El futbol nicaragüense vive el mejor momento de su historia y va acabando con su fama de Cenicienta. Pero detrás de los números y los resultados de la Selección Nacional hay historias de superación, disciplina, amor y tragedia. Son las historias de los muchachos de la Azul y Blanco
Por Amalia del Cid
El pequeño “Chava”
Es el más joven de los jugadores de la Selección. Fregador en los camerinos, pero tímido en las entrevistas. Suele responder con frases cortas, apegándose estrictamente a la pregunta, y luego quedarse en silencio, esperando la siguiente. Tiene 21 años, es delantero, y en el mundo deportivo le deparan un gran futuro.
Carlos Chavarría, “Chava”, es originario de Estelí. Su mamá trabaja en recaudación de impuestos y su papá es guarda de seguridad en un casino. Él es el segundo de cuatro hermanos, tres varones y una bebé. En su familia, dice, están contentos por todo lo que ha logrado.
Sus colores preferidos son el rojo, por llamativo; el azul, porque es bonito, y el negro porque “no se ensucia y sale con todo”. Su cantante favorito es el bachatero Romeo Santos y escucha sus canciones en las bocinas del carro que lleva a todos lados, hasta al estadio de Estelí, que queda a dos cuadras de su casa.
Pronto será padre. Su novia de toda la vida está esperando un bebé. Se conocieron en el último año de secundaria. “Es un amor de colegio”, sonríe.

Capitán Barrera
Eran cerca de las 3:00 de la mañana cuando Juan Barrera dejó de llorar. Su llanto había empezado seis horas antes, en el campo del Estadio Nacional de Futbol, donde Nicaragua perdió ante Jamaica la posibilidad de seguir compitiendo por un pase al Mundial. El capitán de la Azul y Blanco recuerda que se sentía “triste y decepcionado, ahuevado pues”. Su hermana gemela, Suleyka Barrera, lo miró en el video de una entrevista que le hicieron al siguiente día y notó que llevaba gafas oscuras. “La gente malintencionada dijo que andaba de goma, pero yo apenas lo vi supe que estaba de llorón”, ríe. “Él es bien sentimental”.
Ahora Juan sonríe. Está convencido de que grandes cosas esperan a la que, según él, es la mejor Selección en la historia futbolera del país. Sin embargo, no le agrada que se hable de él como el mejor futbolista de Nicaragua, aunque es el primer nica que juega en Europa y hasta fue incluido en el FIFA 16, la última versión de uno de los más populares videojuegos de futbol. “¿El mejor jugador del país? Me lo han dicho, pero no me lo tomo con grandeza. La verdad no me gusta. El futbol no es boxeo, no es tenis, no dependés de vos mismo, dependés de diez compañeros más. Todos son fundamentales. Es lo bonito del futbol”, comenta.
Juan nació en Ocotal, Nueva Segovia, hace 26 años, en una familia que Suleyka describe como “muy pobre”. De la existencia de ella se supo hasta el momento del parto, porque su hermano la tenía abrazada y la ocultaba a los aparatos de ultrasonido. Desde siempre ha tratado de protegerla, afirma Suleyka. Así es Juan, aunque dé bromas pesadas y trate a “todas las chavalas de la familia como si fueran varoncitos”.
“Él era el único varoncito de la familia, por eso era el consentido de todo el mundo”, y por ser consentido ahora es muy exigente con la comida, cuenta su hermana. Come de todo, menos cebolla y “ahora que está en Austria (donde juega en primera división para el SC Rheindorf Altach), está sufriendo porque no tiene su quesito nica, pero mi mamá vive en San Sebastián, España, y ahí hay bastantes nicas, hacen queso y le manda de vez en cuando”. Juan, dice Suleyka, es un amante de su patria. Y es celoso y tímido ante las mujeres. No es detallista, pero sí generoso, y de adolescente “le prestaba sus zapatos tacos a todos los chavalos del barrio, por eso no le duraban”.
A los cinco años supo que quería ser futbolista, cuando lo llevaron a jugar por primera vez. Un año después la familia se mudó a Costa Rica y allá su padre lo inscribió en la academia de la Liga Deportiva Alajuelense, porque Juan estaba enamorado del futbol y porque un médico recomendó el deporte para controlar la hiperactividad del niño. Tenía 15 años cuando volvió a su tierra, poco después de que sus papás se separaron.
En Nicaragua estuvo con el Walter Ferretti y el Real Estelí, y también ha jugado en Panamá y Venezuela. Si no le hubiera vendido el alma al futbol, habría sido saxofonista. Le gusta la música, sobre todo salsa, bachata y banda norteña. “No soy muy bueno bailando, pero ahí hago el ridículo”, bromea. Está aprendiendo alemán, elemental para sobrevivir en Austria, y ha ido dejando el “vicio” de los juegos de video para priorizar sus estudios. Pero no abandona el café, que bebe religiosamente desde los cinco años. Sin azúcar.
Su hijo Juan Carlo, de cuatro años, está con él en Austria. Cuando el niño tenía apenas ocho meses de edad fue sometido a una cirugía a corazón abierto en Cuba y esa fue una de las experiencias más duras en la vida de su padre.
Juan Barrera sabe que lo suyo es el futbol y nunca lo ha perdido de vista, ni siquiera cuando a los 18 años fue rechazado por el equipo América. Sigue mejorando como deportista, cada día aprendiendo algo más, asegura el “Iluminado”. Su hermana cree que debería de dejar de dar bromas pesadas. Pero él dice: “Me gusta que me molesten, para poder molestar”.

Rosas, el de Jalisco
Un aguacero le dio la bienvenida a Nicaragua, el martes 27 de abril de 2010. “Tremenda lluvia. El agua me llegaba a los tobillos. No he visto otra temporada así. La gente decía que habían pasado décadas que no llovía esa cantidad. Y yo me decía: Ay Dios, si así va a ser de lluvia todo el tiempo”, recuerda Manuel Rosas, mexicano de Guadalajara, Jalisco, ahora nacionalizado nicaragüense, y lateral izquierdo de la Selección Nacional.
Rosas venía cargando una pena muy grande: la reciente muerte de su hermano menor, Alfredo, quien se ahogó en una presa tratando de rescatar a un amigo. “Fue el 15 de marzo, un tropiezo muy duro para la familia, pero yo pensaba: ‘Los planes de Dios son independientes de cualquier situación. Si mi hermano viviese le hubiese gustado que yo estuviera acá’. Él me decía que tenía el presentimiento de que yo iba a volver al futbol profesional, porque ya lo había dejado. Tenía dos años y medio de jugar en buenas ligas, pero no en profesional”.
A Nicaragua vino motivado, pero también golpeado por la muerte de Alfredo y por tener que dejar en México a sus padres y hermana. Por entonces no conocía mucho del futbol nicaragüense, solo le habían hablado del Real Estelí.
Firmó con ese equipo y casi tres años más tarde, ya nacionalizado, sumó su potente pierna izquierda a las fuerzas de la Selección.
Cuando no está jugando futbol, probablemente se encuentra en su cama, oyendo música o leyendo. Escucha desde mariachis hasta Maricela, es coqueto, conversador, evangélico y ya está considerando la idea de asentarse en Nicaragua, porque hace poco sus padres estuvieron de visita, les agradó mucho Estelí y su gente, y están interesados en volver para quedarse. ¿Hay alguna novia? Manuel deja de sonreír y responde con un escueto “no”. “Me pongo serio porque si me río no me creen”, explica. Y vuelve a reír.

El niño de Jalapa
Ocurrió hace 23 años en un municipio verde llamado Jalapa. Una madre inscribió a su bebé como Luis Manuel Galeano, pero el padre del niño, gran admirador del astro brasileño Romario da Souza, tenía otro nombre en mente y a su favor la feliz coincidencia de trabajar en la Alcaldía. Fue cosa sencilla cambiar el Luis Manuel por el Romario. Ella, sin embargo, pronto se enteró de lo que había sucedido y volvió al Registro Civil para deshacer la obra de su marido.
Años más tarde, la madre metió al pequeño a sábados de catecismo, pero hasta ahí llegaba el papá, cargando a escondidas los tacos de futbol, y sacaba al niño de sus clases religiosas para llevarlo a jugar a las ligas menores. Luis Manuel se llamaba el padre y murió cuando su hijo apenas tenía diez años. No lo vio crecer ni entrar al equipo de Jalapa y al Real Estelí, ni pudo estar con él cuando fue convocado para formar parte de la Selección Nacional, donde todos lo conocen como “Romario”.
Este ha sido un gran año para Luis Manuel, y su mamá, Martha Lorena Molina, está orgullosa de él, pero no “quiere venirse de Costa Rica”, donde trabaja como doméstica desde hace seis años, cuenta “Romario”. Por ahora todo lo que tiene es su familia y el futbol. Abandonó los estudios al terminar la primaria porque murió su papá y poco después su hermana Glenda falleció en un accidente. “Éramos tres, yo el menor. Ella era la de en medio y jugaba con el Real Estelí. La mató una ruta en el Mayoreo”. Luego su mamá emigró hacia el sur y él se quedó con la mayor de sus hermanas. “Me descarrié, por así decirlo, pero nunca agarré vicios”, afirma.
Es el más sereno de los jugadores de la Azul y Blanco. Todos pueden ser protagonistas de las bromas que publican en el grupo que comparten en WhatsApp, menos “Romario”. “Yo no subo memes. Ni me los hacen. Soy muy apartado”, dice en voz baja y con cierto acento del norte. Ha pasado casi toda su vida en Jalapa. “Hasta ahora salgo”, ríe.
Le gustan las comidas tradicionales, como gallopinto y nacatamal. Su pasatiempo es ayudar a su abuelo materno a aserrar madera en la finca. Y tiene una hija que en septiembre cumplió ocho meses. A ella dedica sus goles, y también a su papá, el hombre que le dio la vida, el futbol y el nombre.

Quijano, “El Brujo”
Josué Abraham Quijano Potosme tiene 24 años y es defensa en la Selección Nacional. Uno de sus grandes sueños es ser chef y está ahorrando para tener su propio restaurante, “porque la vida del futbolista es bien corta”.
“Mi esposa está enamorada de mí porque le cocino”, dice sonriendo, sentado en una jardinera del parque de Estelí. En esta ciudad vive con su esposa María José Santamaría, mamá de su bebé Matthew Josué, de seis meses.
“Puedo cocinar tooodo... lasaña, canelones, sopa de albóndiga, pero sopa de queso es lo que más me gusta hacer”, comenta el muchacho. Es originario de Niquinohomo, Masaya, célebre por ser cuna del general Augusto C. Sandino y por su condición de “pueblo brujo”. De ahí viene el mote de Quijano, a quien llaman “El Brujo” desde sus inicios en Primera División.
Dio sus primeros pasos futbolísticos en la liga de menores de Niquinohomo, en los equipos de su familia. También “jugaba con los vecinos en la calle, en el campo, en el colegio”, cuenta. “Me fui desarrollando más. Destacaba entre los demás niños. Decían que iba a llegar largo, y creo que lo he demostrado en los últimos años”.
Quijano terminó el bachillerato y no siguió estudiando, pero quiere aprender a hablar inglés y dedicarse a la cocina. En el futbol está pasando por un gran momento, contento por los resultados que la Selección Nacional obtuvo en las eliminatorias rumbo al Mundial. “Todavía me acuerdo cuando se dio el sorteo eliminatorio, dijeron Jamaica y nadie daba un cinco por nosotros. Estuvimos muy concentrados para ese partido, hicimos el sacrificio de estar lejos de la familia, y ganamos 3 a 2”.
“Nos motivó la gente. Nunca en mi vida había visto tanta emoción. Estamos muy agradecidos en el corazón”, agrega. Para él, los juegos contra Jamaica marcaron un antes y un después en el futbol nicaragüense, que en el país siempre ha sido la Cenicienta de los deportes. “A partir de ahora no va a ser como antes”, afirma. “Van a empezar a creer más en nosotros”.

El pequeño “Chava”
Es el más joven de los jugadores de la Selección. Fregador en los camerinos, pero tímido en las entrevistas. Suele responder con frases cortas, apegándose estrictamente a la pregunta, y luego quedarse en silencio, esperando la siguiente. Tiene 21 años, es delantero, y en el mundo deportivo le deparan un gran futuro.
Carlos Chavarría, “Chava”, es originario de Estelí. Su mamá trabaja en recaudación de impuestos y su papá es guarda de seguridad en un casino. Él es el segundo de cuatro hermanos, tres varones y una bebé. En su familia, dice, están contentos por todo lo que ha logrado.
Sus colores preferidos son el rojo, por llamativo; el azul, porque es bonito, y el negro porque “no se ensucia y sale con todo”. Su cantante favorito es el bachatero Romeo Santos y escucha sus canciones en las bocinas del carro que lleva a todos lados, hasta al estadio de Estelí, que queda a dos cuadras de su casa.
Pronto será padre. Su novia de toda la vida está esperando un bebé. Se conocieron en el último año de secundaria. “Es un amor de colegio”, sonríe.

Hombre de paz
Francisco Paz tiene cara de malhumorado. Arruga la frente y se cruza de brazos. “Ando desvelado”, explica. “Es que me levanté a sacar la basura, y tengo el sueño liviano, con un ruidito me despierto”. Nunca descansa bien por la noche y tiene que compensarlo con alguna siesta en el día. Hoy no ha podido hacerlo, por eso tiene esa expresión de fastidio. Pero su personalidad está muy lejos de las apariencias, porque Paz es uno de los más alegres y bromistas miembros de la Selección Nacional.
Rápidamente entra en confianza, cuenta que lo criaron sus tías y su moderna abuela y habla de su vida en el barrio Cristo del Rosario, Managua. Poco es lo que puede decir, porque la verdad es que de chavalo pasaba más tiempo en las canchas de San Sebastián, la 14 de Septiembre, Don Bosco y Linda Vista, que en su casa.
Paz tiene 29 años y una hija de siete que mira todos sus partidos. La ha criado solo. Por sus responsabilidades de padre estuvo todo un lustro sin jugar en ligas profesionales, dedicado a la venta de artículos ferreteros, pero participando en toda “perrera” (juego informal) que encontraba, hasta tres por día. “En unas me pagaban, en otras no”, dice.
Aprendió a leer con historietas de Condorito y se quedó coleccionándolas. Ya tiene más de 500. De ahí saca muchos de los chistes que les cuenta a sus compañeros.

“La Araña” Lorente
En la espalda, un Divino Niño alzando sus bracitos regordetes al cielo. En el cuello, una cruz. En el antebrazo derecho, “Collado”, primer apellido de su madre, y en el otro, “Dereck”, nombre de su penúltimo hijo. En el brazo izquierdo, las iniciales de su propio nombre y también unas plumas, porque “dan buena suerte”. Junto al pulgar izquierdo, una J de Justo, el más burdo de sus tatuajes, trazado por la mano incierta de algún novato. Y en el brazo derecho un puma alado sobre un yin yang. El bien y el mal. Blanco y negro. Como el minúsculo arete redondo que muestra cuando ríe y saca la lengua. El blanco para recordar quién es y qué ha logrado; el negro para no olvidar de dónde viene.
De adolescente Justo Lorente perteneció a la pandilla Fátima, de su natal Masaya, amanecía “bebiendo guaro” en las calles, se vio en mitad de pleitos y estuvo involucrado en “cosas serias”. Anduvo en “la vagancia” desde los 14 años, edad en que le empezó a gustar el futbol, que practicaba en las pequeñas ligas del colegio Salesiano, y se “compuso” cuando nació su primer hijo, a eso de los 20 años. Ahora tiene 31 y es el arquero titular de la Selección Nacional de Futbol de Nicaragua, el hombre que para muchos salvó el partido de ida contra Jamaica, subcampeona de la Copa Oro 2015, que los nicaragüenses ganaron 3 a 2 a inicios de septiembre.
Incluso en estadio lleno, el suyo debe ser uno de los oficios más solitarios del mundo. “Un delantero puede fallar millones de goles, pero al portero con un gol que le echen se pierde el partido. Es bien dura la responsabilidad del arquero. El delantero celebra con todos el gol, el portero celebra solito. Nadie lo abraza, nadie nada. Así es esto...”, reflexiona. Sin embargo, aclara, le gusta lo que hace y disfruta cada gol que su equipo marca.
Debajo de la camiseta del uniforme, Lorente usa una de Spiderman, para hacer honor a su apodo: “La Araña”. Mide apenas un metro con 75 centímetros, pero “eso es lo de menos”, afirma. “La cuestión es la rapidez, la saltabilidad”. Le va al Barcelona, admira al arquero español Iker Casillas, su color favorito es el rojo y podría comer carne de pollo todo el tiempo. Tiene cinco hijos y vive en el norte, porque actualmente juega para el Real Estelí.
Es devoto de San Jerónimo, a quien le atribuye el milagro de haber salvado a su hijo Dereck. “Cuando era bebé casi se me muere en las manos”, recuerda. “Le daban calenturas y convulsionaba. Estaba convulsionando y volteó los ojos... Es el momento más horrible de mi vida”.
Pero ha tenido otros momentos fuertes, como el que vivió en el minuto 89 del juego de su vida, cuando en el partido de vuelta Jamaica anotó su segundo gol y sacó a Nicaragua de la ruta hacia el Mundial. “Fue como un balde de agua fría. Si esa bola yo la saco, ese estadio se cae. Hubiera cerrado con broche de oro, hubiera sido histórico... Pero así son las cosas. Dios sabe por qué lo hace”.
Por ahora se encuentra negociando un posible contrato en el extranjero y quiere agregar un Ave Fénix a su colección de tatuajes. Para recordar que la vida está llena de altibajos, “que uno cae y se levanta, que uno vuelve de las cenizas”.

Jason, el disciplinado
Cuando Jason Casco empezó a jugar futbol era “malo, muy pero muy malo”. No podía controlar el balón, ni patearlo con precisión, ni dar pases, ni nada. “Lo único que sabía era correr”, recuerda el ahora defensa de la Selección Nacional. “Era maaaaalo”, recalca. Sacrificándose “mucho, mucho”, fue “mejorando de a poco y de a poco”, cuenta. De modo que llegó hasta donde está a fuerza de disciplina.
“Tenía como 16 años cuando jugué mi primer partido en tercera división. Empecé jugando en un equipo que se llamaba Las Águilas. Con el tiempo fui aprendiendo, poniendo atención, viendo jugar a los muchachos. Cuando subimos a segunda división tenía 18 años y ya había mejorado mucho, había jugado en muchas ligas de barrio”, relata Jason, quien creció en el barrio Larreynaga, de Managua.
Hoy tiene 25 años y un niño que es su motivación. Es el mayor de tres hermanos, todos varones. Su mamá vende productos por catálogo y su papá es ingeniero en computación, pero por el momento no está trabajando. A Jason le gusta comer carne desmenuzada, escuchar música e ir al gimnasio. Es evangélico. “Nunca me ha gustado beber alcohol, ni el cigarro... Sí me gusta bailar muy, pero muy, muy pegadito”, bromea.
Después de haber sido tan malo (según él), se ha convertido en ídolo de uno de sus hermanos. Y ya cuenta con el apoyo de su mamá. Antes ella le decía que eso del futbol era pura “vagancia”.

La pasión de Norfran
C uando Norfran Lazo era bebé se la pasaba dando patadas a su cuna, por eso su mamá siempre dijo que estaba destinado a ser futbolista, aunque de niño era tan flaquito que los demás pequeños tenía miedo de que con el menor golpe se quebrara. La “flaquitud” lo acompañó durante muchos años y le jugó malas pasadas, porque la primera impresión que daba era que no tenía porte de deportista.
Convirtió un terreno baldío en una cancha e iba casa por casa por el vecindario, tratando de alborotar a sus primos para que llegaran a jugar. “Pero nadie quería”, recuerda entre risas. Flaco y todo, a los trece años empezó a jugar en una liga con un equipo de su zona, en Esquipulas, Managua, y después de eso ya no se conformó con “perreras” de calle. Quería otros rivales, así que entró a la preparatoria de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), porque ahí había equipos de Tercera División, recuerda.
Jugaba de día y estudiaba de noche. A veces se iba en bicicleta, a veces en bus. En alguna ocasión perdió el último interlocal y tuvo que correr unos 18 kilómetros desde Managua hasta su casa en Ticuantepe, donde vive desde hace ocho años con su esposa Regina Martínez.
A ella la conoció gracias al futbol, cuando él tenía 17 años y Regina 16. Norfran jugaba en el Mónaco, el equipo de quien ahora es su suegro. Todos decían que era muy bueno, por eso a Regina le caía mal. “¡Mirá cómo juega!”, exclamaba el público. Y ella, encogiéndose de hombros, replicaba: “No me importa”. Hasta que un día él consiguió su número de teléfono y le empezó a escribir. El resto de la historia se resume en que ahora tienen una hija de cinco meses que se llama Norfrani.
“Su segundo trabajo es ser papá, cambia pañales, hace pachas, la peina, la viste, le pone lacitos”, asegura Regina. Cuando tiene un descanso y puede ir a casa, Norfran acapara a la bebé. “La agarro y no se la doy a nadie”, dice.
Para él, el futbol nica está viviendo un gran momento debido a que Henry Duarte, director técnico de la Selección, cambió la mente de los jugadores y les enseñó a disciplinarse. Tras la derrota ante Jamaica, Norfran pasó “tres o cuatro días sin dormir”, pensando en el balón que no pudo conectar y en el gol jamaiquino del minuto 89. “Nadie quiere errar, y menos en un partido tan importante, pero así es el futbol”, comenta, todavía apesarado.
Regina le dice que tome lo bueno de las críticas y descarte lo malo. Y le reza al “dios del futbol” para que todo marche bien.
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