¿Cómo se hace?

Reportaje - 25.10.2016
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Tammy Zoad Mendoza M.

¿Se ha preguntado cómo llegó esa bolsa de sal hasta su mesa o quién hace los populares y coloridos caramelos a rayas? ¿Le da curiosidad el proceso de fabricación de juguetes tradicionales? ¿Quiere saber cómo se obtiene la cal o el carbón? Magazine le muestra cómo

Salinera

La sal con que condimenta las carnes, la que está en la boca de la copa de un cóctel o con la que corona un jocote antes de morderlo, salió del mar hace más de un año. Más del 90 por ciento de la producción de sal nacional está concentrada en playas del Pacífico, desde Salinas Grande, León, hasta Miramar, Jinotepe, y una mínima parte proviene de salineras de Rivas. Nicasal, empresa de Agricorp, procesa la sal de la Cooperativa Servicios Múltiples de Salineros de Nicaragua (Cosermusalnic), quienes producen el 95 por ciento de la sal nica.

En las fincas salineras se extrae agua de los esteros y se estanca en una pila madre. El agua marina hace un recorrido por diferentes pilas e inicia un proceso natural de evaporación solar y por los vientos, hasta que llega a una última pila donde el proceso de cristalización tarda unos 45 días. Una vez formados los granos se llevan a los tendales, pisos con cierto grado de inclinación, donde la ponen a escurrir por seis días. Los controles de calidad determinan que el grano tenga una pureza de 97 por ciento de cloruro de sodio. Una vez lista se enfarda en sacos y se traslada a la planta industrial.

Al pasar por el empalme de Izapa, en León, se divisa una cordillera blanca. Es como un espejismo enceguecedor de doce montañas nevadas en medio de una planicie parda, árida y caliente. Son los “toriles” de sal en los patios de Nicasal, se alzan sobre plástico negro y pisos de sal compacta. Ahí la sal nueva es descargada según su calidad, A o B, y pasa un año en reposo evaporando la humedad.

La sal lista se lleva a la planta y se descarga en la tolva de recepción que la hace caer en la banda transportadora donde dos mujeres hacen limpieza manual de impurezas sólidas. Luego es llevaba a las celdas de prelavado en salmuera, agua preparada con cantidades controladas de sal. Pasa por cuatro pilas que contienen 5,400 galones de salmuera y empieza su proceso de limpieza profunda en un lavado contracorriente. Los cristales de sal se rompen, se enjuagan y las impurezas son arrastradas.

Con el lavado la humedad de la sal que era entre cinco y siete por ciento, sube a 15. Es el momento del centrifugado para escurrirla nuevamente hasta reducir la humedad a un tres o cuatro por ciento. Los transportadores la llevan al banco de molienda donde se tritura y homogeneiza el grano.

Un aspersor aplica una solución controlada de yodo y flúor para fortificarla, y se pasa por la última fase de secado: tres ventolines conducen y controlan corrientes de aire caliente que la deshidrata. Una vez seca, viene la etapa de clasificado granolumétrico. Las piedras de sal quedan reducidas a un grano de 2 hasta 1.5 milímetros, con humedad del .10 al .20 por ciento.

Solo resta empacarla. Siete mesas, cada una con cuatro empacadoras y un abastecedor que vuelca saco tras saco en una tina enorme, mientras los trabajadores como una serie hormiguitas van llenando, pesando y sellando las bolsas con el sello de “Sal Atlántida”. Aquellas olas agitadas se transformaron en el polvillo blanco atrapado en un salero.

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En Nicasal, entre 95 y 98 quintales de sal son procesados cada hora en turnos de 10 horas diarios.

Juguetería

En la calle Pantaleón José, de Masaya, está la juguetería de Germán García Gaitán y su madre Maritza Gaitán. Es un “taller de Santa” criollo.
Una camioneta roja cargada de madera entra al patio alargado. Grandes tucas se convierten en tablas de diferentes medidas al pasar por el aserradero.

Según el tamaño será el destino de las tablas. Unas se convertirán en cabinas diminutas para camioncitos, otras serán el cuerpo de un caballito de madera y algunas serán alas de palomas que no vuelan pero “aplauden” frenéticas al avanzar.

El tablón se raya con moldes, pasa a la máquina de corte sin fin que saca la pieza y luego al torno de lijado. La cabeza de un caballo, el tambor de un carrusel, las ruedas de un camión, todo pasa a fase de pintura.

Las piezas se sumergen por segundos en un balde con agua tinturada de amarillo y al salir tienen el tono chillante que es la base de estos clásicos juguetes. Pausa para el primer secado. Luego es decorado con las figuras características del juguete. Pinceladas de rojo, morado, verde, naranja o rosa.

Una vez secos, viene la fase de armada. Cada juguete lleva un procedimiento especial. Las cabinas, llantas, barandas y piso de los camiones solo necesitan clavos para su ensamblaje, los caballos se arman a presión y con pegamento, las palomitas necesitan clavos, grapas y alambres para que “papaloteen”. Aquí no hay trabajo en serie, madre, hijo y un trabajador se distribuyen los pedidos. Una sola persona tiene un par de días para hacer, por ejemplo, tres docenas de camiones medianos. Rayar, calar, lijar, pintar, armar, volver a pintar. Si hay sol salen tandas de juguetes cada tres días. Si está nublado y la madera no se seca, tardan una semana.

“Son juguetes, pero hacerlos no es juguete. Además de darle la forma, hacerlo ver bonito, deben funcionar y dar alegría. Una palomita que no papalotee no sirve, un camioncito que no ruede o que no aguante a un niño, no va a ponerlo contento”, dice Germán García.

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La juguetería Frank es de Germán García Gaitán y su madre Maritza Gaitán, la segunda generación de artesanos.

Carboneros

Vicente Sequeira tiene 85 años y no recuerda qué edad tenía cuando empezó a hacer carbón. Aquí en la comunidad Acedades, Teustepe, en Boaco, todos saben cómo hacerlo, pero la mayoría asegura que no lo elaboran por tratarse de una actividad prohibida por el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales (Marena), por la tala de árboles para este fin. Don Vicente dice que él solo usa la madera de árboles caídos, que este es “melero”, pero que usa todo lo que encuentre.

En un extremo de su enorme patio, al lado de un maizal, hay un hueco de medio metro de profundidad. En el hueco, un camastro hecho con varas gruesas y largas, sobre él don Vicente va apilando con paciencia ramas de leña que ha juntado. “La leña no puede tocar la tierra, y se acomoda bien pegadita, al final se cubre con zacate y se tapa con tierra, pero hay que dejar una boca para encenderlo y unos huecos del otro lado para que salga el humo”, explica Sequeira.

La boca del horno artesanal no debe ser muy grande o las llamas crecerían tanto que reducirían a cenizas la madera, y los respiraderos deben ser al menos tres para que se libere correctamente el humo.

Una vez encendido, con buen viento y una llama estable, una carbonera como la de don Vicente puede producir en dos días siete sacos “quintaleros” de carbón. No hace falta atizar ni soplar, el buen fuego se encarga del trabajo. ¿Cómo saber cuando está lista? “Cuando uno la llena el horno queda alto, luego la tierra se baja, el humo arrala y entonces uno “varella” (pinchar con varilla la tierra) para que se vaya enfriando y luego empieza a palear, a sacar el carbón”, expone Vicente Sequeira.

No es “chiche” dice, pero lo hace por necesidad. En las comunidades de la zona, como El Esquirín, El Pochotal o Malueño la gente vive del carbón en verano y en invierno se dedican a cosechar.

“Dicen que el humo es malo, por eso se hace lejos de la casa, en el monte. Es un trabajo peligroso, no solo se puede quemar, si uno se calienta sacando el carbón y luego le cae una ‘garuba’ (garuar, lloviznar) o se baña para limpiarse puede quedar mal”, asegura Sequeira, quien se aqueja de dolores en sus articulaciones.

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Sobre la carretera a El Rama desde las casas ofertan sacos de carbón que salen de las comunidades como Acedades y El Esquirín.

Caleras

¡Pum! La pared estalla por efectos de la pólvora, grandes rocas se desprenden y se estrellan en el suelo. Rápidamente se acercan hombres descamisados con barras y mazos a golpear las rocas para reducirlas a pequeñas piedras. Es San Rafael del Sur, una llanura forrada de piedra caliza, donde las minas de cal y las caleras llevan el pan a la mesa todos los días.

Para llenar los hornos, altas columnas huecas, los hombres entran en la estructura y colocan primero las piedras pequeñas en forma circular dejando un espacio al centro, hacen “la campana”. Sobre tablas cruzadas uno de ellos va colocando las piedras hacia arriba y otros se las pasan desde abajo. Si la campana no está bien hecha, se derrumba. Con las rocas más grandes se rellena el hueco de la campana y se tiran piedras pequeñitas al final. El campanero sale por la boca superior y los demás por la boca del horno. Son dos días de trabajo.

Durante tres días y tres noches el horno arde alimentado constantemente de madera. El tercer día empieza la extracción de la piedra caliente con palas, a través de la boca del horno. Otros tres días para vaciarlo. Los jornaleros ganan alrededor de 700 córdobas en el proceso. Picar piedras, apilar, quemar, sacar, enfriar y palear cal.

La piedra quemada se moja y al secarse se revuelve para afinarla. Hecha polvo la cal es transportada a los ranchos donde se descarga en montículos.

Al pie de cada cerro de cal, mujeres y niños se encargan de empacarla en bolsitas plásticas. Deslizan la bolsa en un montón de cal, cuando se llena la amarran y la tiran a un lado. 500 veces lo mismo, 500 paquetitos de cal. Quince en cada bolsón. Unos 20 pesos por cada tanda de 500. Los camiones cargados salen y la cal llega a camaroneras, polleras, ferreterías, pulperías, a las casas.

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La cal daña la piel y mucosas, provoca quemaduras químicas e inflamaciones, fibrosis y provoca cáncer.

Carameleros

El fuego se enciende a las 7:00 de la mañana en la casa de Luis Alfaro y su esposa Teodora Miranda. Dos cocinas de leña, dos calderos, dos tandas de caramelos. Agua, azúcar, mucho azúcar y un toque de ácido crítico. Una vez mezclado no se vuelve a tocar, el fuego que abraza los calderos se encarga del trabajo. En menos de una hora la miel dorada hierve, las burbujas en la superficie se multiplican y Teodora mete la punta mojada de un palo al caldero, la saca y prueba la miel cristalizada. “Está punteando”, dice don Luis. “Ya casi está”.

Vierten la miel en un enorme sartén que reposa sobre una pila que está llena de agua. Este es el sistema artesanal de enfriamiento. Si no hay agua que baje la temperatura de la miel “se cuaja” con el viento, se pone durísima y es imposible manipularla.

Don Luis se encarga de poner los polvos de colores según las rayas que llevarán los caramelos del día, pero el producto que hacen no es solo vistoso, sino gustoso. Unas gotitas de saborizante de menta, banano, naranja, fresa, chocolate, vainilla, piña y coco. Con espátulas recogen y mezclan la miel caliente y la amasan, guantes en mano.

La bola de dulce se ensarta en un hierro anclado a un poste. Empieza el trabajo duro. Estirar y recoger la miel. Jalar y envolver. Jalar y envolver. Jalar y envolver. La masa estirada se va aclarando y endureciendo, luce brillante. Cuando finalmente adquiere un tono aperlado y está manejable, se lleva a la mesa para forrar esta base del caramelo con las tiras de dulce tinturadas y saborizadas. Es como forrar una enorme papaya con tiras de colores.

Dos braseros mantienen la masa caliente y manejable, mientras don Luis la estira de uno de sus extremos hasta lograr una tira fina que va cortando en bastones. Su hija Judith los toma y los pone en la cortadora. Un molde metálico inferior con 17 canaletes y una pesada plancha con líneas de sierra que cortan los bastones por la presión y el movimiento de sus brazos. De cinco bastones que abarquen el ancho del molde salen 85 caramelitos cortados. Caen en una zaranda y ahí Judith aparta los que se rompieron y lleva al área de empaque el resto.

Todos los días el mismo trajín. Cuando hay pedidos especiales, como el de hoy, trabajan sin cesar por las mañanas. 70 bolsones con 40 bolsitas que traen 14 caramelos cada una. En tres días 39,200 caramelos rayados están listos. ¿Quiere uno?

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Un bolsón de 210 córdobas tiene 60 bolsitas con 14 caramelos rayados cada una.

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