Amigos en casa

Reportaje - 08.07.2012
Cortesía-de-F2.8-Fotografía.

Duermen en sus casas, comparten su comida, salen juntos de paseo. Se comunican con regularidad, conocen de sus vidas y hacen visitas cada vez que pueden. Llegaron para construir casas y al final edificaron lazos de amistad.
Ellos son “los techeros” de la familia

Por Tammy Zoad Mendoza M.

Sonríen. Acaban de terminar de jugar en las calles de tierra, sus pies descalzos y polvosos los delatan. Javier tiene un poco de pena, anda sin camisa, pero igual posa en medio de los dos chavalos de camisetas blancas. Jordan, su hermano menor, se tira al piso y pela los dientes. Su carita redonda y morena, su pelo chirizo, tan oscuro y brillante como sus ojos, se roban el primer plano de la foto. De fondo las tablas claras de una casita.

Otra imagen, esta vez ambientada en un paisaje de montañas. La bebecita al centro se roba la atención, su abuela esboza una sonrisa, mientras una joven la carga. Lucen felices. De fondo las tablas amarillentas de la casa.

En la otra foto no hay rostro que se distinga. Al fondo se ve un grupo de personas sosteniendo una pared de madera. Camisetas blancas, azules, verdes, moradas. Jóvenes y niños pintados en la escena. Un par de guantes, un martillo y el piso de madera clara.

Bonanza. Matagalpa. Managua. Las escenas se repiten con diferentes rostros y escenarios. Desde hace más de tres años las camisetas blancas, las herramientas y los paneles de madera desfilan por el país. Detrás de todo están los jóvenes de Techo-Nicaragua. Un grupo de voluntarios que se ha multiplicado a cuatro mil para hacer frente a la pobreza. No comparten las necesidades de las familias con las que trabajan, pero reconocen que son parte del cambio ante la desigualdad.

“Más que privarnos de cosas, porque no es el objetivo latigarse con ‘yo tengo plata o tengo oportunidades y el otro no’, la idea es reconocer la situación en que estamos. Tener el privilegio de ser universitarios en un país donde la educación superior no es un derecho y dar nuestro aporte”, comenta Laura Lacayo.

Los “techeros” llegaron para ayudar y recibieron más de lo que esperaban. Dejan las comodidades de sus casas, posponen fiestas o los viajes, pero han encontrado amigos, han sido acogidos por nuevas familias, han conocido y aprendido. Las casitas de madera son solo el inicio de la historia.

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Cortesía de F2.8 Fotografía.

Nunca en su vida se había involucrado en alguna labor de construcción. Ni siquiera actividades de reparación en su cuarto. No tenía idea de lo que implicaba armar una casa y mucho menos del trabajo duro bajo sol, lluvia o frío. Laura Lacayo, de 21 años, estudia el último año de Sociología, vive con su mamá en Villa Fontana y confiesa que nunca ha sido atlética. Es la joven que sonríe en todas las fotos. Blanca, ojos color miel, cabello claro y rizado. Alta, delgada y simpática.

En diciembre de 2008 le tocó construir por primera vez. Cavó. Ayudó a cargar pesados paneles. Se subió a las vigas de madera y clavó el techo. Martilló hasta el cansancio. En el barrio 30 de Mayo, Managua, alrededor de 70 voluntarios nicaragüenses y extranjeros arrancaron las primeras construcciones. Techo, en ese entonces Un Techo para mi País, llegó a Nicaragua a reclutar voluntarios para la construcción de viviendas de emergencia. Las casitas de madera de pino son el cimiento de un proyecto que busca la solución al problema de vivienda y la extrema pobreza en el país.

La mayoría de los voluntarios son jóvenes, universitarios, con algunas o bastantes comodidades. Estudian, trabajan o atienden negocios familiares o propios. Salen con sus amigos, van a fiestas, organizan viajes. Todo lo que un joven con medianas posibilidades económicas podría hacer.

Han llegado por curiosidad, siguiendo a los amigos o para conseguir pareja, pero eso no importa cuando encuentran las verdaderas razones para quedarse.

“Ser parte de Techo te hace madurar, tomar conciencia. Estás más pendiente del tema de recursos. Si vos pensás en una cantidad grande de plata la relacionás con el costo de una casa o con el ingreso económico de una familia. Que si el viaje a tal lugar te costó tantos dólares, que cuánto te gastás en una fiesta. Hay números que cuadran con la mitad de lo que gana una familia o lo que pagan en la recolección de café. He visto cómo muchos que entran por razones superficiales han cambiado su forma de actuar, es admirable la calidad de voluntarios que hay en Techo”, reconoce Laura.

Laura y Anne Sibert son parte del mismo equipo, pero para Anne todo empieza de nuevo. Salió de una provincia para realizar estudios superiores en terapias naturales en Santiago, Chile. La hija menor se separó del núcleo y tiempo después encontró una nueva familia. Varias nuevas familias. En el 2003 se enlistó como voluntaria en Un Techo para Chile. Ahora está en Nicaragua, país del que únicamente había visto el nombre en la lista de los 19 lugares en los que tiene presencia esta organización. Llegó hace mes y medio y se le ve contenta. Dice estar sorprendida con el trabajo y la entrega de los voluntarios nicas.

“No sabía nada de Nicaragua, hice una aplicación abierta y luego de la selección me dieron a elegir entre Paraguay, El Salvador y Nicaragua. Fue al azar, pero ahora digo que volvería a elegir Nicaragua”, dice la joven rubia, ojos azules y cuerpo torneado.

Un par de maletas, muchas expectativas y casi diez años de trabajo en Techo. A esta chilena le toca guiar la segunda fase del proyecto, compartir e implementar la Habilitación Social. Una serie de programas de trabajo de acompañamiento comunitario para desarrollar proyectos educativos, de salud y asesoría legal.

Y aunque en Nicaragua el trabajo empieza , los voluntarios apuestan al alcance que ha tenido Un techo para Chile, que han desarrollado 115 proyectos de viviendas definitivas y la organización tiene gran impacto. Ellos empezaron y aquí el trabajo no para.

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Son casi las siete de la noche y la plaza se empieza a llenar. De uno a uno o en grupos aparecen chavalos con mochilas y colchones. Son cientos y da la impresión que todos se conocen. Y si no se conocen, ya tendrán tiempo para hacerlo. Dos horas más tarde llegan los primeros buses y un grupo de jóvenes enfundados en camisetas blancas pasan lista.

“¡Jinotega! Los de la escuela amarilla a la derecha, escuela azul a la izquierda”. “¡Matagalpa! Recojan sus cosa y hagan fila”. “Los demás, esperen sentados”.

Empieza la algarabía. Cada quien sube al bus que le corresponde. Unos sentados otros de pie, pero todos deben caber. El parque bombea una a uno los buses con decenas de chavalos ansiosos. Los que ya saben a lo que van, prefieren dormir durante el viaje. Los más nuevos explotan de emoción y otros solo observan. Música, pláticas, bromas. Luego de un par de horas, silencio total.

Es tiempo de una de las construcciones masivas de Techo, a la que cientos de voluntarios aplican para salir a construir en asentamientos de la capital y varios departamentos. Todos jóvenes universitarios o estudiantes de secundaria. Todos sin experiencia alguna en construcción.

Llegan a las escuelas comunitarias que los hospedarán el fin de semana. Antes de la cena deben presentarse en el grupo. Luego cada quien saca parte de la provisión que ha llevado para compartir: jugos, gaseosa, frituras, atún, dulces, café. Todo lo que mate el hambre y rinda para compartir. Al día siguiente a cada quien se le asigna una cuadrilla, una herramienta y una familia. Desayunan gallopinto, queso y café, preparados por otro grupo de voluntarios. El mismo menú para la cena. Salen al primero de dos días de trabajo. Para el almuerzo llevan una provisión de arroz y pastas, con suerte y gentileza de la jefa de familia esto se acompaña de alguna ensalada o un fresquito. Todo empieza aquí, en el terreno de construcción.

Laura ha construido en unas 15 jornadas masivas y ha coordinado alrededor de 23 construcciones.

En diciembre de 2009 coordinó construcciones en varias escuelas de Matagalpa. Los terrenos irregulares de los asentamientos, la topografía accidentada del lugar y las condiciones climáticas hicieron de esta una de sus experiencias más difíciles. Dos días descargando el material, sorteando lluvias y padeciendo frío. Los voluntarios ingeniándoselas para trasladar los paneles de madera, el techo y las vigas: hicieron rapel con los materiales para llegar hasta los lugares donde debían construir. De eso no hay fotos a mano, pero todos los que estuvieron lo recuerdan.

Moisés Flores cuenta orgulloso que en el 2009 realizó unas 12 construcciones en diferentes puntos del país. Desde que trabajó en el Villa Norte, Jinotega, su rutina cambió. Se metió a Techo como la mayoría, luego de la invitación “del amigo de un amigo”. Pero cuando fue jefe de escuela en el Barrio Carlos Núñez, Managua, supo que a esto quería dedicarle más de su tiempo.

Algunos padres se quejan de que los hijos ya no están en casa. “Todo es Techo”. De la universidad a Techo. De Techo a los asentamientos. Del asentamiento a la casa. Los fines de semana, de la casa al asentamiento. Hay fines de semana de fiesta, días de salidas con los amigos o domingos de descanso, pero todo es diferente. Pero muchos padres de los voluntarios reconocen el trabajo de sus hijos y lo que Techo les ha aportado.

“Llego todos los domingos al Carlos Núñez, a veces me acompañan otros voluntarios”, dice Moisés Flores. “Mis visitas empezaron por empatía, pero se creó un vínculo y ahora yo siento que llegó ahí y es mi barrio. Es más, mi mama quiere conocer y ya programamos una visita”.

Es estudiante de Arquitectura y trabaja para una empresa privada. Según él, en Techo ha descubierto su vocación por desarrollar proyectos arquitectónicos con un perfil al desarrollo comunitario. Aunque no haya construcciones o trabajo de campo en el barrio, él llega todos los fines de semana al Carlos Núñez para visitar a sus familias, que siempre lo esperan para almorzar o para tomarse un cafecito por la tarde y platicar.

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Una imagen más, ambientada en un río espeso y verdoso. De nuevo Javier, ahora con camiseta amarilla, y Jordan posan al centro. Otra vez los dos chavalos con camisetas blancas sonríen, ahora acompañados de doña Teresa Cárcamo, la mamá de los niños.

Todas las fotos fueron tomadas en Bonanza. Hay de este año, del año pasado y del 2010, cuando todos se conocieron. La joven sonriente junto con la familia es Laura Lacayo, el joven es Orlando Rizo, de 21 años. Él se enamoró del lugar luego de una jornada de diez días en construcción. Ahora el barrio Los Cocos, en Bonanza, es su rincón favorito. Viaja para visitar a doña “Tere” Cárcamo y su esposo Luis Ríos. En semana Santa, en “vacaciones largas”, cada vez que pueden arman viaje para alguna comunidad.

“Para mí ir donde Tere es como cuando visitás a esos parientes. Llegamos sin avisar. Una familia nos hospeda, otros nos invitan a comer, salimos de paseo. Nos sentimos a gusto. Bonanza tiene muchas carencias, pero también es un lugar hermoso, una riqueza cultural. Es un viaje que disfruto”, asegura Rizo, comunicador social.

La última vez que estuvieron ahí se refrescaron en el río Pis-Pis, Suniwás, junto a la familia de Tere. Caminaron 30 kilómetros, por nueve horas junto con German Davis, líder de otra familia, para llegar hasta Musawás, capital de territorio Mayangna. Se hospedaron, aprendieron un par de palabras en mayangna y hasta los despertaron con cantos tradicionales. Llevan su provisión, pero como en toda familia los anfitriones les preparan los mejores y más ricos platos tradicionales.

“No podés llegar a un lugar y pretender que sos el súper héroe, esperar que la gente te cuente su vida cuando no saben nada de vos”, sostiene Laura.

Aquí todos pierden la pena para hablar. Así como el pequeño Javier conversa, juega y posa sin miedo para la foto, los voluntarios han entrado en confianza. “No te da pena decirles que tenés más oportunidades o mejores condiciones que ellos, no es la diferencia lo que te tiene aquí, sino el deseo de acortar la brecha, las oportunidades para mejorar su nivel de vida se logran con trabajo en equipo”, comenta.

No están en período de construcciones, pero muchos de los voluntarios no dejan de visitar los asentamientos donde han hecho suyas las familias con las que han construido. Se han hecho padrinos, los invitan a los cumpleaños y salen de paseo. Llegan de sorpresa, toman café, se acuestan a dormir la siesta. Luego de las jornadas de construcción los voluntarios regresan a los asentamientos y se hospedan en las casas que construyeron juntos a martillazos.

Sin casas

En Nicaragua, el déficit habitacional es de 500 mil viviendas.
De 2010 al 2012 el promedio anual de construcciones del Gobierno y la empresa privada es de 7 mil a 10 mil casas.
Cada año unas 15 mil nuevas familias se suman a la demanda habitacional del país.
Empresarios de la construcción estiman que se necesitaría construir de 15 a 25 mil viviendas más de las que se construyen anualmente para dar abasto a la demanda.
Un vivienda de emergencia tiene un costo de 1,500 dólares, de los cuales las familias que trabajan con Techo aportan 2 mil córdobas.

De techo en techo

Desde que en 1997 el padre jesuita Felipe Berríos reunió a voluntarios universitarios para realizar las primeras 350 construcciones en Curanilahue, al sur de Chile, el trabajo comenzó y no para.
A la fecha Un Techo para Chile ha gestionado 115 proyectos de vivienda definitiva. Además tiene 22 proyectos en construcción, 28 en proceso de postulación, 23 en diseño y 8 en búsqueda de terreno.
Alrededor de 9 mil familias han trabajado y sido beneficiadas con Un Techo para Chile.
La organización contabiliza 82,482 viviendas construidas del 2001 al 2011.
El año pasado se movilizaron 46,584 voluntarios en diferentes jornadas de construcciones regionales.
Las primeras construcciones de Techo Nicaragua se realizaron en diciembre de 2008, y hasta la fecha se contabilizan 910 viviendas de emergencia construidas.

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