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Libro “Destinos heredados”: Sobreviviendo en el Chipote

En esta cuarta entrega del libro "Destinos heredados", Pedro Joaquín Chamorro Barrios relata las rutinas que desarrollaron los presos políticos para sobrevivir en la cárcel el Chipote

Capítulo 4

La principal “ocupación” en el Chipote era figurarse cómo tener ocupada la mente y el cuerpo para que el tiempo pasara lo más pronto posible y estuviésemos más cerca del día de nuestra ansiada liberación. Hay una rutina impuesta por el régimen del penal y otra es la que los prisioneros pueden hacer dentro de 4 paredes endientadas con barrotes de acero.

La rutina en mi celda cambiaba en dependencia de quienes fueron mis compañeros. En los primeros dos meses y medio tuve como compañeros de celda a Arturo Cruz y José Adán Aguerri en la celda No. 10. Luego estuve solo dos noches en la celda No. 11, en donde luego me enviaron a Víctor Hugo Tinoco, con quien estuve por casi 7 meses, a excepción de un lapso de 4 días, del 14 al 17 de diciembre de 2021, que tuve el privilegio de compartir la celda con el general retirado Hugo Torres Jiménez, antes que lo trasladaran, ya muy mal, al Hospital Roberto Huembes de la Policía.

Después de pasar 3 noches en reclusión solitaria, tras la súbita partida de Hugo Torres (ver capítulo 6), regresó Víctor Hugo a mi celda y lo tuve nuevamente de compañero, hasta unos días antes de la Semana Santa de 2022, que me trasladaron a la celda 10 con José Adán Aguerri.

Algunas rutinas impuestas del sistema carcelario del Chipote era levantarnos de madrugada y meter por la ventanilla donde pasaban la comida, una escoba y luego un lampazo empapado con algún detergente para que limpiáramos el piso. Esta práctica un tanto antihigiénica fue sustituida a los meses por dos abiertas y cerradas de la pesada y ruidosa puerta de hierro: primero para barrer y luego para lampacear con un desinfectante.

Luego recibíamos los platos del desayuno, que comíamos con una pequeña cuchara de plástico descartable que usábamos diariamente, hasta que al cabo de varios meses nos las pedían para botarlas y nos la cambiaban por una nueva.

La comida no era tan mala, pero sí era poca y pobre en proteínas y calorías. A mediodía nos daban un vaso plástico con algún refresco que contenía algo de azúcar. Mucho gallopinto: mucho arroz con una dosis pequeña de frijoles. Lo cierto es que todos perdíamos mucho peso, en mi caso particular el 25 de junio de 2021 que me arrestaron, entré pesando 195 libras y el 30 de abril de 2022 que me trasladaron a arresto domiciliario, pesaba apenas 150 libras.

Arturo Cruz le atribuía al Ensure algunas propiedades mágicas, dado que un pequeño envase de 237 ml contenía 350 calorías y una larga lista de vitaminas y minerales que eran la única lectura de presos que teníamos, a menudo me proponía un trueque: “Te cambio el Ensure por el gallopinto”, y yo siempre aceptaba y se iba a la cama con dos Ensure. 

Luego de la cena, pasaban los medicamentos que habían sido prescritos por los doctores que a menudo nos atendían en la clínica, al inicio nos los daban por la ventanilla, de mañana después del desayuno y por la noche después de la cena, cuando ya íbamos a acostarnos.

En el día, la rutina impuesta consistía en una visita a los cuartos de “entrevistas” o interrogatorios, generalmente al final de las mañanas o por la tarde, pero también una vez, me sacaron de noche, o de madrugada, cuando estaba profundamente dormido gracias a la alprazolam o tafil, o lorazepam que nos prescribían a la mayoría que teníamos problemas para disminuir la ansiedad y conciliar el sueño.

Por las tardes nos pasaban por la ventanilla 2 y hasta 3 envases de 1.5 litros de agua purificada por persona, aportada por nuestros familiares. También enviados por nuestros familiares recibíamos por las tardes dos bebidas que complementaban el aporte de carbohidratos y proteínas. Era notorio que el agua y a veces incluso, los Ensure o yogurt líquidos venían con las etiquetas de marca arrancadas, supuestamente para evitar que recibiéramos algún mensaje oculto o escrito en ellas, pero al arrancarles las etiquetas, se les arrancaba también el nombre del reo, escrito generalmente sobre masking tape, así que era prohibido que el reo recibiera de su casa nada con su nombre (lo que no abonaba a la transparencia) excepto los medicamentos. 

Cada semana un oficial pasaba levantando la lista de los productos de higiene personal y limpieza de la celda que necesitábamos, los que también eran requeridos a los familiares y que ellos guardaban en compartimientos hasta que eran necesarios para entrega.

Durante las “entrevistas” debo admitir honestamente que me trataron con respeto, a menudo el oficial o la oficial a cargo, ordenaba a los custodios que me quitaran las bridas plásticas de las muñecas y las guardaban en la gaveta de su escritorio, siempre me permitieron llevar una botella de agua y nunca fui torturado físicamente, ni maltratado verbalmente.

Otros oficiales investigadores pedían a los custodios, a solicitud mía, que me aflojaran las bridas plásticas porque me las habían dejado muy apretadas. En la mayoría de los interrogatorios, aparte de preguntarme cómo me sentía de salud, me pedían que hablara de lo que quisiera.

Después de alguna visita familiar, que en promedio se dieron cada 44 días, las “entrevistas” versaban sobre qué información había conocido de parte de mis familiares. La primera visita de mi esposa Martha Lucía duró escasos 20 intensos minutos y tuvo lugar el 1 de septiembre de 2021, es decir 2 meses y una semana después de mi captura, ya para entonces estaba en la celda 11 con Víctor Hugo Tinoco.

Antes de cada visita familiar, a los que así lo desearan, nos mandaban a la clínica ya fuera para cortarnos el pelo, la barba y las uñas, nos daban un almuerzo mejor que lo usual y nos cambiaban el uniforme una vez más, en adición al cambio de uniformes reglamentario, que tenía lugar cada 48 o 72 horas.

Otro capítulo, por cierto desagradable de la rutina impuesta, consistía en requisas sorpresivas en las celdas, las que menudo tenían lugar después de las visitas familiares. Durante una requisa, sacaban a los reos de la celda, los ponían de espaldas contra la pared y les revisaban las bolsas mientras dos oficiales revisaban meticulosamente cada rincón de la celda en busca de cualquier cosa que no estuviese “permitida”, lo que era ínfimo. Algunas veces nos ordenaban que nos quitáramos el uniforme azul y luego que nos bajáramos el calzoncillo para ver si escondíamos algo.

La rutina en nuestro tiempo “libre” comenzaba caminando dentro de la celda y el pequeño patio de ventilación que esta tenía, donde teníamos el privilegio de ver pasar las aves y uno que otro avión. Luego dábamos gracias a Dios por el nuevo día, yo repetía “hoy es el día tal del mes tal”, para no olvidar la secuencia de la fecha, rezando un Padre nuestro y un Avemaría y cuando estuve con Víctor Hugo, cantábamos alabanzas “al amor de los amores”.

Los viajes fuera de la celda para “entrevistas” eran deseados por todos los compañeros que tuve en el Chipote, porque lo sacaban a uno de una rutina aún mayor: sin poder leer o escribir nada, solo esperar con la esperanza de salir pronto y distraer la mente con recuerdos placenteros de otras épocas. Es como vivir una larga pesadilla y la rutina te recuerda, diariamente, que aún no ha terminado. 

Es triste tener que gastar horas de la vida de esta manera, queriendo que pasen las horas y los días y meses y quizás años, consciente que estamos cada día más cerca de nuestra muerte.

Por las mañanas, Víctor Hugo tenía su forma de lograr que el tormento del tiempo muerto fuese más pasable: hacía yoga tan concentrado, parecía en trance; cantaba canciones de los 60 y 70 como una “roconola” de antaño, sin parar. Las canciones me eran familiares, yo también las conocía porque somos de la misma época musical y en mis siete años en el internado del Colegio Centro América de Granada sonaban a menudo en los altavoces sobre la cancha de frontón que daba hacia los campos donde jugaba en los recreos.

Como Víctor Hugo había pasado 9 años en el Seminario antes de volverse guerrillero sandinista, me sorprendió gratamente al escucharlo cantar canciones en latín que yo recordaba haber escuchado tantas veces durante las misas en el internado como el Salve Regina, el Tatum Ergo, el Credo in Unun Deum y diariamente por las tardes despedía la última luz solar, ejecutando magistralmente a capela, como todo un tenor, el Avemaría de Schubert. 

Al poco tiempo, cantábamos mañana y tarde, dos tipos de canciones: religiosas, yo cantaba el Himno de San Ignacio de Loyola y en coro, Cantemos al amor de los amores. Después cantar y rezar, comenzaba el “hit parade” de la celda, no lo hacíamos a gritos, pero tampoco susurrando, cantábamos canciones pegajosas como Maritza, Sinceridad, Mi cacharrito, Popotito, Yesterday, Color my World, de Chicago y la verdad es que nunca, que yo recuerde, nos callaron por cantar o rezar.

Pero antes de cerrar el día cantando, nuevamente hacíamos ejercicio: abdominales, caminando, torso y con las botellas de agua, hacíamos pesas para mantener cuerpo y mente ocupados. Al final del día, Víctor movía su cama y ubicaba la cabecera frente al pequeño patio para ver el cielo porque decía que eso le producía serotonina, un neurotransmisor que es bueno para evitar deprimirse y de almohada ponía una botella de agua envuelta en su toalla.

El solo hecho de observar a Víctor me producía tranquilidad y lograba que el tiempo transcurriera en una forma menos tortuosa. Me tranquilizaba ver a Víctor cepillándose los dientes dando vueltas por toda la celda que era parte de una terapia mental o un ritual que duraba a veces 5 minutos.

Nunca imaginé que iba a ser compañero de celda, ni mucho menos que me iba a llevar tan bien, con aquel personaje de discurso revolucionario encendido y vicecanciller del mismo Ortega en la década de los 80, cuando yo era miembro del Directorio de la Resistencia Nicaragüense y apoyaba la lucha armada de la llamada “Contra”. 

Próxima entrega: Capítulo 5. La segunda acusación

Entrega anterior: Capítulo 3. Rumbo a la dimensión desconocida

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