A 45 años de su muerte, Ernesto “Che” Guevara sobrevive como uno de los íconos más polémicos del siglo XX. Venerado por algunos y detestado por otros. Mítico revolucionario o asesino. Mató u ordenó la muerte de casi dos mil personas
Por Arlen Cerda
Acomodaron su cadáver sobre una pileta en el jardín del Hospital Nuestro Señor de Malta de Vallegrande, en el suroriente de Bolivia. Tenía el torso desnudo, la cabeza en alto apoyada sobre un trozo de tabla y los ojos pardos tan abiertos que el revolucionario de origen argentino Ernesto “Che” Guevara —asesinado cinco horas antes en una aldea cercana— daba la impresión de estar vivo.
La imagen de su cuerpo acribillado por las balas en el pecho y los brazos le dio la vuelta al mundo y, según relatos posteriores, los curiosos que llegaron a ver su cadáver —sobre todo las mujeres— le atribuyeron un extraordinario parecido con Jesucristo y tomaron partes de su cabello como amuletos. Con una inyección de grandes cantidades de formaldehído, para evitar su descomposición, el cadáver del Che (1928-1967), un joven médico aventurero que se había convertido en un mito al contribuir al triunfo de la Revolución cubana (1959), fue expuesto durante dos días, para que no quedara duda de que estaba muerto.
La versión oficial —más tarde desmentida— fue que quien para entonces intentaba iniciar una revolución armada en Bolivia y estaba circulado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, había muerto en combate el día anterior (9 de octubre de 1967) en un lugar conocido como Quebrada del Yuro.
Después de exponer su cadáver, los oficiales del Ejército boliviano recibieron la orden de “desaparecerlo”. Realizaron dos máscaras mortuorias, tomaron sus huellas digitales y le cortaron las manos para guardar otra prueba de su muerte. Sus restos, junto con los de otros seis combatientes que lo acompañaban, fueron depositados en una fosa común secreta, descubierta casi treinta años después.
“…Quisieron negarle una tumba que se convirtiera en un lugar de homenajes públicos. Esperaban que la desaparición pusiera fin al mito del Che Guevara”, escribió al respecto el periodista norteamericano Jon Lee Anderson, en la biografía Che: Una vida revolucionaria, de 1997. “Sucedió —reflexiona— todo lo contrario: el mito del “Che” se difundió y extendió sin que nadie pudiera controlarlo (…) Si el cuerpo del “Che” había desaparecido, su espíritu estaba vivo; estaba en ninguna parte y en todas”.
Jamás se sospechó entonces que su imagen sería pintada en camisetas, llaveros, tazas, mochilas y murales como ícono revolucionario y hasta símbolo de rebeldía entre jóvenes que nacieron mucho después de su muerte.
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Un olvidado deportista de la lucha libre mexicana podría haber borrado de la historia al mítico Che Guevara. Su nombre era Arsacio Vanegas (1922-2001), aunque en el mundo de la lucha libre lo conocían más como el Kid. A principios de agosto, la revista peruana Etiqueta Negra reveló su historia.
Su encuentro decisivo con Guevara fue durante una mañana de entrenamiento militar en México, antes de que el argentino partiera a bordo del yate Granma con los hermanos Fidel y Raúl Castro y otros exiliados cubanos “barbudos” para iniciar una revolución armada contra el dictador Fulgencio Batista, en Cuba.
Fidel Castro le encargó al Kid el entrenamiento de un grupo de hombres que lo acompañarían en su revolución, entre ellos ese argentino de 28 años, estatura promedio, delgado, blanco y de cabello negro que Castro había invitado a participar como médico del grupo.
Una mañana de invierno, en 1956, los hombres caminaban sobre uno de los cerros donde entrenaban al norte de la Ciudad de México. Para que se acostumbraran a la dureza de la selva y el peso de las municiones, el Kid Vanegas los obligaba a cargar mochilas llenas de piedras y un palo que debían maniobrar como si fuera una ametralladora Johnson.
Fue entonces cuando el Kid se percató de que el argentino se había quedado rezagado y respiraba con dificultad. El Kid se acercó a Guevara y descubrió un inhalador en su mano. Nadie del grupo, mucho menos los hermanos Castro, sabían que el argentino padecía de asma.
Ángel Cedeño, sobrino de Vanegas, dijo a Etiqueta Negra que, según su tío, Guevara le pidió que no le contara a nadie del incidente. “Mi tío se sorprendió de verlo (…) Si no digo nada —le dijo más tarde—, yo seré el culpable de lo que te pase”. Guevara se lo rogó y el Kid no le dijo a nadie. Semanas después el argentino partió hacia Cuba.
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Antes de iniciar su aventura militar en las montañas de Cuba, Ernesto Guevara ya había usado un uniforme militar, como el que desde entonces lo distinguiría por el resto de su vida, pero entonces ni siquiera le interesaba la política y su objetivo principal era salir de Argentina para “conocer el mundo”.
El traje militar que vestía el 7 de julio de 1953, cuando partió en tren junto a su amigo Carlos “Calica” Ferrer, para iniciar el que sería su segundo viaje por Suramérica, era un regalo de su hermano Roberto, quien sí había cumplido el servicio militar en Argentina, a diferencia de él que fue rechazado por la deficiencia física causada por el asma que padecía desde los dos años.
Para entonces, Ernestito o Teté —como lo llamaban sus familiares y amigos para distinguirlo de su padre, Ernesto Guevara Lynch— se mofaba entre sus amigos diciendo que “para variar” en esa ocasión sus “pulmones de mierda habían hecho algo bien”.
Cuando partió, su destino era Venezuela. Su objetivo: instalarse allá en un consultorio junto a su amigo Alberto Granado, con quien había realizado el primer viaje por Suramérica, un año atrás. “Ahí íbamos a trabajar un poco y luego seguiríamos rumbo a Europa. Ernesto hablaba de llegar hasta la India. Yo ya me miraba en París”, recuerda su amigo Calica, en entrevistas sobre su compañero de viaje.
Si Guevara hubiera querido, perfectamente se hubiera podido quedar a trabajar en Argentina. Mientras rendía sus últimos exámenes para recibirse como médico, también había empezado a colaborar en la clínica de alergias del doctor Salvador Pisani, quien además lo atendía por sus ataques de asma.
Al recibirse, Pisani le ofreció un trabajo remunerado, un apartamento en la clínica y un futuro como investigador médico, pero Ernesto se negó.
A Mafalda, la hermana del doctor Pisani, le dijo: “No quiero atarme a una sola cosa. Quiero conocer el mundo”. Quienes lo conocieron a él más de cerca dicen que lo de aventurero nunca se le quitó. Fue quizá ese deseo de aventura, sumado a su propuesta de reproducir otras revoluciones armadas en América Latina, lo que después de Cuba lo condujo finalmente hasta las montañas de Bolivia, mientras la CIA ya le pisaba los talones.
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Lejos del mito cultivado en torno a su figura de guerrillero infatigable o del revolucionario apuesto y sonriente con mirada enigmática, pocas veces Ernesto Guevara causaba una buena primera impresión.
Desde que era adolescente, su aspecto siempre fue desaliñado y hasta sucio. Entre sus amigos se ganó el sobrenombre del Chancho, que asumía sin problemas y hasta buen humor.
En su círculo frecuente de la clase media alta de Argentina, donde todos procuraban cuidar su aspecto, él gustaba de una camiseta de apariencia gris, pero originalmente blanca, a la que él mismo bautizó como “la semanera”, porque la usaba casi a diario, pero solo la lavaba una vez a la semana.
Durante su participación guerrillera, los cubanos también resintieron su falta de aseo y su fama de despreocupación por la higiene aumentó. Años después, en las montañas bolivianas, registró en su diario el récord de cumplir seis meses sin bañarse.
Aún así, Guevara siempre se las arreglaba para destacar por su personalidad.
Debido al asma que padeció desde pequeño, se acostumbró a pasar largos ratos leyendo y en su juventud aprovechó ese conocimiento para recitar poesía a sus enamoradas o soltar algún comentario o broma filosa en medio de alguna conversación de la que a veces parecía ausente.
Un amigo, Andro Herrero, recuerda a Guevara como “un tipo muy particular”.
“A veces parecía inexpresivo y su actitud era casi desagradable. Pero eso se debía al asma, el esfuerzo de respirar lo obligaba a crisparse y parecía duro. Pero después se relajaba y sus ojos sonreían; se arrugaban las comisuras de sus labios”, cuenta.
Herrero fue parte del grupo que junto con Ricardo Rojo, Oscar Valdovinos y Gualo García, conoció a Guevara en una pensión de Guayaquil, Ecuador, y lo invitaron a seguir con ellos un viaje a Guatemala, donde —le dijeron— podía conocer de cerca el desarrollo de una reciente revolución de izquierda que desafiaba la política estadounidense y luchaba por su supervivencia en un drama que prometía ser decisivo para el resto de Latinoamérica.
“Sin pensarlo dos veces, Ernesto olvidó todos sus planes, arrojó sus promesas por la borda y aceptó la invitación”, asegura el periodista Jon Lee Anderson, quien incluye los detalles de esta relación en su obra sobre quien aún entonces solo era un aventurero médico argentino.
Fue tras su paso por Guatemala, y su intento de sumarse a su campaña revolucionaria, que Guevara adquirió interés en la participación política de la que antes había rehuido.
Luego, su encuentro en México con el líder revolucionario Fidel Castro lo terminó involucrando en una aventura que elevó su nueva causa comunista a un nivel tal que entonces el argentino preocupaba más a los Estados Unidos que el mismo Fidel Castro.
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Guevara y Castro se conocieron el 7 de julio de 1955. Semanas después, Ernesto escribió en su diario: “Un acontecimiento político es haber conocido a Fidel Castro, el revolucionario cubano, muchacho joven, inteligente, muy seguro de sí mismo y de extraordinaria audacia; creo que simpatizamos mutuamente”.
Para entonces, Castro ya le había ofrecido que se uniera a su movimiento guerrillero y él aceptó sin vacilar. Sería el médico del grupo y apenas era el intento de iniciar una revolución, pero el argentino confesó en su diario que ese era el tipo de causa que andaba buscando.
A vista de todos, era obvio que las personalidades de ambos eran diferentes. “En grupo, mientras Guevara tendía a apartarse, observar y escuchar, el genio obligaba a Castro a imponerse y hacerse reconocer como la autoridad sobre el asunto en discusión, fuera historia, política o ganadería”, asegura Anderson.
Según el periodista, “debido a su asma Guevara era penosamente consciente de sus limitaciones físicas, mientras Castro, hombre robusto, no reconocía ninguna en su propia constitución… Su anhelo (el de Guevara) era la camaradería, no la conducción”.
Sin embargo, Anderson asegura que Guevara y Castro también tenían bastante en común.
“Cuando se conocieron, cada uno había intentado —vanamente— participar en los sucesos históricos de su época y reconocían la misma némesis: Estados Unidos (…) Ambos eran hijos sumamente mimados de familias grandes; descuidados de su aspecto personal, eran sexualmente voraces, pero subordinaban las relaciones a las metas que se imponían. (Además) ambos estaban imbuidos en el machismo latino; la creencia en la debilidad innata de las mujeres, el desprecio por los homosexuales, la admiración por los hombres valientes y arrojados. Poseían una voluntad de hierro y un sentido exagerado de la propia misión en la vida. Y por último, los dos querían hacer revoluciones”, resume el periodista.
Sin embargo, pronto la CIA pensaría que Guevara —para entonces un comunista confeso— era un tipo más peligroso que Castro. De hecho, cuando Castro ya se había instalado por las armas en el poder se llegó a reunir con las autoridades estadounidenses, mientras Guevara engordaba su expediente en la CIA, que se dice era el más extenso al año de su muerte.
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A finales del siglo XVIII, España ordenó la construcción de una fortaleza sobre una loma en la entrada de la bahía de La Habana. En diez hectáreas de extensión se levantó la obra con amplios muros diseñados para soportar grandes cargas artilleras desde el mar o la tierra. Equipada al máximo, la fortaleza podía albergar hasta 120 cañones y otras 120 piezas de artillería menor y recibió el nombre de San Carlos de La Cabaña. El objetivo era la defensa contra posibles invasiones piratas, pero terminó siendo utilizada como cuartel general de las tropas españolas, hasta el fin de la colonización.
Fernando Díaz Villanueva, otro biógrafo de Guevara, asegura que “dos siglos de plácida vida castrense”, en esa vieja fortaleza, “se vieron interrumpidos” cuando el Che —como le apodaron los cubanos a Guevara por la costumbre argentina de usar esa palabra para llamar a una persona— “franqueó su puerta principal a bordo de un Chevrolet de color verde” para hacerse cargo del “juicio y castigo a muerte” a los miembros, amigos o adeptos del régimen de Batista.
El entonces ya comandante guerrillero —un cargo que inicialmente solo tuvieron Fidel Castro y él— ya había cultivado una reputación de estricto en la aplicación de disciplina, un guerrillero audaz y temerario que como líder desconfiaba de los nuevos reclutas y odiaba a los cobardes.
La primera vez que Guevara ejecutó a alguien fue a principios de la lucha guerrillera en las montañas de Sierra Maestra. Se trató del colaborador Eutimio Guerra, a quien habían descubierto como soplón del Ejército de Batista. Fidel Castro, decepcionado y molesto, ordenó que lo mataran, pero nadie se atrevía a ejecutar la orden. En su diario, Guevara relató el hecho con asombrosa frialdad.
“La situación era incómoda para la gente y para él (Eutimio) de modo que acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola .32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto”.
El autor de la ejecución de Guerra jamás se había revelado hasta entonces, casi cuatro décadas después, cuando el periodista Jon Lee Anderson tuvo acceso a documentos inéditos del Che, con la colaboración de su viuda Aleida March.
Campesinos, soldados de Batista, rebeldes “traidores” o “soplones” fueron ejecutados en Sierra Maestra, durante esa guerra, con la aprobación, orden o participación del Che, cuya columna llegó a destacarse como la más violenta, bajo sus estrictas reglas de disciplina y “lealtad” a la revolución.
Años más tarde, cuando el régimen “revolucionario” estaba acusado de realizar fusilamientos en la antigua fortaleza de La Cabaña, que él tenía a cargo, el guerrillero justificó ante la misma Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 1964: “Fusilamientos, sí. Hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”.
“Entre los meses de enero y marzo de 1959, Ernesto Guevara de la Serna no hizo otra cosa más que firmar sentencias de muerte, unas veinte diarias, 1,892 en total”, asegura Díaz Villanueva.
Del Che Guevara se han escrito miles de páginas. Desde biografías oficialistas que lo destacan como héroe hasta artículos y supuestos informes que detallan su crueldad. A 45 años de su asesinato en la aldea boliviana de La Higuera la producción no parece cesar. El mito del Che, sea como héroe o villano, sigue vivo, sigue creciendo.
“Fusilamientos, sí. Hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”.
11 de diciembre de 1964, ante las Naciones Unidas, justificando los fusilamientos del régimen cubano, de los cuales estuvo a cargo.
EL CHE Y NICARAGUA
Cuando Ernesto Guevara quiso apoyar otras revoluciones armadas en América Latina, uno de los países en su lista fue Nicaragua, “la estancia de Tacho”, como la llamó en su diario, cuando rumbo a Guatemala pasó de camino a mediados de diciembre de 1953.
Se cree que Guevara llegó al “ride” desde Costa Rica y entró por la frontera de Peñas Blancas. Luego, se hospedó en la Pensión Oriental, cerca de la iglesia de Santo Domingo, en Managua, y recogió un telegrama de su padre en el Consulado argentino.
Días después, siguió hacia Guatemala, donde conoció a varios exiliados nicaragüenses, entre ellos al catedrático Edelberto Torres, biógrafo de Sandino, y su hija Myrna Torres, quien trabajaba con la peruana Hilda Gadea, novia y enlace político de Guevara en ese país.
Rodolfo Romero Gómez, otro de esos nicaragüenses en el exilio que conoció a Guevara en Guatemala, aún conserva sus recuerdos con él.
Romerito ahora alterna su domicilio entre su pequeña casa en la Calle Nueva, de Granada, y sus jornadas de atención médica en la Clínica Internacional de Restauración Neurológica (Ciren) de La Habana.
Para él, Guevara es el comandante guerrillero que tras el triunfo de la Revolución cubana lo invitó a La Habana porque estaba interesado en apoyar una revolución armada en Nicaragua y también el joven argentino que se puso a sus órdenes en junio de 1954 en Guatemala, cuando él dirigía la Brigada Augusto C. Sandino, que luchaba contra el golpe de Estado a Jacobo Arbenz, y a quien le enseñó a disparar una pistola automática.
Este año, durante un discurso pronunciado en junio, Romerito dijo que para él “hombres como el Che son la imagen de Jesucristo”.
El intento de invasión de El Chaparral y las primeras conversaciones para la fundación del Frente Sandinista de Liberación Nacional también contaron con el apoyo del Che, quien —según sus diarios y relatos de quienes lo conocieron— criticaba la división de los nicaragüenses en contra de la dictadura somocista.

Consumiendo al Che
Antes de su muerte, Ernesto “Che” Guevara ya era una figura de culto, pero su asesinato fue el hecho que lo elevó al nivel de un ícono mundial, primero para destacar su pensamiento y luego como un objeto de una innumerable cantidad y variedad de artículos de consumo, libros, documentales y películas.
Hoy, boinas negras como la que lo distinguió se distribuyen con su imagen y hay marcas de mate y habanos, como los que él consumía con regularidad, que llevan su nombre.
Además de abundar en camisetas, murales, tazas y hasta trajes de baño, su vida se ha intentado contar en la televisión y el cine desde el primer año de su muerte hasta recientes producciones taquilleras como Diarios de motocicleta (2004), con el mexicano Gael García Bernal y Che (2008), con Benicio del Toro.
En los textos, también hay desde relatos apasionados sobre su militancia y compromiso de la mano de amigos de infancia, compañeros de lucha y familiares hasta testimonios de sus detractores como el exagente de la CIA, Félix Rodríguez, quien dirigió su caza y captura. Las biografías fieles y desapasionadas son pocas.
LAS MUJERES DEL CHE
La primera vez que Ernesto Guevara se enamoró tenía 24 años de edad. Ella, María del Carmen “Chichina” Ferreyra, era una joven de 16 años, descendiente de una de las familias más ricas de Córdoba, donde él creció.
Sin embargo, su primera relación sexual fue en la adolescencia, con la sirvienta de uno de sus amigos. Que el varón se iniciara sexualmente con la “mucama” era común en la época, pero en su caso, se hizo una práctica frecuente, a veces hasta entre uno y otro plato de comida, aunque siempre a escondidas de su familia o enamoradas.
Las enamoradas y amantes, a pesar de su aspecto desaliñado, nunca le faltaron. Quien se enamoró de él irremediablemente fue la peruana Hilda Gadea (1925-1974), una izquierdista exiliada que conoció en Guatemala y le presentó a sus primeros contactos políticos. Él, en cambio, nunca se enamoró de ella. En sus diarios la describía como una mujer fea, pero que le daba dinero, contactos y sexo casual. En 1955 se casaron porque la embarazó. “Ella se salió con la suya por ahora”, escribió Guevara en su diario.
Meses después en las montañas de Cuba, mantuvo una aventura con una campesina cubana de 18 años. Pero de quien se enamoró en plena guerra fue de la colaboradora del Movimiento 26 de Julio, Aleida March (1936).
Tras el triunfo de la revolución, Guevara invitó a Hilda para que se instalara junto a su hija Hilda Beatriz en Cuba, pero también le pidió el divorcio para casarse con Aleida March, con quien tuvo cuatro hijos.
Se dice, además, que tuvo un hijo ilegítimo (Omar Pérez, 1964) con Lidia Rosa López, una estudiante de Periodismo. Según López, el romance fue fugaz y ella nunca le pudo revelar a su amante que estaba embarazada.
El último “amor” que se le atribuyó al Che fue la traductora argentino-alemana Tamara Bunke, o Tania, su colaboradora en la misión de Bolivia, que murió en una emboscada. Su viuda, sin embargo, niega estas aventuras.
“Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”.
1965, en la carta de despedida para sus hijos, antes de partir a Bolivia, donde murió. La frase es una de las más reproducidas entre sus admiradores.