Un noviazgo en la cárcel, una boda en el exilio, cartas intensas y una vida de clandestinos. María Haydée Terán relata la historia de amor que vivió con el guerrillero fundador del FSLN, Carlos Fonseca Amador
Por Tammy Zoad Mendoza M.
Ahí estaba. Frente a ella lucía mucho más alto de lo que imaginaba. Flaco, con porte de caballero y cabello negro ensortijado. Moreno, un rostro alargado que empezaba con una barbilla afilada en punta, pómulos pronunciados, hasta coronar en una frente amplia.
Como quien versa un poema, el joven empezó a hablarle del propósito de reclutar a más gente en la lucha sandinista. Le habló del trabajo en la montaña, de sus convicciones, de lo que quedaba por hacer.
Ella se impresionó con la inteligencia y determinación del muchacho, pero también reconoce que quedó prendida en el azul intenso de aquellos ojos miopes, que aún a través del vidrio grueso y el marco oscuro tenían un brillo singular cuando hablaba del partido.
“En el viaje de regreso pensé en todo lo que me dijo, no quedamos en nada, pero yo estaba convencida de mi participación en el Frente”, cuenta ella.
¿Fue en lo único que pensó? Se sonroja, parpadea rápidamente y sonríe. “También pensaba en la impresión que me causó. Esa forma de hablar, su seguridad, el carácter. Fue una buena primera impresión”. Fue la primera vez que Carlos Fonseca Amador y María Haydée Terán se vieron. Era 1964.
Con la punta de los pies apenas se impulsa para mecerse en la silla de su casa de León. María Haydée Terán recuerda con cariño aquellos años que estuvieron juntos. Hay ciertas cosas que aún le da pena contar, muchas que recuerda con claridad y otras que dice haber olvidado. Pero ahí en un cajón de su cuarto, dobladas y apiladas una sobre otra, están las cartas que cuentan otra parte de la historia. Una historia de amor y guerra del puño y letra del Comandante en Jefe de la Revolución Popular Sandinista.
“10 de febrero de 1969. Amorcita linda: El correo ha estado pésimo. La noticia del arribo de la cumichita me ha venido de lo más imprecisa. A duras penas he sabido que vino al mundo. Hasta hoy no sé qué día nació exactamente, aunque yo prefería que viniera un varoncito, en mis cuentas para bien del niño, me alegró muchísimo saber que era mujercita”. Escribe Fonseca desde las montañas de Matagalpa, cuando ya era jefe político y militar del FSLN.
Tania de los Andes, su segunda hija, nació en enero del 69. En agosto de ese año lo atrapan en Alajuela, Costa Rica, y un mes después María Haydée Terán viaja sola para visitarlo, una vez más en una cárcel. Esperan un tiempo y mandan a traer a los niños con la hermana menor de Fonseca. Hasta entonces conoce a Tania, de 9 meses, y ve a su primogénito Carlitos, de 3 años.
Las cartas que guarda la viuda y que por primera vez salen a la luz pública, muestran un Carlos Fonseca distinto al que conocemos, uno que salpica sus comentarios con frases cariñosas. “Amorcita linda” parece haber sido su preferida. Un Fonseca de largo escribir, pues las cartas pasan de los cinco folios escritos a mano, con trazos que a veces se vuelven ilegibles. Un Fonseca que pide cariño desde la distancia: “Deseo que me dirijás palabras que me sean gratas, no quiero decir que deseo que me expresés una satisfacción y una felicidad que no sentís. Lo que deseo es que detrás de tus quejas no falten tus caricias. Te beso mucho mi amorcito…”
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A inicios del 66 Carlos Fonseca entra clandestino a Nicaragua desde Costa Rica. Un mes después ella le sigue, pero se va directamente a León. Tiene dos meses de embarazo y es un blanco seguro en caso de querer amedrentar a Fonseca, cuando entonces ya era el rebelde cabecilla del partido que años más tarde derrocaría a Anastasio Somoza Debayle.
“No nos vimos por un tiempo, pero yo tenía noticias de sus actividades en la clandestinidad. De repente alguien me venía a traer a León y me llevaba a Managua”, cuenta Terán. Ir y venir las veces que tuvieran la oportunidad. Al inicio viajaba sola por seguridad del bebé, Carlos Alberto Fonseca Terán. Ella lo visitaba donde estuviera y trasladaban su nido de amor de un lado a otro. “Conoció al niño casi al año”.
Fue un romance entre cartas, cárceles y escondites. Aquella señorita leonesa de cabellos negros y ondulados que conquistó al rebelde con causa. La pareja que vivió su amor huyendo de un lado a otro, tuvo hijos en tiempos difíciles y solo pudieron estar juntos una década. No hubo un final feliz, pero tampoco es una historia del todo triste.
Aquel muchacho flaco, alto y murruco, moreno de ojos azules sigue siendo un emblema del partido que fundó. Sus hazañas, su manera de pensar y proceder lo convirtieron en un histórico y casi mítico personaje, el héroe de la revolución.
Doña María Haydée Terán, de 74 años, luce como una apacible abuelita, de esas muy conservadoras y prudentes que estarían en contra de cualquier acto temerario o que implique cierto grado de peligro. Piel blanca y llena de pliegues, manos suaves y con salteadas pringas color café, lleva el cabello abombado con raíces grises que palidecen en las puntas. Sonríe y parece que ha llevado una vida tranquila.
Pero María Haydée llevó una juventud agitada entre armas, barrotes y amenazas latentes. No sería la primera vez que se involucrara en grupos opositores a la dictadura somocista. Ella participó en la protesta del 23 de julio de 1959, en León, cuando la Guardia Nacional sofocó a los jóvenes estudiantes. Hubo cuatro muertos y decenas de heridos. Logró regresar bien a su casa, pero el susto solo la hizo identificarse más con los reclamos. Siguió en la red de jóvenes opositores y participaba en marchas y protestas en León.
Por eso al hablar de su pasado no puede disimular ese espíritu indómito que la llevó por México, Costa Rica, Chile, Cuba y Panamá, en ocasiones con sus hijos en brazos, siguiendo el destino que había elegido al lado de su esposo, de su Carlos.
Con tan intenso recorrido en la vida es una mujer fuerte, aún la líder de su familia, pero si hay algo que hace blandir su corazón y le endurece el semblante es hablar de la última vez que lo vio. De aquella despedida que fue para siempre.
“Me dijo que se tenía que regresar, que había mucho que hacer en Nicaragua. Si habíamos pasado tantas cosas, yo no podía decirle nada, tampoco hubiera servido. Era un hombre decidido, entregado a sus ideales, era su manera de dejarle algo a su familia”, cuenta Terán.
Eso fue un par de semanas antes del viaje, cuando estaban solos en el cuarto de su apartamento en La Habana, Cuba. Solo ella sabía que regresaría aquí, sus hijos pensaban que iría a un viaje al oriente de la isla, por eso cuando se fue solo hubo un par de besos y un abrazo con intenciones de suerte, cargado de la incertidumbre de su vida los últimos años.
“Amorcito lindo: Quiero que mis hijos aprendan a recorrer el camino de la vida guiados por el brazo tuyo. Cuidate mucho, vos no te cuidás, al fumado no le has dado la importancia que tiene. Tu afán con el cigarrillo constituye un verdadero suicidio, tomando en cuenta la debilidad de tus vías respiratorias.
Aunque no tengo derecho de reclamarte que sintás alegría por la vida, porque solo aflicción te he causado yo, sí puedo hablarte en nombre de los muchachitos”. Le escribió Fonseca años atrás, intuyendo que al final ella se tendría que hacer cargo de la familia.
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El joven flacuchento de lentes grandes y gruesos, de bigote y barba rala que salía como estampa en el libro Un nicaragüense en Moscú, que ella había leído años atrás, era Carlos Fonseca Amador. En 1964 sus amigos, entre ellos Octavio Robleto, insisten en que se una al Frente Sandinista y la llevan a una reunión para conocer a Fonseca.
“Me fui una tarde a Managua, me llevaron hasta donde él estaba y conversamos un par de horas”, recuerda doña María Haydée Terán.
En un caserón de Managua una jovencita blanca y menuda, de cinturita ceñida con el talle del vestido y el cabello azabache domado en cola entró en la sala y sonrió. Carlos y María Haydée estrecharon sus manos por primera vez.
Luego de esa reunión no supo nada de él hasta un mes más tarde. Alguien le avisó que lo habían apresado y esa misma semana resolvió viajar a Managua para visitarlo.
Fue un jueves o un domingo, el endiablado sol de mediodía la hacía sudar, por lo que decidió usar blusa fresca y una falda acampanada. Salió de León para estar puntual a la hora de las visitas.
“Lo tenían en La Aviación. Llevé un aliño de cositas para que comiera. Estaba nerviosa, era la segunda vez que lo vería. Cuando entré a la sala sonrió al verme, estaba contento y a mí se me quitó el nervio. No sé si fue media o una hora, nos pusimos a platicar y el tiempo se fue volando”, recuerda.
Hubo química. Sonrisas, miradas, apretones de mano, protocolarios besos y abrazos de despedida cargados de una atracción creciente.
“Después de unas tantas visitas fue que me empezó a hablar de otras cosas, además de la política”, dice con cierta picardía doña María Haydée. Calla y hace un gesto de complicidad. Suelta una risa, se frota las manos y con el pulgar hace girar el anillo que aún lleva en el dedo anular de la mano izquierda.
En artículos y biografías de Fonseca, incluso en una reseña publicada en La Prensa en el 2009 tras la muerte de Octavio Robleto, esta historia tiene otro matiz.
La misma María Haydée, el mismo Carlos, la reunión clandestina pero Octavio Robleto aparece como su novio. Robleto era un poeta que había llegado a León a estudiar Derecho. Ahí conoció a Terán, una jovencita agraciada y tenaz, que trabajaba entonces en la librería de su madre. Para congraciarse y presumir sus contactos, Robleto la llevó a visitar a su amigo Carlos Fonseca. La muchacha prefirió al insurrecto y revolucionario joven quijotesco, en lugar del loco poeta enamorado. Entonces Robleto purgó su desamor en una finca en Masaya.
“Carlos fue mi primer y único novio”, aclara sonrojada doña Haydée Terán y cierra el tema frunciendo el labio.
Lo cierto es que fueron seis meses de visitas, jueves y domingo, en la cárcel. La admiración se convirtió en interés, y la química en amor. Pudo ser el ímpetu de seguirle donde estuviera, la dedicación con la que se arreglaba para cada encuentro o ese sentimiento de compartido de patriotismo. Así como ella se enamoró del visionario flaco de ojos azules, él supo que la joven de cabello oscuro, cejas negras y perfiladas, con finos labios y sonrisa fácil era su futura esposa.
“A mi mama no le gustaba que yo anduviera metida en cosas de política, por eso me venía escondida a Managua, pero cuando Carlos y yo empezamos a jalar tuve que hablar con ella”, dice Terán. “Al inicio no lo aceptaba”.
Quizá su madre, Haydée Navas, tenía miedo de que la historia se repitiera. Don Ulises Terán, su padre, fue un hombre de política: uno de los fundadores del Partido Liberal Independiente, crítico y enemigo de Somoza, preso político en varias ocasiones. Durante su adolescencia María Haydée vio cómo la Guardia se llevaba a su padre y lo trasladaban a una cárcel de Managua. Cada vez que eso pasaba, su mamá viajaba a verlo.
“Estando aquí en la cárcel me propuso matrimonio, pero le dije que no. En ese momento sentía que necesitaba quererlo más. Cuando se fue a México no recuerdo si él insistió o yo le di el sí”.
María Haydée Terán,
viuda de Carlos Fonseca Amador
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Víctor Manuel Urbina fue guía de Carlos Fonseca en las montañas de Matagalpa. Para él era “Agatón”. “Fue por 1976 que Francisco Rivera me dijo: ‘Nos vamos a encontrar con un señor de edad y hay que cuidarlo, acaba de bajar de la ciudad, no te voy a decir quién es por medidas de seguridad’. Entonces así fue que conocí al comandante Fonseca, en Las Vallas, ahí estaba acampamentando”, cuenta Urbina en una entrevista a Mónica Baltodano en el libro El crisol de las insurrecciones: Las Segovias, Managua y León de la trilogía Memorias de la lucha sandinista.
Urbina describe a Fonseca humilde, a ratos platicón, a ratos retirado. De un hombre que se conocía las mil mañas para sobrevivir en la montaña a punta de plantas, para aliviar dolores de charneles, golpes o disparos. Ese era Carlos “Agatón” Fonseca. Un hombre que recorrió el campo levantando voluntades para alzar las armas contra la dictadura somocista.
“Carlos Fonseca me enseñó que teníamos que aprender a leer y a escribir. Había encomendado a Claudia Chamorro, ‘Luisa’, que enseñara a los del campamento a leer”, recuerda Rivera. Le gustaba la perfección, se detenía a dar lecciones él mismo, pues no dejaba su profesión de maestro.
“Él cargaba su mochila, un papelero y su radio. Le gustaba estar escribiendo”, recuerda.
“No sé si le habrás puesto la debida atención a algo que te dije en una de las últimas cartas que te envié, te decía que te estaba escribiendo poco porque me quebrantaba el ánimo por atender mis asuntos personales y que no marchaba/mostraba en la medida de mi deber el resultado de mi trabajo revolucionario. Sin embargo actualmente me estoy empeñando en no dejarme arrastrar por el mal humor para realizar ciertas cosas”, le escribe a su esposa.
En los descansos luego de caminar entre veredas, subir y bajar en el monte espeso de Matagalpa, Fonseca se sentaba en un tronco, en una roca, en cualquier lugar donde apoyar una hoja y escribía sus artículos y discursos. Pero cuando se alejaba más, cuando se le notaba distraído, meditabundo, apartado, era cuando escribía las cartas a María Haydée.
“Te agradezco infinitamente todo lo que pusiste de tu parte para ayudarme y te pido mil perdones por mi desconsideración con tu estado.
Que me valga que no lo he hecho para satisfacer un apetito egoísta, sino para cumplir con deberes patrios.
Mi amorcita linda que el correr del tiempo está contribuyendo a que nos comprendamos, a que yo te comprenda a vos. Te he expresado la enorme sed de amor, quiero decir sed de un amor que rodea mi alma.
Te he expresado mi remordimiento de todo lo grande que sé que es tu amor por mí. He llegado a confesarte la inconformidad que he sentido. Sin embargo siento que está llegando el instante en que he de lograr disfrutar plenamente, en toda su enorme dimensión, el amor que me profesás”.

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El 6 de enero de 1965 Carlos Fonseca Amador es deportado por tercera vez a Guatemala y lo recluyen en Petén. Hace amistades y se alía con el militar Luis Turcios Lima, futuro comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) de Guatemala, quien le ayuda a escapar hacia México.
“Llegué bien a México”, decía el telegrama que María Haydée Terán recibió días después mientras trabajaba. El mensaje iba dirigido a una trabajadora de la librería y a partir de entonces se comunicarían por cartas y usarían seudónimos. Ella era su Celeste y él su Manuel. “No recuerdo si fue él quien insistió en lo de la boda o si fui yo la que finalmente dijo que sí, porque en una visita a la cárcel aquí me propuso matrimonio, pero yo necesitaba tiempo para quererlo más. Así que fue por medio de cartas que acordamos el matrimonio”, comparte Terán.
Vestido blanco, talle alto, ceñido a la cintura con una campana que caía abajo de la rodilla. Su madre la acompañó a México y allá, el primero de abril firmaron el acta civil y el 3 del mismo mes dieron sus votos ante el sacerdote que celebró el matrimonio en la casa del profesor Edelberto Torres. Los invitados eran todos exiliados y militantes del Frente Sandinista.
“Nos fuimos una semana de luna de miel, fueron días bonitos”, recuerda y se sonroja. Pero pronto tuvieron que salir hacia Costa Rica, donde se hospedaron temporalmente. Él regresó antes a Nicaragua para reorganizar y solucionar problemas internos en el Frente Sandinista, pero ella se quedó y viajó un mes después con “Carlitos” en la barriga.
La clandestinidad de Fonseca duró varios años, mientras tanto Terán y los niños trataban de llevar una vida tranquila en León, pero la familia nunca estaba completa. En abril de 1971 llegan a Cuba para empezar una nueva y última etapa juntos. Para entonces Carlos Fonseca estaba en Corea y su familia le esperó en La Habana hospedada en casa de otros nicaragüenses exiliados.
“En septiembre, cuando él regresó creo que pude sentir paz por primera vez. Aquí nunca nos hicieron nada, pero siempre había peligro”, reconoce Terán.
En un apartamento de un edificio en La Habana pudieron al fin construir un hogar juntos. Se convirtieron hasta entonces en una familia “normal”. Él trabajaba todo el día, permanecía en reuniones en la casa del Frente Sandinista. Ella se hacía cargo de las labores del hogar y los niños asistían a la escuela regular. Una rutina de lunes a viernes y fines de semana en familia. Sentarse juntos a la mesa, ir con los niños al Malecón, salir a tomar algo.
Hubo una relativa tranquilidad, pero en el fondo todos sabían que era algo temporal. “Los niños sabían que su papá era perseguido en Nicaragua, si alguien preguntaba por qué no estábamos ahí, ellos respondían como en coro ‘porque si no Somoza mata a mi papa’ y Carlitos hablaba con inocencia y naturalidad de las visitas a su papá en la cárcel”, cuenta con una extraña sonrisa de complicidad.
Pero a mediados del 75 las cosas se ponen tensas. En Nicaragua el panorama político no pinta bien, hay problemas internos en el Frente Sandinista y las estructuras necesitan reorganizarse para unificar bases y continuar la lucha antisomocista. María Haydée Terán presiente que las cosas no están bien porque Fonseca está distanciado.
“Sabía que era un viaje difícil para todos, era un perseguido político y su vida no dependía solo de él”, reconoce ella.
“Te agradezco infinitamente todo lo que pusiste de tu parte para ayudarme, y te pido mil perdones por mi desconsideración con tu estado. Que me valga que no lo he hecho para satisfacer un apetito egoísta, sino para cumplir con deberes patrios”, le escribió su esposo en una ocasión.
Se despidió con besos y abrazos de sus pequeños. Carlos y Tania suponían que su padre iba a un viaje de trabajo al oriente de la isla, pero Fonseca se enrumbaba a Nicaragua. Tomó su maleta y en el portal le dio el último beso a María Haydée… se abrazaron. Bajó el edificio y ella le vio alejarse desde la ventana.
Todo empezó de nuevo. Cartas, pocas llamadas, noticias de clandestinidad. Carlos Fonseca estaba interno en las montañas de Matagalpa. María Haydée y los niños seguían en La Habana a la espera de él o de buenas noticias, pero no fue así.
“Estaba llegando a la casa, venía de una bodega de hacer compras para la casa. Llegaron unos amigos del Frente y me dijeron que estaba muerto, que lo habían matado en la montaña”, cuenta Terán con un tono ceremonioso. Fue en noviembre de 1976.

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Se impacta, llora, pero debe hacerlo en silencio. Se queda en un rincón sollozando. Los niños están jugando en su cuarto y ella no quiere que se enteren aún. Llama a su madre y ruega poder volver a Nicaragua, pero es imposible, además de peligroso.
Sus hijos supieron de la muerte de su padre en un mural del edificio. Subieron corriendo las escaleras, irrumpieron sofocados en el apartamento y le hablaron a su madre de la noticia. Un luto profundo envolvió a la familia.
Fue hasta agosto de 1979, luego del triunfo de la revolución, cuando al fin pudieron regresar a Nicaragua, luego de esperar cuatro meses en Panamá.
“Era realmente difícil celebrar. La muerte de Carlos mermó la alegría que uno pudiera sentir… Se logró lo que él quiso, por lo que luchó su vida entera, pero él no estaba”, dice y suelta un suspiro. Doña María Haydée Terán guarda silencio. Frunce los labios y después de un momento se disculpa y dibuja una pequeña sonrisa. “Todo valió la pena, así tenía que ser…”

Presa en San José
Diciembre de 1969, Alajuela, Costa Rica. María Haydée Terán recibe la llamada de un amigo que le pide encontrarse con ella en el centro de la ciudad. Pide un taxi y aguarda a que lleguen por ella, pero la espera se alarga. Es un día importante y algo más le preocupa.
En la carretera un taxi es interceptado por dos sujetos armados que piden sofocados al conductor que los lleve, pero este se niega y huye.
—Fíjese que venía en el camino y allá por la penitenciaría dos malandrines me detuvieron y me encañonaron. Parece que hay algo ahí —dice el hombre aún nervioso a su pasajera, María Haydée Terán. Ella sabía perfectamente lo que pasaba.
Ese 23 de diciembre asaltarían el cuartel de Alajuela para liberar a Carlos Fonseca Amador. Eran Humberto Ortega, Rufo Marín, Germán Pomares, Julián Roque, Fabián Rodríguez y otros militantes sandinistas. Pero algo salió mal.
Cuando ella llegó al punto acordado, su amigo ya no estaba. Debía pensar qué hacer.
—¿Podríamos pasar por la cárcel señor? —le pide intentando controlar el tono de angustia. Había sido Fonseca y otros compañeros los que detuvieron el carro porque no habían conseguido traslado fuera de la cárcel.
—Pero es que ahí hay problemas, señora. A mí me detuvieron esos hombres armados, seguro se escaparon. Debe ser peligroso.
Pero sin importar la sentencia del taxista ella logró convencerlo de pasar. El auto se detuvo, ella bajó y la detuvieron de inmediato.
—¿Qué pasó? ¿Qué pasa? No sé nada, no sé nada —replicó ella. Tenía una coartada, ese día se dirigía a otro lugar y el taxista podría corroborarlo, pero estaba asustado porque también lo había apresado. Efectivamente no era parte de esa misión, aunque semanas antes le hubiera llevado entre los aliños un arma a su esposo.
“En ese momento temía que pasara algo peor con él, pero todo se justifica con la causa. Él quería seguir luchando y yo estaba ahí para él... Pasé dos meses en la cárcel de mujeres de San José, creo que fue injusto porque nunca comprobaron nada. Lejos de mis hijos, sin saber de él, fue duro. Ahora que lo cuento me parece una locura”, sonríe.
