Historias de familias divididas desde las protestas de abril de 2018

Reportaje - 03.10.2020
PORTADA-MAGAZINE

Hijos críticos a la dictadura de Daniel Ortega enfrentados a sus padres y familiares sandinistas. Algunos logran dialogar y entenderse, otros no tienen tanta suerte

Por Abixael Mogollón G.

Una noche Leana tuvo una terrible pesadilla. Llegaban encapuchados a su casa y la secuestraban, la metían en un calabozo inmundo y cuando el sufrimiento parecía insoportable llegaba hasta su celda su tío, comisionado de la Policía para reprocharle sus críticas al dictador. Todavía llora pensando en que su pesadilla pudo volverse realidad.

Esta historia se repite en cientos de jóvenes nicaragüenses que luego de las protestas de abril de 2018 vieron cómo su tejido familiar se desgarraba debido a las ideas políticas.

Muchos de ellos fueron sandinistas o en algún momento simpatizaron con los ideales de ese partido político, pero antes o después de abril hubo algo que rompió la aparente armonía familiar.

Hoy, cientos de estos jóvenes están en el exilio o viviendo lejos de sus casas, son repudiados por sus padres o ellos mismos reniegan de su familia, son perseguidos y de nuevo se repite una historia que no es nueva.

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Dámaso Vargas tiene 27 años, se define mujer, y le tiene miedo a su padre. Lo describe como un señor de 74 años, bajito, delgado, retraído, receloso y violento, sobre todo cuando consume alcohol. Fue parte del Ejército Popular Sandinista.

“Cuando éramos niñas casi nunca nos pegó. Pero una vez fue implacable contra mis hermanas y aún tengo la impotencia de que no pude defenderlas”, dice vía telefónica.

La familia Vargas iba a la plaza los 19 de julio, salía en caravanas y cuando Ortega perdió aquellas tres elecciones seguidas, la madre que había sido de la Juventud Sandinista en los años 80 gritó, pataleó y lloró, incluso más que cuando murió la abuela.

Dámaso descubrió desde muy joven que su identidad sexual era femenina. Comenzó a organizarse en colectivos de mujeres y luego en grupos de la diversidad sexual cuando cumplió los 18 años.

“Mi padre hasta el día de hoy cuando me mira, se rehúsa a ver a la Dámaso”, cuenta.

Contradictoriamente, recuerda en la niñez a un padre cariñoso, pero que a veces era grosero con sus hijos. Cuando Ortega retornó al poder en 2007, Dámaso comienza a cuestionar las actitudes dictatoriales de Ortega. En 2015 comienza a ser pieza fundamental en la organización de marchas de los colectivos LGTBI y es ahí cuando un día un operador político del barrio llegó a preguntarle a la madre de Dámaso si sabía que su hijo trabajaba con organizaciones no gubernamentales.

En abril de 2018 la joven trans sabía que podían ocurrir dos cosas en su casa: que la corrieran con todo y sus cosas o irse por sus propios pies con todas sus cosas. Se fue.

Pero antes, uno de los episodios más fuertes que le tocó vivir en su familia fue cuando una tía llamó a la Policía para que metieran presas a unas sobrinas. Primas y sobrinas llegaron a los golpes por temas políticos. El padre de Dámaso no hizo nada.

Lo llamó para reclamarle y terminaron insultándose. Pero asegura que pese a eso está seguro que nunca lo habría entregado a la Policía.

“Ellos son una de las razones por las que me exilié. Nunca me hubieran entregado, aunque les hicieran daño a ellos. Yo quería evitar esa confrontación”. Ahora solo se comunican para los cumpleaños o para el Día del Padre y la Madre.

La última vez que Dámaso fue a visitar a su familia su padre se le abalanzó para golpearlo, pero un hermano se metió para evitarlo.

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El psicólogo y excarcelado político Róger Martínez explica que este tipo de rupturas familiares por temas políticos generan una carencia afectiva y sentimientos que hacen pensar a los más jóvenes que no tienen importancia dentro del núcleo familiar. “Anteponer una ideología antes de los vínculos familiares genera distanciamiento emocional, vacío, soledad y abandono”, dice el psicólogo en el exilio.

Los jóvenes que se enfrentan a esto usualmente no saben cómo expresar sus propias ideologías en la familia, ya que temen ser reprimidos. Las familias se han vuelto pequeñas dictaduras donde hay un tirano, violencia, castigo y rechazo.

La única manera de explicar este comportamiento por parte de los padres de familia y adultos en general hacia sus hijos o sobrinos es el fundamentalismo político fuertemente arraigado.

Joseph Javier Moraga Wayman dice no odiar a sus familiares por las diferencias ideológicas. FOTO/CORTESÍA

“A los fanáticos les hacen creer que primero es el partido, segundo el partido y tercero el partido. Que el partido es la familia. Son principalmente a los jóvenes y estudiantes a los que miran como peligro”, explica Martínez.

El impacto emocional de ser acosado y amenazado por la misma familia puede generar una ruptura permanente. Las personas que pasan por esto desarrollan pensamientos suicidas, trastornos alimentarios y del sueño y sienten que la familia se ha roto.

Joseph Javier Moraga Wayman también tiene 27 años, estudió Mercadotecnia en la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli) y tiene un posgrado en Turismo Sostenible, su padre es del Pacífico y la familia de su madre es originaria de Puerto Cabezas.

Viene de una familia sandinista, aunque su abuelo materno John Wayman nunca apoyó la revolución de 1979. Joseph fue militante del Frente Sandinista, pero no se tomaba muy en serio el pertenecer al partido, sobre todo cuando comenzó a sentir la represión dentro de esa organización a la que hoy llama criminal.

Sintió que solo le querían poner un bozal y cuando estallaron las protestas de 2018 encontró la justificación perfecta para dejar de lado al Frente. Comenzó a llevar ayuda a las universidades. Su madre lo apoyó, pero sus tíos no estaban de acuerdo. La mayoría son desmovilizados del Ejército.

Estos familiares en persona al inicio no le faltaron el respeto, ni le hicieron ningún comentario, pero en redes sociales se comportaban como fanáticos, por lo que la familia se fue distanciando.

“Yo les dije que no los odio, aunque ellos sean sandinistas. Yo ya no creo en esa organización que para mí es una organización criminal, por lo que he visto y he vivido y les ha pasado a personas cercanas a mí”, comenta el joven, quien ha visto como las reuniones familiares ya no son frecuentes.

El incendio en una casa del barrio Carlos Marx, en junio de 2018, fue el detonante de otra pelea familiar. Ese día discutió con uno de sus tíos y se gritaron directamente. Días después en la casa de Joseph hicieron una pintada que decía PLOMO, él y su madre escribieron sobre la amenaza: “Que se rinda tu madre”.

El tío con el que había discutido dijo que iba a hablar con sus “compas” para reclamar por la pintada.

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La periodista y psicóloga Mónica Zalaquett estuvo en los años 80 en el norte de Nicaragua. Descubrió que casi todas las familias campesinas tenían al menos un miembro de su familia en la Contra y un miembro en el Ejército Popular Sandinista.

Uno de esos casos fue el de Luis Fley, que estaba en la Contra. Mientras que tres de sus hermanos menores estaban en las filas del Frente Sandinista. De rumor en rumor se enteró que uno de sus hermanos estaba en un cargo político en Apanás, otro era radioescucha y otro estaba en Matiguás. Ninguno operaba patrullas en la línea de combate.

Pero pese a esto, Enrique, uno de sus hermanos, murió en una emboscada de la Contra el 8 de enero de 1988 en una comunidad entre Matagalpa y Jinotega. Fley sabe quién dirigió la emboscada que mató a su hermano.
Esas historias de enfrentamientos pasados se siguen contando en Jinotega, Estelí y Matagalpa, de donde es Leana Icabalceta, una publicista y comunicadora de 36 años, quien creció en un hogar sandinista.

Durante los meses posteriores a las protestas de abril comenzó a realizar trabajos con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en Matagalpa y un día recibió una llamada. En ese organismo había una denuncia de violaciones a los derechos humanos en contra de una persona que tenía su mismo apellido.

Leana se ha alejado de su familia para evitar tener discusiones. FOTO/CORTESÍA

Diógenes Cárdenas Icabalceta, fallecido en julio de este año con síntomas de Covid-19, era comisionado general de la Policía y jefe de seguridad del cardenal Leopoldo Brenes. Desde pequeña Leana le tuvo mucho cariño, pero fue evidente que el fanatismo de su tío era más fuerte.

“Yo soy la oveja negra de mi familia”, dice vía telefónica desde el exilio en Costa Rica. En su familia hay muchos trabajadores del Estado y algunos han salido en fotografías con paramilitares.

Ella nunca simpatizó con el Frente Sandinista. Siempre los vinculó con la Piñata, saqueos y muerte. Poco a poco fue eliminando y bloqueando a sus primos, a los que miraba como hermanos y al resto de la familia para evitar confrontaciones, hasta que la Policía llegó un día a su casa.

Leana se sigue cuestionando esa inseguridad que tenía respecto a su tío. A veces sentía que al comisionado no le temblaría la mano para ordenar que la secuestraran y la torturaran, aunque siempre quiso pensar que no iba a hacerlo. No quiso quedarse para descubrirlo y decidió irse.

“Creo que nunca me hicieron nada por el respeto que le tienen a mi mamá”, dice entre lágrimas.

La duda sobre cómo habría reaccionado su tío si hubiera sido detenida la va a perseguir siempre. No quiere romantizar con la idea de que el comisionado Cárdenas Icabalceta hubiera abogado por ella, en lugar de eso prefiere pasar página y pensar que en algún momento su familia a la que considera rota va a poder reunirse como hacían antes entre hermanos, primos y tíos.

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Su propio nombre revela el pensamiento ideológico que impera en su casa. Se llama Carlos por el fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional y Daniel por el actual dictador.

Nació en octubre de 1991, desde pequeño recuerda los domingos en que los padres sentaban a los cuatro hermanos en la sala para contarles historias de la revolución, el significado de las canciones de los Mejía Godoy y las andanzas de Jorge Medardo Berríos Rosales en la guerra.

Jorge comenzó en su natal León bien jovencito a levantar barricadas y enfrentarse a la Guardia, hasta que un día cayó preso y estuvo a punto de ser torturado, pero lo salvó un tío que era “oreja” del somocismo. Cuando salió, se hizo guerrillero urbano y luego pasó a la clandestinidad.

Con el triunfo de la revolución entró el Ejército Popular Sandinista y luego lo mandaron a Cuba a estudiar, a la vuelta fue enviado a la cárcel La Modelo, en donde conoció a la que sería su esposa, que trabajaba de enfermera. Con la pérdida del poder de los sandinistas en 1990 renunció al Ejército y se metió a conductor escolta de varios ministros.

Carlos Daniel Berríos es directo. Sabe que a veces le habla a sus padres como si la autoridad de la casa fuera él. Fue parte de movimientos juveniles y cuando pasaba los 12 años se metió a la Juventud Sandinista (JS) de Nagarote, en donde su padre era chofer del alcalde.

Estando en la JS es que se tropieza con los primeros gestos autoritarios que recuerda, dentro del mismo partido. No lo dejaban cuestionar nada.

“Eso era una copia de la Dirección General, ordene”, dice desde el exilio. También ahí fue donde se generaron los primeros choques y reclamos con su padre. El muchacho cuestionaba al padre por el autoritarismo dentro del partido. Jorge Berríos le dijo a su hijo que ningún proceso era perfecto y seguramente los comandantes se darían cuenta de lo que estaban haciendo mal y lo arreglarían.

—Hijo, a veces los rangos medios son más egocéntricos que los comandantes —le justificó.
—Pero es mentira, papá. Ningún rango medio va a mandar a golpear a unos manifestantes. Esa orden viene de arriba. ¡Me mentiste! —le recriminó.

Todo esto ocurrió antes de abril de 2018. Durante esos años padre e hijo debatían intensamente. Argumentaban, se cuestionaban y las conversaciones se subían de tono, hasta que la madre los mandaba a callar.

“¡Ya me tienen harta, cállense los dos que voy a ver mi novela!”, resonaba la mujer.

Carlos se considera un "privilegiado" ya que las discusiones con su padre nunca han terminado en insultos o peleas. FOTO/CORTESÍA

Sin embargo, nunca se faltaron al respeto. Cuando estallaron las protestas de abril, Carlos Daniel ya tenía dos años de no vivir en Nagarote con sus padres. Vio a dos amigos suyos metidos en las protestas y se fue a apoyar a los estudiantes en las universidades. Ahí fue cuando recibió la primera advertencia de su padre, pero alertándolo de los peligros que corría.

Le dijo por teléfono que se devolviera a la casa, que “las turbas no entienden de palabras y eran peligrosos”. El joven les dijo que no volvería y la madre llorando culpó al marido por lo ocurrido.

Llegó un momento en que Carlos sintió que no tenía nada que hacer en las barricadas y optó por salir a denunciar a la dictadura y sus crímenes a nivel internacional. Junto a otros jóvenes reunieron fondos y salieron rumbo a un viaje por toda Centroamérica, lo que le acarrearía más problemas con el Frente Sandinista. Hasta que un día salió con una gran maleta de madrugada y con un nudo en la garganta para despedirse de su familia con una mentira.

“Yo, en medio de todo, me considero un privilegiado. Tengo amigos a los que la misma familia los ha entregado a la Policía como ofrenda para el dictador. Pero mi padre no es así”.

Sin embargo, otros miembros de la familia sí lo señalaron directamente. Desde los tíos haciendo comentarios al respecto, hasta los compañeros de trabajo de Jorge, al que un día lo citaron en la Alcaldía para hablar de un tema importante.

La reunión era para comunicarle que “tenía el deber de reconducir a su hijo” y hacerlo que volviera al partido. Jorge estalló y arremetió contra los trabajadores de la Alcaldía.

Les recordó que él era mayor que todos ellos y había participado de la revolución. Les llamó arrogantes y les dejó claro que si Carlos Daniel ni siquiera le daba explicaciones a él como padre, mucho menos tenía que justificar nada frente al partido.

“Ya que veo que lo andan monitoreando, si logran saber dónde está mi hijo y lo miran, díganle que llame a la casa que su madre está preocupada. Ahora, si me disculpan me regreso al trabajo”, les dijo severamente.

Jorge entendió que no le quedó más que aceptar las diferencias con su hijo y le dio los últimos consejos: que se cuidara, que fuera responsable con lo que hacía y decía y que terminara lo que había iniciado. Carlos respiró aliviado, en su cabeza esperaba que su padre lo “mandara a la mierda”.

El día que Jorge Berríos cumplía 60 años, Carlos llegó de sorpresa a la casa. Habían pasado muchos meses, pero no podía perderse ese cumpleaños por el valor que tenía. Significaba que finalmente su padre se iba a poder jubilar y dejaría de ser un empleado público.

Ahora Jorge se pasa las tardes escribiendo a mano en varios cuadernos sus memorias. Le dijo a Carlos que se las iban a entregar cuando él ya no estuviera y que eran parte de la deuda que tenía con la generación después de la revolución.

Los Chamorro

Doña Violeta Barrios de Chamorro llegó a tener a sus hijos Claudia y Carlos Fernando del lado del gobierno sandinista de los ochenta, y por otro lado, a Cristiana y Pedro Joaquín en la oposición.

Cristiana dirigiendo el Diario LA PRENSA y Carlos Fernando el Diario Barricada, órgano oficial del Frente Sandinista. Claudia fue embajadora del Gobierno en España y Pedro Joaquín perteneció al directorio de la Contra.

Hermanos en otros bandos

Familiares enfrentados ideológicamente han existido desde que existen las guerras. En Nicaragua un ejemplo de esto fueron las hermanas Marta y Rosa Pasos, una vocera del Ejército Popular Sandinista y otra de la Resistencia Nicaragüense.

A Martha Isabel Cranshaw, su propio padre la metió presa en las cárceles de Somoza.

Marisol Castillo, esposa de Lenín Cerna, es hija de Chema Castillo, víctima de un comando sandinista en 1974.

Doris Tijerino y Hugo Torres son hijos de oficiales de la guardia somocista, y ni el mismo Carlos Fonseca se salva, ya que su padre era administrador de parte del capital de la dinastía.

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