Cada vez más nicaragüenses dicen haber sido violadas después de ser drogadas. El patrón casi siempre es el mismo: discotecas o bares, bebidas y luego despertar en la cama de un motel sin recordar nada de lo que ocurrió
Por Julián Navarrete
A Estela Ruiz (*) la violaron tres días antes de que cumpliera 24 años. Esa mañana de finales de 2014 se despertó a tientas en una habitación vacía y se miró desnuda en un espejo. Hacía apenas unas horas bailaba con sus amigas en una discoteca, mientras se tomaba una gaseosa. Estela no acostumbra rumbear ni tomar licor. Solamente celebraba haber finalizado su carrera y sus estudios de posgrado. Compró un vestido oscuro y ajustado que le dibujaba la silueta, desempolvó el maquillaje de ocasiones especiales, se colocó una pulsera de oro, sonrió. Era feliz.
El delgado cuerpo de Estela se adormece. Frente al espejo se mira ultrajada, siente asco. Su rostro contagia tristeza, fragilidad, como una brisa que cae sin querer. Encuentra su ropa interior, su cartera. Todo está completo. Intenta vestirse pero fracasa y entonces llama a su mejor amiga. El teléfono del cuarto repica: “Buenos días, señorita, usted va a querer más tiempo”. Estela dice que sí y confirma que se encuentra en un motel. Su amiga llega, la limpia, la viste, la saca del lugar.
“¿Qué te pasó? ¿Con quién andabas? ¿Por qué estás así?”, le pregunta su amiga. Pero Estela no consigue recordar qué pasó anoche. No tiene recuerdos. Ni nebulosos ni claros. Solo sabe que después de contonearse se terminó la gaseosa y en un santiamén abrió los ojos en el silencio abrumador de una habitación fría.
La mayoría de violaciones sexuales ocurren bajo fuerza. Dos, tres o más sujetos se ponen de acuerdo para apresar a una víctima y someterla al acto sexual. En Nicaragua, las estadísticas de violaciones sexuales se dispararon a finales de la década de los 90, cuyos números anuales oscilaban entre 25 y 35 víctimas por cada cien mil habitantes. Según cifras del Instituto de Medicina Legal, en 2013 la violencia sexual se asentó en el cuarto lugar de los tipos de violencia que azotaron al país.
Los organismos públicos y oenegés hablaron de “datos preocupantes”. 2013 fue el año en el que se descubrió que el 73 por ciento de los ataques sexuales ocurrió bajo agresión, poder, autoridad, chantaje, intimidación y amenaza. Los informes policiales no hablan, hasta la fecha, de influencias de drogas o sustancias que facilitan los abusos sexuales, lo que el mundo anglosajón llama DFSA (Drug Facilitated Sexual Assault). El llamado beso del sueño.
Estela cree que fue violada por medio de sustancias. Desde que despertó ese día estaba segura, aunque no tardó en sentir culpa. Después de encerrarse en su cuarto a llorar durante dos días, llamó a sus amigas porque pensó que alguien debía saber qué había ocurrido, por qué la habían dejado sola. Le preguntó a las dos amigas más cercanas y entre ambas reconstruyeron el hecho: después de terminarse la gaseosa, Estela fue al baño y se demoró media hora. La observaron un poco inquieta, pero ella dijo que ya se marchaba. Unos minutos más tarde, miraron que Benny López, un chico que conocían y andaba en la fiesta, le hablaba a Estela al oído, le acariciaba el cabello. Benny tiene la misma edad que ella, los rasgos armónicos, la mirada punzante, la misma que no despegó de Estela desde que entró en el bar.
Un poco más tarde, Carmen, una de las amigas, salió para fumarse un cigarrillo y miró a Estela con Benny besándose en el parqueo. “Una espontánea pareja de tórtolos en una noche cualquiera”, debió haber pensado Carmen.
Cuando Estela supo que Benny fue quien la había violado, no tuvo el valor de increparle cara a cara. Extrañamente no lo llegó a odiar ni lo quería matar. Estaba confundida y dolida, pero no sabía qué hacer, nunca le había ocurrido algo parecido y lo primero que pensó fue escribirle a su cuenta de Facebook:
—¿Por qué me violaste? ¿Por qué abusaste de mí? Si yo sé que andaba bien. Alguien tuvo que echar algo en mi vaso.
—Porque andabas bien rica —respondió Benny.
Estela conocía a Benny desde hace tiempo. Él había estudiado en la secundaria con su hermano, la tenía en redes sociales y la invitó a salir en alguna ocasión, pero ella nunca aceptó. La familia de Benny es propietaria de un restaurante y un hotel muy próspero en Granada. Estela también tiene un negocio familiar en el que ha trabajado desde los 12 años y atiende con su mamá. Benny era bien recibido por ellas cuando llegaba solo o acompañado.

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Los tipos de violaciones sexuales son muchos. Eso sí, pocas denuncias. Típico. Pero los casos se estrellan en las narices de todos.
Martha Rodríguez es una muchacha cabello ensortijado y ojos color miel. A los treinta años tenía la vida hecha: una profesión, negocio propio, carro, casa, esposo, hijo. Y otra carrera a punto de terminar. Un viernes por la noche se escapó con una amiga a una discoteca. Tomó y bailó. Lo último que recuerda es que le hablaba a su compañera al oído y el “bass” de la música era ensordecedor. Martha se levantó a las siete de la mañana, encima de la cama de un motel, sin ropa interior. Le dolía tanto la cabeza que no podía recordar dónde había dejado su carro ni cómo había llegado a parar a ese lugar. Y lo más importante: quién había pasado la noche con ella.
Xiomara García tenía 22 años cuando la violó Gustavo, un muchacho que conocía desde que tenía 16. Xiomara vivía en Managua pero su familia estaba en León. En Semana Santa, pasaba los días disfrutando del fuerte oleaje de Las Peñitas y durante las noches le gustaba salir a las fiestas que se organizaban en la costa. Un día, como cualquier otro, fue a bailar y tomó un poco más de lo acostumbrado. Cuando abrió los ojos se encontraba tirada en la arena, sola, abusada. Días después, Xiomara supo, a través de las versiones de sus amigas, que Gustavo había estado con ella toda la noche. Romancearon. Desaparecieron juntos.
A Lorena Sotelo, de 46 años de edad, la violó un taxista hace diez años. Lorena criaba a sus hijos sola, trabajaba más de 60 horas por semana. Cuando llegaba el sábado, se tomaba unas cervezas con una amiga. Un día que regresaba a su casa, el taxista que la llevaba cambió de rumbo: la llevó a un matorral, la golpeó y la violó. Llegó a como pudo a su casa, se encerró en su cuarto. Jamás les contó a sus hijos lo que le pasó.
Hay un punto en el que coinciden estas historias: alcohol. Sí, el alcohol es la principal sustancia que se utiliza para abusar sexualmente. Según estadísticas del FBI, el alcohol incide en ocho de cada diez violaciones. El 80 por ciento de las violaciones es cometido por personas conocidas de las víctimas, y solamente el 40 por ciento de los abusados interpone una denuncia en la Policía.
“El problema principal que enfrentan las personas que son violadas es que creen que nadie les va a creer. Pero los casos de violaciones, asociadas o no a una sustancia, son muchos. Es raro que se detecte una sustancia porque las víctimas no vienen inmediatamente. Pero sí, hay innumerables casos, siempre "asociados con discotecas, licor y otras sustancias", dice el doctor Hugo España, experto en toxicología del Instituto de Medicina Legal.
España está acostumbrado a atender los cuadros de víctimas de violaciones sexuales y asegura que todas las drogas que se utilizan para las violaciones sexuales deben ser potenciadas por el licor para ser más efectivas.
Los fármacos funcionan porque anulan la voluntad y se usan, incluso, en robos. La mezcla de estas sustancias con el alcohol provoca que se inhiban las defensas y las resistencias de las personas.
“Estas drogas no duermen instantáneamente, sino que te desconectan las funciones de pensamientos y de decisiones. Las personas están más susceptibles porque sus inhibiciones desaparecieron, entonces el malhechor que le dio la sustancia sabe y empieza actuar: se le acerca, la toca, la besa, es parte de la actuación que hace. De esa manera tiene testigos, por lo tanto se puede comprobar que no la violó: ella se notaba consciente, pero es totalmente lo contrario. Incluso en el acto sexual, la víctima puede estar despierta, pero no tiene sensaciones y probablemente no lo va a recordar porque su memoria no estaba ahí”, explica España.
El experto asegura que con estas drogas las víctimas pueden actuar, pero no tienen conciencia de sus actos: igual que cuando una persona se emborracha y actúa, pero después no puede recordar. Esto es porque su cerebro y su sistema nervioso están bloqueados y la persona actúa por impulsos.
Gabriela López de vez en cuando visitaba un bar cerca de la universidad donde estudia. Los chicos inundan el local, todos los días, por la tarde.
Gabriela llegó con dos amigas y pidió tres cervezas. Pidió otra ronda. Y otra más. A la mañana siguiente abrió los ojos en la cama de un cantante muy popular de la escena musical nicaragüense. Ella le preguntó qué había pasado. No recordaba nada.
Gabriela inmediatamente lo denunció ante la Policía Nacional. La valoraron en el Instituto de Medicina Legal, pero el caso no tuvo eco. El dictamen psicológico determinó que Gabriela tenía problemas de “mitomanía y patología psicótica, que la llevó a inventar el hecho”. Sin embargo, la psicóloga y especialista en temas de violencia sexual Lorna Norori valoró a la muchacha y dictaminó que ella tenía una crisis de “posviolación muy fuerte”.
El caso de Gabriela no es extraño. Desde hace meses, la universidad donde ella estudia emitió una alerta contra ese bar y las prácticas que ahí se ejecutan. Norori también se enteró del alcance de los abusos cuando brindaba charlas en las universidades y hablaba de soslayo sobre el caso de Gabriela: inmediatamente estallaban los murmullos y comentarios entre los asistentes.
Las víctimas no denuncian por varias razones: revivir el hecho, volver a ver al malhechor, no contar con el apoyo de su familia, no poder probar el hecho y, entre tantas, no confiar en las autoridades. Precisamente porque cada vez se está volviendo más difícil demostrar que fueron abusadas. En este sentido, las drogas han ayudado a los violadores a quedar impunes.
A los violadores los ayuda, además, que casi todas las drogas son legales. El doctor España dice que la mayoría de drogas tiene funciones médicas: benzodiacepinas, ketamina y rohypnol, que se utilizan como anestésicos fuertes para causar una relajación muscular en una persona cansada, estresada y deprimida. Es decir, estas drogas se pueden adquirir con receta médica en las farmacias.
Alisson Pérez es una niña de 13 años que el pasado diciembre celebraba que había finalizado el año de estudios. En el colegio organizaron un viaje fuera de Managua. A Alisson le dieron un refresquito que le gustó mucho. Le dieron otro más. Al tercero, ella sintió zumbidos en la cabeza, se mareó y le escribió un mensaje a su mamá: “Mamá, me siento mal, vení a traerme”.
La mamá de Alisson llegó como un rayo. Alisson no podía sostenerse y se desmayó. Su mamá la cargó y la llevó directo al hospital, donde comprobaron que, efectivamente, estaba drogada. El mensaje salvó a Alisson de una segura fechoría en su contra. Alisson entró en crisis.
“Las personas sienten culpabilidad, tienen un llanto fácil. Mucha angustia, mucho enojo, mucha condición de impotencia por no poder reaccionar y no poder hacer nada en contra de esto. Entran en un estado depresivo profundo. Cuando recuerdan el evento suelen tener imágenes dispersas pero reiteradas”, dice Norori, quien ha tratado muchos casos de crisis, donde existen deterioros emocionales: no quieren bañarse, no quieren comer, tienen momentos de silencio, pero existen otros momentos donde lo único que quieren es hablar de lo que les pasó.

Norori es encargada del Movimiento Contra el Abuso Sexual, un organismo que ayuda en estas situaciones que viven los niños, niñas y adolescentes, pero asegura que ha ayudado a varias muchachas que también han sido abusadas sexualmente. Ella calcula que apenas el 10 por ciento de los casos es denunciado.
Hace tres años, el Instituto de Medicina Legal realizó más de seis mil valoraciones de abusos sexuales, de las cuales el 83 por ciento afectaba a los niños, niñas y adolescentes. Según Norori, esta cifra no quiere decir que los jóvenes están exentos de ser abusados, sino todo lo contrario: es alarmante la cantidad de casos que se quedan en silencio.
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Meses después de la violación, Estela volvió a ver a Benny caminando en la acera de su negocio. Ella sintió una debilidad que le bajaba de las caderas hacia las piernas. Benny no la volteó a ver y atravesó la calle inmediatamente.
“Yo ya superé el trauma. Ya puedo hablar tranquila del caso. No quise seguir la denuncia porque no quería estar recordando nada y porque mis amigas, que andaban conmigo esa noche y creía que eran mis verdaderas amigas, no me apoyaron, y tampoco me apoyó mi familia. Me decían que iba a perder el caso. En el pueblo andaban hablando de mí, que había sido violada y me daba vergüenza, nadie me entendía y mejor retiré la denuncia para que no siguieran hablando”, afirma Estela, quien a la vez cuenta que cerró sus redes sociales, que abrió nuevos perfiles, que ahora no sube fotos y que no publica comentarios. Y que un día en la fila de un supermercado un muchacho se le acercó, que no sabía para qué, pero ella cree que le quería hablar, de quién sabe qué, y cuando le habló, ella gritó.
“No me gusta conocer personas nuevas. No me gusta andar en grupo. Me conformo con mis amigos más cercanos, mi familia, mi novio. Yo me siento bien así”, dice Estela.
Cuando quiere divertirse lo hace con su novio, a quien le contó de la violación desde el primer mes que empezó la relación con él.
“Lo único que recuerdo de ese día fue cuando me desperté y me miré en el espejo. Comencé a llorar, a agarrarme la cara. Mis partes (íntimas) me dolían y el pecho lo tenía pegajoso”, continúa.
Días después de la violación, era de noche y Estela soñó con Benny. En esta ocasión estaba consciente y lo sentía encima de ella. La pesadilla se repetía. Cuando pudo despertarse, le dolía mucho el corazón, los brazos, no podía moverse y se cayó de la cama. En el hospital le dijeron que sufrió un preinfarto. Meses después tuvo otro episodio similar. Ella cree que es parte del trauma y de las secuelas que le quedaron, porque nunca había tenido un antecedente cardíaco. Ahora sufre taquicardia, le duele el corazón, se toca el pecho, no lo aguanta.

¿Qué dice la ley?
En la legislación nicaragüense, el Código Penal castiga el delito de violación con penas de 12 a 15 años de prisión cuando la víctima es menor de 14 años, según el artículo 168. Sin embargo, cuando la víctima es mayor de 14 años, la ley castiga con penas de ocho a doce años de prisión.
En cambio, el delito de abuso sexual se castiga con cinco a siete años de prisión, según lo establecido en el artículo 172: “Quien realice actos lascivos o tocamientos en otra persona, sin su consentimiento, u obligue a que lo realice, haciendo uso de fuerza, intimidación o cualquier otro medio que la prive de voluntad, razón o sentido, o aprovechando su estado de incapacidad para resistir, sin llegar al acceso carnal u otras conductas previstas en el delito de violación, será sancionado con pena de prisión de cinco a siete años”.
El artículo 172 señala que si concurren más de dos circunstancias o la víctima es niña, niño o adolescente, se impone la pena máxima. El victimario no puede alegar en su defensa que el abuso fue con el “consentimiento” de la víctima, porque la ley no lo reconoce cuando la víctima es menor de 14 años o posee algún tipo de discapacidad o enfermedad mental.
Epidemia silenciosa
El movimiento Contra el Abuso Sexual realizó una encuesta a colegios públicos y privados de Managua, preguntando a los adolescentes sobre la percepción de los riesgos que ellos corren. Los resultados fueron alarmantes: apenas el 6 % de los jóvenes considera que puede ser víctima de violencia sexual. “Esto te deja con los pelos parados. Esto es como decir: a mí no me ocurre, a nosotros no nos ocurre. Creo que es porque no hay información adecuada. Entonces, los chavalos van a las fiestas con el propósito de divertirse y no están atentos de qué cosas pueden ocurrir”, afirma Norori.
Un estudio realizado en el 2005 para la Corte Suprema de Justicia indicó que solo el 30 % de las denuncias por violencia sexual llega a los juzgados. Sin embargo, el 75 % es archivado en el proceso. En un 55 % de las sentencias por violación, abuso deshonesto y estupro, los acusados fueron absueltos en primera instancia y en un 12 % en apelación.