Las paredes de la Cárcel de Mujeres La Esperanza albergan historias de amor y desamor, homofobia, solidaridad y lesbianismo
Por Julián Navarrete
Gabriela Pérez necesitaba cinco minutos para enviarle besos a su novia a través de la ventana. Todos los días, desde que las separaron, se ponía de puntillas encima del inodoro y a través del vidrio meneaba las muñecas, entreabría los dedos y le decía “te amo” con sus manos. Scarleth Jirón, su amada, le regresaba el cariño de la misma manera desde el galerón contiguo. La escena transcurría en la Cárcel La Esperanza, el sistema penitenciario de mujeres más antiguo de Nicaragua, donde los amores lésbicos son prohibidos.
La enamoradiza de la ventana lleva el pelo corto, los ojos que derriten, la camisa remangada. Conoció a Scarleth en el dormitorio 4, el galerón “de prueba” de La Esperanza, una hacienda enmontañada de más de una manzana de extensión, ubicada en Veracruz, en las afueras de Managua. Scarleth, tímida y absorta, pelo lacio tupido, es la quinta conquista de Pérez en el penal, en el que ha cumplido seis de los 10 años de condena por haber asesinado a puñaladas un hombre en un bar. Gabriela prefiere no hablar sobre los amores de Scarleth dentro del penal, al igual que los cargos por tráfico de drogas por los que purgará una condena de tres años. Los antiguos romances de Gabriela siguen esparcidos por los cinco “dormitorios” de esta cárcel.
La historia de Gabriela y Scarleth, cuyos nombres verdaderos se modificaron para proteger sus identidades, fue contada por Tania Montiel, quien estuvo varios meses presa en la Cárcel La Esperanza. Magazine recopiló los relatos de otras liberadas y familiares de ellas para reconstruir los ambientes y entretelones dentro de la prisión.
Gabriela y Scarleth se volvieron inseparables. Hace tres meses dormían a la par, lavaban sus trastes, su ropa. Salían juntas al patio tocándose la punta de los dedos. Se decían “amor”, mientras se abrazaban. Las “funcionarias” del penal, ojos vigilantes dentro de la prisión, miraron que la relación fluía como un bote sobre tumbos rápidos. Encargadas de mantener el orden, los guardianes rompieron la unión porque era un “mal ejemplo” para las otras internas. Es por eso que Gabriela se escapaba e ingresaba al baño, y desde ahí, podía ver a Scarleth, enamorarla, darle noticias, enviarle besos. Pero esta historia no quedó ahí.
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Amanece en La Esperanza. Más de cien internas en hilera con el sueño impregnado en el rostro. Llevan pantaloncillos o buzos, camisolas sin sostén, chinelas de hule, los cabellos recogidos. Las funcionarias pasan lista para saber si están completas. Es parte de la rutina del dormitorio 4, el galerón de “adaptación” de las reclusas en el penal. Huele a humedad y el calor alcanza los 36 grados centígrados. Colchonetas en el suelo, bolsas de ropas apiladas que sirven de almohadas, recortes de periódicos, fotos, más fotos, cuadernos y lápices.
Los seis chorros de agua caen a las cuatro de la mañana y las filas de reclusas se caracolean. En las duchas no hay división ni cortinas y solo algunas muchachas llevan las toallas puestas. Un baño al aire libre con muchas espectadoras. Tania Montiel, blanca, recia, lunar en la cara, una flor dibujada en el brazo izquierdo, lleva pocos días en el dormitorio 4. Hay días en que su sueño se ha interrumpido porque una “nueva” no tiene colchoneta para acostarse.
“De repente estás acostada y te dicen ahí viene la (mujer) que palmó a tres. ¡Ay Dios mío! Y si tenés lugar en tu colchoneta te dicen: mire va a dormir aquí. Y no podés decir que no”, cuenta Montiel.
Las guardianas del penal son chicas menores de 30 años, encargadas de levantar reportes de comportamiento. Amables y magisteriales, a veces irrespetadas por las presas, vigilan los buenos modales y el aseo de las reas, mientras avalan los traslados dentro de la prisión.
“¡Oye qué es eso, esa boquita, Lupe!”, “¿qué pasó? Que boca más sucia, ¡compónganse!”, exclama la funcionaria desde una caseta frente al dormitorio. Los guardianes encarnan el papel de un maestro de primaria que al oír la voz sabe con certeza quién abrió la boca.
Montiel fue encarcelada por posesión de cocaína y enviada a la Estación 4 de la Policía Nacional, donde dormía en el suelo y compartía celda con dos mujeres más. En las noches no pegaba los ojos por los gritos de los reos cuando eran golpeados por los oficiales. “Metémelo calientito”, escuchó casi todas las noches del mes y medio que vivió en la estación de Policía, antes de “subir” a La Esperanza.

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La fila es larga a las seis de la mañana. Los pájaros revolotean en el cielo sobre los hombres impacientes, apostados en la puerta de visitas. Van despacio, cabizbajos. Al frente los requisan. Se detienen. A menudo entran después de las nueve de la mañana, mientras esperan de pie, con el sol estallando en sus caras. Aquí hacen filas los hombres dos veces al mes. Las dos ocasiones que las reclusas disfrutan de la visita conyugal.
Los cuartos de las conyugales tienen una cama con colchón de resortes, lavamanos, baño, un espejo. Las dos horas estipuladas empiezan a cursar. Las mujeres que reciben visitas en estos cuartos deben planificar para no salir embarazas. Una teniente, con un listado entre las manos, se encarga de apuntar los días y las horas de las visitas conyugales.
Los hombres que hacen fila deben de estar casados con las internas. Algunos llevan las actas de matrimonios, o de nacimiento de sus hijos, el récord de Policía, o una carta de unión de hecho estable, emitida por organizaciones del partido de gobierno en cada barrio. Hasta hace un tiempo, los papeles para las visitas no eran tantos. Las autoridades dicen que esto se debe a que había mucho desorden: a veces ingresaban hombres diferentes en cada visita.
—Teniente mire, lo que pasa es que él no ha podido conseguir la carta —alega alguna de las internas—, tampoco tiene el récord de Policía. Por eso no ha podido venir. ¿Será que usted pueda hablar para que entre?
—Si él te quiere, que busque sus papeles. El hombre que quiere buscar a su mujer, va a buscar sus papeles, y si no, pues, mamita, buscá cómo borrarlo.
Las caras en las filas de las visitas cambian a menudo. A los hombres les aburre despertarse temprano, aguantar las requisas y los controles, según dicen dos internas consultadas. Las relaciones, en su mayoría, desaparecen. Sin embargo, como en casi todo, siempre hay excepciones. El esposo de una sentenciada a 10 años de cárcel lleva cuatro años y medio sin perderse una visita familiar y conyugal. Siempre que llega el día, se acicala y le lleva obsequios, cuenta Montiel.
“¿Tenés hermanos? ¿Tenés vecino? ¿Tenés primo?”, se escuchan las voces de las internas en los pasillos. Muchas de ellas abandonadas por sus parejas. El día de la visita familiar, aprovechan para empolvarse los pómulos y pintarse los labios, la ropa más ajustada, y salen a echar un vistazo a los visitantes de sus compañeras. “Hay muchas que buscan cómo quitarte el marido y buscan el número de teléfono y lo llaman, y si te descuidás, en la visita le pasan una carta. Ya se han dado casos”, afirma Montiel.
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La mala hora le llegó a Maritza Duarte mientras caminaba en la fila de visitas de la cárcel de varones del Sistema Penitenciario La Modelo. Un perro husmeaba a las personas que ingresaban. Era un pastor alemán que iba pegando el hocico en las nalgas de las visitantes. Maritza, una muchacha de 25 años, bajita, tez morena, sonrisa fácil, falda roja hasta las rodillas, iba en la fila nerviosa. El perro se detuvo donde Maritza, no se despegaba de la falda. Los oficiales la separaron y la metieron a un cuarto. Le decían que se sacara la droga, pero ella se negaba. Los policías la amenazaban con llevarla al laboratorio para que un especialista lo hiciera. Maritza accedió y sacó de sus partes íntimas un “óvulo” de cocaína, hecho de plástico forrado con cinta adhesiva, envuelto en un condón.
Maritza estuvo detenida tres meses en una estación de Policía y luego “la subieron” a La Esperanza, donde permaneció encerrada casi un año. La cárcel de mujeres se está llenando de “mulas” que intentan meter drogas a la cárcel de hombres. El día que la detuvieron, Maritza solo se sacó uno de los seis óvulos que llevaba dentro de sus partes. Los otros cinco, los tiró en la estación de Policía.
A Maritza le pagaban mil córdobas por llevar drogas al penal. Procuraba hacer “viajes” una o dos veces por semana. “Mi fuente de trabajo”, dice. Maritza es madre soltera de un niño de dos años, a quien mantenía gracias a lo que ganaba con meter los óvulos a La Modelo. “Los jueces nos dan una pena mínima, cuando nos atrapan con droga en la cárcel. Ellos saben que es una manera de ganarnos la vida”, asegura Maritza, quien fue liberada el 15 de febrero de 2016, bajo el “régimen de convivencia familiar”, anunciado por el Gobierno.
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Una mañana Tania Montiel se bañaba en uno de los chorros del dormitorio 4. Las demás internas bromeaban y platicaban sobre la visita familiar que habían recibido el día anterior. Los cuerpos desnudos jugueteando con el agua.
—Tania, ¿quién es ese muchacho que siempre viene a visitarte? —preguntó una de las internas, mientras sonreía. Le faltan los dientes delanteros.
—Es mi sobrino, ¿por qué?
—Por nada. Es bonito, ¿cómo se llama? Me gusta su pelo —insiste la mujer.
—Se llama Aldrín. ¿Por qué?
—¿Es gay?
—Sí, claro —responde Tania, con el ceño fruncido—. Es como mi hijo, ¿tenés algún problema?
A partir de ese día, cuando defendió a su sobrino homosexual, Tania Montiel se ganó la simpatía de las lesbianas del penal. Nunca la enamoraron, pero muchas le pedían consejos, le hacían dibujos de su rostro y la utilizaban para entregar cartas a otras muchachas de los galerones. Las cartas son el vehículo del amor en La Esperanza. Las misivas recorren de mano en mano los pasillos hasta llegar a la cortejada. Los amores sobreviven a punta de cartas y lenguaje de manos.
“No creo que todas las mujeres de la cárcel sean lesbianas. Pero creo que ellas piensan que están débiles en esa área, se sienten solas, abandonadas y dicen consolémonos las dos”, afirma Maritza Duarte.
A las lesbianas de La Esperanza no les hacen visitas conyugales. Tampoco les conceden un breve espacio de tiempo, como lo hacen en el Centro Penitenciario Integral de Mujeres de Tipitapa, la cárcel de mujeres inaugurada en 2011, donde las reclusas durante veinte minutos se quedan solas para hablarse y acariciarse.
Desde la ventana, Gabriela lanzó el último beso a Scarleth, pero una funcionaria capturó la escena. La ingresaron en la habitación de castigo y clavaron tablas de madera para cerrar la ventana. Las oficiales cortaron cualquier comunicación entre ellas. Les cambiaron de roles en las visitas y en los descansos para que no coincidieran y puedan verse.
Gabriela no soportó la soledad y se cortó las venas de la mano izquierda con una navaja. De inmediato las autoridades la asistieron y la curaron. Ella pide que le den tiempo para poder ver a Scarleth, tomar su mano, darle besos. “En eso estaban ellas cuando a mí me sacaron. Gabriela quería que le dieran aunque sea veinte minutos, como lo hacen en la cárcel de Tipitapa”, dice Duarte.

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Tania Montiel no imaginaba que su libertad estaría en la cárcel de Tipitapa. En la mañana se levantó con un frío atípico, se alistó y entró al tribunal para su juicio. Las dos veces anteriores que había llegado, el proceso se canceló por falta de presentación de pruebas en su contra. A Montiel no le gustaba regresar. Cuando miraba las calles, mientras era trasladada a los juzgados, sentía que estaba libre. El regreso a la prisión siempre era más doloroso.
Aquel día la llevaron a Tipitapa. Una teniente preguntó su nombre, ella levantó la mano y salió del microbús donde venía. “Aquí está tu carta de libertad”, le dijo la teniente. Montiel no lo podía creer: era liberada por convivencia familiar extraordinaria, beneficio otorgado a los reos con mejores conductas.
Lo último que pidió fue que la llevaran de regreso a La Esperanza. Quería entregar sus pertenencias. “Si te vas libre, me dejás algo”, le decían las reas, cada vez que iba a juicio. Tania repartió su provisión y sus ropas cuando regresó. Sus compañeras le aventaron las chinelas y los zapatos, porque dicen que es de buena suerte. Le gritaron, aplaudieron, lloraron, mientras Tania caminaba con tristeza a la salida y volteaba a ver las cabecitas y las manos despidiéndose de ella.
8 mil liberados
El lunes 22 de febrero de 2016, el Gobierno de Nicaragua informó que había liberado a más de ocho mil reos bajo el régimen de convivencia familiar condenados por delitos leves y que cumplían penas de cinco años o menos, desde 2014. De ese total, 845 han sido liberados en lo que va del año. Tania Montiel y Maritza Duarte, fuentes de este trabajo, son dos de las liberadas este año bajo esta medida.
Hasta mayo de 2014, la población penal de Nicaragua era de 10,569 reos, de los cuales 575 eran mujeres, 306 extranjeros, 102 de distintas etnias, 90 con alguna discapacidad y 30 adolescentes. La Policía Nacional cuenta con 506 celdas preventivas en todos los municipios del país, con una capacidad para 2,913 personas.