Un epitafio, una tumba sencilla, la continuidad de una lucha, un hogar para los huérfanos o las necesidades de dos gatos... ¿En qué se piensa cuando se está a un paso de la muerte? Así se despidieron Emiliano Chamorro, Rubén Darío, Carlos Martínez Rivas, Benjamín Zeledón y otros personajes de nuestra historia
Por Amalia del Cid
Escribir testamentos era casi un pasatiempo para Carlos Martínez Rivas. Se le conocen al menos cinco, en los que hereda su obra literaria, sus libros y sus gatos. Varias veces Sergio Ramírez Mercado fue su “heredero universal honorífico” y otras tantas estuvo nombrado “legatario” de su biblioteca, disposición que el poeta decidió anular a través de otro testamento, pues temía (horror de horrores) que el escritor la convirtiera en “una biblioteca popular”. Lo cuenta el propio Ramírez Mercado en el prólogo (finalmente censurado por razones que no quedaron claras) de una antología de Martínez Rivas, tan talentoso como extravagante, tan huraño como impulsivo.
“Quizás no iba descaminado, esa casa de Altamira debería ser ahora un museo, con sus paredes llenas de grafitis, la biblioteca abierta al público, lo mismo que su archivo, para consulta de los investigadores. En este país sin memoria, todo termina disolviéndose en humo”, comenta hoy el escritor. Martínez Rivas —dice—, cambiante como fue, otorgó varios testamentos, “el último a favor de sus dos hijos”.
En otro documento, escrito a fines de los años ochenta, con su letra suelta y menuda Carlos deja como herederos a sus dos hijos y detalla cuidadosamente lo que debía hacerse con sus gatos, sus textos y su cuerpo. También describe cuatro estantes libreros, con anaqueles que guardaban “los más ricos volúmenes sobre Arte, Mitología, Religión y Lingüística” y “cincuenta diccionarios y enciclopedias”. Además valora los muebles, de cedro real, en no menos de “un millón de córdobas” por cada uno.
En ese texto, que está en manos del empresario Róger Barberena Garay, amigo del poeta, Carlos se preocupa por sus gatos Poe y Mur. En otro, de 1998, deja encargados a sus “dos gatos hembras”: La Gatita y Electra. Y lo mismo en el último de sus testamentos, también de 1998. Los tres se encuentran en el libro Humanidad y Sensibilidad, recopilados por el poeta Pablo Centeno Gómez, quien fue amigo íntimo de Martínez Rivas.
Algunos fragmentos del primero, y más libre de lenguaje legal, de esos tres testamentos:
“Mis dos gatos, Poe y Mur, pasarán a ser posesión únicamente del señor Róger Barberena Garay (...). Solamente él sabrá darles el amor y cuido devoto, tremendo y costoso que yo, en vida les doy. Ellos, los dos gatitos, lo siento así, y siento decirlo, son los únicos seres vivos, impotentes, como animalitos, para expresarlo, que van a sentir mi falta.
Que mis manuscritos, ya sean estos de mi mano propia o pasados a máquina, no sean mancillados por manos de seudo-poetas o seudo-expertos nicaragüenses o de extraña nacionalidad.
Que confío en la promesa que me hizo, a solicitud mía, el fiel amigo Cmdte. Bayardo Arce Castaño: de amontonar todos esos folders, de obra inédita en bolsas de manta; bolsas que serán consumidas a fuego, por orden suya y a su propia vista y constatación. (En los siguientes testamentos ya no pide que se elimine su obra).
Que no se haga con mi cadáver ninguna escenificación aparatosa, ya sea esta estatal o académica. Que nadie perore elogiando méritos que nunca me fueron abiertamente reconocidos ni recompensados. Pido el más humanista de los ataúdes, tan humilde como el de los muchachos muertos en el Servicio Militar Patriótico, un cajón de madera de pino pintada en verde.
Quiero ser enterrado en el Cementerio de la ciudad de Granada. En el mismo lugar en que reposan mi padre y sus tres hermanos. Allí quiero que sea llevado y sepultado mi cuerpo – sin ninguna solemnidad ni acompañamientos públicos”.
El 16 de junio de 1998 murió Carlos Martínez Rivas, a las 12:38 de la madrugada en el Hospital Bautista de Managua. Su cirrosis estaba muy avanzada y los riñones le estaban fallando; sufrió una embolia pulmonar y finalmente un infarto. Lo velaron en la Sala de Lectura del Recinto Universitario Rubén Darío de la UNAN-Managua, donde cuatro meses antes había recibido el doctorado honoris causa.

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Puede decirse que Zacarías Guerra tuvo dos funerales, y que al primero casi nadie llegó. En Managua se le tenía por un hombre tacaño y de pocos amigos, lo cual en cierta forma era cierto, porque aunque era acaudalado no gastaba ni medio centavo en diversiones y además era huraño y solterón empedernido, casi un anacoreta, algo que en aquella capital pueblerina y timorata de comienzos del siglo XX no le perdonaron mientras existió.
Medio calvo y bigotón, vivió solitario en una casa solariega de la calle El Triunfo, soportando en silencio las pintas satíricas que “el bajo pueblo” le dejaba en las paredes, cuenta el historiador Gratus Halftermeyer en su libro Managua a través de la historia, de 1946.
La gente comentaba que “en la venta de Las Reñazquito, frente a Chico Cayuco”, el avaro Zacarías acostumbraba comprar cinco centavos de cigarros y no más, y que los 12 cigarrillos que le entregaban le duraban un mes, a razón de uno cada dos o tres días. Al pasar junto a él las mujeres criticaban por lo bajo su obstinada soltería y los hombres del barrio El Triunfo se burlaban abiertamente de su vida ermitaña y del orgullo con que la disfrutaba.
Así que no es de extrañar que el 5 de mayo de 1914, un martes, casi nadie haya llorado por él. En el vecindario se dijo “bien muerto está, porque nunca hizo un mal, pero igual, nunca hizo un bien a la gente”, y muchos decidieron no ir al entierro, molestos hasta el último momento con un personaje que no lograron comprender. Pero el resentimiento solo les duró tres días más.
Cinco años antes de su muerte, el 8 de junio de 1909, también un martes, Zacarías Guerra había firmado su testamento destinando cuanto poseía a la construcción de un hogar para los niños huérfanos de la capital. Y cuando el juez de distrito leyó su última y única voluntad, “la noticia cayó como una bomba en toda Managua”, narra Halftermeyer. “Era lo inesperado. Lo que ni siquiera pudo haberse soñado”.
Entonces ocurrió su segundo funeral, que más bien fue una especie de resurrección. Los que antes se burlaban de sus parcas costumbres se reunieron en el Parque Central y desfilaron, culpables, hacia la tumba del solterón incomprendido. Zacarías recibió responso arzobispal, coronas y flores e inspirados discursos de los mejores oradores de la ciudad que exaltaban sus recién descubiertas virtudes. Conocido su testamento —dice Halftermeyer— “en el corazón de todos, Zacarías Guerra, bajo la losa fría del cementerio San Pedro, empezaba a vivir”.
El Hogar Zacarías Guerra, que a la fecha sigue funcionando en Managua, fue fundado en 1914 gracias a la herencia de un hombre que “empezó a vivir cuando murió”.
La fortuna heredada a los huérfanos sumaba 65,737.76 córdobas de la época, asegura Francisco Bautista Lara, autor de la novela Manantial, que trata sobre la vida de Guerra. En el inventario de las posesiones del difunto había dinero en efectivo y dinero en el banco, créditos hipotecarios, mobiliario y joyas; seis casas en Managua, la finca Las Delicias, ubicada en Las Sierras, y el trillo La Managua, detalla Bautista Lara en su artículo “El legado inicial de Zacarías Guerra”. El equivalente de aquella herencia, afirma, sería de unos 4.5 millones de dólares de hoy.

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El último libro que Emiliano Chamorro leyó fue Historia secreta de la última guerra y en su última madrugada lo dejó marcado para siempre en el capítulo Cómo se secuestra a un general. Lo cuenta su segunda esposa, Merceditas Rodríguez, en la autobiografía de publicación póstuma de quien fue dos veces presidente de Nicaragua, organizador de 17 revoluciones, agitador, pactista y último caudillo de los conservadores.
Se casaron en una ceremonia íntima que apareció en la primera plana de La Prensa. Chamorro tenía 93 años; Merceditas, 30. Con ella vivió sus últimos tres años y a ella le dijo sus últimas palabras. La noche del sábado 26 de febrero de 1966, su esposa-enfermera lo llevó en silla de ruedas para que tomara el fresco en el patio delantero. El anciano se encontraba todo lo bien que su edad permitía, todavía se interesaba mucho en la política, no quería escuchar que el Partido Conservador ya no tenía esperanzas de unificación y estaba haciendo planes para recibir visitas al día siguiente. Pero cuando se disponían a volver al calor de la casa, se derrumbó.
“Mi pañito de lágrimas”, le dijo a su esposa. Ella se inclinó hasta rozarle la cabeza con la barbilla y, sin dejar de empujar la silla, le respondió con una broma: “Mi peloncito”. “No me estés con maldades”, replicó él, y bruscamente echó la cabeza hacia adelante. Merceditas relata el momento en El último caudillo: “Me detuve y con mis dos manos quise levantarle la cabeza y le pregunté: ‘¿Qué te pasa Emilianito, qué es lo que tienes?’. Era la muerte. Pero él, mirándome me dijo: ‘¡No es nada!’”.
La última voluntad de Chamorro aparece al final de sus memorias: “Al cerrar este último capítulo de mi autobiografía, cierro también mi casa de habitación en Managua para trasladarme por el tiempo que Dios quiera darme vida a mi hacienda Río Grande. Y al cerrar esta casa que no ha sido de mi exclusiva propiedad, dejo abierta en el Cementerio de Managua la fosa que ha de ser mi última, propia y definitiva morada”.
Chamorro pidió ser sepultado junto a Lastenia Enríquez, su primera esposa y amor de juventud. Solicitó también que sobre su lápida se grabara la siguiente inscripción: “... Y se mantuvo firme en la brecha por su pueblo (Eclesiástico)”, y que sobre la de Lastenia se leyera: “Donde tú vayas iré yo, donde seas enterrado, seré enterrada (Ruth)”.
Al ingeniero Eduardo Chamorro —y esto se supo a través de los medios después de la muerte del caudillo—, le encargó un mausoleo sencillo, para que el viento y la lluvia limpiaran su tumba y sus amigos no se molestaran. El ingeniero diseñó un mausoleo simple, como una trinchera, de piedra lisa para que el agua resbale y el viento lo barra todo.

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El 21 de septiembre de 1956 Rigoberto López Pérez disparó cinco balas y recibió 54. Esa noche, al entrar en la Casa del Obrero, en León, el poeta llevaba zapatillas negras, pantalón azul, camisa blanca y la certeza de que iba a morir. Cuando resolvió emprender una acción suicida para poner fin a la vida de Somoza García, Rigoberto escribió una carta de despedida para su madre, doña Soledad López. Tras la muerte del joven, acribillado a balazos por la Guardia Nacional, se ha hecho famosa e incluso ha sido motivo de análisis. El más conocido es el de Carlos Fonseca Amador, quien la desmenuzó palabra a palabra.
Esta es la carta del poeta suicida:
“San Salvador, Septiembre 4 de 1956
Señora Soledad López. León, Nicaragua
Mi querida madre:
Aunque usted nunca lo ha sabido, yo siempre he andado tomando parte en todo lo que se refiere a atacar al régimen funesto de nuestra patria y en vista de que todos los esfuerzos han sido inútiles para tratar de lograr que Nicaragua vuelva a ser (o sea por primera vez) una patria libre, sin afrenta y sin mancha, he decidido aunque mis compañeros no querían aceptarlo, el tratar de ser yo el que inicie el principio del fin de esa tiranía. Si Dios quiere que perezca en mi intento, no quiero que se culpe a nadie absolutamente, pues todo ha sido decisión mía (...). Espero que tomará todas esas cosas con calma y que debe pensar que lo que yo he hecho es un deber que cualquier nicaragüense que de veras quiera a su patria debía haber llevado a cabo hace mucho tiempo. Lo mío no ha sido un sacrificio sino un deber que espero haber cumplido. Si usted toma las cosas como yo las deseo, le digo que me sentiré feliz. Así que nada de tristeza que el deber que se cumple con la patria es la mayor satisfacción que debe llevarse un hombre de bien como yo he tratado de serlo (...).
Su hijo que siempre la quiso Rigoberto”.

FOTO: ARCHIVO IHNCA
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Benjamín Zeledón murió el día que cumplió 33 años de edad. Tres meses antes el general liberal, cuya lucha antiyanqui sirvió de inspiración a Augusto C. Sandino, se había alzado en armas en apoyo a la rebelión liberoconservadora que el general conservador Luis Mena inició contra el presidente Adolfo Díaz Recinos (aliado de Estados Unidos) y se negó a rendirse cuando Mena se entregó sin combatir ante el alto mando de los marines estadounidenses.
Zeledón, ahora héroe nacional de Nicaragua, encabezó la revolución desde el 24 de septiembre hasta su muerte, el viernes 4 de octubre de 1912. Un día antes, el 3 de octubre, acorralado en un combate entre fuerzas desiguales y presintiendo que había llegado el final, escribió su última carta. Una despedida. Y se la envió a su esposa, Ester Ramírez Jerez.
La carta dice así:
“El destino cruel parece haber pactado con (Emiliano) Chamorro (jefe del Ejército) y demás traidores para arrastrarme a un seguro desastre con los valientes que me quedan. Carecemos de todo: víveres, armas y municiones y rodeados de bocas de fuego como estamos, y 2,000 hombres listos al asalto, sería locura esperar otra cosa que la muerte, porque yo y los que me siguen, de corazón, no entendemos de pactos, y menos aún de rendiciones.
Chamorro acaba de mandarme a tu papá para convencerme de que estoy perdido y de que mi única salvación está en que yo claudique, rindiéndome — que Chamorro lo haya hecho se comprende, porque estúpidamente me cree como él (…).
No me hago ilusiones. Al rechazar las humillantes ofertas de oro y de honores que se me hicieron, firmé mi sentencia de muerte, pero si tal cosa sucede moriré tranquilo, porque cada gota de mi sangre derramada en defensa de mi patria y de su libertad, dará vida a cien nicaragüenses que, como yo, protesten a balazos del atropello y la traición de que es actualmente víctima nuestra hermosa pero infortunada Nicaragua (…).
Si el yanke a quien quiero arrojar de mi país me vence en la lucha que se aproxima y, milagrosamente, quedo con vida, te prometo que nos marcharemos fuera, porque jamás podría tolerar y menos acostumbrarme a la humillación y la vergüenza de un interventor (…).
Y como, rechazada la oferta de Chamorro no queda otro camino que arreglar el asunto por medio de las armas, dejo al destino la terminación de esta carta que escribo con el alma mandándote con ella, para ti y nuestros angelitos, todo el amor de que es capaz quien, por amor a su patria, está dispuesto a sacrificarse y a sacrificarte a ti y a nuestros inocentes hijos.
Adiós... o hasta la vista. ¿Quién lo sabe?
Benjamín”.
Al día siguiente, pues, cayó Zeledón, y existen varias versiones sobre su muerte. La más popular dice que murió peleando cuando salió de Masaya a Jinotepe en busca de refuerzos, dejando a Isidoro Díaz Flores a cargo de la defensa de El Coyotepe. La menos conocida afirma que fue capturado vivo y ejecutado por orientaciones, o por lo menos con consentimiento, del alto mando de los marines. Esta es la que sostiene el historiador Nicolás López Maltez y la respalda con telegramas que encontró entre los documentos del Centro Histórico de la Marina, en Washington.
Se trata de una corta correspondencia en la que el coronel Butler informa al coronel Pendleton que las fuerzas del gobierno nicaragüense habían capturado a Zeledón. Sin embargo, los telegramas se enviaron por la tarde y se considera que el general liberal murió hacia el mediodía.
Otra versión, posiblemente de las mejor sustentadas hasta el momento, es la que defiende el periodista masaya Miguel Bolaños Garay. De acuerdo con sus investigaciones, hechas a lo largo de veinte años, Zeledón, el hombre que firmó esa emotiva carta de despedida y dijo que “quien sabe morir sabe ser libre”, pasó la madrugada del 4 de octubre atrincherado en la parroquia La Asunción, mientras los miembros de su Estado Mayor caían peleando en sus trincheras, y huyó de Masaya al amanecer cuando vio la bandera yanqui izada en El Coyotepe.
Esto significaría que, humano al fin, Zeledón flaqueó en el último momento e intentó salvar su vida. Salió —sostiene Bolaños Garay— probablemente hacia Costa Rica y no hacia Jinotepe, pues “sabía perfectamente” que la plaza ya había sido tomada por los conservadores. Se fue por la ruta de los Pueblos Blancos (los testimonios de la época lo confirman) y en el camino perdió la vida en una escaramuza cuando su grupo (él y dos de sus hombres) se topó por casualidad con una patrulla conservadora que iba a apoyar la toma de Masaya. El hombre que le disparó fue “un campesino carretero de nombre Ulpiano Gallego”. El historiador Bayardo Cuadra también se inclina por esta versión, por supuesto, menos heroica, pero indudablemente humana.
“Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado (…) un tiempo para callar y un tiempo para hablar, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz...”. Pedro Joaquín Chamorro Cardenal leyó los primeros ocho versículos del tercer capítulo de Eclesiastés y luego pronunció su último discurso, ahora considerado su “testamento político”. Fue el 6 de noviembre de 1977, durante el homenaje nacional que le dedicaron en la Cuesta Country Club. Dos meses antes de su asesinato.
Aquí parte del discurso, que a casi cuarenta años de distancia en muchas maneras sigue siendo actual:
“A lo largo de cuarenta años de dictadura dinástica hemos vivido una ficción jurídica de democracia y una dictadura de hecho (…).
El respeto al profesionalismo y al escalafón ha sido suplantado por la subordinación personal; la disciplina castrense ha sido reemplazada por el autoritarismo (…). La administración de justicia está sometida a los arbitrios de la consigna partidaria, y los jueces deben atenerse más a lo que dicta la circunstancia política que a lo que dictan la razón, la moral y la justicia.
Los empleados públicos son violentados en sus convicciones, en su capacidad, en su libertad, pues ninguno de esos valores acredita su derecho al cargo público, sino la incondicionalidad o el sometimiento al chantaje y la presión. Hace tan solo una semana el gobierno se inventó manifestaciones de respaldo, buscando en simpatías obligadas lo que no encuentra en el corazón del pueblo.
Por otro lado, la exclusión de la mayoría de los nicaragüenses de los beneficios del crecimiento económico ha acumulado profundas tensiones sociales y políticas. Finalmente, el cierre de toda oportunidad democrática y cívica”.

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A través de las persianas del cuarto se coló la bulla de unos muchachos que gritaban en la calle y llegó, insoportable como un taladro, a los oídos del enfermo. Impaciente e irritado, Rubén Darío se incorporó en su cama y bramó: “¡Oh Herodes! ¡Oh, Herodes!”.
—Tu corazón está ahora bajo un influjo trágico —reaccionó, pronto y prudente, su amigo Francisco Huezo, ante la invocación.
En aquellos días el poeta se hallaba de un humor insufrible, escandalosamente flaco, con las mejillas hundidas y el abdomen hinchado. Le asaltaban crisis de dolor y de furia y pensaba mucho en su testamento, pero también en las cosas que, de sobrevivir a su enfermedad, le habría gustado hacer. Huezo lo visitaba con frecuencia y en el libro Sus últimos días dejó una detallada crónica de los dos meses que antecedieron a la muerte del padre del modernismo. Sus enojos, sus deseos y su resignación.
Planeaba empezar a publicar “algo” en el diario El Comercio, si por alguna intervención divina y ya no médica lograba burlar a la muerte. Serían “algunas páginas diminutas”, diariamente, en cualquier plano, con el título Las Uñas del Muerto. “Ya se me apreciará bajo una nueva faz, ya se me conocerá. Antes fui una paloma, ahora quiero enseñar mis garras, seré milano”, le dice a Huezo en el libro. Y un día de finales de diciembre, en plena Navidad, tras hablar de la urgencia de hacer un testamento, el poeta le comentó, casi con tristeza, que pese al deterioro de su cuerpo su mente no había dejado de crear: “He meditado dos cuentos que me gustan. Hubiera querido escribirlos, creo que han salido buenos”.
En esos días, cosa extraña, afirmaba que no le tenía miedo a la muerte. “¡Qué me importa que venga!”, decía. “En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de esta tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo (…). Me he relacionado con los más altos personajes del mundo, he sentido con frecuencia el aletazo de la gloria, he derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. Venga la muerte”.
Sin embargo, no del todo resignado, ansiaba un “rinconcito de la tierra para vivir al calor de una santa ternura”. “Me gustaría eso. Sería mi ideal. Nada de locuras. Serenidad, tranquilidad. Pocos y escogidos amigos y algún champagne para obsequiarlos. Y mis libros, y mis cosas de arte; pero nada de compromisos para escribir por obligación”.
Pero ya lo sabemos, no habría más champán ni cuentos ni columna en El Comercio. La enfermedad siguió su curso, los médicos solo lograron empeorarla y Rubén recibió la extremaunción. Hacia el mediodía del lunes 31 de enero de 1916, finalmente dictó su testamento, nombrando heredero universal a Rubén Darío Sánchez, entonces de ocho años, el hijo que tuvo con la española Francisca Sánchez. El alcalde de León fue designado albacea y entre los testigos estuvo el doctor Luis H. Debayle Pallais, gran amigo de Darío. El mismo que poco después le extraería el cerebro, con una sierra, y se lo disputaría con Andrés Murillo, hermano de la viuda Rosario.
El 6 de febrero murió el poeta. Era domingo y la ciudad de León estaba en vilo, esperando la noticia. Tras muchas horas de intensa agonía, a las 10:15 de la noche Rubén se estremeció brevemente entre las sábanas y se fue de este mundo. Murió en silencio, dice Huezo, “como los pájaros”.

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“Yo, Salvadora Debayle Sacasa de Somoza-García, residente del 6936 Green Tree Road, Bethesda, Maryland; estando en completo uso de mis facultades mentales, encontrándome libre de dureza, amenazas o influencia indebida de persona alguna, hago público y declaro esta mi última voluntad y testamento...”. Con fecha del 17 de septiembre de 1990, la versión en español del testamento de la viuda de Anastasio Somoza García y madre de Luis y Anastasio Somoza Debayle, nombra heredera universal a su hija mayor.
“Si mi hija, Lillian Somoza Debayle de Sevilla Sacasa, me sobreviviese, porque ella me ha dado techo y ha cuidado de mí por más de quince años, yo le lego, entrego y traspaso, toda mi propiedad real y personal o mixta, o sobre cualquiera otra que yo tuviese control o poder de disposición, incluyendo cualquier propiedad en Nicaragua, cuyo título o dominio pudiese ser restituido a mí durante mi vida o después de mi muerte”.
Doña Yoya dejó escrito que, si Lillian moría antes, la herencia pasaría a sus nueve hijos, todos Sevilla Somoza. “Si mis nietos no acordasen de llegar a una división en un periodo de tres meses después de mi muerte, entonces, dirijo a mis albaceas que usando como base la valoración que he mencionado, procedan a vender toda mi propiedad a los más altos precios que puedan obtener”.
Salvadora Debayle Sacasa murió en el exilio en 1987. El documento está en manos del abogado nicaragüense Leonidas Arévalo.

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“Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado (…) un tiempo para callar y
un tiempo para hablar, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz...”. Pedro Joaquín Chamorro Cardenal leyó los primeros ocho versículos del tercer capítulo de Eclesiastés y luego pronunció su último discurso, ahora considerado su “testamento político”. Fue el 6 de noviembre de 1977, durante el homenaje nacional que le dedicaron en la Cuesta Country Club. Dos meses antes de su asesinato.
Aquí parte del discurso, que a casi cuarenta años de distancia en muchas maneras sigue siendo actual:
“A lo largo de cuarenta años de dictadura dinástica hemos vivido una ficción jurídica de democracia y una dictadura de hecho (…). El respeto al profesionalismo y al escalafón ha sido suplantado por la subordinación personal; la disciplina castrense ha sido reemplazada por el autoritarismo (…). La administración de justicia está sometida a los arbitrios de la consigna partidaria, y los jueces deben atenerse más a lo que dicta la circunstancia política que a lo que dictan la razón, la moral y la justicia.
Los empleados públicos son violentados en sus convicciones, en su capacidad, en su libertad, pues ninguno de esos valores acredita su derecho al cargo público, sino la incondicionalidad o el sometimiento al chantaje y la presión. Hace tan solo una semana el gobierno se inventó manifestaciones de respaldo, buscando en simpatías obligadas lo que no encuentra en el corazón del pueblo.
Por otro lado, la exclusión de la mayoría de los nicaragüenses de los beneficios del crecimiento económico ha acumulado profundas tensiones sociales y políticas. Finalmente, el cierre de toda oportunidad democrática y cívica”.
