Al margen de la razón

Reportaje - 13.07.2014
Julio-Cabrales

Entre el presente y el pasado, lo real y lo imaginario, la cordura y la locura. Ahí, en esos puntos medios vive Julio Cabrales, uno de los grandes poetas que ha parido Nicaragua, pero que la esquizofrenia lo echó a la miseria y al olvido

Por Dora Luz Romero

La sala de esta casa está desnuda. No hay televisor ni mesas, ni lámparas ni cuadros. A duras penas hay una silla mecedora y un mueble curtido y despellejado que en sus buenos tiempos habrá sido un sofá. Es un espacio oscuro, de paredes lilas y ladrillos rojos opacos, donde telarañas tiesas cuelgan del techo y la luz lucha por colarse por la puerta trasera. Al fondo de la sala, sentado en la silla, está un hombre. Grande y desgarbado. Su silueta se pierde entre las sombras, pero a medida que uno avanza los detalles aparecen: moreno, sudoroso, narizón, cejas tupidas, ceño fruncido y con la cara llena de surcos definidos. No lleva camisa puesta. El calor que revuelca a Managua lo ha hecho tirarla a un lado, justo a la par de sus escupitajos y chivas de cigarros.

Habla solo. Susurra. Habla rápido. Y mueve la mano derecha al ritmo de sus palabras. Sube, baja, la abre, la deja quieta y la vuelve a subir.

El hombre es Julio Cabrales. Es poeta, y es considerado uno de los más importantes de la década de los sesenta en Nicaragua. Su paso por la poesía fue breve, publicó un solo libro: Ómnibus. Sin embargo, eso bastó para ser reconocido en el gremio literario como una voz perdurable, innovadora y digna de estudio, pero no fue suficiente para evitar que viviera en la miseria, en el olvido y la soledad.

En esta silla, en esta sala desolada, le llegaron las canas. Aquí aprendió a vivir en compañía de un cigarrillo y con suerte, de una taza de café. Aquí transcurren sus días cargados de monólogos.

Este próximo octubre, Julio Cabrales cumple 70 años y lleva casi cincuenta batallando con su enemiga: la esquizofrenia.

Managua 9 de Junio del 2014.Julio Cabrales, Poeta esquisofrenico en su casa del Bo. Hilario Sanchez. Uriel Molina/LA PRENSA

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Su padre, Luis Alberto Cabrales, poeta, fundador del Movimiento de Vanguardia en Nicaragua. Su madre, María Venerio, ama de casa. Julio Cabrales, el segundo de tres hermanos varones, nació en Managua el 4 de octubre de 1944. Para ese año, Nicaragua vivía bajo el gobierno de Anastasio Somoza García, quien llevaba siete años en el poder. En su casa eran somocistas, o al menos su padre lo era, y nunca tuvo problemas para decirlo. También eran católicos, muy católicos. “Luis Alberto tenía un catolicismo arraigado, casi a ultranza, que lo heredó Julio. Julio era un devoto”, dice Luis Rocha, amigo del poeta. Y algunos de sus poemas dan fe de ello: Retablo al Niño Jesús, El amor de Dios no tiene límites y Padre Nuestro, por mencionar algunos.

Así fue criado, bajo lo estricto de su papá, pero también con los mimos y la sobreprotección de su mamá. Siempre fue un muchacho tímido, de porte larguirucho y catrín. Su padre, creen algunos, influyó en esa forma de ser. “Era bastante tímido. Yo creo que era así porque en su casa Luis Alberto era bastante estricto... Era muy dominante”, opina Rocha. Sergio Ramírez lo recuerda así: “Un muchacho ensimismado, muy callado, flaco y de lentes pesados, que asistía en silencio a las tertulias literarias. Era su carácter, pero también quizás la figura de su padre ejercía gran peso sobre él”. Con la familia, dice Bertha Inés Cabrales, su prima hermana, era un poco más abierto. “Era comunicativo y le gustaba dar bromas”, recuerda.

La timidez no la ha dejado, cuenta Olga Aguirre, la muchacha que lo cuida hace dos años. Hay días que prefiere no hablar, ni que le hablen. “Cuando mucho platican con él se sofoca”, advierte.

Esta casa, ubicada en el barrio costero Hilario Sánchez de la capital, es la misma de su juventud, donde vivió con sus padres y hermanos. Pero después del cajón, del lugar no queda nada. Ya no están esos jóvenes que iban y venían. Ya no está el comedor que para Navidad doña María Venerio vestía de blanco y decoraba con un florero lleno de narcisos rojos, ni la cocina donde les preparaba la comida. Ahora, al fondo del patio hay un fogón que avienta humo cada vez que se acerca la hora de comer. Ya no está el pastor que florecía a la par del muro. Ya ni siquiera está la puerta de la entrada, solo queda una verja forrada con láminas de zinc.

El único que sigue ahí, en medio de esa casa desvencijada es Julio Cabrales, con la compañía de Olga, la cuidadora, quien todos los días hace un intento inútil por poner a funcionar la casa.

“Julio es visto como un ‘poeta maldito’ por su enfermedad mental y el estado marginal en que vive. Pero es un gran poeta, cualesquiera que sean las circunstancias que le tocaron en la vida”.

Sergio Ramírez, escritor nicaragüense.

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Retroceda. Cincuenta años. Ubíquese en la década de los sesenta. Julio Cabrales está ahí. Flaco, con lentes gruesos, observador. Puede encontrarlo en la Cafetería La India, en el centro de Managua, junto a sus amigos poetas hablando de poesía, analizando libros, conversando sobre política. “Todos éramos menores de edad, hijos de dominio, pero siempre había unos cuantos córdobas para tomar infinitas tazas de café. Pagábamos, creo, 75 centavos de córdoba por una taza. Esos mismos pesos también nos ajustaban para comprar libros en la Librería Argeñal. Nada costaba más de 20 pesos. Sin importar quién los compró, los libros circulaban de una a otra mano”, recuerda Edwin Yllescas, poeta y amigo cercano de Cabrales. En esa cafetería, dice, estaba Coquito, la camarera que inspiraba a todos los poetas. Cabrales era uno. “Julito le recitaba sus propios poemas”, cuenta. Pero nunca se le conoció una novia formal. “Sí salía con muchachas, era bastante enamorado, pero nunca tuvo una novia formal, ni amante, fue más bien de muchachas ocasionales”, dice Luis Rocha.

También puede encontrarlo en La Tortuga Morada, la discoteca, leyendo con voz grave sus poemas.

Desde inicios de los sesenta, le llamaban el poeta precoz, el poeta joven. “Tan precoz como Rimbaud”, dice Yllescas. Su voz era respetada en los círculos literarios. A sus 16 años había comenzado a publicar sus poemas en La Prensa Literaria. Más tarde, sus escritos estarían en Cuadernos Hispanoamericanos de España, Mundo Nuevo de Francia, Alero de Guatemala, entre otros. “Era un poeta puro, no tenía más intereses que la poesía”, afirma Franklin Caldera, poeta y amigo suyo.

“Es uno de los mejores poetas de la generación de 1960, tiene por lo menos tres poemas que son indispensables para cualquier estudio de la poesía nicaragüense: El espectro de la rosa, Saloma a orza y Carta a mi madre”.

Franklin Caldera, poeta y amigo de Julio Cabrales.

En 1962, se ganó una beca para estudiar en España, donde se encontró con varios nicaragüenses como Carlos Martínez Rivas, Beltrán Morales, Luis Rocha, Francisco de Asís Fernández. Y logra —cuenta Luis Rocha— codearse y hacer amistad con grandes poetas españoles como Luis Rosales, que ganó el Premio Cervantes en 1982; Dámaso Alonso, quien por años fue director de la Real Academia Española; y Gabriel Celaya, uno de los máximos exponentes de la llamada poesía social, entre otros. Todos poetas reconocidos y mucho mayores que él. “Y Luis Rosales, siempre cariñoso con nosotros, nos invitó a todos los poetas nicaragüenses a que estuviéramos en su casa para recibir a Jorge Luis Borges y a asistir como invitados especiales de él a todas las conferencias que dio Borges en Madrid”, relata Francisco de Asís Fernández, quien compartió con Cabrales su estadía en España, en un escrito publicado en la revista Hilo Azul.

“Te escribo para decirte / que tengo un nuevo conocido, / el Otoño, con la fría brisa nordeste / soplando sobre álamos y plátanos de la India / en las aceras de Madrid; / y hojas cayendo unas sobre otras / amontonándose / o llevadas por el viento a media calle / o agarradas en el aire por mis manos; / hojas secas, amarillas, crujientes, / recogidas por barrenderos...”. Así arranca su poema Carta a mi madre, que escribió el 20 de diciembre de 1963 en Madrid. Fue en España, asegura Sergio Ramírez, que escribió sus mejores poemas.

Sus días en Europa transcurrían entre el vino, la buena comida y la poesía. Irse a la estación y comprar un boleto para conocer algún pueblo era de sus aventuras favoritas, dice Rocha, quien lo acompañó en esos viajes en varias ocasiones. En aquel país —afirma Yllescas—, Cabrales encontró la libertad personal de la que carecía en Managua. “La disciplina impuesta por los padres era arrasadora. Y así fue a dar con el serrallo y la puta que lo contagió de sífilis craneal”, dice. También viajó a Francia, a París, donde según el escrito de Francisco de Asís en el Hilo Azul “parece que Julio contrajo una enfermedad que lo obligó a regresarse a Nicaragua y a trucar la belleza por cachivaches”.

Madrid, 1963. De izquierda a derecha: Julio Cabrales, Luis Rocha y Horacio Peña.

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6:00 a.m. Julio Cabrales está listo: bañado, vestido con un pantalón caqui, camisa celeste y sandalias de hule. Lleva casi una hora en desasosiego, esperando que le abran la puerta para salir. Se fuma un cigarro, se sienta en su silla. Se levanta, camina de un lado hacia otro hasta que amanece. A las 6:00 de la mañana, Olga desenllava y Julio sale. Es la historia de todos los días. Unas mañanas más temprano que otras.

Camina lento, encorvado y tambaleándose de un lado a otro. Arrastra los pies, las sandalias de hule son las únicas que aguanta en estos días. Olga dice que tiene “punto de erisipela” en las piernas, ese padecimiento que deja la piel roja, inflamada y caliente. “Además, ahora está más gordo, por eso le cuesta caminar”, explica.

Uno, dos, tres, cuatro. Respira hondo y resopla sobre el bigote blanco desordenado y salpicado con manchas amarillentas. Cinco, seis, siete pasos. Con paciencia logra caminar la media cuadra para llegar a su esquina, sobre la Carretera Norte, donde se dedica a pedir. Ya no sortea los carros en los semáforos, como lo hacía hace algunos años, ahora se queda cerquita del cafetín de la esquina estirando la mano para ver la suerte del día. A veces está de pie, a veces sentado en una de las mesas del lugar.

No para de hablar solo. Pero en medio del ajetreo, de los gritos de los vendedores ambulantes, las pláticas de los transeúntes y las bocinas de los carros, sus palabras quedan enmudecidas.

—Dame algo, dame algo —le dice al hombre que avanza a pasos raudos y prefiere ignorarlo.

Una señora lo mira, mete la mano en su cartera y le da un montoncito de monedas. Él las agarra y desde la mesa le grita a los dueños del cafetín: “Un café, un café” y tira sobre la mesa cinco monedas de un córdoba.

Sigue pidiendo. “Dame algo, dame algo”, dice y estira la mano. Ha sido una buena mañana. Dos billetes de diez córdobas y varias monedas. Todo lo que le dan —cuenta María Estrada, dueña del cafetín— se lo gasta, principalmente en cigarros. “Por lo menos unos dos paquetes al día se fuma”, asegura. Ese ha sido el vicio de su vida, desde joven, cuando fumaba a escondidas de su papá. “Julio era un fumador compulsivo”, recuerda su amigo Luis Rocha.

Para eso pide. Para cigarros, café, gaseosas, jugos. Probablemente los que le dan, los que lo ignoran, los que se ríen de él, los que lo molestan, no saben quién es. Probablemente tampoco les importe. Para ellos es alguien más. Es el mendigo, el que se mea en los pantalones, el que pide comida, el vecino incómodo. Pero no. Ese no es él.

El verdadero Julio Cabrales es otro. “Julio es visto como un ‘poeta maldito’ por su enfermedad mental y el estado marginal en que vive. Pero es un gran poeta, cualesquiera que sean las circunstancias que le tocaron en la vida. Y debería ser más conocido, porque no es un poeta hermético ni nada parecido”, dice Sergio Ramírez. Para la poesía nicaragüense —asegura el escritor—, este hombre representa “una voz innovadora y a la vez perdurable. Es de los poetas de su generación que se quedaron. Junto con Beltrán Morales representó el mayor grado de ruptura y novedad. A pesar de que su obra es breve, porque la enfermedad no le permitió seguir adelante, se convirtió en un poeta de culto para los jóvenes”. Luis Rocha, por su parte, lo cataloga como “un punto de referencia necesario”. En esa generación, dice, “se dieron muchísimos casos que son verdaderos ejemplos de una gran herencia para la literatura nicaragüense y Julio Cabrales, a pesar de que tiene un libro tan pequeño como Ómnibus, dio ese legado”. “Con Julito (como le llaman sus amigos) no cabe usar el verbo ‘era’. Julio Cabrales Venerio es un extraordinario poeta, el mejor de su generación”, asegura por su parte Yllescas.

A las 10:30 de la mañana, Julio Cabrales regresa a su casa. Le espera un huevo con pan y su fiel silla. Si se siente bien, saldrá nuevamente por la tarde.

 Managua 9 de junio del 2014. Julio Cabrales, Poeta esquizofrénico en su casa del Bo. Hilario Sánchez. Uriel Molina/LAPRENSA
A media cuadra de su casa, en una esquina sobre la Carretera Norte, cerca del edificio Armando Guido, Julio Cabrales se dedica a pedir.

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Con 5,000 córdobas vive todo el mes Julio Cabrales. Cada mes, Bertha Inés Cabrales, su prima hermana, debe llevar la epicrisis al Instituto Nicaragüense de Cultura para que le entreguen la “pensión de gracia” que hace un par de años aprobó la Asamblea Nacional del país.

Más de la mitad, dice ella, se va en medicinas. El resto se usa para comida. Semanalmente compran arroz, frijoles, aceite, huevos, azúcar, pan, café y un par de libras de pollo. Pero no es suficiente, asegura Olga, la cuidadora. A veces se quedan sin nada y a ella, dice, que le toca buscar cómo conseguir. Pero Bertha Inés, la prima, asegura que ella siempre “completa” lo que haga falta.

Esta historia de miseria tiene su origen cuando Cabrales era un veinteañero y le diagnosticaron esquizofrenia. Nadie sabe con exactitud cuándo ocurrió, ni por qué, ni cómo. Algunos dicen que fue a finales de los sesenta, otros hablan de los setenta. Bertha Inés lo recuerda así: “Mi tío (Luis Alberto Cabrales) llegaba a la casa y le contó a mi papá que había encontrado a Julio en un convento de esos monjes que se autoflagelan (en España). Ahí le cuenta a mi papá que le habían diagnosticado esquizofrenia progresiva”. En cambio, Luis Rocha, su amigo, asegura que él fue diagnosticado en Nicaragua a su regreso de España. Estando en Europa, habiendo compartido con él —dice Rocha—, nunca vio algún rasgo de esquizofrenia. “Jamás. Diría que era más normal que muchos compañeros de mi generación”. Edwin Yllescas tiene otra información. Su enfermedad, dice, “proviene de una infección venérea no tratada a tiempo. Eso se convirtió en el detonante de otros asuntos psíquicos”.

Lo cierto es que desde aquel diagnóstico, la vida ha sido perra con Julio Cabrales, quien ha ido de tragedia en tragedia. Luego, se supo que su hermano menor, Clarence, también padecía la misma enfermedad. Ambos fueron internados en el Hospital Psiquiátrico en varias ocasiones, donde los choques eléctricos eran el tratamiento común de la época. En 1974 murió su papá, Luis Alberto Cabrales, quien era el que mantenía a la familia; después, en 1983 murió en un accidente su hermano mayor, Alberto, quien tras el fallecimiento de su padre había quedado a cargo de la familia. Años más tarde murió su mamá, y hace unos ocho años aproximadamente Clarence salió y nunca más volvió. Se perdió. Así es como el llamado poeta precoz terminó solo en esta casa.

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El aire estaba envenenado con un olor putrefacto. Los vecinos curioseaban, pero las puertas y ventanas de la casa permanecían cerradas. Hacía días que no veían a la María Venerio, quien pasaba sus días con sus dos hijos esquizofrénicos: Julio y Clarence Cabrales. Ella ya estaba mayor, así que una mujer era la encargada de hacerles la comida y llevárselas a la casa. Ahí, alguien la recibía y se volvían a encerrar.

Pero un día Bertha Inés Cabrales recibió una llamada.

—Creo que la María está muerta —le dijo la mujer al otro lado de la línea.

—Voy para allá —le contestó y salió inmediatamente de su oficina, la misma de ahora, que queda en las cercanías del edificio Armando Guido.

No precisa la fecha, pero calcula que ocurrió en los primeros años de la década de los noventa. “No se podía entrar, era muy fuerte el olor. Estaba en descomposición, llegó la Policía, tuvimos que dejar que se incinerara”, dice. En el cuarto de doña María encontraron restos de comida. Se cree, dice ella, que sus hijos intentaban darle de comer aún estando muerta. “Con la muerte, él (Julio) estaba disociado, para él nadie había muerto en su casa. A Clarence tuvimos que internarlo porque estaba en una crisis terrible”, cuenta Bertha Inés. Julio Cabrales jamás reconoció que su madre había muerto. “Ella está en Los Ángeles, está en Los Ángeles, está en Estados Unidos”, repite enfadado.

Los recuerdos de Julio Cabrales llegan en retazos. Sabe que escribía poesía, sabe quiénes eran sus padres y hermanos, y también recuerda a algunos de sus amigos.

—¿Ha escrito algo en los últimos días?

—No. Hice unos antipoemas, los tiene Pablo Antonio Cuadra. ¡Antipoemas!, ¡antipoemas!, ¡antipoemas! Hace como tres años y medio, se los dicté.

—¿Quién es Pablo Antonio Cuadra?

—Un amigo, era amigo mío, de La Prensa.

—¿Y usted ya no escribe?

—No escribo a mano, no escribo a mano, no escribo a mano. Yo dicto, yo dicto.

—¿Y lee?

—Sí, el periódico HOY. Washington, New York.

—¿Se acuerda de Ómnibus?

—Sí, el Ómnibus es mi libro.

—¿Qué hace ahora?

—Nada, ir ahí al cine para pedir limosna.

—¿Siente que le hace falta algo?

—Dinero. Me hace falta dinero. ¡Me hace falta dinero!

—¿Para qué?

—Para gastarlo.

—¿En qué?

—Café, cigarros y comida. Café, cigarros y comida. Café, cigarros y comida. Café...
5,000

córdobas es lo que recibe al mes Julio Cabrales. Esto fue gestionado por el Centro Nicaragüense de Escritores y aprobado hace un par de años por la Asamblea Nacional de Nicaragua.
51

poemas contiene el libro Ómnibus, el único que pudo publicar Julio Cabrales. El Espectro de la Rosa, que aparece en este libro, es uno de los poemas claves de la literatura nicaragüense, ha dicho el escritor Sergio Ramírez.
70

años cumplirá este próximo 4 de octubre el poeta Julio Cabrales.

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