Descubrió su arte por la adicción a las drogas. Tocó fondo y casi muere. Henry Hernández es el caricaturista que pinta rostros en buses y bares de Managua
Por Julián Navarrete
La herida de Henry Hernández debió parecerse al canal que le hacen a los cerdos cuando los destazan. Uno lo piensa cuando ve la cicatriz que tiene desde la garganta hasta el ombligo, que solo se mira cuando se saca la camisa. Aunque sea difícil de creer, siempre agradece tener ese horrible verdugón encarnado como recuerdo de la que pudo ser la última noche de su vida.
Su cara es otro homenaje a lo grotesco. Ambas cejas fueron víctimas de botellazos, puñetazos, cuchilladas y patadas. Es sencillo imaginarlo chorreando sangre por la boca, después de ser golpeado a mansalva. No es difícil de creer que todas las cicatrices son recuerdos de sus años en las calles, de cuando robaba, estafaba y se conocía de polo a polo los expendios de drogas de Managua.
Lo que cuesta capturar son sus manos haciendo trazos con pinceles. Esas líneas de colores que se van convirtiendo en espacios, rosas, nubes; el retrato de un hombre con el pecho al descubierto, como escapándosele la vida por una manzana que lleva en el corazón, mientras se va difuminando en un paisaje lunar.
Henry Hernández es el pintor que exhibe sus lienzos en el Teatro Nacional Rubén Darío. Que vende cuadros en exposiciones de artes, pasarelas de modas y eventos culturales. El mismo que hace años se subía a los buses y dibujaba a los pasajeros para comprar piedritas de crack. La mano que captura la esencia caricaturesca de las personas bebiendo o comiendo en un bar.
A las seis de la tarde de un día de enero, Henry Hernández coge un bolso, donde lleva un block y varios marcadores. Anda un pantalón roto y una franela. Lanza un beso a una muchacha, vestida con ropa deportiva, que camina por la acera de su casa. Se despide de Lazy, una perrita criolla que compró a 500 córdobas en las afueras de un centro comercial. Espera regresar más tarde con dinero, mientras otra noche intenta ahogar sus impulsos de perderse en el crack.

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El arte de pintar lo descubrió en las calles. Fue una tarde que le faltaba un córdoba para comprar una botellita de licor. Tras una inhalada de piedras de crack, “un envión”, como le dice Hernández, lo normal es que a los adictos les guste bajarse la reacción con alcohol. “Una piedra, un trago, otra piedra, otro trago, otra piedra, y otro trago”, dice. “Es un círculo de nunca acabar”.
Aquella tarde le faltaba, pues, un córdoba para completar. Sin embargo, estuvo dos horas pidiendo y no hubo persona que se lo regalara. Se le ocurrió que lo único que podía hacer era dibujar. Y le ofreció a un taxista una caricatura del demonio de Tasmania. El dibujo le quedó tan calcado que aquel primer cliente se lo compró en 50 córdobas. “Y yo no solo completé para la botella, me compré un litro”, recuerda Hernández, a carcajadas.
—Oye, ese Picasso —le dice un mesero del bar Garabato, a modo de sorna.
Desde hace un mes, Hernández llega todos los fines de semana a ese bar para pintar 20 caricaturas por noche, que cobra a 1,500 córdobas. El dueño del bar lo contrató para que retrate a los clientes más fieles, y para Hernández ha sido una plataforma para darse a conocer más.
Hace años que ya no se sube a dibujar en los buses. Ahora su estrategia, dice, cambió para apuntarle a los restaurantes familiares. “Siempre que miro una familia con un niño, a esa le pego, porque siempre que le muestro el dibujo a los papás, siempre me lo compran”, dice Hernández. “Es como a los muchachos que se miran que están bien enamorados de las novias. A esos les tiro también porque sé que de seguro me lo van a comprar”.
Los que conocieron a Hernández dibujando en un bus pudieron notar los efectos que le hacía el crack. Del expendio, donde permanecía, se montaba a los buses. Llevaba el block, unos marcadores y escogía a sus clientes. Flaco, ojeroso, dibujaba a los pasajeros con la mano temblorosa. “La gente sabía que el dinero que me daban era para drogarme, pero al menos creo que pensaban que estaba bien darme porque andaba dibujando en lugar de andar asaltando”, dice.
Pasaba en ese ritmo durante meses. Ni siquiera llegaba a casa. Dormía en las calles, sin dinero ni comida. Su familia no lo dejaba entrar a su casa. Cualquier porche era su morada. “Estuve en la nada, en un limbo. Mi familia había tirado la toalla”, recuerda Hernández.
En sus pocos momentos lúcidos se iba a la Escuela de Arte a recibir clases de pintura. A veces llegaba trasnochado, con una botellita de licor en la bolsa y buscando a un compañero para que tomara con él.
El director de la Escuela del Teatro, Ricardo Morales, lo exhortaba a que aplicara a las becas que ofrecían para estudiar en Cuba. “Pero yo no tenía mis papeles en regla. No me interesaba más que vender mis dibujos para comprar piedra. Decía: ‘yo me monto en un bus, gano 400 córdobas y ya tengo, ¿para qué voy a pedir cédula?’”.
La luz en aquel mundo oscuro llegó por medio de Facebook. Blanquita Elena Ramírez lo agregó en la red social, “y algo en mí brilló”, dice Hernández. “No sé si eran las ganas de no estar solo, o si eran las ganas de hacer el amor. No sé, pero poco a poco se fue convirtiendo en un amor real”.
Ramírez venía de ser abandonada de sus parejas, con las que había tenido dos hijos: una niña de seis años y un niño de dos. “Ella estaba abandonada, dolida, ardida, que nadie le hacía caso. Y yo era alguien a quien nadie le había hecho caso nunca. Entonces nos atraíamos de esa manera. La misma necesidad que lo quieran a uno. Si eso es imperioso”, dice Hernández. “Llorar por soledad es feo, ¿no te ha pasado?”.
La relación con Ramírez también cambió sus dibujos. Si antes dibujaba lúgubre, ahora dibuja paisajes. Si utilizaba corazones sangrándose, ahora hace nubes y autorretratos a colores vivos. “Al principio era un poco frío. Pintaba lo que la sociedad no ve, de donde venía, del mundo bajo, de esos dolores. Ahora pinto más alegría, entré un poco a la claridad”, dice.

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Henry Hernández hace una caricatura a colores en 10 minutos. Una en blanco y negro le toma cinco minutos. En cambio, un retrato de un rostro lo puede entregar en 15 minutos. Ese mismo día puede pintar un cuadro y hacerse un autorretrato sin siquiera verse en un espejo.
Donaldo Aguirre, subdirector del Teatro Rubén Darío, destaca la velocidad de Hernández como su característica particular. “Es muy rápido para resolver cuadros, retratos y caricaturas. Hay pintores que son extraordinarios, pero que duran meses pintando un cuadro, mientras que él puede terminarlo en un día”, dice Aguirre.
La caricatura debe captar la esencia de una persona y exagerarla. En cambio, el retrato debe ser lo más fiel a la realidad que se pueda. A muchos retratistas les cuesta hacer caricaturas y viceversa. Hernández es bueno haciendo las dos cosas, dice Aguirre. “Es impresionante cómo capta la esencia fotográfica. Hace cosas maravillosas, pinta bastante rápido y la estética es bastante buena”, agrega.
Hasta la fecha, Hernández ha participado en ocho exposiciones de pinturas. Formó parte del grupo de pintores Mandarina Pelada, con los que hace performances en vivo. Y lleva más de tres expoventas en el Teatro Rubén Darío. Todos los diciembres, se traslada a los altares de la Avenida de Bolívar a Chávez para hacer caricaturas a mano alzada mientras unas 50 personas se colocan alrededor para ver el proceso.
“Es uno de los pintores emergentes. Con disciplina y más constancia, con menos problemas cotidianos, podría ser uno de los más grandes expositores de la plástica nicaragüense”, dice Aguirre.
Sus influencias, dice Hernández, son Goya, Dalí, Picasso y Rafael. “Todos. La verdad es que yo intento tomar algo de cada uno de ellos”. A Raúl Marín, pintor nicaragüense, también le ha copiado alguna técnica para pintar. “Yo se lo aprendí a él mientras fumábamos. Es mi amigo. Pero no lo conocí con los pinceles. Lo conocí fumando crack”.

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Hoy está detrás del mostrador de la pulpería Coquito, una vieja tienda de productos en el barrio Costa Rica, de Managua. La dueña del negocio es su abuela, que desde hace un año está mal de salud y depende de los cuidos de Juan Carlos Hernández, su papá. Henry pasa los días ayudando en los quehaceres de la casa.
Juan Carlos, su papá, es un señor moreno, alto con la cara arrugada. Tiene poco más de 60 años, pero pareciera mayor. Ahora ya no toma licor, pero hace unos 20 años su alcoholismo provocó que se separara de Ivette Laguna, madre de Henry. “Para mi mamá fue bochornoso, porque mi papá era borracho, mucho jodía y después el hijo (él) le salió malo”.
Ahora su papá no toma una gota de licor y su mamá, junto con una hermana, desde hace años se trasladó a vivir a España. “Yo le digo a Henry que haga su estudio de pintura. Que el talento que él tiene lo debe explotar”, dice Juan Carlos.
Su familia lo apoyó desde pequeño. Antes de los nueve años de edad lo inscribieron en la Escuela de Arte y años después fue a otro estudio de pintura llamado Preludio. Tan profético el nombre del lugar, pues fue donde inició a fumar crack. Un año después ya estaría internado en un centro de rehabilitación en Carazo, llamado Hodera, el mismo en el que estuvo Alexis Argüello.
Quedó bajo la custodia de su padre, mientras sus hermanas eran criadas por su mamá. Y como el alcohol y los pleitos no faltaban en su casa, desde pequeño se le bebía el ron a su papá cuando estaba dormido. “Yo solito me embolaba y también empecé a consumir pega para zapatos. Me drogaba solito en mi cuarto”, dice.
En el colegio también era de los más indisciplinados. Cuando había un paseo siempre se emborrachaba. Bailaba en un grupo de hip hop, jugaba basquetbol y era el dibujante estrella de su salón de clases. “Todo lo bonito que trae la vida, te lo elimina la droga y el alcohol. No te interesa absolutamente nada más que eso”, dice. “Ahora estoy más controlado con la marihuana. Cuando vos me llamaste, me tiré un purito, me bañé. Y aquí estoy bien fumado contándote todo”.
Enseña unos mensajes de WhatsApp de su novia, donde ella le avisa que no llegará a dormir en la noche. Desde hace cinco días regresó a vivir con ella y sus hijos, después de dos años en los que se habían separado. “Hoy, 15 de enero, estamos cumpliendo seis años de estar juntos. Y lo vamos a celebrar yéndonos a una casa nueva que me van a entregar”, dice Hernández.
Suele hablar disperso. Salta de un tema a otro, mientras contesta mensajes en su celular. “El sábado conocí a una muchacha que dice que me admira”, dice. Vuelve a callar y por momentos se ríe, pero no me cuenta ni me muestra los mensajes que intercambia.
Dice que ha dibujado a mujeres desnudas. Que no le apasiona, pero cuando le ha tocado lo hace con profesionalismo. Como su trabajo es nocturno no está exento de recibir agresiones. En varias ocasiones, los clientes borrachos le han roto las caricaturas en su cara, profiriendo ofensas. “Me han gritado que mis dibujos no sirven, que no les gusta. Me pongo triste, pero no me puedo pelear con los clientes porque no me dejarían volver a entrar al lugar”, dice Hernández.

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El talento lo desarrolló a la par del consumo de crack. Entre más dibujaba, más dinero tenía para comprar droga. La necesidad de consumo afinó el talento del pintor. “El adicto no se va a dormir hasta que no tiene su última dosis y la última dosis no existe. Yo pasaba hasta siete días sin dormir, consumiendo de todo”.
Fue en esas noches, en las calles, que coleccionó la cicatriz en el cuerpo. Noches en las que lloraba sin razón, sintiéndose solo. En aquella ocasión le contestó mal a un expendedor. El hombre lo siguió hasta alcanzarlo. Le clavó el puñal en la parte izquierda del abdomen. Fue una herida que le rayó el colon, vaso y parte del pulmón. Tuvo una hemorragia interna que fue controlada a tiempo, después de varias horas de cirugía. Esas son las 23 puntadas que tiene en la parte media de su cuerpo.
Mientras va caminando y su silueta se vuelve un poco distorsionada, se mira a un hombre que encontró su talento por medio de las drogas. Que aprendió a sobrevivir a punta de pinceles. Solo dice haber rectificado después de encontrar al amor de su vida. Y ahora se enfrenta con sus demonios todas las noches, entre cada rostro, cada pintura.
Estilo
Según el subdirector de la Escuela de Arte del Teatro Rubén Darío, Donaldo Aguirre, el estilo de Henry Hernández combina las figuras con lo abstracto. Es decir, las figuras son las formas que se pueden ver en las pinturas; que se pueden entender e identificar. En cambio, lo abstracto son las formas que no se entienden.
“Henry trabaja mucho el color, es muy agradable. Refresca el ojo, porque uno se va satisfecho cuando ve un cuadro de él, porque se le puede entender. Tiene cosas interesantes que casi no se entiende, pero que puede atraer a un observador a buscarle más allá”, asegura.
Henry Hernández le ha hecho caricaturas al cantante Luis Enrique, Katia Cardenal, Carlos Mejía Godoy, Philip Montalbán, Perrozompopo, Denis Martínez, entre otros famosos. Hace poco, intercambió un par de zapatos para su hijastra por una pintura que hizo con uno de los integrantes de la banda Cuneta Son Machín.
El caricaturista de los famosos
Todas las noches sale a dibujar a los bares de la Zona Hippos, Bello Horizonte, Metrocentro y Multicentro Las Américas. Llega a las seis de la noche y regresa a su casa a la medianoche. Cada caricatura la cobra a 150 córdobas y demora en entregarla unos 15 minutos.
Los fines de semana se le encuentra en el bar Garabato. Próximamente tendrá un espacio en la plaza El Predio, en Carretera a Masaya. Su inspiración, dice, es mantener económicamente a su pareja y sus hijos. Tiene planeado dejar de trabajar en la calle y dedicarse a pintar durante un año, mientras se mantiene vendiendo cuadros de pintura. Está ahorrando para poner un taller y quizá un pequeño centro para dar clases de dibujo.