Dos grandes incendios, con 71 años de diferencia, pero ambos en la madrugada del tercer viernes de un agosto. La historia del Cine González está llena de coincidencias trágicas y anécdotas pintorescas
Por Amalia del Cid
El fuego no sabía de respetos ni consideraciones. La cinta de la película se podía quemar en lo más intrincado de la trama, con una llamita repentina que aparecía, burlona, en la gran pantalla y se iba tan rápido como había llegado. Con la misma espontaneidad de la llama, el chavalero del público del Cine González se ponía de acuerdo para mentar a la madre del proyeccionista, después del primer grito de protesta: “Ooooeeeeeeeee”. Al centro de una lluvia de maldiciones y blasfemias el hombre se apuraba a cortar el pedazo chamuscado y volvía a empalmar el rollo de la película. Pero ya el daño estaba hecho, porque lo que se quema, quemado está, y ese pedacito quedaba perdido para siempre.
La aparición de la llama, sin embargo, para nada era culpa del proyeccionista. Lo que sucedía —cuenta el historiador e ingeniero químico Bayardo Cuadra—, es que el material celuloide con el que estaban hechas muchas de aquellas cintas es altamente inflamable y “como las pacas de algodón, tiene tendencia a la combustión espontánea”. Bastaba el roce de los rodillos y la intensa luz del foco del proyector para que la cinta se quemara, recuerda Cuadra, de 79 años, quien de niño fue cliente fiel del González.
Así las cosas, no es extraño que a la medianoche del jueves 16 de agosto de 1945 bastara algo de calor y mucho de mala suerte para que en la bodega del Cine González algún rollo tomara fuego y tras él todos los demás. Del mismo modo en que aparecía en las cintas proyectadas, la llamita brotó en el celuloide y pronto se hizo hoguera; la hoguera, incendio, y el incendio consumió media manzana de edificios de esa zona de Managua, incluido el del Registro de la Propiedad Inmueble y Mercantil, donde se perdió hasta la última escritura.
Los estragos se vieron al amanecer del viernes 17 de agosto. Solo quedaban ruinas y cenizas mojadas por el agua que arrojaron los Bomberos. Una escena terrible que 71 años y dos días más tarde, el viernes 19 de agosto de 2016, se repetiría en el edificio del segundo Cine González, construido después del incendio de 1945. Fue el último eslabón de una cadena de sucesos que parecieron destinar al González a terminar siempre bajo fuego.
En ambas ocasiones se quemó en la madrugada del tercer viernes de agosto. Y esas no son las únicas casualidades funestas en la historia del González, donde no faltan las tragedias, pero tampoco las anécdotas pintorescas de una Managua que ya no existe.
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Cuando Luis Felipe Venerio despertó de su profundo sueño, el fuego ya consumía el escenario. En una danza macabra las llamaradas bloqueaban todas las salidas de la planta baja y el administrador del Circuito González se vio de pronto atrapado en el edificio. En medio de la humalera se encontró con el joven tipógrafo que esa noche se había quedado a dormir en el costado sur de la mole del teatro y juntos subieron al techo con el propósito de lanzarse a la calle. Pero no hubo caso, las hirvientes láminas de zinc crujían y se retorcían en el calor del incendio. Los hombres retrocedieron.
Esa madrugada nada funcionó. Ni siquiera la lengua de las sirvientas de don Benjamín Elizondo, ciudadano de la capital. Horas antes de que Venerio se despertara en medio de un infierno, las mujeres pasaron por la calle del González y vieron salir humo del edificio; pero, cosa extraña, a nadie dieron aviso. Tampoco sirvió la alarma instalada en la Catedral. Un día después del desastre, el diario La Nueva Prensa señaló que el cable eléctrico que conectaba la sirena de la Catedral con la estación del Cuerpo de Bomberos “estaba roto”. Y al inicio no hubo agua para apagar el fuego, porque al nuevo gerente de la Aguadora se le había ocurrido cerrar la llave por las noches, como parte de sus medidas de ahorro. El servicio volvía hasta a eso de las 3:30 de la mañana.
Por los reportes, el incendio debió comenzar antes de las 2:00 de la madrugada, hora en que pasaron las sirvientas de la casa Elizondo. El historiador Nicolás López Maltez afirma que fue el 16 de agosto. Bayardo Cuadra también, y está seguro de que el reloj casi marcaba la medianoche, pues recuerda que aún estaba “entre dormido y medio despierto” cuando empezó la balacera que anunciaba el fuego. Eran los marines de la Embajada de Estados Unidos, ubicada dos cuadras al norte del González, quienes disparaban al aire con ametralladoras. Solo así pudieron enterarse los Bomberos de lo que pasaba, pues nadie hizo una sola llamada telefónica para alertarlos. Al menos eso aseguraron en el comunicado que emitieron el 17 de agosto.
Según los Bomberos, a las 3:10 de la madrugada estalló el “gran incendio” y a los pocos minutos el teatro González “no era más que una inmensa hoguera”. El fuego se originó, dijeron, en el depósito de los rollos. “El bombero de turno al oír la explosión de las películas, los disparos de fusiles y revólveres, y divisar las llamas, sin pérdida de tiempo dio la alerta a la Guardia Permanente, la cual se movilizó sin dilación”.
Era una vista espectacular. El pequeño Bayardo, de nueve años, la contempló desde su casa, ubicada a escasas cuadras. Las llamas iniciaron en el González, se dirigieron al norte y dieron vuelta en la esquina, hacia arriba. Además del cine y varias oficinas de abogados, el incendio consumió el edificio que albergaba a los juzgados en la planta baja y al Registro de la Propiedad Inmueble y Mercantil en la planta alta. Esta última pérdida, afirmaron los medios, fue la peor de todas. Algunos abogados incluso se aventuraron a valorarla en más de un millón de córdobas, haciendo cuentas al aire de lo que costaría rehacer el archivo.
El Club Internacional se quemó, pero solo en las barandas de madera. También sobrevivió el famoso Gran Hotel, y por ahí escaparon de las llamas Venerio y el tipógrafo. Cuando vieron que tirarse del techo no era una opción, corrieron a buscar otra salida y vieron las ventanas del segundo piso del hotel, que justo daban al techo del González. Venerio cargó al muchacho para que alcanzara una ventana y cuando este se encontró a salvo al otro lado, bajó una escalera. El administrador del González sufrió quemaduras en las manos, la espalda y un poco en la cabeza, pero ni le dolieron. “De momento no sentí, dado el estado de nervios en que me hallaba”, relató más tarde.
Declaró que no creía que una colilla de cigarro fuera la culpable del incendio, como alguien había sugerido. Él pensaba que el verdadero responsable había sido un cortocircuito en la corriente eléctrica. Bayardo Cuadra dice que ni lo uno ni lo otro. “No era necesario”, sostiene. “El calor hacía que en un momento dado el celuloide empezara a quemarse y se propagara el fuego rápidamente”. Luego, para sostener su afirmación, cuenta la historia de la llamita en la pantalla.
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El gran incendio del 45 ocurrió apenas un día después de la fiesta por el fin de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de los Aliados. El 15 de agosto Anastasio Somoza García celebró el acontecimiento en la Plaza de la República, llena a más no poder y a escasos 200 metros del Cine González, recuerda Nicolás López Maltez. Sin embargo, para el 17 el panorama había cambiado rotundamente. El fuego solo dejó caos, y cuando el sol se levantó sobre las ruinas de los edificios, corría ya la voz de que los Bomberos no habían querido salvar el del Registro de la Propiedad.
El diario La Nueva Prensa recogió los testimonios de personas que aseguraron haber visto a los bomberos quedarse muy tranquilos mientras ardían los archivos. El doctor Félix Esteban Guandique, por ejemplo, dijo bastante indignado que “el Cuerpo de Bomberos se presentó como media hora después de haberse comenzado a desarrollar el incendio”, a pesar de que el cuartel estaba a poca distancia. “Los Bomberos no se dedicaron en forma alguna a romper las puertas del edificio de los Juzgados y sobre todo el del Registro de la Propiedad Inmueble, el más valioso tesoro jurídico nacional, para salvarlo y así realizar una obra que habría sido calificada de heroica”, se quejó Guandique, quien vivía a menos de cien metros de la esquina de los juzgados.
Además, dijo, al lugar acudieron grupos de guardias nacionales para mantener el orden y no permitieron que el pueblo cooperara para apagar el fuego, sino hasta que llegó el director de la Policía, don Alfredo Castillo, y les ordenó que dejaran actuar a la gente. Se perdieron todos y cada uno de los documentos del Registro de la Propiedad y del Juzgado de lo Civil; pero, para mala suerte de los procesados, se salvaron absolutamente todas las causas pendientes en el Juzgado de lo Criminal.
A mediodía, cuando terminaron las clases de la mañana, Bayardo Cuadra y su hermano fueron a ver lo que quedaba del González y sus edificios vecinos. “Vi todas las escrituras, manuscritas, chamuscadas”, cuenta. En los días siguientes una circular anunció que las parejas recién casadas que no habían retirado sus actas de matrimonio antes del incendio se tenían que volver a casar. “No había forma de sacar un acta, un testimonio. Entonces, para los propósitos prácticos, no estaban casados”, recuerda entre risas.
El daño fue tan grande que el sábado 18 de agosto ya estaba Anastasio Somoza García reuniéndose con sus ministros a fin de ver cómo le hacían para lidiar con el desorden que se avecinaba. En esos días también hubo un cruce de misivas públicas entre el gerente de la Aguadora y la directiva de los Bomberos. El primero culpaba a los “apagafuego” de haber aparecido muy tarde y casi podía jurar que el agua llegó a los hidrantes con suficiente tiempo. Los Bomberos, por su parte, aclararon que se habían presentado apenas cinco minutos después de la balacera que los alertó, pero que debieron esperar cuarenta para que el agua saliera con la presión necesaria.
En su defensa, explicaron que el Registro de la Propiedad ardió porque no tenía sentido, y era muy insensato, arrojarse a las llamas sin agua para apagarlas. Y advirtieron que, mientras la capital “durmiera sin agua” y el sistema de tuberías no mejorara, Managua permanecería “expuesta a incendios catastróficos”.
En medio de semejante desorden, la desaparición del Cine González, por supuesto, no era el tema más importante. Se incendiaron todas las películas del almacén, entre ellas 227 de Paramount y unas 260 de la Metro Goldwyn Mayer, detalló La Nueva Prensa. La misma suerte corrieron el aparato proyector “magnífico” estrenado hacía dos meses, el equipo que se usaba para censurar escenas, dos imprentas y dos pianos. Las pérdidas de los González se valoraron en más de 600 mil córdobas y los periódicos no dejaron de mencionarlo, pero el asunto primordial seguía siendo el registro quemado.
Eso no quiere decir que los capitalinos no se impresionaron con la pérdida del cine al que durante mucho tiempo habían llamado “orgullo de Managua”. Apenas la tarde anterior se había proyectado la divertidísima Dos caraduras con suerte y para ese viernes estaba programada una del galán mexicano del momento, Jorge Negrete: El Rebelde. Las dos ardieron. Perder el cine “era como perder algo que era nuestro”, describe Cuadra.
El incendio, no obstante, le sentó bien al González. Ocho años más tarde, el 15 de septiembre de 1953 se abrió al público el nuevo edificio, esta vez de concreto, con mil butacas rojas, equipos modernos y la maravilla del aire acondicionado. Un día antes el cine se había preestrenado en una ceremonia privada para el presidente Somoza García y su cuerpo diplomático. El dictador y el pueblo vieron la misma película: El mundo en sus brazos. Un romance.
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Franklin Caldera, hoy crítico de cine, vivió parte de su niñez y de su adolescencia muy cerca del segundo Cine González de Managua. Desde el apartamento de sus padres podía ver, al frente, la marquesina que rezaba “Teatro González”. “Tengo un vago recuerdo de los obreros dándole al teatro los toques finales poco antes de su inauguración el 14 de septiembre de 1953”, comenta. Una de sus mayores ilusiones de niño era observar todos los jueves, desde el balcón, “a los trabajadores en altísimas escaleras, cambiando las letras para anunciar la película de estreno”.
La fauna que rodeaba al González lo impresionó y hace siete años la evocó en el poema Belén Managua Circa 1956. Ahí habla del letrero de luces rojas que lo mantenía despierto hasta las 11:00 de la noche, del ruido de la gente abandonando, al fin, la sala y de los personajes que de 3:00 de la tarde a 9:00 de la noche, sin falta, poblaban el mundillo de aquel teatro. La taquillera Justa, quien murió muy joven; el portero gordo “que nunca tuvo nombre ni sonrisa”; el viejo administrador “que fumaba puro y se casó con una alumbradora”; el anciano arquitecto, siempre vestido de blanco, que habitaba “un cuartito en la planta superior del edificio” y jamás fue visto en un sitio que no fuera el González o las aceras del González; el ciego que vendía La Prensa y “la niña morena de pelo largo con su cajita de chiclets”. A ninguno volvió a ver después del terremoto de 1972.
Tras el sismo, el cine quedó rodeado de escombros. Como otros teatros de la capital, trató de levantarse, pero los tiempos cambiaron y nada volvió a ser igual. Finalmente fue rentado a la iglesia pentecostal Casa de Jehová. “En septiembre íbamos a cumplir 20 años de estar ahí”, dice Ramón Brenes Gutiérrez, pastor de la congregación. Y recuerda que antes de que su iglesia se refugiara en la gran sala del cine, este todavía pasaba algunas películas y a veces era alquilado para eventos.
Mucho antes de que Managua se viniera abajo, el nuevo Cine González vivió nuevos años de gloria. Para Caldera, el escenario de este teatro era el mejor de las tres salas de estreno del momento —las otras dos eran las del Salazar y el Margot— y ahí se presentaron artistas de talla y fama mundial, como Manolo Fábregas y Raphael.
A inicios de esa época nueva, Alfredo González Holmann conoció el cine de la mano de su abuela Teodelinda Montiel, la mujer en cuyo honor bautizaron la célebre Mansión Teodolinda de la vieja Managua. Ella era la viuda y única heredera de José Ignacio González Parrales, fundador de la cadena de teatros González y en sus tiempos considerado “el hombre más rico de Nicaragua”.
González Holmann no tiene muchas memorias de aquellas visitas, pero no olvida que su abuela se los llevaba a él y a sus primos para que la acompañaran “a trabajar”. Se había dado a hacer un palco especial para su uso exclusivo y desde ahí vigilaba la calidad de las imágenes y el sonido.
Al morir doña Teodelinda, en 1957, conforme a su testamento se repartió la enorme fortuna entre ocho hijos. González Holmann lo detalla en el libro Nuestras raíces familiares. Había acciones en numerosas empresas nacionales, como la Embotelladora, la Cervecería, bancos y compañías eléctricas; también fincas cafetaleras, edificios, la Mansión Teodolinda, el Gran Hotel y casas de ciudad y de playa. A los hermanos Vigarny y Plutarco Ariel les correspondió la cadena de cines.
Hasta este año, 2016, el edificio del antiguo Cine González seguía siendo propiedad de los descendientes de José Ignacio. Pero tras el incendio del pasado 19 de agosto entró a las posesiones de la Alcaldía de Managua y ahora será utilizado para “proyectos de interés social”. El pasado agosto, Vigarny González (hijo) informó al Diario La Prensa que existen posibilidades de que el edificio sea demolido. Y a Franklin Caldera no le gustó nada la idea.
“Me entristece”, dice. “Es que lo debieron de haber nombrado Monumento Nacional”.
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Nadie que haya asistido al matiné del Cine González podrá olvidar “el impacto del sol después de tres o cuatro horas en la oscuridad” de la sala. Aquellas funciones matutinas fueron “parte fundamental en la vida de algunos niños y adolescentes” en la capital y en las cabeceras departamentales donde también había cines de la cadena González, cuenta Caldera. “Representaban un período de emancipación transitoria, pues eran pocas las personas adultas que asistían (algunas iban porque el precio de las entradas era más barato). Libres del control paterno, la muchachada aprovechaba esos momentos para fumar, besarse con su pareja, gritar comentarios divertidos sobre la película o lanzarse objetos”.
“Además de películas de ‘vaqueritos’ o de Tarzán, en el González se proyectaban las de Jim de la Selva, en color sepia, exclusivas de matiné. También presentaban películas de calidad, como El sol sale para todos, sobre la novela de Hemingway, con Tyrone Power y Ava Gardner. En el González vi en matiné el primer corto de los tres chiflados en tres dimensiones (3D), una modalidad que no duró mucho tiempo porque los espectadores resistieron el uso de los anteojos” , relata Caldera.
El antiguo Cine González, eso nadie puede negarlo, quemado o sin quemar, fue testigo y protagonista de la historia de Managua. Karly Gaitán Morales, autora del libro A la conquista de un sueño: Historia del cine en Nicaragua le tomó gran cariño en sus años de investigación y cuando el 19 de agosto recibió la noticia de que se había vuelto a incendiar, sintió “como si había fallecido un amigo, pero no un amigo que muere de una enfermedad, sino en un accidente”. Salió corriendo para ver el desastre y se consoló al encontrar al cine en pie, “entero”, solo destruido por dentro.
Siempre había pensado que era un edificio bastante feo y en muy malas condiciones, pero esa mañana, por primera vez en la vida, Karly lo encontró “bello”.
Para Bayardo Cuadra es momento de hacer una valoración estructural del Cine González, antes de decidir su destino. Él cree que el edificio podría funcionar como un excelente teatro municipal, que mucha falta le hace a Managua.
Curiosidades sobre el González
En septiembre de 1937, cuando Anastasio Somoza García estaba recién llegado a la Presidencia, la Empresa González presentó como cortesía una película “audoescópica” que tenía que verse “con anteojos especiales”. En el público solo se encontraban Somoza García, su esposa Salvadora Debayle, socios de la empresa y periodistas. El Diario La Prensa describió la experiencia de esta manera: “Causa verdadera sensación, pues todas las figuras se salen de la pantalla y se ven dentro de los espectadores. Es algo sumamente curioso y por muy prevenida que esté la persona no deja de capearse involuntariamente”. Fue una de las primeras presentaciones en 3D realizadas en Nicaragua.
Tras el incendio de 1945, buena parte de la clientela del Cine González migró hacia el teatro Margot, pero la buena racha de este último también terminó en llamas. “Fuego y luces ardientes salieron de la pantalla la noche del martes 30 de septiembre de 1947 a la hora de la última función. Corrieron los espectadores hacia todas las puertas, incluso saltando las bancas para salvar sus vidas. Las llamas consumieron el local desde la bodega hasta la marquesina mientras dos carros de bomberos intentaban apagarlas, pero poco se salvó”, relata Karly Gaitán Morales, en su libro A la conquista de un sueño: Historia del cine en Nicaragua.
En su segunda etapa, el Teatro González volvió populares los “Sorpresivos”, se trataba de preestrenos de películas de calidad no anunciadas. “Uno de estos ‘cañonazos’ en el González fue Canasta de cuento mexicanos (1956), basada en cuentos de B. Traven, con María Félix, Arturo de Córdoba y Pedro Armendáriz, en glorioso Eastmancolor”, relata Franklin Caldera, crítico de cine.
El ocaso de los cines
En la década de los ochenta, “el González estaba manejado por Enidiec, que era la compañía del Gobierno que manejaba los cines, todos los cines de Nicaragua”, señala Karly Gaitán Morales, autora del libro A la conquista de un sueño: Historia del cine en Nicaragua.
“Enidiec cerró en 1990 como todas las instituciones formadas por el gobierno sandinista. Las administraciones de los cines fueron devueltas a sus propietarios. Desde 1988 el González estaba arruinado porque en ese tiempo no se les daba mantenimiento a los cines, se dice que por falta de dinero pues el país estaba en plena guerra e Incine (y por lo tanto Enidiec) dejaron de tener el financiamiento de un millón de dólares anuales que se le había asignado del presupuesto estatal en 1980. O sea que los ‘años dorados’ de Incine se terminaron en 1985 y no en 1990”, afirma.
Según ella, “en los ochenta fue cuando perdieron su gloria todos los cines del país, esa gloria e imponencia y lujo de los años sesenta y setenta”. Los pastores que rentaron el Cine González en 1996, sostiene Gaitán, “ya alquilaron una ruina”.
Los González
En el año 1920 se inauguró el primer Teatro González, en la Calle Real de Diriamba, financiado por José Ignacio González Parrales, médico cirujano y gran empresario cafetalero originario de esa ciudad. Cuando la casa quedó pequeña para tanta gente se mudó a otro terreno, en 1928. Para esa misma fecha abrió otro Teatro González en Jinotepe y a comienzos de la década de los 30 puso sus cines en León, Granada y Masaya, señala Karly Gaitán Morales, en su libro A la conquista de un sueño: Historia del cine en Nicaragua.
Finalmente, dos años después del terremoto de 1931, José Ignacio anunció la construcción del Teatro González de Managua y paralelamente levantó el lujoso Gran Hotel, que tan célebre se volvería. En 1934 se informó que el nuevo teatro estaba listo y que sería arrendado a Rodolfo Salvatierra por la suma de 300 córdobas mensuales.
El edificio contaba con dos pisos. En la planta baja se encontraban las tradicionales secciones de un cine de la época: luneta adelante y palco atrás. En el piso de arriba se hallaba “el balcón”, lugar preferido de los jóvenes, que a su vez estaba dividido en otras dos partes: “El balcón” y el “palco alto”, que solía ser ocupado por parejas románticas.
El hombre tras la cadena de teatros González, que llegó a sumar una veintena de cines, nació en 1866 y murió en 1942, a la edad de 75 años. Las notas luctuosas de los diarios lo llamaron “el hombre más rico de Nicaragua”. A los 45 años se casó con Teodelinda Montiel Baltodano, 19 años menor, y con ella tuvo once hijos, de los cuales tres fallecieron muy pequeños, señala Alfredo González Holmann, en el libro Nuestras Raíces Familiares.
Vigarny y Plutarco Ariel heredaron la cadena de cines en 1957, cuando al morir doña Teodelinda se repartieron los bienes entre sus ocho hijos.