El corazón atabalero del Cabo López

Reportaje - 12.05.2013
FOTOS CORTESÍA DE: FERNANDO LÓPEZ GUTIÉRREZ

Durante 36 años, el Cabo López se ha hecho cargo de una legendaria tradición granadina de tambores y coplas que saludan, anuncian o cobran deudas públicamente y en coplas

Por Arlen Cerda

Aquí no se grita “bomba, bomba”, ni algún sujeto diminuto de cabeza muy grande baila desenfrenado alrededor de una mujer de dos metros de altura. Pero sí hay tambores y coplas, o mejor dicho “poesiyas”. Se trata del legendario Atabal granadino, que todos los fines de semana de octubre recorre las calles de los barrios más populares de Granada en honor a la Virgen del Rosario, pero que antes —como suele hacerse hoy, pero solo por encargos— era un estilo de pregón para anunciar novedades, reclamar por obras mal hechas, hacer ofertas y denuncias, saludar a viejas amistades, y también cobrar públicamente a los morosos.

Fernando López Miranda, a quien en Granada conocen mejor como el Cabo, es el responsable de mantener viva esta tradición, cuya mayordomía asumió ya hace 36 años. Entonces había en Granada más de media docena de “poesiyeros”, listos para echar sus coplas. Hoy él es el último sobreviviente.

Esté o no uno listo, el Cabo López siempre anda con la “poesiya” en la punta de la lengua y cuando se trata del Atabal él hace callar los tambores y el bombo con un grito de su voz ronca. Entonces echa su “poesiya” y los promesantes de la Virgen del Rosario se lo agradecen con chicha de jengibre y maíz, algunos “nacatamalitos” y mucho, mucho aguardiente.

Fernando López, mayordomo del atabal, junto con el grupo que trata de mantener viva la tradición. Carlos Herrera / La Prensa
Ejército atabalero. El Cabo encabeza el grupo que avanza en el barrio José Antonio Urbina, también llamado Las Flores Negras o El Cerotal, donde vive la mayoría de sus integrantes.

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“Oooooyy”, calla los tambores el Cabo, listo para la primera “poesiya” que dice: “Este es el Atabal/ y aquí les traigo mi poesiya. / Estamos todos reunidos saliendo / de la casa del Cabo en Santa Lucía”. Él termina la rima y se escuchan los gritos y aplausos de los vecinos que celebran la salida del Atabal, un año más como hace más de tres décadas.

Con la primera copla empieza el recorrido y vuelven a sonar los tambores y el bombo, a ese ritmo que le encanta a la popular Gigantona de León y a su eterno enamorado, el enano sin nombre, que la gente recuerda porque es muy cabezón.

En los fines de semana de octubre, el recorrido del Atabal inicia a las 6:00 de la tarde y termina a la medianoche, en una ruta por los barrios más populares de Granada y algunas de sus calles principales, donde el Cabo y su grupo alborotan con tambores y “poesiya” a media ciudad, dando también un espectáculo a los turistas que como hipnotizados tratan de ubicar los sonidos de los tambores y se unen al grupo que va detrás, riendo de rato en rato, aplaudiendo tras cada “poesiya”.

La primera parada del Atabal es en el barrio José Antonio Urbina, que la mayoría de la gente conoce mejor como El Cerotal, un caserío sencillo, de casitas pequeñas, muchas de ellas pobres, que parecen pertenecer a cualquier parte, pero encajan muy poco con las casas señoriales del resto de la ciudad fundada hace 488 años.

¡Pum, pum, pum!, van los tambores, pero a pesar de los parecidos con la Gigantona, el Cabo asegura que el Atabal tiene sus propios ritmos y una dinámica particular.

El Toque de guerra es uno de los populares. También están El palito y El Callejero, pero el favorito es Toque de aguardiente, chicha de coyol que, como su nombre lo dice, precede la petición de aguardiente que el promesante entrega a cada uno de los miembros del grupo.

La copla que acompaña el toque va más o menos así, recuerda el Cabo: “Al cantar yo no reparo / y esa ha sido mi gran dicha / empecemos a repartir el guaro / y después nos sacan la chicha”. Las risas nunca faltan.

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La mayoría de los integrantes del grupo atabalero son zapateros o cargadores del mercado municipal, que justamente viven en el popular barrio granadino cuyo mal apodo ha traspasado los límites geográficos de la ciudad.

En total, son seis tambores, un bombo, dos guías que cargan lámparas de keroseno para alumbrar las calles oscuras como a principios del siglo pasado, cuando no había luz, y por supuesto uno o varios “poesiyeros”, que, en este caso, solamente es el Cabo.

Cada integrante, además, lleva su propio mochilero o ayudante, que le auxilia con la carga de aguardiente, chicha, nacatamales o cualquier otro regalo de los promesantes, “porque mientras el Atabal va en la calle, todos tenemos prohibido cualquier trago de ron, para evitar el alboroto y mantener la tradición bonita”, aclara López.

Actualmente, el más joven del grupo es Francisco Gutiérrez, quien toca el bombo, tiene 23 años de edad y hace dos años se unió al Atabal, del que desde niño le contaba su abuelo Carlos, uno de los miembros del grupo original de cuando el Cabo asumió la mayordomía de la tradición a petición de la gente en una asamblea popular.

En el grupo también están Jefferson Argüello, de 28 años, un devoto de la Virgen del Rosario que lleva tres años tocando el tambor, y los hermanos Luis (42) y Virgilio Duarte (51), que crecieron con el Atabal, cuando su padre (ya fallecido) era miembro de un grupo anterior y ellos le acompañaban como ayudantes para cargar el guaro, las chichas y la comida que le daban los promesantes.

José Ignacio Maltés, de 31 años, completa el grupo de tambores y José Noguera, de 48 años, es uno de los “lampareros”.

Al grupo, acostumbrado a reunirse en octubre, también los buscan regularmente para encargos particulares en la animación de alguna actividad oficial o cumpleaños de esos que celebran con ron hasta pasada la medianoche. Además, este año fueron parte del programa del Festival Internacional de Poesía de Granada, que reunió a más de 130 poetas de unos cien países.

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Relatos de la tradición oral granadina reunidos en el 2004 por el cronista e historiador granadino Jimmy Avilés Avilés (1952-2011) confirman el papel del Atabal en las festividades de la Virgen del Rosario, cuando aún se realizaban todos los días del mes de octubre y no solo los fines de semana. Fue el doctor Servio A. Gómez quien contó a Avilés cómo era la que se llamó una “costumbre seudorreligiosa”.

“Eran unos sones rítmicos, que cambiaban de tanto en tanto (y) los muchachos los traducían con frases onomatopéyicas”, escribió Avilés, a propósito de un inventario del patrimonio cultural intangible nicaragüense, auspiciado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).

Sin embargo, menciona también que esa poesía chispeante y la tradición del aguardiente como recompensa nunca gustó al obispo Canuto José Reyes y Balladares, aunque Avilés daba fe de que el licor nunca provocó riñas ni incidentes o desórdenes graves.

Entonces había más grupos y también una relación directa entre la devoción a la Virgen del Rosario y la petición de aguardiente que molestaba a los devotos, como aquella copla que decía: “Madre mía del Rosario, líbrame de esta centella; he visto un relámpago ¿y por cuenta es la botella?”.

Los relatos de Avilés también mencionan otra copla similar que aún es una de las “poesiyas” vigentes durante el famoso Toque de aguardiente, chicha de coyol que dice: “Ya voy llegando, / ¡del tronquito al troncón; / si no me das la botella; / sacame el garrafón!”.

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“Ooooyy”, es hora de otra copla y agrega el Cabo: “Mi canto es muy cabal, / y les traigo a todos a San Francisco. / Esta es la casa de la Virgen del Rosario, / patrona del Atabal granadino”.

Al Cabo López le es imposible contar cuántas coplas ha dicho y hecho. Debió perder la cuenta después de las primeras mil, probablemente solo en los primeros años.

Él, en cambio, prefiere organizarlas en tres grupos: las “poesiyas” preparadas, que son las que acostumbra para actos por encargo; las cajoneras, tradicionales para las festividades de la Virgen del Rosario, y las improvisadas que se echan cuando al paso del Atabal por la calle sucede algo muy relevante o se topa con algún viejo amigo. “Ahí para no parar la actividad me toca saludar con alguna copla y de paso logramos que coopere con la Virgen del Rosario”, comenta López.

En una noche, las “poesiyas” del Cabo pueden rondar las doscientas, con un promedio de diez coplas a cada uno de los diez promesantes, más las coplas extras para limosnas espontáneas.

Un ritmo así —confiesa— requiere cuidados “especiales”, sobre todo para alguien de 79 años, aun cuando no se le noten y su atuendo de boina, guayabera y pantalones cortos le hagan lucir de unos veinte años menos.

“En el camino voy tomando la chicha de jengibre que la gente va regalando, para no perder la fuerza de la voz”, asegura con su voz siempre ronca que hace pensar en un cronista radial deportivo ya jubilado, a quien la voz revela el esfuerzo del grito por muchos años.

La tarde cae en Granada y el Cabo López recuerda a los viejos poesiyeros. Genaro Rivas, Luis Buzano “Burrucha” y César Corea, que se han retirado o han muerto, dejando al Cabo solo en este oficio.

El relevo quizá está en las próximas generaciones. Su nieto Rafael, que justo acaba de entrar a saludarlo en la angosta, pero larga casa de la calle Santa Lucía, le ayuda con algunas coplas, asegura. El muchacho, alto y delgado como su abuelo, saluda cortés pero un poco tímido. El Cabo agrega sonriente que su nieto estudia Periodismo. Habrá que ver, dice, si se dedicará a ambos oficios. “Ya de lo que pase luego de mí no puedo hablar”, se disculpa.

¿Quién es el Cabo López?

Fernando López Miranda tiene 79 años de edad y nació en Malacatoya. El famoso apodo, por el que todos lo identifican más fácil, viene de cuando llegó a estudiar a Granada, donde acostumbraban llamar “cabitos” a los niños que llegaban del campo, pero él se ganó lo de “cabo” por su altura y por perseguir ladrones, como juego común en el recreo.

El Cabo es dibujante de profesión y antes de instalar su propia empresa Grafidea, sobre la Calle Santa Lucía, trabajó en la publicidad Cuadra-Chamberlain como pendolista, haciendo pergaminos, letras góticas y caligrafía, en un elaborado y viejo oficio al cual todavía se dedica con esmero todos los días.

Además, tiene cuatro hijos y 16 nietos.

“El Atabal del Cabo López es un acto heroico. Es el único que sobrevive hoy y es un aporte al fervor religioso nicaragüense”.

Álvaro Rivas, granadino y director de la revista Wani.

De cómo nació el Atabal

No hay acuerdo sobre cómo ni dónde inició la tradición del Atabal. Unos dicen que llegó con la colonización española, cuando era común que el gobernador o alcalde gustara de anunciar las obras de progreso con tambores de todo tipo al estilo de los pregoneros, como los que hoy todavía se pueden escuchar por algunos barrios de Managua y en la mayoría de las ciudades y pueblos de Nicaragua.

Otros dicen que es una forma de recordar una intercesión de la Virgen del Rosario durante los enfrentamientos entre moros y cristianos, cuando los segundos se encomendaron a ella y bajo su inspiración reunieron tambores y ollas para sonarlos y asustar a los primeros, que huyeron creyendo que les atacarían con una gran artillería. Un hecho que debió ocurrir en España, antes de que iniciaran los viajes con los que se descubrió América.

El historiador granadino Fernando López, hijo del Cabo López, asegura que el Atabal vinculado a la Virgen del Rosario se inició en Granada cuando los pobladores de la Calle Santa Lucía y el barrio José Antonio Urbina pidieron su intercesión para recibir la lluvia para sus cultivos y que los tambores se suenan en recuerdo de aquel “milagro”.

En sus relatos históricos sobre la ciudad de Granada, el doctor Alejandro Barberena Pérez asegura que originalmente el Atabal se celebraba entre unas 150 familias.

Entre los mayordomos más recordados están Genaro Rivas y Álvaro Montiel, a quien el Cabo sucedió en el cargo.

De otros toques de guerra

Tradicionalmente, el Atabal se utilizaba para realizar pregones y enviar mensajes. Algunos lo ubican en Masaya, específicamente entre los indígenas de Monimbó, que con tambores huecos, forrados con cuero de venado curtido, desarrollaron su propio código, válido incluso para la lucha antisomocista de los años setenta.

La revista electrónica cultural Tata Chombo asegura que el atabal es el nombre para una variedad de instrumentos de percusión, fabricados con membranas y su nombre de origen árabe significa tambor, caja, timbal, tamborcillo o tamboril.

La copla más famosa

Fernando “el Cabo” López asegura que en el Atabal no hay insultos para nadie, pero sí se han acostumbrado las críticas mordaces y los reclamos fuertes.

Hoy todavía sobrevive una anécdota con su respectiva copla, a la que el Cabo está relacionado, porque aunque fue antes de que él se dedicara a las “poesiyas”, quien la encargó fue su consuegro, el maestro Carlos A. Bravo.

La “poesiya” estuvo a cargo de Genaro Rivas, uno de los mayordomos más recordados del Atabal. A él, Bravo le encargó una copla para una familia granadina, que tenía una especie de club social en la Calle La Libertad, a quien a sus espaldas les decían las Charamuscas, pero nadie se atrevía a llamarles así de frente porque tenían una “lengua filosa”.

La copla de Rivas fue: “Aquí les va mi canta, / y mi cantar no es rebusca, / aquí les va este son, / a las niñas Charamusca”.

La respuesta de una de las mujeres, sin embargo, es la copla más famosa del relato.

Cuentan que Genaro Rivas estaba listo para huir de la escena, cuando una de ellas reclamó responder con otra rima: “Esa poesía que echaste / hasta la cara me ardió, / como no se la vas a echar / a la gran puta que te parió”.

FOTOS CORTESÍA: FERNANDO LÓPEZ GUTIÉRREZ

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