Alejandro Dávila Bolaños murió minutos después de operar a su último paciente. Se opuso abiertamente al régimen de los Somoza y por ello pagó con su vida. Esta es su historia, más allá de su célebre nombre
Por Amalia del Cid
Pasaron dos noches antes de que Merceditas Rodríguez pudiera llegar hasta el sitio donde mataron a su esposo. Llevó consigo a un vecino para que le ayudara a levantar el cuerpo, pero solo encontraron cenizas. La Guardia Nacional se había encargado de quemar los restos de sus víctimas y del doctor Alejandro Dávila Bolaños solo quedaban los zapatos, un lápiz y sus anteojos.
Alguien tomó los zapatos y los arrojó sobre un cúmulo de cenizas a fin de indicarle a la viuda que esos eran los restos de su esposo. Ella los reconoció de inmediato. Eran los zapatos cafés, viejos y muy feos, que había comprado para él algunos meses antes, cuando el médico guardaba prisión por oponerse públicamente al régimen de los Somoza.
Entonces se hincó y recogió las cenizas, las de su doctor y las de otras personas que fueron quemadas junto con él, frente al hospital de Estelí. Las guardó revueltas, en una rústica caja hecha con tablitas encontradas aquí y allá, y todavía las conserva porque espera que un día sus propias cenizas se unan a las de él.
Han pasado casi cuatro décadas desde entonces y Merceditas está cerca de cumplir 90 años; pero recuerda aquel abril con esa claridad que tienen las memorias dolorosas. A su esposo lo sacaron del quirófano cuando estaba operando a un joven herido, durante la insurrección de Estelí, en 1979. Lo fusilaron a una cuadra de su casa y en plena calle la Guardia hizo una hoguera con su cuerpo.
Merceditas cuenta la historia con los ojos tristes, pero la voz firme. Y sentada a su lado su hija Karelia se seca las lágrimas. La viuda de Alejandro Dávila Bolaños nunca volvió a casarse y cuando habla de su marido todavía lo llama el Doctor, pronunciando esas dos palabras como si acariciara cada letra.
Algunos recuerdan a Dávila Bolaños como intelectual intrépido y gran conocedor del náhuatl, orgulloso de sus raíces chorotegas. Otros como mártir de la revolución popular de 1979, torturado, más de setenta veces encarcelado y finalmente asesinado. Y hay quienes solamente han escuchado su nombre porque así se llama el Hospital Militar de Managua, bautizado en su honor. Para Merceditas, en cambio, el asunto es mucho más sencillo. “Era un hombre bello”, dice, llevándose una mano al pecho.
La última vez que lo vio ella estaba preparándose para ir a visitar a su mamá, quien vivía en otra zona de la ciudad de Estelí, y él salía de casa acompañado por un joven periodista que más tarde moriría arrojado desde un avión de la guardia somocista.
—Mama —le dijo él, que así la llamaba—. Ya vengo. Voy a ir donde los muchachos.
Por eso cuando más tarde le contaron que la Guardia había rodeado la zona del hospital y desde la casa de su madre vio elevarse lejanas columnas de humo, ella no se preocupó demasiado. Creía que su esposo estaba en el campamento de los guerrilleros del Frente Sandinista.

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La vida de Alejandro Dávila Bolaños terminó en Estelí, pero comenzó en Masaya, el 9 de septiembre de 1922, exactamente dos cuadras y media al sur del parque central de la ciudad, en la calle real de Monimbó. Su padre, Alejandro Dávila Blandino, era tenedor de libros y gran ratón de biblioteca y su madre, Isabel Bolaños, era maestra y pianista reconocida.
De su papá heredó el gusto por la lectura y de su madre, probablemente, la vocación de maestro. Dos características que lo convertirían en el hombre que los Somoza llegaron a considerar “el mayor conspirador y agitador político de Estelí”, según su hija Anabel Dávila Rodríguez, hoy de 61 años.
Ya de chavalo se le conocía como intrépido y a Anabel le han contado que solía atravesar nadando la laguna de Masaya “hasta que unos pescadores que lo vieron le pusieron queja” a su papá. Pero algunos años más tarde su fama de muchacho audaz llegó a los periódicos nacionales, cuando recién salido de la carrera de Medicina, a la edad de 24 años, practicó una cirugía a corazón abierto, apremiado por la urgencia del caso.
“Joven cirujano de Masaya ejecutó antier audaz operación en el corazón de un paciente. Tomó el corazón palpitante con una mano, mientras con la otra trazó tres suturas”, reza el encabezado de una entusiasta nota periodística que Anabel conserva en sus archivos, aunque no recuerda de cuál diario la extrajo.
Resulta que un ciudadano masaya de nombre José María Cano había sido mortalmente apuñalado en el valle de la Quebrada Honda y trasladado al hospital con el pulmón derecho dividido y una herida de pulgada y media en el lado derecho del corazón. Al doctor Dávila, egresado de la Universidad Central de Nicaragua en febrero de 1946, le tocó atender al paciente y después de estudiar rápidamente su caso, suturó el pulmón herido y tomó el corazón en la mano.
Veinticuatro horas más tarde la recuperación del paciente iba viento en popa y todos felicitaban al autor de la hazaña. “La operación más sensacional y audaz que se haya practicado en Masaya, y tal vez la primera que se ha efectuado en Nicaragua, se realizó en el hospital San Antonio de esta ciudad por la ya mano hábil y diestra del joven cirujano Alejandro Dávila Bolaños”, escribió el corresponsal de Masaya en el reporte que Anabel guarda celosamente.
Sin embargo, su talento como cirujano no fue lo que puso al médico en la mira de los Somoza, sino sus actividades en contra del régimen y a favor de la clase obrera. Desde chavalo tenía ideales socialistas y de universitario participó “en las históricas jornadas estudiantiles del año 44, que hicieron temblar al fundador de la dinastía” somocista, dice la breve biografía publicada en el sitio web del Hospital Militar Escuela Dr. Alejandro Dávila Bolaños, fundado en agosto de 1979, cuatro meses después de la muerte del médico.
Cuando Merceditas Rodríguez lo conoció, ya sabía de sus actividades sindicalistas y era de conocimiento público que el joven había estado varias veces preso por ser un opositor.
Para entonces Alejandro estaba radicado en Estelí, pues había sido trasladado al norte para cumplir su servicio social, y toda la ciudad hablaba del doctor Dávila. Los rumores viajaban hasta Managua, donde Merceditas estudiaba Secretariado y atendía una tienda de ropa a la que llegaban muchos estelianos con noticias del célebre doctorcito. Que el doctor Dávila hizo esto y lo otro, que “se pelearon dos mujeres por él”, que “la Amanda Torres y la Chayo Zeledón se trompearon por él en el parque”, recuerda Merceditas, feliz de poder hablar de su Negro, como también lo llama.
A ella, sin embargo, no le interesaba lo más mínimo lo que el famoso doctor Dávila hiciera o dejara de hacer. Lo había conocido un año antes de empezar a estudiar Secretariado, cuando ella “jalaba” por correspondencia con un muchacho esteliano que vivía en Texas, Estados Unidos.

Se encontraron por casualidad en el parque de Estelí. Él pasaba caminando con uno de sus amigos y al verla exclamó:
—¡Qué linda esa chavala!
—Eh, ella jala con mi hermano —se apuró a informarle su amigo.
Y Merceditas no dijo nada. Se fue a estudiar a Managua y no volvió a tener contacto con el doctor Dávila sino hasta unos dos años más tarde, cuando regresó a Estelí para poner un salón de belleza. Para entonces ella tenía unos 19 años y él 25. Ella ya había terminado su noviazgo a larga distancia; él andaba de novio con una prima hermana de Merceditas, lo que no impedía que apareciera casualmente en los lugares que ella frecuentaba.
“Si iba donde el dentista, ahí estaba él. Si caminaba por una calle, por ahí también pasaba él”, cuenta la viuda del doctor. Y se le ilumina la mirada al recordar aquellos tiempos. “Yo sé que usted está jalando con mi prima”, lo encaraba ella. Y él le respondía: “Eso no importa. Vos a mí me gustás”.
Finalmente Merceditas cedió y le dijo: “Mirá, yo no soy ninguna empleada, tengo mi casa para que me visités si querés”. Y él, ni corto ni perezoso, llegó a pedir permiso a su futura suegra para que la muchacha fuera su compañera de baile en una fiesta del pueblo. “Así comenzamos, bailando”, suspira la anciana. Y sonríe.
Durante cinco años Alejandro la visitó todos los días de la semana, menos uno. El día que dedicaba a dar charlas a los obreros de la ciudad. Los hacía entrar uno por uno a su clínica, aprovechando la hora en que la gente asistía a un cinema cercano; ahí les hablaba de política, derechos laborales, economía, marxismo y organización y luego los sacaba a la calle, uno por uno, para que se mezclaran con la multitud que ya salía del cine.
Tras el asesinato de su esposo, Merceditas decidió quedarse sola, pese a que tenía ocho hijos a su cargo y a que no le faltaron pretendientes.
“Dónde iba a encontrar otro hombre como él”, explica. “Si vuelve a nacer y vuelve a venir, me caso con él otra vez”.
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Lo llamaban “el doctor de los pobres” porque nunca cobraba la consulta a pacientes que apenas tenían dinero para dar de comer a sus hijos. Llegaban los campesinos desde todas partes, con sus alforjas al hombro, y de repente en la casa del médico se escuchaba el cacarear de una gallina o sobre la mesa aparecía un puñado de naranjas. De esa manera mostraban agradecimiento.
“La gente le llevaba una docena de huevitos de amor, mangos, una naranja, una cuajada”, recuerda su hija Karelia, hoy de 56 años. “A todos les daba algo de desayunar. Les servía pinolillo. Y si llegaba el cartero, del plato de él sacaba comida para darle”.
La casa estaba llena de sonidos. De día se oía el bullicio de los jóvenes que llegaban a recibir las charlas del maestro o a hacer las tareas escolares en la mesa del comedor porque el doctor les facilitaba los libros que sus papás no podían costear. Y por la noche los niños se dormían arrullados por el “clic, clic” de la máquina donde su padre escribía los textos que después reproducía en su mimeógrafo.
Sentía gran aprecio por su mimeógrafo, pero lo ponía a disposición de la causa. Merceditas pasaba noches enteras sacando copias, con el vestido negro que usaba para manipular la tinta. En la casa se reproducían “moscas, boletas, comunicados del Frente Sandinista, del Frente Estudiantil y de la Asociación de Estudiantes de Secundaria”, señala Karelia.
Antes de que empezara la lucha armada, cuando se creía que los Somoza podían salir del poder por la vía pacífica y todavía se tenía fe en los tranques, los paros laborales y el diálogo, la vivienda del doctor Dávila se convirtió en un “cuadro quemado”, afirma su hija. Ahí se concentraba la oposición del norte de Nicaragua: Estelí, Madriz y Nueva Segovia. Había movimiento todos los días, como si hubiera sido una casa de partido.
Alejandro Dávila Bolaños también se convirtió en un blanco. De perenne lo llegaban a sacar de su casa y se lo llevaban para interrogarlo. “Solo lo sacaban, estuviera como estuviera. En chinelas, en calzoncillo. Una vez lo hicieron caminar en calzoncillo desde la casa hasta la cárcel, unas 25 o treinta cuadras. En calzoncillo y pantuflas. Era el chivo expiatorio de los Somoza. Si se quemaba una casa, era él. Si no había luz en Estelí, era él que había mandado a cortar algún cable”, cuenta Karelia.

Ella ingresó a la guerrilla sandinista cuando apenas tenía 16 años y antes de eso estuvo organizada como estudiante. Se subía a los techos de las casas y desde ahí “pegaba cuatro gritos” contra el gobierno. En 1977 llegó a tomarse el colegio de monjas donde estudiaba. En la toma participaron alumnos del colegio San Francisco y del colegio municipal, recuerda. Las monjas, escandalizadas, expulsaron del recinto a los muchachos y empezaron a llamar a los padres de las señoritas para que se las llevaran. Llamaron a todos, menos uno: el doctor Dávila.
Sabían que él les iba a decir: “Qué bueno, ahí déjenla, está en su derecho”. “Él me dejó ser”, sostiene Karelia. “Habría sido hipócrita que él, llamando a la gente a la lucha, le dijera a su hija: ‘no, vos no’. Él no me dijo absolutamente nada”. Como todo padre, sufrió preocupándose por los cuatro hijos que se le involucraron en la lucha armada: Néstor, Axel, Karelia y Arlon, que a los 14 años dejó colgado su reloj en la puerta para informarles que se había unido a la guerrilla. Sin embargo, nunca los llamó a quedarse en la seguridad de la casa.
Era un hombre fiel a sus principios, con la cabeza todo el tiempo llena de proclamas y conspiraciones; pero mientras pudo mantuvo su hogar en armonía, con la única regla de que por la noche se atrancaba la puerta y no se le abría a nadie. Sin excepciones.
Con el tiempo, cuando se hizo evidente que no había más camino que el del conflicto armado, el doctor Dávila se fue involucrando más y más con el Frente Sandinista. “Mi papá no militaba en el Frente. Jamás pretendió ser un azuzador en contra de la paz y la tranquilidad, simplemente en las condiciones que le tocó vivir, como a tanta gente, no tuvo otra opción que llegar a vincularse con el Frente Sandinista aunque su espíritu era bien pacifista”, apunta Karelia.
Su manera de apoyar la lucha era “contarles a los compañeros que tenían cargos de dirigencia cómo estaba la situación desde el punto de vista de los civiles”. “Podía determinar por su experiencia en qué momento podía ser adecuado accionar o no accionar. En qué momento podían levantarse las masas, cómo estaban organizados los obreros, qué podía hacer la derecha”, señala su hija, quien después de dejar las armas estudió sociología.
El doctor también daba asistencia médica a los guerrilleros que lo visitaban clandestinamente, tanto de la dirigencia como de cuadros intermedios; aportaba medicamentos y puso su finca, ubicada a quince kilómetros de Estelí, a disposición para que los combatientes instalaran un campamento, en 1977, menos de dos años antes de que lo asesinaran.
Por otro lado, señala la excomandante guerrillera Mónica Baltodano, el médico fue “un precursor”. Antes de que existiera el Frente Sandinista y Carlos Fonseca Amador llegara a Estelí, el doctor Dávila ya tenía organizados a los obreros y había inculcado en ellos el socialismo y la conciencia de clase. Es decir, afirma Baltodano, había creado “la base sobre la cual se estructuraron las primeras células del Frente Sandinista en los años sesenta” en ese departamento.
La primera parte del FSLN en Estelí estaba conformada sobre todo por obreros y todos ellos habían pasado por las manos de Alejandro Dávila Bolaños, sostiene la excomandante guerrillera, quien fue la responsable del Frente Sandinista en el departamento norteño de 1975 a 1977.
Además, el doctor era un conocido colaborador, dice Baltodano. Aparte de facilitar medicamentos y atención médica, daba dinero para la causa y a su casa llegaba la dirigencia del Frente Sandinista.
Para ella, el médico “era una persona extraordinaria y ejemplar” y hablar con él era hablar con “un sabio”.
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Anabel está convencida de que ante el pelotón de fusilamiento, su padre pensó en Merceditas y sus hijos. Lo intuye porque en su texto “El Interrogatorio”, el doctor Dávila narra que cuando lo estaban torturando a su mente acudían las imágenes de su esposa y sus ocho muchachos: cinco varones y tres mujeres.
Es un escrito “horrible”, dice Anabel. “Lo leí una vez en mi vida. Es tan crudo, tan duro, que prefiero ni saber qué pasó”.

Ahí Alejandro relata con lujo de detalles todas las vejaciones a las que fue sometido entre el 6 de septiembre y el 12 de diciembre de 1978, durante la más difícil de las carceleadas que sufrió a lo largo de su vida como opositor. Estuvo 97 días preso. En prisión pasó su cumpleaños número 56 y en prisión seguía cuando murió su madre, doña Isabel. Primero lo acusaban de haber ayudado a organizar el paro nacional (cosa que él no negó) y después lo creían la malvada y comunista mente maestra tras la primera insurrección popular de Estelí, ocurrida a las 5:40 de la mañana del 10 de septiembre de ese año.
“¡Ya, hijueputa, tenés que decirme todo lo que sepás de cómo organizaste a esos bandidos sandinistas!”, lo amenazaban los guardias y como él, que nada sabía de armas ni de guerra, se quedaba callado, lo pateaban en el pecho, la cara, el abdomen; lo llamaban “cochón” y sugerían que había que “meterle un palo en el culo”; lo obligaban a ponerse en cuclillas y lo montaban diciendo “¡arre, caballito!”; le mostraban pistolas y granadas de fragmentación y le decían que su vida había terminado: “Hoy te palmamos, hijueputa”. “Peguémosle fuego, para lo que vale”. “Saquémoslo a combatir con nosotros y ahí lo tiramos”. “Echémosle muerto a un potrero y que los perros se encarguen de él”. “Hay que tirarlo del helicóptero”. “Hay que arrastrarlo de un jeep”.
Toda esa tortura psicológica y física no les bastó, lamenta Karelia. Tenían que matarlo y la oportunidad se presentó el nefasto 12 de abril de 1979, cuando Estelí, en plena insurrección, era una ciudad desolada y la mayoría de los médicos la habían abandonado. El doctor Dávila se quedó a prestar sus servicios, como había hecho cuando estaba en la cárcel y recién estallaba la guerra.
En esa ocasión estuvo atendiendo durante unas horas a los guardias heridos (mientras llegaba un helicóptero con sus médicos y sus medicinas), fiel a su juramento hipocrático, sin hacer distinciones. Y ahora permanecía en la ciudad para poner sus manos de cirujano al servicio de los muchachos del Frente Sandinista, mientras llegaba personal de la Cruz Roja.
Estaba operando al joven Alejandro Valenzuela cuando la Guardia entró al quirófano, dice Merceditas. Los soldados remataron al muchacho herido y se llevaron al doctor Dávila y a sus colegas Eduardo Selva, médico, y Clotilde Moreno, enfermera. Los fusilaron a los tres.
Karelia cree que su padre enfrentó esos momentos “con una gran dignidad y sin oponer resistencia”. Se lo imagina con los ojos cerrados, pensando en la “Mama”, pidiéndole en silencio que “sacara adelante” a sus hijos.
Alexis, de 22 años, estaba estudiando en México. Xilonem residía en Estados Unidos. Karelia se encontraba en una casa de seguridad en Honduras (fue Tomás Borge quien le dio la noticia). Anabel vivía en Masaya y Néstor, Axel y Arlon participaban en la lucha armada. En Estelí solo quedaban Merceditas, el doctor y Allaim, el menor de los ocho hijos, entonces de 10 años.
Cuando asesinaron al doctor Dávila, la “Mama” se encontraba entregando un queso a su madre, lejos de imaginarse lo que estaba ocurriendo. Cuando a la mañana siguiente unas enfermeras vecinas le dijeron: “Mataron a tu marido”, sintió una enorme desesperación y le comenzó una hemorragia menstrual que no paró en varias semanas.
Ese día intentó acercarse al hospital, pero estaba rodeado de guardias. Pasó la noche del 13 de abril acostada en el piso de una vecina somocista y por la mañana fue a buscar el cuerpo de su doctor. La casa había sido saqueada e incendiada y por instancias del periodista Roberto Sánchez Ramírez, el 1 de mayo Merceditas salió con Allaim y Anabel rumbo a Costa Rica, donde por un tiempo vivieron de la venta de nacatamales.
00Hoy, que nuevamente ven acercarse a Nicaragua el fantasma de la guerra, en casa de Merceditas se preguntan qué haría el doctor. “Yo creo que se habría sentido satisfecho con los programas sociales de Daniel Ortega, pero no le habrían gustado mucho algunas cosas, como el uso de la fuerza policial”, considera Karelia. “Él habría estado de acuerdo con la protesta porque creía que tenía que haber apertura democrática. Él habría sabido analizar las fallas del modelo y así como se las decía a Somoza, se las habría dicho a Daniel, de una manera muy educada”.
Al doctor Alejandro Dávila Bolaños lo estremeció el horror de la guerra. Después de salir de la prisión, cuatro meses antes de su muerte, escribió en su texto “El Interrogatorio”:
“Sembramos a nuestros hijos muertos en los mismos patios donde crecieron, al lado de nuestros hermanos muertos, junto a nuestros abuelos muertos. Debajo de los rosales los depositamos amorosamente y no pudimos derramar lágrimas porque el terror nos había dejado secos los ojos y no gritamos porque el dolor nos había arrancado la voz”.
Y en la cárcel, cuando lo estaban torturando para que hablara de armas de las que nada sabía, pensaba en su Merceditas, la muchacha a la que conoció en un parque y llevó a una fiesta, y jadeaba: “Mama, mama mía. Ay, amor mío. Ay, mi amor. Ay, amor”.
Los guardias, también jadeantes, ebrios de odio y violencia, repetían: “¿Quién te dio las armas? ¿Quién te dio las armas? ¿Quién te dio las armas? Alisten el pelotón para matarlo. Hay que matarlo. Matarlo, matarlo, matarlo...”.
Alejandro, el intelectual

Así como tienen recuerdos tristes sobre la persecución y el asesinato de su padre, también atesoran momentos alegres que vivieron con él, cuenta Anabel Dávila Rodríguez.
“Nos llevaba los fines de semana a sus viajes investigativos y por muchos años viajamos a las montañas del norte. Los caminos eran unas trochas peligrosas y mi papá era un formidable chofer, los abismos eran parte del paseo o las trochas llenas de sonso cuite, pero eso no nos impedía llegar hasta la población rural. Mi papá se presentaba y rápidamente su humanidad y carisma alejaban cualquier temor y los campesinos lo hacían pasar a sus humildes casas con su marimba de chavalos y nos mezclábamos con sus hijos mientras él investigaba el nombre de sus árboles y sus cualidades medicinales, el nombre de sus ríos y de sus cerros”, recuerda.
El doctor Dávila Bolaños aprovechaba para exponer sus ideales progresistas mientras sus hijos comían jocotes, guapinol, moras y arrayanes.
Le llevó décadas reunir la información para su formidable libro sobre medicina indígena, así que la familia pasó muchos años yendo a investigaciones. A veces doña Merceditas los acompañaba y a veces solo los mandaba con un montón de comida empacada.
Llegaron hasta el río Coco, aprendiendo los nombres y la sabiduría de los indígenas. El doctor estaba muy orgulloso de sus orígenes chorotegas, tenía conocimientos de arqueología y coleccionaba piezas de cerámica antigua que ahora se exhiben en el Museo Alejandro Dávila Bolaños, de Masaya.
Su hija Anabel piensa que, sin proponérselo, al quemarlo la Guardia Nacional le dio al médico un funeral al mejor estilo de un buen indígena chorotega: la incineración.
Sobre el doctor

Era primo hermano de Enrique Bolaños Geyer. Su mamá era hermana del papá del expresidente de Nicaragua. Sin embargo, no tuvieron una relación muy cercana porque Alejandro Dávila Bolaños pasó la mayor parte de su vida en Estelí y no en Masaya, de donde son originarios los Bolaños.
Le gustaban el boxeo y la natación.
Fue encarcelado más de setenta veces por el régimen de los Somoza, de acuerdo con su texto "El Interrogatorio".
Su hija Anabel lo describe como “cariñoso y protector”, pero a la vez de un predominante “carácter fuerte”.
Sufrió su primer encarcelamiento antes de los 20 años de edad, pues participaba en un movimiento llamado Fuerza Obrera y luego en las jornadas universitarias realizadas en contra de Anastasio Somoza García, padre de la dinastía.
Entre sus obras están Medicina indígena precolombina de Nicaragua, Darío Rojo, Diccionario Náhuatl, Mitología Nicaragüense, poemarios y la traducción de El Güegüense del náhuatl al español. Si la mayor parte de su obra no ha sido debidamente divulgada es porque él mismo la imprimía en su mimeógrafo y la distribuía gratuitamente, con escaso tiraje.