La mañana del 4 de octubre de 1876 un aluvión bajó con estruendo de horror y muerte de Las Sierras de Managua y destruyó la ciudad. La posibilidad de que ocurra algo igual o peor es una amenaza real, dicen los expertos
Por Amalia del Cid
Era un personaje extraordinario y absolutamente anacrónico. Tenía ojos oscuros y preguntones y el pelo le caía en rizos castaños sobre la espalda. Vestía túnica morada y sobre el hombro izquierdo cargaba una cruz de madera pintada de verde. Con la cabeza coronada de espinas, espinas reales, entró a Managua la mañana del 14 de agosto de 1876 y se presentó con el nombre de Zacarías Esquilach. Entre mil parábolas sobre la moral, aquel visitante llevaba una profecía que para desgracia de los managuas estaba destinada a cumplirse.
Managua era entonces una ciudad de unas diez mil almas, con casas de tejas, adobe y taquezal sobre calles sin empedrar. Recién se superaba el odio a muerte que durante muchos años y por razones desconocidas existió entre los barrios Santo Domingo y San Antonio. Y la ciudad, que apenas llevaba 24 años como capital, en medio de una fiebre cafetalera daba pequeños saltos hacia la modernidad. A esa Managua llegó Esquilach. Predicó en cada esquina, seguido por niños curiosos y reverentes viejos, y por la tarde continuó su viaje hacia León, no sin antes agitar su dedo de profeta sobre el destino de los capitalinos. Anunció que “en poco tiempo” los managuas presenciarían una “catástrofe”, cuenta el periodista e historiador Heliodoro Cuadra en su libro Historia de la Leal Villa de Santiago de Managua, publicado en 1939. La predicción no incluía detalles sobre cuándo y cómo ocurriría el desastre. De todos modos, los capitalinos no tuvieron que esperar mucho para averiguarlo.
Menos de dos meses más tarde, la mañana del 4 de octubre, después de una noche de lluvia torrencial, un aluvión bajó de Las Sierras, por el suroeste de Managua, y arrasó con todo en un recorrido de unos 10 kilómetros hasta el lago Xolotlán. Las corrientes arrancaron árboles y arrastraron casas y cadáveres. Socavaron la tierra e inundaron calles, avenidas, iglesias y el camposanto. “Espantoso”, dijo el historiador Gratus Halftermeyer. “Un horror indescriptible”, escribió Heliodoro Cuadra. “La naturaleza cansada de darnos la alerta, nos fustigó despiadadamente”, se analizó en el Diario de la Capital quince años más tarde, en mayo de 1891.
Los cronistas de la época no dejaron mucha información sobre el desastre. Se sabe que centenares de personas murieron, pero no existe un recuento exacto de las víctimas. A pesar de ello, este es el más recordado de los aluviones que han descendido hasta Managua desde Las Sierras, ese macizo montañoso que tiene su punto más alto en la ciudad de El Crucero, 950 metros sobre el nivel del mar, a solo 22 kilómetros de la capital.
En la embrollada madeja de nuestra historia, el aluvión de 1876 está relacionado con una voraz plaga de chapulines, el boom cafetalero, la llegada del telégrafo y la aplicación de medidas que ahora podrían parecer descabelladas. También tiene que ver con fenómenos que todavía pueden observarse en Managua cada vez que llueve. Son circunstancias que coincidieron en un episodio lleno de tragedia e ingratas casualidades.
Los daños causados por el “turbión” fueron tantos y tan graves que la capital fue declarada “en estado de ruina”, la famosa Calle Honda empezó a ser conocida como “Calle del Aluvión” y 1876 se convirtió para quienes lo vivieron en el “Año del Aluvión”. Han pasado 138 años desde entonces, pero la posibilidad de que el fenómeno se repita, y con creces, es tan real como Las Sierras de Managua.
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Treinta años antes de que Zacarías Esquilach dejara caer su profecía sobre la ciudad, Managua no era más que una aldea de poca importancia, apenas mencionada por los cronistas y viajeros contemporáneos. No había “ni un solo médico” y los lugareños no conocían el nombre de las enfermedades, se acostaban “apenas oscurecía” y se levantaban “al primer gallo”; no se casaban en luna nueva y antes de irse a dormir dibujaban una cruz de ceniza en las puertas de sus casas para que el “enemigo” no entrara, describe Gratus Halftermeyer en su libro Managua a través de la historia (1846-1946). Faltaban seis años para que esta pequeña aldea fuera nombrada capital de Nicaragua, el 5 de febrero de 1852.
Se convirtió en capital “sin ningún esfuerzo de su parte. Solamente para terminar la rivalidad y las luchas entre León y Granada”, observó Carl Bovallius, científico sueco que visitó Nicaragua en 1882. Con el nombramiento se intentaba poner fin a largos años de guerras civiles y de paso establecer una residencia fija para un poder ejecutivo nómada que según las circunstancias se trasladaba a León, Granada, Masaya o Managua. La llamaron “Ciudad de la Paz”.
Pero paz es lo que menos ha tenido. Aparte de plagas, epidemias, bombardeos, incendios y guerras, en los años que lleva como capital, Managua ha sufrido dos devastadores terremotos y, sí, el gran aluvión de 1876. Nadie miró las señales. Hasta la mañana de ese 4 de octubre los capitalinos se habían divertido viendo cómo las calles de la ciudad de súbito se llenaban de agua “sin que del cielo hubiese caído una sola gota”, relata Tomas E. Cleaclloti en un artículo publicado en 1891 en el Diario de la Capital. Observando hasta qué altura subía el agua en las aceras, trataban de adivinar qué tan fuerte había sido el aguacero en Las Sierras, de donde llegaban las corrientes.
Lo mismo hace hoy día el ingeniero Roberto Atha en su casa de Villa Fontana. Desde su andén ve pasar el agua que baja de la montaña aunque en Managua no esté lloviendo. Le preocupan el despale indiscriminado y la atolondrada forma de urbanizar que hay en la Cuenca Sur, en Las Sierras, porque menos árboles y más asfalto significan mayores escorrentías e inundaciones.
Además, ha pasado mucho tiempo desde el aluvión, pero la topografía de Managua es la misma desde hace millones de años. Sus suelos se formaron a fuerza de violentas erupciones volcánicas, con capas y capas de material piroclástico. Eso quiere decir que Las Sierras están conformadas por “material fracturado, suelto” y “con tendencia a bajar”, explica el ingeniero Marvin Valle, subdirector de Geología del Instituto de Geología y Geofísica (IGG-Cigeo) de la UNAN-Managua.
Según el geólogo, la Managua de hoy reúne todas las condiciones de 1876 y aún algo más, porque en esa época la ciudad no estaba tan poblada ni Las Sierras tan despaladas. Un nuevo aluvión podría ser mucho más destructivo, afirma, más incluso que el derrumbe del volcán Casita, que en 1998 dejó 2,800 muertos en Chinandega. “El Casita multiplicado por mil”, dice el ingeniero Dionisio Marenco, exalcalde de la capital, para dar una idea del desastre que se gesta aguas arriba.

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“Glorioso San Sebastián, / que seas el Capitán, / que defiendes esta Ciudad. / Ya viene la tempestad por nuestras culpas y excesos, / derribando árboles gruesos / y destruyendo Managua / para convertirla en agua y quitarle su progreso. / Jesús de la Caridad / no permitas Padre mío, / que en este terrible río, / recibamos la crueldad...”. Estos son los primeros versos de Plegaria, la composición desesperada que el poeta Casimiro Guerrero escribió la tarde del 4 de octubre de 1876, cuando la catástrofe ya estaba consumada.
Apenas un día antes, la mañana que precedió a la del aluvión, el cielo estaba “diáfano y primaveral” y así permaneció hasta el mediodía, cuando por el norte aparecieron nubes grises que anunciaban lluvia. A las tres de la tarde “se desató un furioso huracán que arrancó de cuajo algunos árboles” y el cielo se cubrió de “negros nubarrones”. Cuando dieron las cinco “comenzó a caer granizo” y las grandes gotas eran como “un látigo sobre la espalda de cada transeúnte”. “Todos vimos en el fenómeno el cordonazo de San Francisco”, relata Heliodoro Cuadra.
Según él, en las últimas horas del 3 de octubre y hasta el amanecer del siguiente día, sobre la ciudad estuvo cayendo una “lluvia menuda”. Pero Tomas E. Cleaclloti describe una “noche horrible”, “obscura como ninguna” y “tempestuosa como pocas” en la que no se escuchaba más que “el mugir del viento, el tétrico ruido de las lluvias torrenciales, y los gritos de algunos infelices a quienes las riadas de lodo dejaban sin hogar”.
Mientras tanto, sobre las montañas llovía torrencialmente y sus habitantes buscaban las zonas más altas para ponerse a salvo. Por la mañana, sin embargo, había cesado el mal tiempo. En la capital “las corrientes de agua apenas eran pequeños riachuelos, y el vecindario, indolente como siempre, olvidó pronto el desasosiego de la noche anterior”, subraya el artículo de Cleaclloti. Él señala las 10:00 de la mañana como la hora del aluvión. Cuadra dice que “el turbión de agua” apareció más temprano, “como a las 6:30”.
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El día del aluvión el presidente Pedro Joaquín Chamorro Alfaro se encontraba en León “combatiendo” una plaga de chapulines, a la que se debía “ahuyentar” de los plantíos.
Hacía un mes se había inaugurado el telégrafo en la capital, en León llevaba dos semanas en uso y en Chinandega tenía un día de estrenado. Fue a través de este medio que en el momento de la vorágine la noticia se transmitió a occidente, pero el mensaje no llegó completo, porque las corrientes botaron los postes del alambrado. El papel que se leyó en León solo decía: “Managua se está per...”. ¿Alguien quiso decir “Managua se está perdiendo”? Es posible, porque eso es lo que estaba pasando.
Había llovido mucho y es probable que el agua se haya acumulado en una hondonada para después precipitarse ladera abajo, considera el ingeniero Roberto Atha. Eran tiempos de café y en Las Sierras había más de un centenar de haciendas que producían unos 10 mil quintales anuales. Para sembrar cafetos se debían talar árboles, y eso conduce a otra hipótesis: “La lluvia alta” saturó el despalado, fracturado y permeable suelo de origen volcánico de alguna zona de las montañas y lo desprendió. Hacia esta posibilidad se inclina el ingeniero y geólogo MarvinValle.
El aluvión bajó por el “Camino de Ticomo”, desde el suroeste de la ciudad, con un “ruido siniestro” y un intenso hedor a “lodo podrido” que causaba náuseas, “pues era semejante al que despide la asafétida”, narran los historiadores. Entonces comenzó el caos y el espanto. En la zona occidental la gente no sabía a dónde dirigirse para salvar la vida. Los managuas corrieron hacia oriente, norte y en dirección a las alturas de la Loma de Tiscapa.
Bayardo Cuadra, historiador, cree que las corrientes pudieron entrar por el sector donde hoy se asientan los barrios Camilo Ortega y San Judas. El aluvión causó grandes daños en la Calle Honda, en ese tiempo una importante arteria comercial de la capital. La misma que más tarde fue llamada “Calle del Aluvión” y “Primera Calle Norte”. Se trata, dice Cuadra, de la que pasa “exactamente detrás” del actual edificio de la Cancillería.
Por esa calle pasó una corriente que arrastraba “centenares de cadáveres de personas desconocidas”, árboles gigantescos, matas de café, cepas de plátano, cabezas de ganado e infinidad de otros animales, casas pajizas y hasta numerosas gallinas vivas posadas en las ramas de los árboles. Pero lo “más espectacular”, “lo nunca visto”, y aquí Heliodoro Cuadra hace una descripción fabulosa, fue una “enorme piedra telpetatosa de forma esférica” que medía “como cinco metros de altura, poco más o menos, y como 12 de circunferencia”.
Esa roca extraordinaria quedó varada y fue destruida a “barretazos” por reos del presidio, bajo las órdenes de las autoridades de entonces. Sin embargo, puede que en Managua persistan algunos vestigios de los grandes peñascos arrastrados por el aluvión. Por ejemplo, en el patio del viejo edificio del IBM, cerca de la estatua de Montoyita, hay una piedra oscura, enorme y llena de poros. “Lo que yo manejo es que la hallaron cuando empezaban las obras de construcción”, cuenta Juan José Lagos, segoviano de 63 años que lleva casi tres décadas trabajando en la vigilancia de la propiedad. Pero Bayardo Cuadra considera que debido a que es una roca única y sin cantera en ese lugar, podría tener un origen aluvional.
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Cuando las aguas bajaron se vio el desastre en toda su magnitud y durante muchos días se estuvieron pescando los muebles que sobrenadaban en el lago. Managua había quedado casi en total ruina y con el cementerio de San Pedro inundado, los cuerpos de quienes se ahogaron en la corriente o murieron bajo escombros, fueron sepultados en los patios de las casas.
“Por los periódicos se enterará usted de la catástrofe que ha sobrevenido a este infortunado pueblo. La relación que de este acontecimiento se hace es muy pálida, en presencia de la realidad: baste decirle que han desaparecido por completo; y que los grandes árboles e inmensas piedras que se encuentran en las calles y en los solares son de una magnitud sorprendente y que hay lugares donde la tierra asentada tiene como cuatro varas de espesor...”, escribió el presidente Pedro Joaquín Chamorro Alfaro en una carta dirigida a su amigo el doctor Adán Cárdenas, quien se encontraba en Rivas, con fecha del 23 de octubre de 1876.
Chamorro Alfaro estaba en León, pero su familia se encontraba en el Palacio el día del aluvión. Desde ahí, las mujeres de la casa vieron pasar “con el lodo hasta el pecho” a varias familias vecinas que “no se sabe cómo se pudieron salvar”.
Y en una de esas ironías de la historia, una hora después de que cesaron las corrientes, los chapulines que el presidente combatía en León llegaron a Managua y se comieron el follaje de los árboles que habían sobrevivido. “Los managuas vimos pasar por nuestro cielo una enorme manga de chapulines que de occidente venía a oriente”, relata Heliodoro Cuadra. Y, agradecido, agrega: “Por dicha no llegó a Las Sierras, pues el hambre no se hubiera hecho esperar”.
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En los días posteriores se aplicaron curiosas medidas. La municipalidad de Managua declaró a la ciudad en “estado de ruina” y estableció que todos los habitantes desde 16 hasta 50 años de edad que no habían sufrido pérdidas estaban obligados a contribuir con 80 centavos para el saneamiento de la capital.
Para evitar el saqueo, entró en rigor la ley del 10 de septiembre de 1851, en la que se establecía “la pena de palos” para los ladrones sorprendidos in fraganti. Muchos fueron castigados en la plaza pública y “con esta bárbara pero necesaria medida” cesaron los robos que diariamente se cometían.
También de estas fechas data la preocupación por “proteger Managua de las inundaciones que desbordan los cauces que la atraviesan de sur a norte”, dice Marcia Traña Galeano, en su libro Apuntes sobre la historia de Managua. Sucedió que después del aluvión, en las primeras semanas de enero de 1877, el gobierno de Chamorro Alfaro mandó a cavar un cauce “de 10 varas de ancho y como doce metros de profundidad” en la parte occidental de Managua. Los presos de la penitenciaría de León se encargaron de la tarea.
Actualmente existen muchos más cauces, por los que corren las aguas lodosas que vienen desde Las Sierras. Y hay algunas obras de mitigación en las partes altas de Managua. Pero son insuficientes y muchas hay que volverlas a hacer, dicen los especialistas. Además, está el despale. “Un cerro está tranquilo hasta que se le comienza a poner peso (con construcciones) o a quitarle su vegetación”, afirma Marvin Valle, ingeniero y geólogo.
No es que un aluvión vaya a borrar a Managua del mapa, pues el territorio de Las Sierras es como un gran pastel que se desprende por porciones. No obstante, según Valle, un fenómeno de estos puede abarcar hasta 10 cuadras de ancho, en un “cálculo conservador”. No hay estudios cartográficos que permitan prever cuál zona de Las Sierras va a deslizarse, “no sabemos cuándo y dónde”, dice el experto, “pero de que se mueve, se mueve y de que se va a mover, seguro”.
Como él, hay muchos Zacarías Esquilach modernos que señalan hacia las alturas, anunciando a tiempo que Managua presenciará otra catástrofe. ¿Quién los escuchará?
Sismos y aluviones
Debido a que Managua está formada por suelos sueltos, de origen volcánico, su alta sismicidad es un riesgo, ya que puede desencadenar aluviones en Las Sierras o dentro de la ciudad, señalan los expertos.
“La tierra tiembla todos los días, no lo sentimos, pero se va debilitando la cohesión de la roca poquito a poquito. Entre más fricción hay, más se debilita. Donde hay ladera está la mayor peligrosidad, porque lo que está arriba tiende a caer. Managua es un hoyo y no hemos sabido distribuirnos en la ciudad”, explica el ingeniero y geólogo Marvin Valle.
Otros casos
Octubre de 1730. “Un torrencial aguacero que parecía que no terminaría nunca empezó a caer la medianoche del 14 sobre Managua. Al amanecer del 15 un gigantesco aluvión se desbordó, incontenible, y no cesó hasta entrada la noche. La lluvia continuó y al amanecer del 16, un nuevo aluvión, más fuerte que el anterior, se precipitó impetuoso arrastrando cuanto hallaba a su paso y amenazando con hacer desaparecer la ciudad. Para los vecinos había llegado el juicio final”, escribió el periodista Ignacio Briones Torres, citado por Marcia Traña en “Apuntes sobre la historia de Managua”. “Fueron terribles aquellas inundaciones que conmovieron a todos los habitantes de la aldea. Tanto era el pánico que cuando se acercaban esas fechas nadie dormía, por la creencia de que podían repetirse los turbiones”, narra Heliodoro Cuadra en el libro Historia de la Leal Villa de Santiago de Managua.
1923. Un aluvión destruyó la línea férrea entre Asososca y Los Brasiles, escribió Alberto Vogl Baldizón en el documento El Lago Xolotlán, que se encuentra en el Centro de Documentación de la Alcaldía de Managua.
Entre 1999 y 2007. Ocurrieron 33 movimientos de ladera en el área de Managua, 14 fueron desencadenados por lluvias intensas, según un estudio del Sistema de Información Geológica. Ninguno dejó víctimas.
20 de agosto de 2010. Por la noche, durante un aguacero, un alud de tierra sepultó a una familia en el barrio William Galeano. Tres personas fallecieron.
16 de octubre de 2014. Tras una fuerte lluvia, tres viviendas de un asentamiento fueron sepultadas al derrumbarse el muro perimetral de un residencial cerca del barrio 18 de Mayo. Murieron nueve personas.
Riesgo en la capital
Cuando Dionisio Marenco, exalcalde de Managua, dice que un nuevo aluvión sería el “Casita multiplicado por mil” se refiere a “unas 5,000 víctimas”. Esto es solo una estimación, porque lo cierto es que no hay estudios cartográficos que permitan prever con precisión la magnitud del próximo desastre.
En un “cálculo conservador” puede estimarse que el aluvión alcanzaría de cinco a 10 cuadras de ancho y que sería una catástrofe en las zonas más cercanas a los cerros, señala Marvin Valle, ingeniero y geólogo.
La capacidad de alcance de las corrientes, cargadas de piedras y lodo, dependerá de la cantidad de material que se mueva y de la pendiente.