A pesar de las advertencias médicas, existen comunidades donde parientes cercanos se casan entre ellos para conservar la raza, el capital, las costumbres o simplemente por amor. Magazine visitó dos de estos pueblos: San Fernando y San Pedro de Lóvago
Por Dora Luz Romero
Cuarenta años atrás, cuando Teresa Herrera López decidió casarse con su primo hermano Juan Bautista Ortez Herrera, la advertencia llegó a sus oídos. Si se casaban entre familiares sus hijos nacerían con alguna discapacidad. “Sordos”, “mongolitos”, “anormales”, “trastornados” o como se les ocurriera llamarles a los pobladores. Lo decían las viejitas, en las esquinas del pueblo, luego lo comenzaron a repetir los hijos, las hijas y después los nietos, hasta que la creencia llegó a estos tiempos.
El miedo siempre estuvo ahí, pero ya era muy tarde. Teresa estaba enamorada del hijo de su tía Orbelina Herrera, aquel muchacho que conoció desde que eran niños, que veía en misa cada domingo y que se encontraba en las fiestas del pueblo.
Se casaron y pronto comenzaron a tener hijos. Uno, dos, tres... fueron seis en total. Años después, esa media docena sería su prueba para demostrar, según ella, que la creencia, que ha recorrido generación tras generación en San Fernando en Nueva Segovia, es falsa.
Pero se equivoca. La creencia no es del todo falsa. Expertos en genética alrededor del mundo durante años se han dado a la tarea de investigar las relaciones consanguíneas y sus posibles consecuencias. Hasta ahora, las conclusiones a las que han llegado demuestran que sí, casarse entre parientes aumenta la probabilidad de tener hijos con problemas genéticos. No es una regla, y tampoco se da tanto como se cree, pero sí, el riesgo es mayor que el de las parejas que no tienen vínculos de sangre.
Aún así, existen comunidades y pueblos en el mundo que siguen casándose entre familiares. Algunos para conservar la raza, las costumbres, otros por religión o porque se enamoran. Parejas que prefieren poner oídos sordos o no creer en lo que se dice, parejas como Teresa y Juan Bautista.
En esta edición Magazine visitó dos pueblos cuyos pobladores se han casado entre parientes desde tiempos históricos: San Fernando en Nueva Segovia y San Pedro de Lóvago en Chontales. Han sido tantos los matrimonios dentro de las familias que en los pueblos predominan dos o tres apellidos y todos saben bien que basta hurgar un poco en su árbol genealógico para descubrir en qué rama aparece su vecino.
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San Fernando es un pueblo silencioso, quieto, un lugar donde se vive con parsimonia, sin apuro, ni estrés. Aquí, la mayoría de las mujeres se dedica a los quehaceres del hogar y los hombres salen a sus fincas para trabajar la tierra, a cultivar café principalmente.
Es pequeño, con cuatro calles principales adoquinadas, donde sobreviven las casas de adobe tapadas por techos de teja de barro. Son pocos los edificios que resaltan. La iglesia, el parque, la Alcaldía...
Al mediodía, con las calles áridas y el sol intenso bastaría una bola de heno rodando por las calles para que el lugar se convierta en el escenario cliché de alguna película del viejo oeste.

Del origen de este pueblo que se fundó el 7 de octubre de 1897 hay varias versiones, pero la registrada en los libros y contada por sus habitantes es que comenzó siendo una hacienda propiedad de Fernando Herrera, un español considerado el fundador y por quien el pueblo lleva el nombre de San Fernando. Poco a poco se fue poblando. Aparecieron los Ortez, cómo, no se sabe bien, pero se dice que también eran de origen español y comenzaron a multiplicarse entre ellos hasta que se convirtieron en las dos familias más predominantes, los Ortez Herrera, los Herrera Ortez, los Herrera Herrera, los Ortez Ortez. Y entre cruce y cruce comenzó a definirse el típico sanfernandino: blanco, ojos claros y cabello castaño. Precisamente esa, se cree, es una de las razones por las que comenzaron a casarse entre familiares, para no perder la raza, el linaje. Pero pocos se atreven a decirlo.
“Los padres inclinaban a los hijos a no manchar la sangre, manchar la sangre era meter otro tipo de gente que no fuera Ortez o Herrera. Ahora, casarse con alguien que no fuera del pueblo era un escándalo, los papás se ponían en contra del hijo o la hija, es que no se permitía, no se podía”, dice Alfonso Ortez, de 73 años, quien fue alcalde de San Fernando durante 17 años. También, asegura él, que se casaban entre parientes para no perder su patrimonio, las tierras.
En aquellos tiempos, décadas atrás, dicen los más viejos, el pueblo era más pequeño, más aislado y cerrado. Y esa sería otra razón para casarse entre familia. “Uno no salía, no conocía personas de otros lados, antes no lo mandaba a uno ni a estudiar, solo pasaba en el pueblo y casi todos éramos familia”, asegura Teresa Herrera.
En las fiestas, las sanfernandinas se les escondían a los forasteros que llegaban a buscar con quién bailar. Además, dice entre risas Pedro Ortez, “nosotros no permitíamos que se llevaran a una muchacha”.
Pero ahora ha cambiado. Desde el triunfo de la Revolución sandinista en 1979 comenzaron a llegar pobladores de todo el país. “Eso de que no dejaban entrar gente de otros pueblos era antes, ahora hay gente de todos lados”, asegura Henry Ortez, quien se casó con su sobrina Sara Poveda, hija de su prima hermana. Aunque la costumbre de casarse entre parientes no se ha perdido, sigue ocurriendo.
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A más de 350 kilómetros de San Fernando se encuentra otro pueblo donde ocurre exactamente lo mismo: San Pedro de Lóvago, en Chontales.
En este lugar rodeado de montañas y donde se vive de la ganadería, casarse entre familia no es novedad. “Aquí todos estamos emparentados”, dice Irina Lazo González, quien se casó con Enrique Matus Lazo y años más tarde descubrieron que sus vínculos de sangre venían desde sus tatarabuelos.
Basta recorrer las calles de la ciudad en busca de parientes casados para escuchar las referencias. Ramiro y la Mayra, la Irma y Néstor, Gustavo y la Magdalena, Cástulo y la Ninoska... Todos primos, todos esposos. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué se casan entre parientes?
La historia comenzó así. Los pobladores de San Pedro de Lóvago anduvieron del timbo al tambo, al menos en dos o tres lugares antes de establecerse en el actual sitio. Durante mucho tiempo, se registra, fueron víctimas de invasiones y saqueos por parte de las tribus de la región de la Costa Caribe. Pero en 1864 se fundó el pueblo en el lugar actual. “Se traslada el antiguo pueblo de Lóvago del departamento de Chontales al sitio llamado Los Hurtados a orillas del río Mico, en sus propios terrenos y la nueva población llevará el nombre de San Pedro de Lóvago”, decretó el general Tomás Martínez.
Los Hurtado. Ellos fueron los primeros pobladores, luego llegaron los González, de Granada, cree el profesor e historiador del pueblo René Matus Lazo. Más tarde aparecieron los Matus y los Lazo. Y así, entre ellos, comenzaron a multiplicarse. De los Hurtado quedan pocos, pero no de los González, ni de los Matus. “Como son familias que tienen muchísimos miembros se tienen que casar entre los mismos porque no hallan por otro lado”, dice Matus Lazo.
Pero fuera del pueblo se escuchan otras explicaciones. Se dice que se han venido casando para no perder el apellido, para conservar su ganado, sus tierras e incluso a sus mujeres bonitas. No por gusto, se autodenominan la cuna de la belleza femenina. Pero el historiador asegura que esas son leyendas, que detrás de los matrimonios entre parientes hay una sola razón: el amor. “Ahora pasa un poco menos porque la gente ya conoce más sobre la genética y eso lo toma en cuenta, pero cuando se enamoran, se enamoran”, dice Matus Lazo.
Y eso bien lo sabe Seidy Fonseca González, quien se enamoró de José Vega González, hijos de primos hermanos. Se conocieron en la escuela y luego coincidieron en un trabajo donde comenzaron a salir y terminaron casándose. En San Pedro de Lóvago, dice ella, la gente se casa entre familiares, además del amor porque “ uno casi no sale del pueblo, solo conocés gente de aquí, pues uno se va quedando con los mismos”.
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Mauro Herrera, de 94 años, susurra al hablar. “Hubo una pareja de primos hermanos que tuvo tres hijos sordos. Se decía que salieron así porque eran familia”, cuenta. Pero ni a los sanfernandinos ni a lo sampedranos les gusta comentar de esas historias. No saben nombres, no conocen casos, no pasa en su pueblo, dicen. Uno que otro poblador asocia los casos de sordera, de síndrome de Down, o de malformaciones que hay en el pueblo con esas relaciones consanguíneas.
La sordera sí, asegura el genetista Gerardo Mejía, puede ser una consecuencia de la relación entre parientes, pero el síndrome de Down no, su origen, aclara, es otro.
Genes. Todo tiene que ver con ellos. Y hay algo que el especialista quiere dejar claro: las únicas enfermedades por relaciones de parentesco son las llamadas autosómicas recesivas. Como la sordera, la fibrosis quística, la microcefalia, la glucogenosis... Y solo se desarrollan si ambos padres son portadores del gen anormal. “Para que un gen recesivo se exprese necesita estar en doble dosis, es decir que tiene que tener dos mutaciones, una paterna y una materna para que se exprese”, explica.
Una pareja de primos hermanos, por ejemplo, puede tener hijos sin ningún problema. Pero el riesgo de que sus bebés padezcan enfermedades autosómicas recesivas es mayor respecto al resto de la población. “Si yo tengo una mutación recesiva, es más probable que la tenga una prima mía a que la tenga alguien que no es mi familia. Es cierto que estas enfermedades se dan entre gente que no es familia, pero entre parientes aumenta porque es más probable que mi familia tenga los mismos genes mutados recesivos”.
Pasa en México, en una comunidad llamada Chicán, que por querer preservar su linaje, tradición y costumbres mayas han pagado caro las consecuencias: de 635 habitantes, 385 son sordos. Pasa en Estados Unidos, con los amish de Pensilvania, donde se descubrió un gen mutante que afecta exclusivamente a su comunidad y produce la llamada “microcefalia amish”.
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Cincuenta y dos años atrás, Pedro Ortez estaba ansioso. Ahí, de pie, frente al altar miraba a la novia con ojos enamorados. Esmeralda, la mujer que le había dado el sí, era su prima hermana, se habían criado, jugado, crecido juntos. Eran hijos de dos hermanas y de dos primos. Ortez, por donde la buscaran. Los padres de ella: Célfida Ortez y Rodolfo Ortez; los de él: Pedro Pablo Ortez y María Ortez, ambas parejas de primos.
Para llegar hasta ese punto —se ríe ahora—, le tocó quitar del camino a un par de enamorados que le habían puesto el ojo a su Esmeralda. Pero ella lo escogió a él. Porque le gustaba, porque lo amaba, pero también porque eran familia y creían en lo mismo. Sabía que si se casaba con él sería para toda la vida. Sí, los sacerdotes y pastores lo dicen en cada matrimonio, pero en San Fernando, cuentan, esas palabras se toman literales. No creen en la separación, en el divorcio y el casamiento eclesiástico es el que vale.
Esa es otra de las razones por las que se casan entre parientes. “Los matrimonios aquí son sagrados”, dice Pedro Ortez. “Es una tradición que viene de nuestros antepasados, de llegar al altar, somos católicos, son nuestras costumbres. Aquí todavía existe la mujer que llega al altar con su honra levantada”, asegura Esmeralda.
La vida juntos ha sido mejor por ser familia, creen ellos. Porque se conocen desde que nacieron y se tienen confianza, porque saben sus “mates y mañas”, porque no hubo pleitos con suegras porque eran sus propias tías.
Han sido buenos años, dice la pareja, y la gran ventaja, cree Esmeralda es que “cuando el amor de pareja se acaba queda el de pariente, por ese lazo de familia que hay”.

Grados de consanguinidad
A mayor grado de parentesco, mayor es el riesgo de padecer alguna enfermedad o malformación genética. En teoría, esta es la cantidad de genes compartidos según la relación de consanguinidad:
Primer grado: Se refiere a las relaciones padres-hijos o hermanos. Existe un 50 por ciento de genes compartidos.
Segundo grado: Las relaciones primos hermanos, tío-sobrina, tía-sobrino. Estos comparten el 25 por ciento de sus genes.
Tercer grado: Aquí aparecen los llamados primos en segundo grado, hijos de dos primos hermanos, ellos comparten el 12.5 por ciento de sus genes.
Dispensa para casarse
Uno de los impedimentos establecidos en el Derecho Canónico —explica el sacerdote Boanerges Carballo— es la familiaridad, “el impedimento de la consanguinidad”.
La Iglesia católica prohíbe el matrimonio entre familiares de “línea recta”, es decir entre padres e hijos, abuelos y nietos, entre hermanos. Sin embargo, se acepta la unión entre familiares de “línea colateral” que se refiere a las relaciones tíos-sobrinos y primos hermanos. Sin embargo, explica Carballo, debe darse a través de una dispensa. Si esta gestión no se realiza, el matrimonio es considerado nulo. Primero el párroco debe constatar la relación familiar entre los novios, asegurarse de que sean familiares en línea colateral, luego llenará el expediente y solicitará al obispo la autorización.
El matrimonio en línea recta está prohibido por “el tema biológico y por respeto entre la propia familia, lo que la Iglesia llama la santidad de la familia”.
El Código Civil también prohíbe el matrimonio entre parientes de línea recta.
Primos hermanos y esposos. Pedro Ortez y Esmeralda Ortez llevan 52 años de casados.
“Los padres inclinaban a los hijos a no manchar la sangre, manchar la sangre era meter otro tipo de gente que no fuera Ortez o Herrera”.