Por tierra o surcando el océano, los inmigrantes chinos llegaron al Caribe a finales de 1800. Esta es su historia y la de su descendencia. La historia de los chinos que llegaron para quedarse
Por Tammy Zoad Mendoza M.
No recuerda la fecha exacta, pero fue allá por la década de los 50. Se había rebautizado como “Francisco” y conservó su apellido Quant. Tenía 20 años y viajó en barco desde China para llegar a Panamá, donde estaba su padre. “Mi padre llegó a Panamá para cavar el canal. Miles de chinos llegaron a trabajar al canal, pero después buscaron otras tierras para negocios”, relata Quant. Una vez reunidos, padre e hijo subieron por la Costa Caribe hasta llegar a Bluefields, ciudad en la que recalaron después de un viaje de más de 15 mil kilómetros para encontrar el hogar que buscaban.
Pero otros compatriotas de Quant llegaron mucho antes, en 1884, coinciden diferentes libros e historiadores. Hubo quienes en la ruta hacia el norte, se quedaron en el Caribe al encontrar acogida y oportunidad de trabajo. Otros viajaron en sentido contrario, provenientes del norte, de California, donde habían llegado contagiados por la fiebre del oro o contratados como mano de obra barata para proyectos ferroviarios.
“Hubo algunos que llegaron ilegales, embarcados, metidos en barriles. Antes que los agarraran las autoridades, en los barcos los tiraban al agua para que se ahogaran”, cuenta Chico Quant, chino de 85 años, quien 65 años más tarde sigue en la misma esquina de Bluefields. La esquina a la que ahora todos conocen por su nombre. Así como él muchos chinos conquistaron su lugar en la Costa Caribe, aquí se convirtieron en un grupo fuerte, productivo, próspero que poco a poco fue regando por el país sus rasgos y costumbres. Una comunidad china nicaragüense de tres mil miembros, según su asociación, y más de 70 familias solo en Bluefields.
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Del siglo XIX al siglo XXI la comunidad china y su descendencia tiene una larga historia por contar. Desde los relatos de los polizones, hasta los negocios prósperos que han construido en el país, pasando por las anécdotas de familias que desde la cocina conservan el toque de una cultura milenaria de la que se sienten parte. En un recorrido por Bluefields y su historia, Magazine hizo una parada en los rincones chinos que conquistaron aquellos inmigrantes y sus familias.

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Barrio Nueva York, Bluefields. 50 años atrás. Las dos puertas de madera se cierran y el hombre flaco avanza con parsimonia al comedor. La mesa está vacía, pero ninguno de los siete niños se sienta. Todos le hacen una reverencia. El hombre toma asiento. La mujer, de cara redonda, nariz chata y ojos rasgados, termina de colocar la comida en la mesa. Ahora todos pueden sentarse.
En la cabecera, el señor canoso y delgado empieza la repartición. Sopas con hojas. Ensaladas. Carnes con vegetales. Arroz blanco. Té caliente al final. El hombre se levanta de la mesa, y con la misma parsimonia desanda el camino por donde llegó. Todos aguardan hasta que la pequeña figura, sus pelos chirizos y canosos, y su olor se desvanecen en el pasillo. Las puertas se abren de nuevo de par en par. La tienda de El chino Adán está abierta otra vez.
Leyla Chow Chang estuvo en esa mesa. Tomó de esas sopas, aprendió varias recetas de carnes y hasta le enseñó a sus hijas a cocinar ese arroz blanquísimo e insípido. Ella es la hija mayor de Adán Chow Pong y Cándida Chang Martínez.
Sus padres se casaron cuando él era un cuarentón y ella una quinceañera. “Mi abuelo había llegado de la gran China con su hijo mayor. El hijo se regresó y él se quedó en El Rama, donde conoció a mi abuela, que era indígena de la zona. Nació mi madre, luego su hermana. Mi abuela murió, mi abuelo envejeció, y le pidió a su amigo que se casara con su hija, que se hiciera cargo de ambas hermanas. Así fue que se casaron”, cuenta Leyla. 48 y 15 años tenían cada uno. Siete años después nació Leyla, y, seguidos, sus seis hermanos. Siete del linaje Chow Chang.
Tradición, honor y respeto es lo que se le viene a la mente al hablar de sus antepasados. Pero también reflexiona en el detalle de la edad, de la cultura, del idioma. “Mi padre solo hablaba chino, entendía español, pero solo nos decía algunas frases. ‘Comel. Vení’. Y los regaños, eso sí. No era un hombre expresivo, pero era muy trabajador. Mi mamá nos cuenta que le costó quererlo, pero no se arrepiente. Dice que formaron una buena familia, él la quería a su manera, ella también. Todavía lo llora”, comparte la hija mayor.
Leyla tiene una cara redonda y rellenita, algunas de sus nietas heredaron sus cachetes carnosos, pero se ve la mezcla de otras razas. Hay un morenito de ojos rasgados. Una ñata de pelo negro y brillante, liso y suave como la seda. Una joven guapa de ojos estirados que se convierten en dos finas líneas cuando sonríe, su cara una luna llena. Los varones con cabello de alfiler, bajitos, unos rellenos otros delgados. Todos Chow.
Era una costumbre de los chinos buscarle parejas chinas a sus hijos y traerlos. A ella y a sus hermanas también les buscaron parejas. “Cuando mi papá me vio señorita me llamó, sacó un montón de fotos de chinos y me dijo: ‘Escogel, escogel. ¿Cuál quelel casal? Yo mando tlael a China’”. Ella se negó. Al final aceptaron la decisión de sus hijas, todas casadas con costeños. Dos nietas se declaran enamoradas de los rasgos asiáticos, son dos adolescentes que se han tomado en serio su linaje y que les gustaría encontrar un apuesto joven chino.
En la casa de la abuela Cándida se reúnen para las celebraciones. Lucen unidos por aquel hilo que tejieron sus antepasados y que parece jalarlos hacia una cultura que sienten tan suya como la vajilla china de la cocina, los abanicos de adorno, los viejos cuadros que el abuelo trajo de “la gran China”, como se refieren al país.
“Nos contaban que muchos chinos huyeron del comunismo, que agarraron lo que tenían y salieron a buscar paz y fortuna. Aquí había un montón de chinos, no sé de qué lugares eran, si también huían o solo se aventuraron. Pero donde fuera que llegaban a trabajar, ahorraban aquí o traían su capital, al poco tiempo tenían sus negocios. Ellos son trabajadores y muy buenos en el comercio”, comenta Zarifeth Bolaños Chow, la segunda de cinco hijas de Leyla Chow Chang.

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Punta Fría, Bluefields. 131 años atrás. Un caminito separa las dos hileras de casas de madera. Al fondo, el mar. Las palmeras bailan y se despeinan al son del viento. El calor, la brisa, la gente que lleva una vida tranquila. Eso fue quizá lo que les gustó a los chinos aquellos, eso y la oportunidad de afincarse con tranquilidad a hacer lo que mejor sabían hacer: negocios. Punta Fría fue el primer barrio en ser “conquistado” por los chinos.
“Este es el barrio donde por primera vez los mestizos podían venir a vivir en paz y mezclándose con el resto de la población”, explica Hugo Sujo, de 82 años, descendiente de un chino y una mujer creole, una de las etnias de la zona. Aunque él prefiere decir que lleva un poco de todos: rama, miskito, ulwas, garífunas, afrodescendientes y hasta de mestizo. Su padre, Carlos Sujo, fue uno de los primeros chinos que pusieron negocios en Cotton Tree, nombre original del barrio. Ahí conoció a su madre y el resto es historia. Para él no fue difícil instaurar un negocio con su capital, pero hubo quienes tuvieron que padecer para quedarse.
“Durante el Gobierno de (José Santos) Zelaya fue prohibida la llegada de los chinos, había mucho prejuicio con respecto a la raza, pero los chinos siguieron llegando. Por tierra, en barco, hasta dicen que venían dentro de barriles que eran arrojados al mar cuando las autoridades interceptaban barcos con inmigrantes”, comenta Sujo, autor del libro Historia Oral de Bluefields.
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Luego del movimiento antiesclavista en el siglo XVIII, los capataces que usaban negros para trabajos pesados y sin paga vieron en los chinos una alternativa ante la abolición gradual de la esclavitud. Para algunos era el prototipo perfecto de obreros. Hormiguitas trabajadoras a las que les daban solo migajas para sobrevivir.
Los primeros migrantes chinos eran pobres, algunas veces campesinos que se habían quedado sin tierra para cultivar. Eso creó el estereotipo del chino marginal que se convirtió en un semiesclavo, con un pago mínimo por trabajos pesados y largas jornadas laborales. En Chile, en Perú, en Estados Unidos e incluso Cuba fueron mano de obra barata para proyectos ferroviarios, construcciones y minas a finales de 1800. Fue ahí donde también se les llamó “culies” chinos.
A partir de 1950 llegó una ola de chinos emprendedores y, a finales de ese siglo, vinieron chinos inversionistas de China Taiwán. En la familia Chow Chang nadie sabe con certeza por dónde entraron, ni por qué llegaron, pero lo cierto es que su abuelo es chino y sus orígenes están allá, al otro lado del mundo.
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“Chinos han sido desgraciados. Chinos sufrir guerras, guerras con Japón, con Corea, guerras civiles. Mucha muerte, mucha desgracia, pero nos levantamos. Trabajamos, allá y donde sea. Chino trabajador”, dice orgulloso Chico Quant y sonríe con lo que le queda de dentadura. Él fue uno de los que salió huyendo por la guerra civil y el triunfo del comunismo en China.
Primero la “Guerra del Opio” con el imperio británico (1839), luego la guerra contra Francia y Gran Bretaña (1856), después la guerra chino-japonesa en 1894. El declive de la Dinastía Ching y la caída en desgracia del pueblo ante la falta de tierras para cultivar, la escasez y falta de oportunidades fueron las razones sociopolíticas de las migraciones masivas de chinos a partir de 1850.
Para la época, la sed que provocó la fiebre del oro también los hizo migrar, pero algunos de los que pasaron por la ruta del tránsito en Nicaragua se quedaron por la hospitalidad de la gente, la belleza y fertilidad de la zona.
A pesar de que se les prohibía la entrada al país y el desarrollo de cualquier actividad económica, lograron colarse con sobornos a los funcionarios públicos, quienes al inicio solo les permitían trabajar en labores del campo. Era común verlos por las calles de Bluefields con un palo al hombro, del que pendían dos baldes que iban rellenando en el camino con el estiércol de caballos y vacas. Era el abono que utilizaban para nutrir la tierra y cosechar las verduras que vendían en el mismo pueblo. Eran incontenibles, pronto estaban en todos lados, trabajando en lo que fuera, hasta poner sus negocios.
En su libro, Sujo recoge datos y anécdotas de la comunidad china, como aquella en la que los blufileños llegaban a los negocios chinos pidiendo cualquier cosa absurda que se les ocurriera: “Una lata de lodo americano por favor”. “¿Tiene una caja de piedras?”. “Deme una escuadra redonda”. Aquellos chinos iban y venían ajetreados con una y otra cosa intentando adivinar lo que el cliente les pedía. Al verlos desesperados, se carcajeaban. Venía la segunda parte de la fiesta. El chinito hecho un diablo rojo empezaba a maldecir y a repetir obscenidades locales. Para ellos era un deleite escucharlos rabiar en su idioma. Más carcajadas.
Es la fecha y Francisco Quant no habla bien el español. Tiene 85 años, aunque sus amigos lo crean centenario. Es bajo, flaco pero firme, como una vara de bambú. Pálido, con la piel recogida por los años y unos ojitos diminutos, como las ranuras de alcancías. Para quienes lo conocen también es un poco divertido escucharlo hablar, pero a él no le molesta. Se sabe explicar aunque no pueda pronunciar la ere ni la erre. Tiene una memoria privilegiada y relata su historia a través de las desgracias que desangraron su país.
“Chinos por eso salir espantados con la Revolución sandinista, para ellos eran también comunismo y chinos querer vivir en paz y prosperidad”, advierte Quant. Pero él no se fue. Le confiscaron su negocio en la esquina de la calle del comercio. Mientras, él se refugió en una pequeña tienda que quedó también desmantelada. A inicios de los noventa se le regresó su propiedad, pero fue difícil volver a la abundancia del pasado. La estructura sigue siendo grande y fuerte, pero en su interior todo es precario, desde los estantes esqueléticos forrados de telarañas, hasta las máquinas que envejecen junto a él, que siempre está detrás de las vitrinas. Es flaco, flaquísimo, pero dice que cuida su salud y la de su esposa, que está un poco enferma.
“Chico Quant es una reliquia de Bluefields. Este chino tiene como cien años”, bromean los hombres que se toman la esquina de su casa para cambiar dólares. La esquina sigue siendo popular por él, aunque el negocio ahora florezca afuera y no dentro de su desvencijada tienda donde él se marchita. No se piensa ir, aunque esté solo con su esposa en una situación de decadencia. No se va aunque sus hijas los hayan llevado a visitar Estados Unidos y le hayan pedido quedarse. El chino no se va. El chino ya es de Bluefields.
“Yo pienso en futuro. Yo quiero invertir otra vez en negocio. Yo gané en tiempos de guerra. Preparé salsas, tallarines, galletas chinas y vender aquí. Ahora todo viene de afuera, negocio está malo, pero Bluefields es bueno. A mí me gusta Bluefields. Buen clima, buena gente, faltan negocios, fábricas...”, dice.

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Todos tienen algo que decir de los chinos. Todos conocen a alguno o lo conocieron, o son amigos de alguien con ascendencia china, o ellos mismos pertenecen a las familias Sam, Chow, Fong, Lee, Chong, Lai, Cheng, Sujo, Chui, Siu, Mojan... Y una larga lista que en el 2012 Zarifeth Bolaños Chow clasificó en más de 70 familias, a las que invitó a una reunión para retomar los lazos de sus ancestros chinos. Comidas, reliquias, exposición de arte y cultura que removió el fondo ese sentimiento de pertenencia a una cultura que ha quedado dormida.
“Una parte de nosotros se siente china, te identificás con algo, así como nos identificamos con los creoles, o los ramas o los miskitos. Es parte de vos y es bonito e interesante entrar en contacto con eso. Queremos reavivar el Club Chino, que la comunidad chino-descendiente comparta”, dice Zarifeth Bolaños Chow.
Ya no existe aquel distinguido Club Chino en el que se reunían los abuelos con su casta. El Club Chino que cada octubre estallaba en celebraciones de añoranza a la patria en la que nacieron y a la que muchos nunca volvieron. Banquetes, regalos, fiesta.
“Era una comunidad muy unida, pero que también compartía con los blufileños, eran agradecidos. Para su fiesta de octubre entregaban regalos a todos los niños del pueblo, invitaban a sus amigos y clientes y daban un espectáculo público de su cultura”, comenta Hugo Sujo.
El cielo estallaba en mil colores con los fuegos artificiales, producto de aquel invento milenario que también les pertenece. Un exótico dragón con brillos y plumas se paseaba por el lugar y mágicamente se tragaba a una dama china que aparecía luego en otro lugar.
“Los chinos se quedaron aquí por la acogida que tuvieron. No siempre fue fácil, comenzaron como agricultores, cocineros, artesanos. Llegaron a tener mucho poder económico en la región, y aquí eran dueños del noventa por ciento del comercio”, señala Hugo Sujo.
Dos siglos después de aquella ola de inmigrantes chinos, Nicaragua se prepara para lo que podría ser la segunda ola de chinos. La llegada de miles de chinos al país atraídos por el polémico proyecto del canal interoceánico, del cual la empresa china HKND está a cargo, provoca molestias o escepticismo. Pero aquí la gente se desentiende del tema, solo Chico Quant se emociona al hablar del canal.
“Chino trabajar duro. Chino hacer lo que sea. Nicaragüense trabajar con chinos, bueno. Nicaragüense temer trabajar con lluvia, no gustarle sol. Chino siempre trabaja. Que vengan paisanos. ¡12,500 paisanos! ¿Imagina? Nicaragua va a desarrollar”, dice Chico Quant y suelta otra de sus carcajadas desdentadas que lo hacen ver como un niño viejo, en su vieja tienda, en la esquina de la calle el Comercio, la famosa calle de los chinos.
¡Prohibida la entrada!
El 25 de abril de 1930 el presidente José Santos Zelaya aprobó la ley propuesta por el intendente general de la Costa Atlántica, Agustín Duarte. La ley era tajante con los inmigrantes extranjeros.
*Artículo 5.- Queda asimismo prohibida la entrada al país de los individuos pertenecientes a las razas china, turca, árabe, siria, armenia, negra y gitana, cualquiera que sea la nacionalidad que los ampare y los individuos denominados “coolies” (trabajadores de origen asiático de baja calificación), aunque no estén comprendidos en las disposiciones del artículo anterior.
*Artículo 7.- Lo dispuesto en el arto. 5, no comprende a los individuos ya radicados en el país con negocios o establecimientos permanentes y de importancia; o que sean casados con mujer nicaragüense; o que tengan hijos procreados de matrimonio legal con mujer nicaragüense.