La pena de muerte no existe en Nicaragua, pero existió. Hasta 1979 los gobiernos permitieron que se matara en nombre de la ley. Aquí algunas historias de quienes murieron en manos de la justicia
Por Tammy Zoad Mendoza.
“¡Fuego!” El pelotón realiza la descarga. Un quejido hace estallar sollozos y gritos de espanto en la muchedumbre. Cuando el humo de la pólvora se disipa, se logra ver al hombre que hace unos minutos estaba erguido y apoyado de espaldas a un tronco: ahora cuelga hacia adelante, atado de sus brazos.
1916. Fernando Mena es fusilado en el cementerio de Diriamba por asesinar al doctor Fernando Montiel. 1920. En el cementerio de Granada fusilan a Hilario Silva, “Cachimbón”, por matar a don Francisco Gutiérrez. 1930. Francisco Caballero, Julio Cuadra Montenegro y Ramón Mayorga Figueroa enfrentan a un pelotón de fusilamiento por el asesinato del señor Gustavo Pasos Bermúdez.
A hierro mataron y a hierro murieron. En la historia de Nicaragua las leyes también se escribieron con sangre. La sangre de quienes pagaron con la vida sus delitos. Desde 1837 hasta 1979 el Estado tenía derecho de matar a quien infringiera la ley. En esos más de cien años hubo tanto “treguas” como capítulos negros en los que se castigó con muerte torciendo un poco la vara de la justicia. Magazine ha recopilado algunos de los casos más emblemáticos o escandalosos de las condenas a muerte y fusilamientos en Nicaragua.

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Quizá fue por su ubicación estratégica en las diferentes ciudades o por el riguroso protocolo que exigía el evento, incluso pudo influir el ambiente sepulcral de su naturaleza; lo cierto es que los cementerios se convirtieron en los principales y perfectos escenarios para las ejecuciones en el siglo pasado.
Los muros del cementerio de Diriamba, por ejemplo, sirvieron como contención a las balas que no alcanzó a recibir Fernando Mena el 30 de junio de 1916.
Mena era un malandrín granadino que azotaba la zona de Diriamba robando en poblados y caminos. Las autoridades lo persiguieron mucho tiempo hasta que él mismo se delató al presentarse a la vela de su víctima con el reloj que le había quitado luego de asesinarlo, y que además llevaba grabadas las iniciales que coincidían con ambos: F.M. Fernando Montiel, su víctima, era un reconocido juez diriambino.
El día de su fusilamiento le llevaron a la celda un litro de aguardiente, cuando había entrado en calor lo condujeron caminando al cementerio. “Un clarín tocando en cada esquina un lúgubre pregón y los tambores tocando la marcha, las campanas de la parroquia con su doble continuo ponían un ambiente tétrico en la ciudad”, relata el doctor Edmundo Mendieta, en su artículo publicado el 20 de junio de 2001 en un diario nacional. No se supo quién dictó la sentencia, pero el médico forense fue el doctor Jacinto Alfaro y José Gregorio Cuadra, el jefe del pelotón del fusilamiento.
Al disparo de los fusiles, cuatro balas lo impactaron. Fernando Mena sucumbió. Con el estruendo de los disparos hubo gritos y desmayados, entre ellos niños de varios colegios que habían sido obligados a asistir al ajusticiamiento. Era común entonces, ya sea por una cruel convocatoria o por la cosquilla de la curiosidad, hacer de estos episodios un evento público que terminaba sobrecogiendo a los presentes. La lógica del castigo ejemplar y público permanecía vigente, la pena de muerte era su mayor expresión desde que la Constitución de 1905, vigente en este caso, reanudó la pena para delitos militares graves y delitos atroces de asesinato o robo con víctimas mortales, como don Fernando Montiel.
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El pelotón de fusilamiento lo conformaban los soldados con mejor puntería. No era un sorteo al azar, por eso varios grupos de militares practicaban tiro al blanco en los patios de sus bases previo al día de la ejecución. El jefe del pelotón llamaba a quienes integrarían las filas que darían muerte en nombre de la justicia al cristiano que les pusieran enfrente, atado de manos a un poste, con expresión melancólica y mirada perdida.
El fusilamiento fue desde 1837 —cuando se estableció el primer Código Penal de la República de Nicaragua— el único mecanismo oficial para aplicar la pena capital. Ya fuera en Corte marcial o en un Tribunal de justicia el procedimiento para matar al culpable sería el mismo.
También hubo casos en los que las pruebas presentadas por la defensa o los buenos argumentos de la misma le salvaron la vida a varios condenados. Por medio de un decreto de conmutación el presidente de turno hacía oficial la rebaja de pena.
“El Presidente de la República, á sus habitantes, sabed que el Congreso ha ordenado lo siguiente: El Senado y Cámara de Diputados de la República de Nicaragua, Decretan: Art. único. Conmútesele á Tranquilino Rodriguez la pena de muerte, á que ha sido condenado, con la de ocho años de presidio. Dado en el salón de sesiones de la Cámara de Diputados, Managua, marzo 10 de 1866”.
Los indultos no siempre eran relativos al delito y la pena correspondía según determinara el juez al castigo que debía cumplir el reo: tres años de prisión, cinco años de trabajos forzados y, en casos muy excepcionales, el destierro. La mayoría de conmutaciones eran en casos de homicidio y la condena final a purgar era generalmente de 10 años.
Pero no a todos se les concedía la gracia del indulto. No si se trataba de alta traición y menos en el gobierno del general José Santos Zelaya.
Zelaya fue implacable en la persecución y arresto de los sospechosos por la explosión del almacén de pólvora en el Cuartel Principal de Managua el 16 de abril de 1902. Prisión, exilio y ejecuciones, estas últimas incluyeron a dos miembros de sus filas.
El general Filiberto Castro y coronel Anacleto Guandique, por sospechas de Zelaya, fueron sometidos a Consejo de Guerra en el que con inmediatez fueron declarados culpables. Las esposas y señoras de alta alcurnia intercedieron por los condenados y solicitaron decenas de conmutaciones. Al año siguiente, el 17 de enero a las cinco de la tarde fueron ejecutados por un pelotón que habría estado a su cargo.
“Hoy nadie cree en Nicaragua que el general Filiberto Castro ni el coronel Anacleto Guandique fuesen los autores de aquella terrible explosión. Debe aceptarse como un lamentable error jurídico”, diría en 1940 Pío Bolaños, secretario personal de Zelaya, en un capítulo de sus memorias.
Pero también a los extranjeros se les aplicó la pena capital aquí. El 16 de noviembre de 1909 Lee Roy Cannon y Leonardo Groce fueron ejecutados por el “delito de rebelión contra el Estado y Gobierno de Nicaragua”. Fueron arrestados cuando colocaban una mina en el río San Juan que harían explotar al paso de dos vapores que llevaban apoyo a fuerzas del gobierno.
Luego del tribunal militar, fueron trasladados a unas celdas, donde por la noche se despedirían de su familia mediante cartas. Al día siguiente, muy temprano, en el cementerio de El Castillo recibirían las descargas del pelotón.
Esta sería otra razón para que en diciembre de ese año Zelaya recibiera la famosa “Nota Knox”, del secretario de Estado de Estados Unidos, Philander Chase Knox, mediante la cual ponía fin al apoyo de Estados Unidos a su Gobierno. Aunque Zelaya renunciara a la Presidencia días más tarde, los juicios sumarios y las ejecuciones tendrían otro capítulo en la historia nacional, con la llegada de Somoza.
“Desde el punto de vista moral hay una tendencia mayor de proteger la vida, desde el punto de vista religioso se dice que solo Dios tiene derecho a quitar la vida, y en el plano jurídico explican que la pena no se resuelve con la muerte porque no hay un escarmiento. Se ve como una venganza de la sociedad contra el autor, eliminándolo”.
Bayardo Cuadra, historiador.
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En Nicaragua según la Constitución Política de 1987, Título IV Capítulo I, Art. 23: “El derecho a la vida es inviolable e inherente a la persona humana. En Nicaragua no hay pena de muerte”.
Don Roberto Sánchez Ramírez, periodista e historiador, explica que en este artículo no se habla de abolición, aunque ciertamente se haya dado porque en todas las constituciones anteriores la pena de muerte estaba contemplada. “Durante la dictadura somocista estuvo vigente, pero no estaba debidamente reglamentada. Lo que sucedió es que Somoza se inventó la famosa ‘ley fuga’, así purgaban a los presos políticos o los prisioneros que representaran un riesgo para él. ‘Se le fusiló en intento de fuga’, decían cuando aparecían los muertos”, recuerda Sánchez.
Constitucionalmente en 1987 se declara que en Nicaragua no hay pena de muerte, aunque ya en 1979, el gobierno revolucionario la había abolido oficialmente con el Estatuto de Derechos y Garantías de los Nicaragüenses.
“Desde el punto de vista moral hay una tendencia mayor de proteger la vida, desde el punto de vista religioso se dice que solo Dios tiene derecho a quitar la vida, y en el plano jurídico explican que la pena no se resuelve con la muerte porque no hay un escarmiento. Se ve como una venganza de la sociedad contra el autor, eliminándolo”, expone el historiador Bayardo Cuadra.
Sin embargo, Cuadra recuerda con claridad que aún cuando la ley lo autorizaba no era una práctica común, la sociedad siempre ha recriminado su práctica.
“Los últimos que fueron ejecutados públicamente los condenaron por el asesinato atroz de Gustavo Pasos Bermúdez, en 1930. Fusilaron a los tres asesinos, fue un caso realmente escandaloso en Managua”, señala Cuadra.
Eran Francisco Caballero, Julio Cuadra Montenegro y Ramón Mayorga Figueroa, quienes confesaron haber matado a Gustavo Pasos Bermúdez con el propósito de robar el dinero que guardaba en su casa.
El 16 de septiembre de 1930 el juez Luis Pasos Argüello ordenó que 72 horas después se ejecutara a los reos condenados. Mientras 75 soldados empezaron su entrenamiento en tiro al blanco, los reos recibían la visita de un par de sacerdotes. Después intentarían suicidarse con cuchillas de afeitar, por lo que fueron aislados en celdas independientes, con grilletes en manos y pies, según relatan las crónicas en el diario El Comercio, de la época, y otros artículos contemporáneos como el del periodista José Antonio Bonilla.
Los fusilamientos eran todo un espectáculo. En Diriamba, en Granada o en Managua, la gente se congregaba curiosa, organizaban una suerte de ferias de la muerte en la que todos hablaban de los condenados, del muerto y de la familia doliente sin siquiera conocerles, mientras degustaban de las comidas y bebidas que ofrecían los vendedores ambulantes o los caramancheles que se extendían por la calle. Unos madrugaban para viajar en tren hasta la ciudad, otros hacían guardia frente a la prisión para ver salir a los condenados y hasta se observaban ramilletes de gente en los árboles buscando mejor visibilidad para no perderse un detalle del fusilamiento.
Aquel 19 de septiembre de 1930, en un costado del Cementerio General de Managua, Francisco Caballero, Julio Cuadra Montenegro y Ramón Mayorga Figueroa fueron atados a los postes frente a la Corte, atrás de esta, se levantó una tarima para los medios y el público que había solicitado un pase especial en la Jefatura de la Policía.
Ahí estaban. Tres hombres con rostros desencajados y mirada sombría, vestidos de negro duelo con un círculo pintado en el pecho, para que el soldado no perdiera de vista el blanco. A Cuadra le había dado chance de fumarse su último cigarro, Mayorga pidió un trago de “lijón” pero no pudieron dárselo y Caballero se despidió llorando. Luego vendaron a los tres. “Listos. Apunten. ¡Fuego!” Dos pelotones de fusilamiento, con 12 soldados cada uno, ejecutaron la orden. Los cuerpos se doblaron casi al mismo tiempo, lentamente la sangre empezó a chorrear por el suelo. Finalmente los cuerpos dejaron de temblar.
Luego de los disparos la algarabía se acabó. Quedaron murmullos y la multitud poco a poco se escurrió por las calles de Managua. Fue como una procesión sepulcral en la que dejaban atrás a los muertos, mientras unos cuantos recogían los cuerpos que acaban de pagar su pena.
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Aunque el fusilamiento de 1930 es considerado el último dentro del cumplimiento de pena de muerte en el país, hubo otras muertes de condenados bajo la “ley fuga”. El caso más emblemático es quizá el de Oliverio Castañeda, el elegante abogado guatemalteco que envenenó con cápsulas de estricnina a su esposa y a dos miembros de la familia Gurdián, de León, en 1933. La historia de Castañeda fue incluso inspiración para la célebre novela del escritor Sergio Ramírez Mercado.
Oliverio Castañeda fue arrestado por la Guardia Nacional, y en las celdas se le ofrece un uniforme militar como camufle para escapar en un jeep, pero era una trampa. Cuando estaba listo para correr la Guardia disparó, según testimonio de Agustín “El Capi” Prío Largaespada en una entrevista concedida a La Prensa en octubre de 2005. “Lo llevaron a tirar allá en el muro del cementerio San Felipe”.
“Otro crimen famoso fue el del tipo que violó y asesinó a una muchacha, un caso horrible. A pesar que no había condena a pena de muerte, hubo una especie de decisión no escrita de que el tipo debía morir. Le aplicaron la ley fuga. Lo mataron. Fue por motivos de un crimen”, cuenta don Bayardo Cuadra, refiriéndose a la muerte de Pompilio Ortega “El Chacal de Tacaniste”, en agosto de 1965, condenado por el asesinato de Celina Campos.
“Pero también se aplicaba por razones políticas, la Guardia lo hizo con quienes consideraba sus enemigos peligrosos e igual luego de la revolución a prisioneros de la Guardia también se les aplicó. Era una práctica salvaje, pero se dan casos en que la sociedad lo permite y se hace la disimulada”, sostiene Cuadra.
Como el caso de los mártires del 4 de abril de 1954, el grupo de ciudadanos en contra del régimen somocista que conspiró en contra de Anastasio Somoza García y fue descubierto por la Guardia Nacional cuando la emboscada fracasó. Algunos fueron asesinados al momento de la captura, otros sufrieron torturas en la cárcel y luego fueron fusilados bajo la “ley fuga”.
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El fusilamiento de “Cachimbón” puede que no sea el último o el más recordado, pero según las noticias y crónicas el Diario Nicaragüense en enero de 1920, fue uno de los más escandalosos y concurridos de la época.
Hilario Silva “Cachimbón” y Luis Gutiérrez “Chojito” habían asesinado al anciano Francisco Gutiérrez, conocido zapatero granadino apodado “Calilla”.
La tranquila Granada de aquel entonces no había terminado de reponerse de la noticia de un asesinato atroz, cuando las autoridades dan a conocer la sentencia de “Cachimbón”. Hubo efervescencia en las opiniones. Muchos lo consideraban un castigo ejemplar y un escarmiento público para evitar más crímenes de este tipo. Hubo unos cuantos indignados, otros conservadores en sus juicios y algunos condenando a las autoridades de vengativas. Pero llegado el día, en medio de la algarabía que se armó en cada tren con los visitantes de otros lugares, hubo silencios reflexivos, expresiones de piedad y hasta llanto por la mala suerte de “Cachimbón”.
“Juzgado de lo Criminal del Distrito, Granada, nueve de enero de 1920. Las nueve y media de la mañana. Cúmplase, y en vista del telegrama y oficio del señor Ministro de Justicia que anteceden, en los que se informa en este despacho que fue denegada por la Cámara del Senado la conmutación de la pena de muerte impuesta al reo Hilario Silva (a) ‘Cachimbón’, procédase a la ejecución, en consecuencia señalase 72 fatales horas a cada uno de los reos Hilario Silva (a) ‘Cachimbón’ y Luis Gutiérrez (a) ‘Chojito’, para que arreglen sus asuntos espirituales y temporales” . “Chojito” se salvó a última hora mediante conmutación. “Cachimbón” enfrentó solo al pelotón aquel 12 de enero de 1920.
Las campanas de las iglesias anunciaban un luto prematuro. El jolgorio que empezaba en la estación de ferrocarriles de Granada iba adquiriendo un tono melancólico a medida que la procesión avanzaba por las calles. “No toda esa concurrencia iba armada del espíritu que pedía la tristeza del acto, sino que muchos pasaban por las calles entre risas y como animados de una curiosidad odiosa”, reza el artículo del Diario Nicaragüense. Además de los curiosos, los vendedores desplegaron sus tramos por las calles y con pregones animaban a la multitud a comprar mientras esperaban el acto público.
El juez vestido de negro luto, llegó en carro al Cuartel de La Pólvora para trasladar a Silva al Cementerio de Granada. Silva se despidió con parsimonia de sus compañeros de prisión, que lloraban al darle la mano. En el trayecto “Cachimbón” alcanzó a fumar un cigarrillo mientras escuchaba con la mirada perdida las palabras del sacerdote.
Entró al cementerio por la puerta principal y hasta bajar del auto notó la muchedumbre que había convocado su muerte. Frente a él una trinchera de sacos de arena se levantaba en las graderías de la Capilla de las Ánimas. Al centro un banco de madera lo esperaba.
No le molestó la multitud, pero sí la cantidad de fotógrafos que estaban al acecho para grabar el momento de su muerte. “No, no, no lo permito yo”, alcanzó a decir y el juez hizo que se retiraran las cámaras. El gentío estaba agitado, ansioso, tenso, más de lo que parecía estar “Cachimbón”, sentado en el banquillo.
“Preparen...”, dijo el oficial. “Cachimbón” pidió no ser vendado, ni amarrado. Alcanzó a levantar su mano derecha al cielo. Cerró los ojos. “¡Fuego!” Tres tiros le desgarraron el pecho. Su tronco se dobló hacia adelante y los doctores corrieron para revisar sus signos vitales. No tenía. Había muerto.
Por susto, luto o conmiseración la gente guardó silencio un momento, fue entonces más evidente la escena de los soldados que secaban sus lágrimas luego de cumplir su misión.
“Terminó el espectáculo, todos a sus casas”, ordenó un oficial mientras avanzaba el cordón policial tratando de evacuar a la gente que abarrotó el cementerio. Frente a la Capilla de las Ánimas unos conocidos de la familia recogían el cadáver de “Cachimbón” para envolverlo en una frazada y llevárselo en andas a su familia que lo espera en casa.
Cómo se mata en nombre de la justicia
- Lapidación. Es un medio de ejecución con participación colectiva, los asistentes tiran piedras al acusado hasta matarlo. Fue una pena elegida para casos de adulterio. En la actualidad en países de África o países musulmanes de corte radical la practican.
- Horca. Colgar al condenado de una soga hasta provocar la asfixia es un método de vieja data, incluso los persas lo usaban. En la India, Irán y Japón su práctica es vigente.
- Decapitamiento. En Roma y Francia se elegía para las ejecuciones de personalidades importantes, se consideraba digna, rápida y menos dolorosa. Arabia Saudita, Irán e Irak utilizan este método con sables o espadas.
- Cámara de gas. Su uso inició en la Segunda Guerra Mundial por el régimen nazi. En cuartos subterráneos o galerones eran confinados miles de reclusos que permanecían encerrados hasta asfixiarse con monóxido de carbono u otras sustancias tóxicas. Posteriormente en algunos países como EE. UU se elaboraron cámaras individuales para aplicar la pena de muerte en ellas.
- Silla eléctrica. Su uso inició en el siglo XIX, sobre todo en Estados Unidos. El reo era sentado y amarrado, se le colocaban terminales que conducirían una corriente inicial de dos mil voltios que bajaría gradualmente hasta que este muriera. Está fuera de uso.
- Fusilamiento. Este método se aplicó inicialmente en tiempos de guerra, sobre todo por Cortes militares. Se popularizó como mecanismo de aplicación de pena de muerte y se usa en Oriente Medio.
- Inyección letal. Es el más reciente y vigente método de ejecución, sugerido por un médico neoyorquino en 1888 aduciendo que era más barato que la horca. Se usa en Estados Unidos, donde está vigente la pena de muerte. Consiste en administrar vía intravenosa tres sustancias al reo: una droga anestésica, otra paralizante y finalmente un tóxico.
Condenas a nicas
En enero de 1991 inició en Miami el juicio por asesinato en contra de los hermanos nicaragüenses Douglas Martín y Denis Javier Escobar Blanco, conocidos como “Los Lobitos”. En febrero de ese año los hermanos Escobar Blanco fueron declarados culpables por asesinar al oficial Víctor Estefan en marzo de 1988 y se les condena a pena de muerte.
En 1997 la Corte de Florida anula el juicio anterior porque ambos se acusan mutuamente y les abre un nuevo juicio independiente. Actualmente ni Douglas ni Javier han sido juzgados nuevamente, y aunque no tienen condena a pena de muerte, de resultar culpables en un nuevo juicio es posible que esta condena se vuelva a imponer. De ser así, recibirían la inyección letal, método usado en Miami para cumplir al pena capital. Aunque sean declarados inocentes en este caso, deberán cumplir cadena perpetua por provocar un tiroteo con oficiales en California.
Bernardo Abán Tercero, de Chinandega, fue sentenciado a pena de muerte en el 2000, en Texas, EE. UU. por la muerte de Robert Keith Berger, durante el asalto a una lavandería.
Lleva 13 años en el pabellón de la muerte y aunque su ejecución no ha sido programada, el reo comunicó al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh) su temor de que en cualquier momento se hiciera efectiva esta pena. La Procuraduría General de la República (PGR), en representación del Estado de Nicaragua, anunció que velará por el bienestar del nicaragüense que permanece en la Unidad Allan B. Polunsky, una prisión del Departamento de Justicia Criminal de Texas en West Livingston.
En abril la Comisión Interamericana de Derechos Humanos otorgó medidas cautelares a favor de Bernardo Abán Tercero, además de solicitar investigación a la presunta violación de derechos en la Declaración Americana. La Comisión solicitó a EE. UU. abstenerse de ejecutar la pena capital hasta que analicen las peticiones.

*Agradecimiento a la colaboración de Sergio Cuarezma Terán, experto en Derecho Penal, y al Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA).