Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta que se desmoronó la Unión Soviética, allá por 1989, el mundo vivió lo que se conoció como la Guerra Fría.
Se trataba del enfrentamiento de dos grandes bloques mundiales: uno liderado por los Estados Unidos y el otro por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS). Cada bloque iba moviendo sus fichas, ganando posiciones, como si el mundo fuese un gran tablero de ajedrez. Se vivía bajo la permanente tensión ante ese movimiento de jaque mate que en cualquier momento podía llegar.
A Nicaragua también le tocó lo suyo. Una ficha más del juego de poder. Peón, tal vez.
Con la caída de la dictadura somocista en 1979 y el establecimiento del régimen sandinista, Nicaragua cambió de bando. Los productos rusos comenzaron a llegar por montones, comenzando por los famosos fusiles AK47. Pero tanto soviéticos como sandinistas querían más que fusiles de infantería y se pensó en la llegada de un escuadrón de aviones cazabombarderos MIG21. Rápidos, letales y costosos. Lo mejor en tecnología de combate para ese entonces.
Y es en esta parte de la historia que un grupo de muchachos nicaragüenses sale del país a prepararse para pilotar esas máquinas que en cualquier momento llegarían al país. Eran los ungidos para ser la élite de la Fuerza Aérea Nicaragüense.
Sin embargo, Estados Unidos se puso tenso ante la llegada de esos aviones a sus “cercanías”, amenazó, y la Unión Soviética no quiso mover esa ficha en el tablero. Luego vino el descalabro de la URSS y con ello el fin de la Guerra Fría.
La preparación excepcional de estos muchachos quedó ahí, inservible. Y luego se les vio a algunos de ellos vendiendo pescado o madera, como choferes o desempleados. Esa es la historia que les contamos hoy en esta edición de Magazine.