Un historiador estadounidense, con una curiosa relación con Nicaragua desde hace 38 años, recorre con Magazine la ruta minera del norte del país y reconstruye un pasado de conquistadores, ciudades perdidas, indios caníbales, pero sobre todo de explotación de oro
Octavio Enríquez
Fotos de Moisés Matute
Una risita sale a tropel de la asistente del catedrático Patrick Werner. "Si vienen a buscarme, diles que fui a las cuevas de bunga-bunga o ñacañaca en Las Segovias. A quien te pregunte, dile que yo le explico a mi regreso".
"¿Cómo me veo con esta gorra? ¿Estoy guapo o guapetón?", pregunta con su mal español tras los lentes gruesos en aquella oficina de Ave María College, en San Marcos, Carazo, llena de libros de historia, revistas de armas, títulos y el dibujo de un alumno que inmortalizó a este profesor de historia y diplomacia mientras se bebía una Coca Cola, una de sus adicciones, y advertía a sus estudiantes que pronto tendrían "unos examinitos".
Varios especialistas, entre ellos Carlos Tünnermann, presidente del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE), aseguran que Werner es uno de los conocedores más profundos de las raíces coloniales de Nicaragua, vericuetos llenos de españoles codiciosos, e indios bravos y caníbales que expulsaron a los invasores de los siete primeros asentamientos que habían fundado en el norte del país y que llevaron a que la minería colonial cesara en 1583 por la falta de labor.
El doctor Werner propone recorrer Macuelizo-Amatillo, Ciudad Antigua, Quilalí, Mina La India y Santa Rosa del Peñón, todos nombres comunes, los primeros en el norte del país y los otros más cerca de occidente, que fueron donde se asentaron las primeras minerías y donde todavía hoy se puede encontrar a gente extrayendo minerales con las técnicas que usaban los conquistadores primero y los indios esclavizados después, cuando los mandaban a las minas.
En la ruta de Werner se puede encontrar desde iglesias con clavos de más de 300 años en sus puertas hasta ciudades perdidas de casi 500 años, cubiertas por maleza. Hace énfasis que hay documentos de los siglos XVII y XVIII que describen a Ciudad Antigua, al norte del país, como un importante centro de minería.
Werner lleva un sombrero, estilo marine, y una pistola 38 plateada, según dice, para parecer vaquero del lejano oeste, pero la verdad es que con sus 350 libras, sus 58 años, el semblante rosado acentuado por el sol, los dientes amarillos y los ojos azules lo colocan muy distante de Clint Eastwood o John Wayne, cuando menos. Luce, eso sí, como un diestro aventurero de montaña. Carga en un bolso una brújula y algunos reportes del diplomático norteamericano Ephraim Squier del año 1849, en que habla sobre la existencia de oro en ríos que cerca de la cordillera de Dipilto no lo parecen.

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El primer destino en el viaje es Macuelizo. Fundado en 1815, de acuerdo con el registro oficial del Instituto de Fomento Municipal, se ubica a 246 kilómetros de la capital. Tiene dos calles, formadas por casas pequeñas, techo de tejas, donde hay una iglesia de la que han borrado un escudo del rey. Una vieja huella de España.
Entre tanta pobreza pocos saben que cerca de aquí se extraía plata en la colonia. Hay reportes que lo dicen y Werner lo confirma, basado en sus constantes viajes a la zona en los últimos 20 años.
Hay una subida a la izquierda, antes de llegar a Macuelizo, que comunica con Amatillo. El vehículo se detiene metros después del desvío cerca de una cima. Werner se mete a una casa y grita: "Hola, amigos, ¿se acuerdan de mí? Yo comprar piedras y venir aquí desde hace muchos años".
Una señora de cara india, ojos negros, anillo de plata en sus manos delgadas como alfileres, se carcajea cuando lo recuerda. No tiene piedras, dice ella, en este momento, pero por arte de magia consigue varias y logra venderle una que tiene residuos de oro en 100 córdobas. Después de la compra, Carlos Sandoval, el esposo de la señora, se convierte en el guía de los visitantes.
Sandoval desciende la cuesta donde está su casa y llega hasta una mina a la que llaman La Nariz, porque su entrada son dos huecos que se juntan como si fuesen fosas nasales. No se entra allí con la mayor de las libertades, advierte el experto, porque la gente puede padecer calenturas terribles debido a un hongo de los excrementos de murciélagos que afecta los pulmones de los visitantes.
Los campesinos en la zona se meten a las cuevas, no para explotar la plata que oficialmente se dejó de sacar desde la época de la colonia y recientemente en los años 60, cuando Somoza mandó a hacer un estudio a la zona. Los campesinos buscan guano, el excremento de los murciélagos. Lo venden a dueños de fincas, porque es un buen abono para el cultivo del café. El profesor Werner saca su 38 plateada y dispara ruidosamente por el puro gusto de ver a los murciélagos volar espantados.
A la mina que queda más abajo Werner ya no va. Cansado, prefiere quedarse negociando otra piedra con la esposa de Sandoval. La nueva mina se llama Las Ánimas y cuenta Sandoval que el nombre es porque allí murieron muchos mineros y sus palas, sus picos y sus almas quedaron enterrados para siempre. Ahora son el deleite que alimenta la imaginación de un grupúsculo de campesinos que dicen que los asustan.
La idea que la colonización no tuvo resistencia es una locura. Los indios "chondales" que asocian, asegura Werner, a los españoles y hacían guisos incluso con sus caballos
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La primera vez que el estadounidense Patrick Werner conoció la minería tenía ocho años. Era un chele rosado bastante menos gordo que ahora. Desde entonces le gustó la idea de buscar oro.
A esa pasión agregó otra: el interés por investigar la historia de Nicaragua, lo que le ha llevado en los últimos 20 años a hurgar, dice, documentos coloniales en Guatemala y España para sacar sus conclusiones de cómo ha sido la historia del país sin caer en favorecer a alguien.
De acuerdo con Werner, Nicaragua tiene mucho de historia y minería, aunque no existan muchos libros del tema. El único escrito hasta ahora parece ser el libro de él: Los Reales de Minas de la Nicaragua colonial y la ciudad perdida, en el cual se recopila incluso la producción anual de oro desde 1527 hasta 1545. Según los datos expuestos, en este período se extrajeron 128,407 pesos de oro.
Este texto indica que el país fue muy rico en oro para los españoles. Solo las primeras incursiones produjeron alrededor de 392 mil pesos de oro de ganancia para los colonizadores en un poco más de un año. La inversión inicial fue muy pequeña e incluso se formaron guarniciones para la defensa de las minas, porque la violencia fue un rasgo de este tiempo.
Según Werner, los españoles se enfrentaron entre ellos algunas veces como en Cáceres de la frontera, un pueblo fundado en mayo de 1526 por Bartolomé de Celada, un personaje ligado a Hernán Cortés, que terminó enfrentado a soldados de Pedrarias Dávila. Así nació el poblado de Villa Hermosa, donde hubo choques con los indios. Así que la idea que la colonización no tuvo resistencia es una locura. Los indios "chondales" que asocian, asegura Werner, a los indios matagalpas, se comían a los españoles y hacían guisos mezclando la carne humana y de caballo.
Andrés de Cereceda, el tesorero de Gil González en su primer recorrido por Nicaragua, contó que hubo una rebelión indígena contra el gobernador Pedrarias en que "los indios habían quemado la mayoría de la Villa y algunos cristianos que viajaban de León a las minas y los caciques se comían a ambos, a españoles y sus caballos..."
Del otro lado, los españoles fueron igualmente duros y esclavizaron a los indios para que ellos trabajaran en las minas. "Un cristiano podía encontrar el camino hacia las minas siguiendo el rastro de los indios muertos que se encontraban en este", dice otro fragmento citando un reporte español. Werner cuando lo cuenta enfatiza en que él no califica si hay buenos o malos, solo cuenta la historia.
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El clima está fresco. En este nuevo lugar de la ruta pasaron piratas quemando la ciudad en el siglo XVII. Cuando se llega a Ciudad Antigua llama la atención la cantidad de polvo que se levanta en el verano y las calles perfectamente diseñadas. La casa, techada con tejas, junto a la iglesia, es el lugar donde se guardan sotanas con decorados de oro, antiguos recipientes de licor de Ámsterdam y estructuras de madera en las que se colocaban en aquel tiempo los ataúdes.
Ciudad Antigua fue establecida entre 1610 y 1620 por españoles que huían de la resistencia indígena y habían dejado abandonada la ciudad de Panalí, a cinco kilómetros de Quilalí. Poco después de su fundación, hubo un tiempo en que Antigua fue próspera. La Corona permitía que desde este lugar se abasteciera con brea y alquitrán a España, muy útil en la construcción de barcos en la época en El Realejo. La brea también era usada en los barriles para evitar que el vino de Perú se evaporara cuando era comercializado.
Fue hasta 1699, según una carta en poder de Werner, que se tuvo noticia de oro en este lugar. La letra está borrosa, pero se puede leer cómo un minero anónimo informa de la existencia de oro, haciendo reverencias de paso a su majestad.
Werner opina que la historia colonial de Nicaragua parece encapsularse en las calles de Ciudad Antigua, pero aún más en la iglesia. Cuando se entra en el templo de este pueblo de pocas calles, de diez apellidos a lo sumo entre sus habitantes, lo primero en que se fija Werner es en los clavos de la puerta principal. Tienen, según él, por lo menos 300 años y las bisagras de la puerta son tan viejas que solo en León Viejo, dice este historiador, se han encontrado parecidas.
El visitante se abre paso entre las columnas de la iglesia, hechas cada una con un árbol y no dos como en otras catedrales, y al fondo está el Señor de los Milagros, el patrón de la ciudad, una imagen antigua que atrae multitudes los 20 de enero. En el techo de la nave central hay decorados árabes, una característica extraña entre el resto de iglesias del país y a la izquierda está una placa que dice: "Aquí yace Laura Werner madre 1910-1987, doctor Michael Werner hermano 1944-1994 y Nicolás P. Werner hijo 1978-1998".
¿En qué momento se unió la historia de este lugar con la vida del profesor de historia?
Werner calla, pero solloza en un hotel de Ocotal, bebe un vaso con agua cuando cuenta que es normal, aunque triste, que los hijos entierren a sus padres, pero no lo que le pasó a él: hacer el sepelio a su hijo.

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24 horas después, con los recuerdos familiares lejos, Werner recobra su ánimo. A comienzos de la mañana, la parada obligada resulta ser un río. En esta región del país, el puño se pone rojo por lo helado del agua cuando se mete en la entraña de los ríos. Igual suerte corren los pies en aquel ambiente pétreo en la ribera del río Achuapa, en Nueva Segovia.
Sin embargo, el historiador dice que vale la pena porque en el río se puede encontrar oro. No hay nadie más que busque piedras en aquel sitio. Así que Werner se coloca a la orilla del río Achuapa con un plato enorme para sacar oro del agua. Sigue la lógica de los güiriseros. El oro pesa más que cualquier piedra y basta agitar un poco el plato para apreciar si queda algo del metal después de lavar la arenilla. En la esquina calada del plato se verá el oro.
—Lo que han sacado es nada —dice al ver lo amarillo que sobresale en el plato—. Jejeje. Es oro de tontos.
De ese lugar se puede salir entonces decepcionado, sin la idea ya de unas vacaciones con chicas preciosas en Mónaco. El profesor sigue moviendo el plato mientras busca oro. Se sigue la ruta y a medida que muestra un mapa de la zona, explica que la historia jamás podrá ser conciliada sin la geografía. Por eso viaja cada vez que puede.
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A cinco kilómetros de Quilalí, ya sin la humedad del río, las vacas están alborotadas en la finca El Bordón de Panalí. En este lugar donde el monte crece sin que al hombre le preocupe, hubo un tiempo, hace más de 400 años, en que se estableció una ciudad, el asiento español que estuvo antes de que los españoles huyeran y se fueran a Ciudad Antigua en 1610.
El único que camina con facilidad entre el lodazal formado por la lluvia es el mandador de la finca, Rafael González, gracias a unas enormes botas como las que usó Sandino. Desde que se dan los primeros pasos en la propiedad, nada llama más la atención que la altura del monte que cubre paredes, según Werner, además de lo parejo del terreno.
En esta finca hay una ciudad de 800 metros por 400, similar a León Viejo, en el occidente. El nombre de este terruño en el norte es Panalí, la ciudad perdida. De aquí salieron los españoles huyendo por los ataques de los indios y ahora, tantos siglos después, se ven algunas piedras y se encuentran objetos coloniales. El dueño Manuel Castellano, dice el historiador, orienta evitar que los huaqueros se metan al sitio.
"Este gordo habla como sabio", dice González en voz baja al escuchar a Werner. El campesino avanza entre el monte, mientras el profesor decide quedarse bajo una sombra porque ya recorrió este punto en verano y ha visto las piedras de las construcciones y ha medido incluso las calles del sitio.
Werner dice que Panalí está hecho bajo el reglamento de construcción español. Cada calle tiene un ancho de ocho varas y cada solar lleno es de 50 varas cuadradas. El único misterio para el profesor es dónde sacaban oro los españoles.
La extracción de oro en Nicaragua fue un éxito para la Corona Española. Relata el texto de Werner que el rey firmó una cédula real para la construcción de una casa de fundición oficial. Durante algunos años vivieron en ese lugar, Santa María de la Esperanza, 70 españoles que como otras poblaciones grandes tenían el privilegio de contar con su propio sacerdote.
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A 226 kilómetros de Managua se ubica Ocotal y desde allí se debe regresar hasta el empalme de San Isidro y dirigirse a la derecha hacia Mina La India, para conocer otro de los puntos que Werner considera importante en esta historia de minas. Es el penúltimo día de la aventura.
A pesar de hablar de oro, según dice el historiador, no dará por concluida la gira hasta que pueda comprar una pepita. El calor en esta zona del país hace la tarea insoportable.
Jesús Vílchez, zapatos rotos y chintano, accede a agarrar parte de la broza que tiene en un saco. Voltea una piedra, donde yacía un alacrán, y empieza con un martillo a dejar como arena fina la piedra. La echa después en un cacho de vaca negro y le agrega agua.
El cuerno se convierte en una especie de plato en el río y pronto se ve un hilo amarillo pequeño. Es oro y se diferencia del metal de los tontos en que este es color mantequilla.
Werner cuenta que la clave para encontrar piedras que tengan este metal es que el color de ellas sea de pan podrido.
Vílchez tiene también un molinete donde tritura la broza. Lo malo es que no tiene oro para vender. Sus vecinos tampoco y Werner quiere comprar.
Así que seguimos en la misma dirección hacia occidente y el próximo paso es Santa Rosa del Peñón. Están en fiestas patronales. Mucha gente en las calles. No resuena la música, pero los habitantes están desperdigados. Las calles parecen convertidas en un mercado.
¿Alguien vende oro? —pregunta Werner. Cinco minutos después está allí Mauricio Moreno, bigotes gruesos, camisa a cuadros. No quiere foto. Tiene miedo a los asaltos. Asegura que por eso ahora se transporta en avión a donde compra el oro en el llamado Triángulo Minero, en el Caribe: Rosita, Bonanza y Siuna. Después lo funde en León y lo vende en Santa Rosa a un precio de 250 córdobas el gramo. El oro es de 20 quilates, según él y Werner, quien dice que le han estafado en otras ocasiones y ha aprendido a conocer el buen oro.
El profesor norteamericano agarra una lupa, revisa el metal y lo muerde. El rostro lo tiene rojo, con pedacitos de piel sueltos por el sol. "Chavalas —grita por fin—, oro nica. ¡Por fin hallamos oro!".
