Aguirre y hasta su prima Maruca Paniagua Rivas estuvo en su lista. A ella le dedico La puesta en el sepulcro, a un amor que lo abandonó para casarse con un norteamericano. Y por supuesto, Yadira Jiménez, la colombiana que quedó inmortalizada en su magistral El Paraíso Recobrado. “Son incontables sus pasiones, pero la mayor parte de ellas no fueron consumadas”, señala Centeno Gómez.

 

1993 Altamira de Este, casa número 8. Hay un hombre barbado que se pasea en bata por la casa. Brinda solo, con whisky, ron negro o ron plata. A veces tiene compañías que llegan por la noche y se van por la mañana. Desde que Carlos Martínez Rivas decidió encerrarse en su jaula, solo unos cuantos amigos y las prostitutas son las que entran y salen. La Vicky, la Celia, la Negra...

 

“No era solo por sexo, podría ser por compañía. El deseo de sentirse rodeado de personas auténticas, y auténticas en el sentido de que son personas que no van a aparentar algo diferente a lo que son, no van con la máscara burocrática de un cargo o por el interés de estar cerca del poeta. Él se sentía identificado con lo marginal, estaba en contra de ese orden social establecido. Sentía compasión por la gente relegada, lastimada o defraudada por el mundo, como él se sentía”, sostiene Centeno Gómez.

 

Las veces que las dolencias de su cuerpo hinchado por las enfermedades y el alcohol le daban tregua, y si tenía el ánimo suficiente, caminaba hasta Camino de Oriente a buscar a sus mujeres. Ellas lo seguían, le llamaban “pueta” y a veces regresaba escoltado por varias mujeres hasta su casa.

 

“Él era un hombre tímido. Tenía gran timidez para la relación decidida. Para el cortejo no había inhibiciones, ahí no, pero para pasar a un segundo plano sí había dificultades. A pesar de su gusto muy vivo por la mujer, no consiguió dejar de imaginarla como un peligro para su individual mentalidad masculina y su libertad, como él mismo diría: Y así se me pasó la vida, no conociendo amor otro que sustitutos”.
Así lo confiaría también a Berenice Maranhao en 1990. “Tú sabes, mi Berenice, mi costumbre de prostitutas ha estado tan arraigada en mí que en estos momentos de ternura contigo, inesperados pero deseados, me surgen como en un sueño y, a la vez, traen a mi memoria unos pocos recuerdos felices de las pocas mujeres que verdaderamente he amado”, le dijo en aquella ocasión que ella accedió a acurrucarse en su cama, desnudos, en la temporada en la que ella tenía un proyecto con el poeta, del que nacería años más tarde su libro Traiciones a Carlos Martínez Rivas. Después también, en una nota dura donde la tacha de “vulgar mujer” por llevarse manuscritos y cosas suyas, la saca de su vida.

 

Cuando se sintió abatido, buscó más soledad. Se volvió más parco y solo sus gatos eran los que entraban y salían de la casa. “La gente habla de que él era antisocial, que era hosco y soberbio, pero es que lo llegaban a joder a su casa y él los corría. Él tenía derecho a su privacidad y la defendía. Yo lo admiré y lo respeté mucho, fuimos amigos literarios”, dice Juan Chow.

 

Quiso separarse del mundo que le parecía insuficiente y se encerró a alimentar o revivir viejos amores, de nota en nota en sus diarios o haciendo cartas que probablemente no le daría tiempo de entregar. También se encargó de asesinar amores allá adentro, con duros poemas de despedida a las mujeres que no pudieron corresponder sus deseos.

 

Desde su jaula de Altamira padeció lo que quedaba de sus amores platónicos, exterminó las pasiones de antaño y quiso llevarse solo los recuerdos o las fantasías de aquellos amores vividos o imaginados.

 

De Carolina Mallorquín se deshizo por medio de un muy gráfico exorcismo en un poema del mismo nombre publicado en 1983. Se colocó en la pose de rigor e introduciendo su dedo hasta lo más profundo, la vomitó para librarse por siempre de todo lo que llevaba de ella adentro. Ni supo más de ella, ni volvió a dedicarle más letras.

 

Su amigo, Róger Barberena, es uno de los que sigue buscándola. Quiere saber cómo está, qué hace, si sabe lo que significó para el poeta. Ha llamado a radio Corporación y ha enviado mensajes al aire con la esperanza de que ella lo escuche y se pongan en contacto. Pero Carolina no responde. Quizá porque ese no es su nombre, sino con el que la bautizó el poeta. Pero lo más seguro es que ella igual nunca escuche la llamada. Vive en San José, Costa Rica. Desde hace 20 años que se fue y ha regresado solo un par de veces a Granada, con su nueva familia. Seguro tampoco supo que en el 2011 el nombre de su Carlos estuvo en todos lados, que fue él con su Insurrección Solitaria el que embebió las calles de poesía y que seguro muchos de los asistentes se embriagaron como él en sus mejores años. “Yo tengo guardado el afiche de ese festival de poesía”, dice con cariño la hermana de Carolina. “Don Carlos quiso mucho a mi hermana, seguramente leyeron varios poemas que escribió para ella...”.

 

De Nena Barberena nunca pudo o quiso deshacerse, aunque en realidad nunca le perteneciera como él hubiera querido. Pablo Centeno incluso quiso conversar con ella, otros también se han acercado para saber cómo está, pero sobre todo conocer lo que solo ellos dos sabían de esa relación platónica. Pero doña Nena es una mujer de familia que no habla de esos temas, menos del poeta.

 

“Yo estoy fuera de todo eso. Discúlpeme. Compréndame. Ya lo pasado pasado. Yo rezo por él, por su alma. Que Dios lo haya perdonado”, dice al otro del teléfono con un timbre pausado y tembloroso doña Nena Barberena con sus poco más o poco menos de 90 años.

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